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sábado, 20 de enero de 2024

El realismo mágico o el cine como instrumento de transformación social (20.000 especies de abejas)

«Tiene poco sentido que esperemos una transformación verdadera de las relaciones de dominación basándonos en una simple conversión de los espíritus» (Laurent Jullier, 2006).

Licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad del País Vasco y con un máster en el ESCAC (la escuela superior de cine que está marcando el estilo del cine español con más repercusión mediática en los últimos diez años), Estibaliz Urresola sabe perfectamente qué teclas hay que tocar en una película para transmitir un mensaje, y además sabe muy bien cuál es el que ella quiere transmitir. Urresola representa a esa generación de jóvenes cineastas que se acercan a la ficción habiendo estudiado el medio cinematográfico y, por tanto, conocen su historia, recursos, estilos y, por descontado, cómo funcionan las audiencias. Y por si esto no fuera suficiente, antes de debutar en el largometraje, ya sabía lo que era ganar un Goya y atraer las miradas del mundillo cinematográfico gracias a su corto Cuerdas (2022). Así que el indiscutible revuelo que ha provocado 20.000 especies de abejas (2023) no ha debido de pillarle del todo desprevenida.

Comenzó a escribir el guión tras el impacto que le produjo el suicidio de Ekai Lersundi, un joven transgénero de 18 años que dejó un conmovedor mensaje explicando su sufrimiento, los motivos de su suicidio y sus deseos para un mundo mejor en el que, por desgracia, él ya no iba a estar. A partir de ahí, y con el material de primera mano que le proporcionaron unas cuantas entrevistas con familias y colectivos cercanos a Ekai, fue surgiendo la historia de Aitor/Cocó/Lucía que, durante un verano, a partir de pequeños detalles reveladores y un entorno familiar propicio, decide mostrar al mundo cómo se viene sintiendo interiormente desde hace tiempo (un papel que clava la joven actriz Sofía Otero, merecidísima ganadora del premio a la mejor interpretación protagonista en Berlín 2023). Urresola logra el pack completo: homenaje, denuncia, reivindicación, éxito de público y de crítica (sobre todo internacional) y alineamiento con determinados principios de progreso.

20.000 especies de abejas es, ante todo, una historia que busca convertirse en un mito contemporáneo, un relato que emerge después de haber sido combatido, censurado y/o ignorado por una sociedad patriarcal (la única legitimada desde la Edad del Bronce para sancionar mitologías). Y como buen relato impugnador, las mujeres son presentadas como depositarias de una sabiduría ancestral, auténtica, igualitaria, probablemente la única compatible con el discurso ideológico contemporáneo. Un posicionamiento político impecable en el que la película funciona a la vez como desagravio y como contrapeso al punto de vista masculino, ejercido hasta hace bien poco en régimen de monopolio. Y como en cualquier mito que aspire a serlo, cada hito de la historia posee una interpretación simbólica (normalmente en forma de carga crítica, reivindicación o de una perspectiva frente al viejo marco binario/patriarcal). Empezando por la precoz y firme autodeterminación de género de Aitor/Cocó/Lucía, al que su madre simplemente tolera su comportamiento como un exceso de sensibilidad (y que ella desde luego se enorgullece de fomentar y respetar). Una actitud y unas reacciones que quedan en el subtexto de la película como normativas, sin plantear posibles problemas colaterales, los cuales quedan eclipsados por la defensa de la precocidad y el respeto que merecen la decisión de la protagonista. Urresola se centra, por tanto, en los aspectos que tienen que ver con la naturalidad, la ausencia de dramas, el respeto y lo irrevocable de la decisión; y de paso (aunque esto ya me parece un añadido de la directora en línea con sus convicciones personales que, en cualquier caso, no devalúan la impresión final del conjunto) reivindica a las mujeres como valedoras/protectoras, en las antípodas de un mundo masculino ausente y/o que no se entera de nada (hasta el mismísimo final). Sin traumas, sin estereotipos impuestos.


En el sentido de esa aspiración/representación ideal, la película es perfecta. Y como narración está a la altura de ese objetivo: los espacios, los momentos clave, los modelos femeninos, el poso patriarcal que hay que subvertir/superar, las mujeres que transigieron por miedo y sumisión en el pasado, la tercera generación que, por fin, se atreve a alzar la voz. Y así hasta la escena final, cuando su madre comprende que sólo responderá al nombre que ella se ha autoasignado. Una ficción a la medida. Sin duda Urresola tiene un mejor conocimiento y experiencia en el tema que yo, y está convencida por principio de que películas como esta son las que pueden servir para fomentar y guiar cambios sociales de calado. Pues aun así, yo me quedo con el análisis que hacen José Errasti y Marino Pérez Álvarez en Nadie nace en un cuerpo equivocado, donde incorporan bastantes más variables y circunstancias a tener en cuenta (biológicas, médicas, sicológicas, éticas...). Donde funciona a la perfección 20.000 especies de abejas es entre las audiencias gracias al realismo mágico; en cambio, como instrumento al servicio de la transformación social, pues mire usted, yo descuento bastante IVA a los objetivos de la película.

La cosa es que no necesitamos sustituir unos mitos por otros, más bien encontrar un lugar y algunos usos comunes que nos permitan entendernos sin someternos ni imponernos. Pero tampoco ignorar el legado biológico que llevamos implantado de serie como especie evolucionada desde aquellos atardeceres en la sabana... No es fácil encontrar un equilibrio entre ambos posicionamientos. El vértice de la polémica entre defensores y detractores de la película se encuentra precisamente en el tono y el estilo que explican la historia, y también en el convencimiento de la directora de que son ambos elementos los que mejor pueden demostrar la premisa con la que trabaja (y, como ella, bastantes cineastas españoles de su generación): que el cine es, en última instancia, una herramienta de transformación social. Se trata de una actitud político-estética habitual --aunque no exclusiva-- entre estudiantes de Comunicación Audiovisual. Esta generación se distingue así claramente de sus predecesores en el oficio (y también de algunos coetáneos), bastante menos preocupados por las repercusiones sociales de sus películas, pero sí por el impacto directo (e indirecto) sobre el público. También les enfrenta con cierta crítica veterana (y algunos espectadores de largo recorrido, entre los que me incluyo) que considera excesiva su confianza en el medio cinematográfico --concretamente la ficción comercial-- para promover no sólo cambios sociales y legislativos (que es posible, quizá, tal vez, en un momento dado), incluso suscitar modificaciones gestálticas sobre ciertos asuntos. Me gusta mucho el cine, considero que tiene una gran influencia cultural, que nos hace mejores personas en ocasiones; pero no es, desde luego, un espejo en el que observar ciertos modelos de conducta. Un breve repaso a la historia del cine --de cualquier arte narrativo-- basta para abrir unas cuantas grietas en esta convicción principalmente aspiracional.

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