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jueves, 7 de noviembre de 2024

Encajar todo en ese esquema tan popular del drama alegórico (Casa en flames)

De entrada, admitir que Casa en flames (2024) de Dani de la Orden es un filme que llama la atención por su valentía: se atreve con una escenificación catártico-familiar muy del estilo Tennessee Williams (cuyas obras, en su momento, proporcionaron grandes momentos al teatro y al cine), tratando de ampliarlo para las nuevas audiencias (sin renunciar tampoco a las veteranas). Y de paso abrirla a las nuevas estructuras contemporáneas del parentesco, por qué no. A su favor, el casi completo desconocimiento de todos estos recursos y formas del drama exagerado por parte de las generaciones jóvenes.

La película intenta sostenerse en un difícil equilibrio entre lo que desea anticipar fugazmente (y resultar así verosímil) y las revelaciones inesperadas para mantener el interés en la clásica historia de pocos personajes y prácticamente localización única. El resultado es un drama incremental que se ve venir por bastantes lados y que acaba pasándose de frenada. Y aun así, te mantiene en vilo gracias a las notables interpretaciones del reparto --especialmente Emma Vilarasau, Clara Segura y Maria Rodríguez Soto-- y al equilibrio de un guión construido a base de momentos definitorios, incidentes de comedia sexual francesa y escenas de esas que son tan cómodas de ver y clasificar --sobremesas, excursiones, veladas en lugares públicos-- y que van perfilando un desenlace-mascletà.


La cosa es que el guión de Eduard Sola --autor de dos series de objetivos y públicos básicamente opuestos: El cuerpo en llamas (2023) y Querer (2024)-- no acaba de dar con la tecla que aglutine todos estos ingredientes, ni consigue que olvidemos que estamos ante una historia que se ajusta a un esquema dramático de sobras conocido. Así hasta su esperado y poco sorprendente final, deformante hasta lo enfermizo. El anhelo de proporcionar a toda costa un drama alegórico y contundente a la vieja usanza arrasa con toda verosimilitud y contundencia.

Para las audiencias catalanas, el filme posee el morbo adicional de perseverar en las miserias de una burguesía en extinción/disolución; en el resto de España, ha gustado mucho esa autocrítica bien interpretada y presentada en un argumento lineal y bien señalizado. También destaco la naturalidad con la que muestra el bilingüismo realmente existente en estas tierras, ese que ignoran deliberadamente quienes se niegan a visitarlas por prejuicio o interés ideológico, y que sorprende agradablemente a quienes sí nos visitan. Y finalmente, porque retrata una forma de vida que ya prácticamente sólo frecuentan los ricos, pero que sigue siendo un filón de indiscutible morbo para las clases medias. Casa en flames se queda en ese territorio extraño donde conviven el cliché dramático y las buenas intenciones creativas.

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