martes, 16 de mayo de 2023

Arqueología de un género muy exigente (Marlowe)

Neil Jordan es un cineasta que triunfó en los ochenta y los noventa --En compañía de lobos (1984), Mona Lisa (1986), Juego de lágrimas (1992)-- gracias a dramas intensos y originales. Su nacionalidad irlandesa sin duda le abrió bastantes puertas y puso de cara a bastantes críticos y expertos estadounidenses. Y aunque no he revisado ninguno de los títulos mencionados, mi intuición me dice que el paso del tiempo ha hecho mella en ellos. No trato de restar méritos a su filmografía ni a la reacción favorable que obtuvieron en el momento de su estreno, pero lo que ha tratado de hacer ahora con Marlowe (2022) ha sido como sumergirse de pronto en una especie de Metaverso en el que recrear un cine que fue y difícilmente volverá a hacerse realidad.

Basada en la novela La rubia de ojos negros (2014) del también irlandés John Banville (las novelas de Marlowe aún no son del dominio público, pero nadie se quejó por esta resurrección del personaje por otro autor), con guión del propio Jordan y de William Monahan --ganador de un Oscar por el guión de Infiltrados (2006)-- la apuesta no podía ser más arriesgada: revivir los argumentos complejos e imperfectos de Raymond Chandler, la recreación del Los Angeles a comienzos de la Segunda Guerra Mundial y un protagonista universal de aquellos tiempos (en realidad, de cualquier tiempo marcado por la incertidumbre). Y es que con el detective Philip Marlowe, su autor sintetizó --quizá sin proponérselo-- un personaje de ficción repleto de contradicciones, anhelos y defectos que roza la perfección: borrachín, mujeriego, íntegro incluso en los momentos de mayor peligro, idealista a tiempo parcial y, sobre todo, calculadamente ambiguo, no sólo para resolver sus casos, sino para sobrevivir en la jungla humana que le ha tocado en suerte, en una sociedad donde la corrupción es la principal moneda de curso legal.


Por desgracia, los desaciertos en algunas elecciones cruciales de Marlowe se hacen palpables desde el primer tercio de película: largas escenas dialogadas (que emulan bastante bien las del propio Chandler), pero sin intercalar momentos chuscos o imprevistos, esos en los que el detective hacía gala de sus dotes de sicología social y de pura y simple picaresca para obtener pistas y/o testimonios a la contra. También se echan de menos los excesos etílicos (que dejan entrever un pasado doloroso nunca verbalizado), las mañanas de resaca, el trato paternal y atento con su secretaria y, por supuesto, breves e intensos fogonazos de violencia y acción (los setenta años de Liam Neeson no ayudan aquí). Los admiradores del personaje lo que deseamos por encima de todo es ver cómo salen a la luz sus contradicciones humanas, cómo le atizan cuando no da su brazo a torcer, cómo le da la vuelta a las situaciones, cómo prepara sus artimañas, cómo le cuidan algunas mujeres (casi siempre las atractivas mujeres que le contratan)... Marlowe es el primer antihéroe de la literatura contemporánea. Y aunque Jordan intenta meter en su película casi todos estos ingredientes, lo que le falla es la dosificación y el ritmo en la mezcla, las que distinguieron mundialmente al cine negro de entreguerras. No lo llaman cine clásico por nada...

El título de la película es su principal acierto: atrae inevitablemente a las generaciones que disfrutaron (y disfrutan) con el género (literario y cinematográfico), también la curiosidad por volver a disfrutar de una narración mejorada, con un guión enrevesado, humor, ironía, desencanto reflexiones sobre la vida, la condición humana y el amor también... Un reto complicado y difícil para salir airoso con una película nueva capaz de entroncar con una tradición muy potente, influyente y... extinguida. Con este Marlowe no pudo ser. Aun así, gracias por intentarlo, Neil...

lunes, 1 de mayo de 2023

Cualquier cosa excepto la verdad sobre los ochenta (Ruido de fondo)

