lunes, 22 de febrero de 2021

El origen de tanta rabia y de tanto miedo (Nuevo orden)

Nuevo orden (2020) es la película del momento: por sus imágenes, por el argumentario implícito que late tras sus escenas más fuertes, por el momento político mundial en el que se ha estrenado, por el buen oficio que demuestra su director, Michel Franco. Un filme que llama la atención desde todos los espectros ideológicos: hay quien piensa que es una carga de profundidad parafascista, como si el caos social que se avecina sólo pudiera ser domesticado con tiranía y violencia; otros una impugnación rabiosa de la izquierda radical ante los excesos de las elites adineradas y la tremenda desigualdad que exhiben las democracias formales representativas, incapaces de corregir esa deriva de injusticia y explotación (algo especialmente visible en México, donde se ambienta la historia). Sea lo que sea, nadie sale indiferente después de verla, pocos renuncian a reflexionar sobre su significado, aunque la mayoría la etiquetará como la típica ficción distópica indie realizada con ingenio por un cineasta emergente. Lo que es seguro es que en Nuevo orden el contenido eclipsa al continente, dejando en segundo plano los hallazgos visuales y los recursos de estilo. Señal de que ha dado en la llaga...

Estamos ante un filme político al cien por cien que narra unos sucesos plausibles que enlazan directamente con miedos atávicos de nuestra sociedad y variaciones de acontecimientos disruptivos que ya hemos vivido muy recientemente y que hacen temer lo peor (atropellar a personas que se manifiestan pacíficamente, asaltar Capitolios, disfrazar de protesta acciones sincronizadas de saqueo y vandalismo). Escribo esto desde Barcelona, donde desde hace varias noches asistimos inermes a disturbios de una minoría desbocada con la excusa de reivindicar la libertad (de expresión) de un rapero con problemas de control de la ira; donde a los responsables institucionales les preocupan únicamente los excesos policiales, obviando escandalosamente (por miedo a perder su pureza ideológica, hecha de un insufrible buenismo voluntarista e ilusorio) la violencia y el abuso de poder de una patulea de cafres que se afeitará con agua fría toda su vida. El elefante en la habitación. La película de Franco, especialmente en mi latitud, obliga más que nunca a la reflexión, a (re)plantearnos los objetivos no declarados de ciertas ideologías, a revisar las utopías comunitaristas que todavía creen que deseando con fuerza cualquier cosa, ésta se convertirá en realidad, sin esfuerzo y al instante. Gente que aplica a la política la misma basura que ha hecho fortuna en la autoayuda: cuando te sientas Dios, serás Dios. Un río revuelto que tolera excesos por miedo a aplicar medidas impopulares y que desemboca casi siempre en una nueva variante del populismo; y al final, cuando todo se sale de madre y los que están hartos de esperar promesas que nunca se cumplirán asaltan el poder, la receta de los privilegiados es siempre la misma: justificar la violencia y permitir la llegada al poder de dictadores. Nuevo orden se ha estrenado en el mejor contexto posible para alimentar un debate que amenaza con explotar en varios lugares del planeta.


En lo cinematográfico, aparte de encajar en una actualidad mundial muy convulsa, Nuevo orden plantea su deriva posibilista a partir de unas coordenadas y unos problemas perfectamente diagnosticados para el caso mexicano: desigualdades sociales y económicas cada vez más acusadas, violencia contra las mujeres enquistada en una cultura enferma de machismo, mafias de narcos que campan a sus anchas, secuestros, corrupción... Un caldo de cultivo donde la violencia extrema ya es un recurso habitual, lo único que añade el filme es que se ejerce contra el statu quo, sin miramientos, sin proyecto político, con la intención de convertirse en un nuevo poder. Eso es lo que acojona y provoca los debates desde polos opuestos que antes mencionaba sobre el significado último de la historia. El propio Franco contribuye a la controversia sobre su punto de vista de los sucesos en una de las entrevistas que concedió con motivo de su estreno en España: admite un desequilibrio en el guión a la hora de mostrar las motivaciones y las acciones de ambos bandos, y el hecho de alinear la narración en uno de ellos es un valioso indicio de cómo se plantea el conflicto que describe.