Están la música, los videoclips, las modas y algunas películas emblemáticas que cambiaron la historia del cine. También un comportamiento superficial como actitud vital, de dejar hacer, de todo vale, de estar permanentemente abiertos a descubrimientos desprejuiciados... El tópico de los ochenta tiene una base muy real, pero también tiene un lado bastante oscuro, asomando de refilón en esas mismas músicas, videoclips, modas y películas: ropa hortera, bebidas artificiales supuestamente bajas en calorías, peinados estrambóticos, una ética del capitalismo desbocado, la conquista de un espacio propio para la adolescencia, reivindicándose como grupo social --una vez alcanzado el estatus de grupo de consumo-- independiente e incomprensible para quienes no pertenecen a él, familias desestructuradas por todo lo anterior... La adolescencia como etapa que nos resistiremos toda la vida a abandonar mental y sentimentalmente. Colores chillones, un inexplicable terror a toda clase de holocaustos sobrevenidos (naturales, estéticos, industriales, generacionales), auge de los Cultural Studies (el insoportable sarampión de las universidades)... En definitiva, visto con la perspectiva de los años, no pasa de ser una mezcla donde cada cual extrae lo mejor y lo peor en base a intereses y preferencias propios. Nada que no pueda concluirse de cualquier otra época de la historia marcada por profundos cambios sociales y de mentalidad. Los ochenta no inventaron nada nuevo, si acaso una singular expresión material y teórica de todo ese desbarajuste que sigue fascinando.

Noah Baumbach se ha sumergido en esa década rara, repleta de claroscuros y un tanto esperpéntica que le tocó vivir en su juventud; y lo hace guiado por la novela de Don DeLillo, publicada en pleno apogeo de lo ochentero (lo que da la medida de la capacidad de anticipación paródica y crítica de su autor). El libro y la película son un catálogo de todo tipo de paranoias y obsesiones, fruto de una época política y económica marcada por la desregulación, que se despliega en una anécdota verosímil en la que, cada dos por tres, asoman situaciones ridículas, teorías conspiranoides avant la lettre, toneladas de tópicos, desinformación segada y/o inventada... A un espectador que no haya vivido aquella época, probablemente todo lo que lea/vea le resulte ajeno, exagerado, disparatado, gratuito, pasado de moda incluso; una ficción que --para ellos-- ha quedado desconectada de la realidad que la inspiró.



Sin embargo, en Ruido de fondo (2022) me ha dado la impresión de que Baumbach se ha atrevido a contar su historia habitual (reflexiones punzantes y distantes respecto a la existencia, la cultura y la sociedad de consumo usando como portavoces a personajes incompletos o deformados) usando un género que no es el suyo. Y aunque he detectado elementos tomados de aquí y allá --planos calcados a Weekend (1967) de Godard, el retrato caótico de las familias de clase media de las películas de Spielberg, el cine catastrofista tardosetentero--, no le he notado cómodo con los recursos que se ha visto obligado a utilizar. Como por ejemplo con la dilatación del tiempo de la historia (él, precisamente, que se caracteriza por su velocidad expositiva), sin apenas tiempo para dejar caer sus puyitas como remate en escenas desopilantes. Seguramente por eso aparecen todas de golpe en un epílogo forzado y trivial que suena a autoparodia involuntaria (y que no recuerdo en el libro, francamente). Un último cuarto de película no ayuda precisamente a prepararnos para ese colofón: la historia se precipita sin interés, con una pareja protagonista experimentando una catarsis excesiva, dispersa y cansina (no exenta de algunas píldoras de humor geniales).

Ruido de fondo puede que haya supuesto un reto justo y necesario para Baumbach, también incluso para nuestra generación, pero para todas las demás audiencias el filme no pasa de ser una excentricidad, una comedia alocada que no pierde la oportunidad de colar unas dosis de filosofía vital que no destacan como la auténtica voz de su director. Quizá él las vea como cargas de profundidad que relativicen o pongan en evidencia la fascinación que aún hoy despierta lo ochentero, pero lo cierto es que apenas cala entre los que nos reconocemos como fans de Baumbach. Así que, para quienes no lo son, la impresión final es imprevisible: extrañeza, humor raruno, pastiche, imitación, homenaje... Cualquier cosa excepto la verdad sobre los ochenta.

martes, 11 de abril de 2023

La fase bisagra de la vida (Una bonita mañana)

No todas las personas deben enfrentarse a ella. No es una etapa de la vida que debamos atravesar obligatoriamente, sino que muchos nos vemos inmersos en ella de pronto, fruto de decisiones y circunstancias que nunca pensamos que, en conjunto, nos convertirían en una bisagra generacional. Me refiero a ese circo de tres pistas con el que a veces deben lidiar los adultos de mediana edad, en medio de dos generaciones que requieren cuidados, atención y consumen prácticamente todo nuestro tiempo: hijos en plena infancia, padres en declive físico y mental que necesitan que nos hagamos cargo de sus cosas, de su día a día, porque ellos ya no pueden (lo cual implica unas cuantas decisiones dolorosas) y, para rematarlo, un trabajo a tiempo completo que les obliga a hacer malabarismos para atender a todo. Cuando te ves ejerciendo de maestro/a de ceremonias en todo ese desbarajuste doméstico y sentimental, ahí te das cuenta: tu vida se ha convertido en una bisagra cuya función es mantener unidos a hijos/as y abuelos/as con padres y madres. Y sobre la generación que está en medio recae la responsabilidad de todo, sin apenas tiempo ni ánimo para retirarse a su espacio, a su intimidad, a sus pensamientos, a sus silencios. La guinda del pastel, la que suele interesar al cine, es cuando, además de todo esto, uno/a se empeña en invertir en su relación, dedicarse a buscar una nueva o --y esto es lo más atractivo para cualquier guión que se precie-- procurarse un orgasmo sin compromiso. La fase bisagra de la vida significa que estás en la intersección de muchos acontecimientos e intereses cruzados y, aunque comprendas y aceptes que te ha tocado acompañar a quienes te precedieron y te sucederán, el esfuerzo que exige puede provocar que te acabes pudriendo interiormente por falta de automimitos.

Leyendo esta entrevista a su directora, es inevitable inferir que Una bonita mañana (2023) es una catarsis fruto de su propia fase bisagra. La vida de Hansen-Løve es, hoy por hoy, una tormenta perfecta: 42 años, divorcio ya no reciente, hija adolescente, hijo pequeño, profesión mediática y absorbente, singular balance biográfico respecto a sus antepasados (padres y abuelos)... Con todo, Mia no se esconde en absoluto: "La película está guiada por una gran tristeza, digámoslo claramente, por un duelo que intento superar escribiendo este proyecto". Sin embargo, el resultado final es muy distinto al que quizá lo puso en marcha: la película irradia una alegría y una positividad que se encastran entre tantas tristezas y sinsabores sobrevenidos...



Una bonita mañana está inspirada, según confiesa la propia cineasta, por otra clase de tristeza, la que intuía en las interpretaciones de Léa Seydoux en las películas de James Bond; pero yo creo que esa tristeza era fruto de su propia mirada triste, fruto de su fase bisagra de la vida y el amor también. Porque, de una endiablada e inexplicable manera, la interpretación de Seydoux es lo opuesto al propósito inicial del filme: es imposible no conmoverse ante sus reacciones, su sensibilidad, su sencillez en la expresión de sentimientos, la ternura que es capaz de aflorar a su rostro casi sin transición, sin que resulte chocante ni forzada... Una bonita mañana será una película buena o mala, será muchas cosas, pero triste, desde luego que no lo es. Es casi la misma combinación de melancolía ante la incomprensión y/o falta de encaje social y de análisis racional a través de los diálogos que hemos visto en la filmografía de Rohmer, al cual Hansen-Løve no se cansa de reivindicar por "la modernidad intacta" de sus películas. Una opinión que comparto al cien por cien, a pesar de que su filmografía sigue provocando en las grandes audiencias (al igual que en el momento de su estreno) un gran rechazo, por considerarlas demasiado anodinas, clasistas, distantes o directamente pedantes. Quienes hablen a través de recuerdos o no hayan visto sus películas, que repasen/descubran sus filmes y luego maticen sus hashtags. Es el mismo estigma que persigue a la obra de Hergé (el creador de Tintín): la irrefutable modernidad de su técnica y la complejidad incremental de sus álbumes queda siempre eclipsada por el conservadurismo político, colonial y hasta racista de su ideología, la cual, inevitablemente, se refleja en sus primeras obras. Muy pocos admiten el largo proceso --que ocupó casi toda su trayectoria-- por el cual reniega y modifica muchas de sus premisas de juventud. Tan ciertas son las acusaciones sobre el tono como inapelables los méritos artísticos y su influencia posterior.