Desde que nos dio por vivir en sociedad hay dos constantes que han marcado los cambios políticos y económicos: el terror atávico de los ricos a que les roben y la rabia que acumulan contra ellos quienes les sostienen con su trabajo sin que vean compensados sus esfuerzos. Cuando el equilibrio se quiebra la reacción es siempre la misma: un ciclo imprevisible de venganza que cree compensar o acortar así las desigualdades, cuando en realidad es el inicio del fin de la democracia y de las sociedades abiertas. Revertir eso es muy, muy difícil; cuesta años, vidas, sacrificios, errores. Y si no, que se lo digan a todos esos países que han cerrado en falso toda clase de conflictos civiles: Afganistán, Colombia, EE UU, Egipto, Honduras, Palestina, Polonia, Siria, Ucrania, Venezuela... Desde esa perspectiva, la película es un contundente aviso a navegantes, uno más, y muy valiente, porque se hace desde un país que vive inmerso en un equilibrio de poderes --enquistados, emergentes, inesperados-- muy precario.

Tolerar la violencia para restablecer un orden artificial es allanar el camino a una sociedad con una nueva estructura feudal y una economía de la explotación naturalizada. Nuevo orden explora una cadena de acontecimientos que podría poner en marcha esa peligrosa deriva, pero seguramente el origen de la controversia que ha provocado este filme es la reacción de cada cual ante la rabia y la violencia que mueve a los falsos revolucionarios: o comprensión o intolerancia. A partir de ese primer posicionamiento es fácil deducir el resto... Vale la pena verla y aceptar el reto.

miércoles, 17 de febrero de 2021

Retadora aunque rocambolesca (Cosmética del enemigo)

Me propuse ver Cosmética del enemigo (2020) de Kike Maíllo porque soy un rendido fan de las novelas de Amélie Nothomb y, ciertamente, el relato que sirve de base a esta película --la décima novela de la autora, publicada en 2001-- supone un reto interesante y suficiente. El director barcelonés, además, acumula una corta pero ecléctica filmografía en la que cada filme explora al máximo las posibilidades del argumento y la narración.

Cosmética del enemigo enlaza con una larga tradición de historias para dos únicos intérpretes --en este caso Marta Nieto y Tomasz Kot-- en las que el objetivo principal consiste en desplegar y desarrollar un juego de engaños y sorpresas para el espectador, del estilo Infierno en el Pacífico (1968), La huella (1972), Oleanna (1999), Interview (2007)... Tanto el texto de Nothomb como el filme de Maíllo dejan bien claro que van a apostar fuerte y van a entreverar el relato hasta las mismísimas bases narrativas del medio; el problema es que la novela puede hacerlo diseminando muchas menos pistas de las que debe aportar la película, y no debido a una elección consciente de su director o del guión, sino porque el medio lo exige.

La cosa es que Maíllo no oculta desde el primer minuto que todo va a consistir en un crescendo donde cada hito es un giro dramático y/o una revelación crucial que le dé la vuelta a la trama. Por el camino, los mismos elementos que implica el texto de Nothomb: suspense, repulsión, reflexiones intelectualoides... Las modificaciones que introduce la película, aparte de exigir revelar muchos más datos de los imprescindibles para lograr el efecto buscado en el truco final, debe pagar excesivos peajes en forma de giros dramáticos, recursos visuales que remachen la comprensión de la historia (la mancha roja que crece), unos diálogos que no pueden evitar revelar su origen literario y, sobre todo, un cambio de sexo de uno de los dos únicos personajes que sin duda beneficia a la película pero obliga a introducir demasiadas modificaciones en los pormenores del argumento (eso sin contar con el blanqueo de los aspectos más políticamente incorrectos de la novela).