La cosa es que a Hansen-Løve le ha salido una película bonita, como la mañana a la que remite el título: quienes han experimentado la fase bisagra de la vida comprenden perfectamente esos momentos de inefable bienestar, tan imprevistos como fugaces. Un filme intenso al que conviene volver de vez en cuando, especialmente cuando queramos reciclar tristeza en trazas de alegría.

viernes, 7 de abril de 2023

Una pura y genial gamberrada (Oso vicioso)

Elizabeth Banks se ha desmarcado con un filme que se sumerge absolutamente no sólo en la época en la que se ambienta la historia (un suceso increíble pero real que pasó en el estado de Georgia, en 1985), sino en el estilo narrativo y la caracterización de los personajes según las modas de esos mismos años: en corto y claro, el cine ochentero. El resultado es Oso vicioso (2023), una cuidada mezcla de violencia cruda, ridícula y divertida, que recuerda inevitablemente a los primeros y alocados filmes de los hermanos Coen.

Para empezar, el reparto está compuesto por la misma clase de gente ridícula que puebla las películas de los hermanos Marx: personajes caracterizados a base de elecciones y situaciones absurdas que, indirecta e inteligentemente, contribuyen a incrementar la tensión de un relato que sólo el espectador conoce. Y es que, como exige este género alocado, ningún personaje, en ningún momento, se entera realmente de lo que está pasando. Y todo rematado con unos diálogos muy trabajados, basculando constantemente entre el compadreo de los buddy films, las comedias de adolescentes salidorros y el humor raro del cine indie. Ahí va mi momento favorito como ejemplo de todo esto: la esperpéntica huida en ambulancia con la música de un hit ochentero por excelencia, el Just can't get enough de Depeche Mode. Un cóctel muy bien preparado, dosificado y llevado.


La película también recrea con ingenio la forma de filmar el suspense en los ochenta, la que universalizó Steven Spielberg hasta convertirla en un canon narrativo para los milenials que crecieron con los títulos más comerciales y rompedores de sus primeros años. Es una forma de preparar para el susto y de asustar a la audiencia que, en aquel momento, nos pillaba totalmente desprevenidos, y que percibimos entonces como una vuelta de tuerca a lo que habíamos conocido gracias al maestro Hitchcock. Pero ahora, con el ojo entrenado por tanto cine acumulado en las retinas, mayores y jóvenes lo anticipamos sin problema. En esto la directora parece haber renunciado adrede a introducir algún cambio --por coherencia estilística quizá-- que impida que anticipemos todos y cada uno de los estallidos de acción y violencia. Sin excepción.

No es la película del año, pero sorprende por la habilidad en el despliegue de un enredo colosal a partir de una anécdota mínima. Un entretenimiento comercial claramente por encima de la media que merece que le demos una desacomplejada oportunidad.

sábado, 25 de marzo de 2023

Desacomplejada y valiente (Holy spider)

Ali Abassi viene de dirigir los dos últimos episodios de la primera temporada de The last of us (2023), así que es normal tener razones para pensar que es un director en el disparadero del éxito, y es posible que así esté siendo. Sin embargo, si escarbamos en su breve filmografía se detecta una preferencia nada disimulada --más bien exhibida con orgullo-- por los géneros cinematográficos, por situarlos en el primer plano del estilo, precisamente para lo que hace tiempo se modelaron --y se siguen modelando-- a base de ensayo, error, especialización y afinidad: servir de armazón dramático a la narración, priorizar determinados recursos técnicos y, como sistemas abiertos que son, facilitar nuevos usos y variaciones. Abassi lo demuestra sobradamente con su inteligente híbrido de videojuego y cine en la que es, de largo, la escena más salvaje de Last of us. Es una preferencia estética que le viene de lejos: intentó algo bastante similar años antes con Border (2018), donde se sirvió de un género bien conocido por las audiencias para añadir al guión una sutil lectura política (con resultados no demasiado brillantes en mi opinión).

En medio de ambos títulos, Abassi estrenó Holy spider (2022), donde parece haber encontrado un mejor equilibrio entre lo que logró a medias con Border y la pura exhibición de la serie de HBO: el uso de un esquema de genérico ortodoxo, sin maquillajes ni florituras, le permite justificar importantes transgresiones en el tratamiento narrativo de la historia. La diferencia es que Holy spider se atreve con un thriller con reminiscencias setenteras en cuanto a recursos y narración, ambientado en Mashhad, la segunda ciudad de Irán, a principios del siglo XXI. Un argumento que, sin cambiar apenas ningún detalle sociológico o algunas situaciones tan cotidianas como necesarias para componer las principales escenas, en Occidente no resultaría en absoluto problemático; al contrario, se consideraría --yo lo hago-- una buena historia narrada con aplomo e interesantes apuntes de estilo personal.


Sin embargo, la película es bastante más que todo eso, porque no es solamente la historia de un asesino en serie movido por una enfermiza interpretación del islam, ni tampoco una descripción cruda y descarnada de la violencia contra las mujeres (tanto las que son asesinadas como las que investigan esos asesinatos). Es ante todo la sucesión de una serie de detalles que resultarían escandalosos e imposibles de rodar si la película hubiera sido de producción iraní: para empezar, la subordinación laboral y social de las mujeres, encarnada en el personaje de la protagonista (Mehdi Bajestani, premiada con absoluto merecimiento en Cannes), una periodista que no puede tener iniciativas ni hacer casi nada sola, sin tener un hombre que avale sus solicitudes y sus palabras; pero también un montón de planos literalmente inviables en un rodaje en Irán (mujeres que se quitan el velo, ligeras de ropa en la intimidad, prolegómenos sexuales, maltrato físico). Son cosas intolerables, indecentes y/o reprobables que, aun así, requieren ser interpretadas, mostradas ante la cámara, para poder contar la historia. Con Holy spider, Abassi consigue, por alusión y mención explícita, visualizar uno de los límites materiales que se autoimponen algunas cinematografías; lo cual es un mérito nada desdeñable, independientemente del valor de este filme crudo, descarnado, directo, interesante, capaz de remover cimientos y reforzar principios fundamentales.

Me sorprende que un filme tan desacomplejado y valiente en sus repercusiones haya pasado por la cartelera como una exhalación y sin apenas levantar polvareda entre las audiencias predispuestas de antemano a esta clase de filmes. Esta vez Abassi ha dado en el clavo con una gran película de financiación europea, capaz de focalizar carencias y remover conciencias por medio de un guión bien trabajado, muy del estilo de Yalda, la noche del perdón (2019).

lunes, 6 de marzo de 2023

Extraños anhelos de transcendencia (Almas en pena de Inisherin)

A quienes nos encandiló Tres anuncios a las afueras (2017) esperábamos impacientes y con curiosidad el siguiente filme de Martin McDonagh: por si, por una feliz casualidad, era capaz de mantener el alto nivel de contundencia en su siguiente título y nos obligaba a comenzar a considerarlo como una de las voces principales del cine actual (y eso que sólo ha dirigido cuatro largometrajes). El misterio ha quedado desvelado con Almas en pena de Inisherin (2022), que ha recibido nueve nominaciones a los Oscar pero no me parece una obra que le mantenga en esa posición de privilegio a la que sólo unos pocos acceden.