El resultado me ha parecido descompensado, con una historia forzada hasta extremos extraños, una tensión incremental que no encaja con los hitos del relato y unas interpretaciones a las que el guión exige sobreactuar por culpa de un tempo dramático demasiado obvio, totalmente de manual de escuela de cine, quizá temeroso de perder espectadores por el camino. Tanto si se conoce el texto original como si no, Cosmética del enemigo es un guiñol trágico que sólo consigue su objetivo en algunos momentos escogidos; el resto resbala por la pendiente de lo exagerado o lo rocambolesco.

sábado, 6 de febrero de 2021

Nuevo costumbrismo democrático (La boda de Rosa)

No he dejado de seguir --a veces a excesiva distancia-- la carrera de Icíar Bollaín. Desde su tozudos, bienintencionados y adolescentes comienzos --Hola, ¿estás sola? (1995)-- ha sabido labrarse un estilo ecléctico bastante permeable a los temas y las peculiaridades de cada momento político y social; oportunista a veces, valiente otras, dando en el clavo de la denuncia crítica también. Su noveno largometraje es La boda de Rosa (2020) y, sin dejar de recurrir a algunos recursos de estilo de su filmografía, intuyo que esta vez incorpora una madurez en el punto de vista que quiero creer que es el fruto de su dilatada experiencia como cineasta, pero también otros nuevos, como una curiosa reinterpretación del costumbrismo que marcó el cine español durante los sesenta, setenta y buena parte de los ochenta. Un elemento característico que siempre creí coyuntural, fruto de una conjunción irrepetible de factores generacionales, estéticos y políticos. En ese Mar Menor cinematográfico de aguas estancadas y estériles Bollaín ha sabido aislar algunas partículas elementales con las que armar un nuevo costumbrismo democrático, igualmente centrado en pequeñas comunidades y en la obsesión por reconstruir un entorno familiar quebrado, defendiendo esta vez valores aún en reivindicación y reconocimiento social mayoritario, intentando enlazarlos con el pasado idealizado de nuestros abuelos, una de las principales señas de identidad de los españoles nacidos en el siglo XX. Vamos por partes.

El costumbrismo: el ambiente rural, los prejuicios de nuestros mayores que sobreviven mutados en hermanos mayores, la mala digestión de la modernidad de ciertas hermanas menores, la epifanía de esas personas que se han ocupado durante demasiado tiempo de la gente que tienen cerca pero no de ellas mismas. Esto último es lo que define a Rosa (interpretada por una Candela Peña en su mejor momento): su capacidad de aguante, su resiliencia para sobreponerse a todos los reveses de la vida, su tendencia a dejar en segundo plano sus necesidades y deseos. Bollaín ha escarbado en el pasado rural y republicano-franquista español hasta encontrar aquellas actitudes que aún son compatibles con los valores actuales, encajarlas en una filosofía de la vida buena (sana, relajada, familiar, vitalista, sentimental...) y de paso dejar en evidencia a los rancios que insisten en juzgar según prejuicios heredados. Tampoco tiene miedo Bollaín a tomar lo mas eficaz de ese costumbrismo de la edad de plata del cine español: el recurso a la comedia coral y al humor castizo; aunque mi impresión es que esto último hace que el resultado no sea tan redondo.


La película: el guión se basa en una anécdota simple y cargada de simbolismo, un golpe de fuerza por parte de Rosa que obliga a los demás personajes a posicionarse, opinar, retratarse, reinventarse. Fiel a su impronta, Bollaín aprovecha el impulso a la visibilización de las mujeres y agrega esa pedagogía social y ejemplarizante que tantos filmes suyos y no suyos exhiben. Y como siempre, la habitual argamasa argumental para sostener el relato: ambiente de pueblo modernizado a marchas forzadas, humor nostálgico y sensibilito, ternura sobrevenida, drama catártico... Tics de telefilme tan consolidados y aceptados acríticamente por las audiencias mayoritarias que pasan prácticamente desapercibidos como elección consciente desde el punto de vista estético y narrativo.

Aun así, La boda de Rosa es una buena comedia que se las arregla para colar una crítica y una reivindicación necesarias sin que las demás partes se resientan, que encuentra un buen equilibrio entre el entretenimiento y la didáctica. Reconocible Bollaín.