La cosa es que McDonagh no ha perdido el pulso narrativo, y sigue saliendo airoso de una anécdota de apenas recorrido y personajes, pero repletas de escenas y diálogos de profunda intensidad. Esta vez ha localizado la historia en una remota y ficticia isla de Irlanda en 1923, durante los últimos días de la guerra civil que estalló tras la batalla por la independencia del Reino Unido. Un conflicto que en la película apenas son unos sonidos de proyectiles lejanos, porque lo importante es el inefable conflicto entre dos aldeanos que un día, por decisión unilateral de uno de ellos (Colm, interpretado por Brendan Gleeson), decide dar por finalizada su amistad con el rústico Pádraic (Colin Farrell). Como espectadores nos sentimos inclinados a pensar que detrás hay un grave conflicto no nombrado o deliberadamente escamoteado por el autor, así que nos dejamos envolver por el ambiente repleto de sobreentendidos y chismes que rodean un suceso tan nimio y, al parecer, trascendental para el pueblo. Es difícil lograr que no decaiga el interés a base de tantas idas y venidas casi idénticas, de encontronazos y desencuentros en un lugar donde apenas pasa nada, pero las interpretaciones y el desarrollo dramático prometen un final a la altura, porque estamos casi seguros de que la cosa terminará con un estallido, un duelo, una revelación...


Aunque Almas en pena de Inisherin no es exactamente eso, porque la historia deriva hacia un conflicto donde un raro anhelo de transcendencia, una conexión con un mundo mítico (las banshees del título original) que parece estar detrás de la fascinación por el paisaje y las personas que pueblan el filme de McDonagh. El resultado más bien parece un reto personal antes que la presentación de un conflicto que a menudo parece querer dar a entender que es algo más, la transnominación de algo universal concretado en una situación tan cotidiana que nos resistirnos a aceptar que sea sólo eso. Filme para autoconvencidos de antemano y/o iniciados en situaciones que siempre expresan más de lo que significan.

lunes, 13 de febrero de 2023

La quiniela de los Oscar 2023 de Sesión discontinua

Una vez superado (más bien olvidado) el shock del bofetón del año pasado, la 95 edición de los Oscar parece que vuelve a sucumbir a la fiebre asiática, esta vez en una variante de origen (parcialmente) chino, de la mano de los Daniels, un tándem formado por los estadounidenses Daniel Kwan y Daniel Scheinert, los cuales se forjaron un nombre en la industria haciendo vídeos musicales y desde hace poco triunfan con un cine entre surreal y fantástico. Su película Todo a la vez en todas partes (2022) apunta a la ganadora absoluta de este año, seguramente por su indiscutible conexión formal y argumental con una generación  más joven que reacciona bien ante la mezcla de ciencia ficción, humor y tecnologías imposibles que proponen. No es que sea un gran filme --admito que renuncié a escribir una crónica tras haberlo visto-- pero puede atraer por su profunda falta de complejos narrativos. Ya le venía haciendo falta a Hollywood un título así...

Como rivales, el cine dramático y catártico de toda la vida: de nuevo Spielberg nominado por el ajuste truffautiano a su infancia con Los Fabelman (2022), que no creo que se lleve muchos premios --igual que sucedió el año pasado con West Side Story (2021)-- a no ser que los académicos hayan votado con el mismo furor proselitista que hizo triunfar a Cinema Paradiso (1988) en filme internacional y a La invención de Hugo (2011) le otorgó cinco premios técnicos y 6 nominaciones a los pesos pesados del palmarés. También entra en liza un viejo conocido de las grandes audiencias: James Cameron se atreve con una segunda parte de Avatar (2009), como si esta historia no hubiera dado ya de sí todo lo que podía (excepto en la exhibición de efectos visuales, claro). Y para completar el lote, una secuela surgida directamente de la nostalgia ochentera: Top Gun: Maverick (2022), como si de pronto los cincuentones que renegamos de Top Gun. Ídolos del aire (1986) hubiéramos descubierto en ésta valores y significados ocultos que la convertían en un título de culto, anticipatorio, repleto de guiños cuyo sentido sólo hoy podían cobrar sentido y hacían ineludible la continuación. La edad a veces nubla el juicio...

Antes de terminar y dejaros a solas frente al voto, ahí van algunas curiosidades menores de esta edición: el Nobel japonés Kazuo Ishiguro está nominado al mejor guión adaptado por Living (2022), una historia original de Akira Kurosawa (el filme opta también al premio al mejor actor para Bill Nighy); y una doble mención para una cineasta canadiense que admiro mucho: Sarah Polley, que ha colado entre las finalistas a película y guión adaptado a Ellas hablan (2022), interpretada entre otras por Rooney Mara y la mismísima Frances McDormand.

De manera que ahí va un año más el formulario para votar todas las candidaturas y retratar también las filias y fobias propias y ajenas. Comparte, vota, juega, reta, diviértete y vuelve a este sitio del cine para comprobar tus resultados.



lunes, 6 de febrero de 2023

Un trabajo bien hecho, quizá demasiado (Close)

De momento, el tema de Lukas Dhont es la infancia: los retos y padecimientos que enfrentan los menores y pasan desapercibidos o son ignorados por los adultos. Su primer largometraje --Girl (2018)-- ya deja claro por dónde van sus intereses: un chico de quince años que quiere triunfar como bailarina; este de ahora --Close (2022), por el que ha conseguido la nominación por Bélgica al Oscar a la mejor película internacional-- se centra en esas intensas e inocentes amistades masculinas previas a la adolescencia, en su difícil encaje en el mundo más allá de la intimidad doméstica, donde la sensibilidad no es precisamente la norma. Identidad emergente y acoso escolar, dos debates en pleno apogeo al que todo cine con aspiraciones sociopolíticas difícilmente se resiste; ya sea para generar polémica, debate o taquilla.

La cosa es que Close acierta de pleno en cuanto a tratamiento. Además de la elección perfecta de los dos protagonistas principales --especialmente Eden Dambrine, con su mirada ultraexpresiva y su saber estar ante la cámara--, está el contexto elegido para desarrollar la historia: dos amigos de la infancia (Léo y Rémi), ambos de familias con fuertes vínculos de amistad y cercanía, de pronto, al llegar la preadolescencia, se distancian de forma abrupta e inexplicada por temor a lo que su intimidad pueda dar a entender en la escuela. No se trata de acoso ni de prejuicios, sino de una decisión cuyos motivos no son declarados --más bien negados-- para evitar ser señalado como lo que no se es. El objetivo en esta fase de la vida suele ser encajar a toda costa en el grupo de referencia, encontrar en él la seguridad que no somos capaces de descubrir por nosotros mismos. Se trata de un drama tan cierto como universal que seguirá repitiéndose mientras la educación se siga organizando en grupos de edad (antes de eso, segregar por sexos y mezclar alumnado de edades diferentes tampoco fue demasiado bien). Podremos ser más o menos conscientes de que sucede, tomar medidas más o menos eficaces, drásticas o milagrosas, pero erradicarlo por completo --como si fuese una enfermedad para la que encontramos una vacuna-- es prácticamente imposible.


La película demuestra inteligencia, está bien narrada, pero para conseguir el efecto se ve obligada a rehuir cualquier elemento ajeno al drama íntimo que obligue a rebajar el nivel de intensidad. De hecho, los padres y maestros involucrados en un momento u otro se comportan con delicadeza, se muestran dialogantes y competentes; los protocolos escolares se cumplen a rajatabla, sin errores ni omisiones; las familias encuentran el tono adecuado en las conversaciones para tratar de reconducir el problema. En este sentido, Close se desarrolla en un ambiente ideal, a la medida de las necesidades del guión: no hay imprevistos, malas praxis ni rebajas impuestas desde fuera (escuela, trabajo, amistades, familia); el drama y las fases del duelo se suceden según lo previsto.

Sin embargo, todo esto queda eclipsado por la brillante sucesión de escenas y su forma de resolverlas. No hay trampa, sino un gran trabajo de guión, dirección e interpretación. Es más, el principal acierto de la película es apostar de forma sistemática y coherente por un único recurso de estilo que dota a la historia de todo su aplomo: mantener siempre la cámara en el punto de vista del protagonista --Léo--, desenfocando o dejando fuera de plano todo lo que no tenga que ver con sus sensaciones, intereses o pensamientos; dejando que los adultos entren y salgan según su proximidad y/o necesidad. Es un recurso inspirado o calcado de otro filme belga, que lo utiliza de la misma manera para un argumento muy similar: Un pequeño mundo (2021) de Laura Wandel.


En definitiva, Close es un filme que impacta, que gusta por su sencillez y su estilo directo; una historia que conoce perfectamente al público al que se dirige, pero que apenas se permite un desvío de su propósito: desbordar por sensibilidad. Quizá Dhont olvida que, para que su estilo y su delicadeza luzcan como lo hacen en la película, hay que crear un entorno y unos personajes demasiado a medida.

sábado, 21 de enero de 2023

Cargas de profunda indignación (El triángulo de la tristeza)

He esperado con ansia la siguiente película de Ruben Östlund, después de la incisiva (aunque desnivelada) The square (2017). Y la verdad es que El triángulo de la tristeza (2022) no ha desmerecido para nada: cambia el tema, pero no el tono crítico. Si acaso, esta vez profundiza con mayor sarcasmo, lanzándolo sin piedad contra el objeto de su desprecio: los palurdos, ignorantes y ridículos ultrarricos y pastosos. Desde luego que un filme así no cambiará el mundo sólo con exhibir en pantalla toda clase de atrocidades sociales y humanas (basadas sin duda en noticias y chismes que hemos visto y leído) y espolear conciencias; pero por lo menos se nota que su director se ha quedado a gusto; y una parte del público, también.

Para empezar, El triángulo de la tristeza es un filme obvio y directo. Su trasfondo crítico posee un claro correlato de intencionalidad política. Nada de metáforas, simbolismos ni elaborados planos para expresar conceptos y abstracciones teóricas; los actos y las palabras de sus protagonistas en todas las escenas bastan para que nos hagamos una idea bien documentada de cómo son y cuáles son sus principios. Un retrato inmisericorde hecho de deseo ilimitado de dinero --y, por tanto, de corrupción inevitable-- que surge de su anafabetismo funcional y ausencia de valores y sentimientos. El filme se recrea sobre todo en la interacción constante entre una patulea de pasajeros de un crucero de lujo (adinerad@s por la lotería genética, los negocios ilegales y/o inhumanos), con una tripulación que se ve obligada a complacer sus caprichos con fingida alegría a cambio de una incierta promesa de propinas. No me cabe duda de que la finalidad primera de Östlund es esta; y luego quizá, de paso, encabronar a unos cuantos y escandalizar a otros. Aquí no se trata de ventilar un tema con inevitable tufo elitista --como sucedía con The square--, sino de condensar en pantalla la mayor sarta de miserias y ridiculeces surgidas en situaciones de lo más cotidiano. Östlund tira a dar con toda la mala leche. Y me encanta.


Los pasajeros rebosan una escandalosa falta de empatía, una total ausencia de escrúpulos y el absurdo convencimiento íntimo de que todo lo que han logrado en sus vidas es porque se lo merecen; y una de las consecuencias de este estado de cosas es el trato exquisito que les debe ofrecer la tripulación. Eso sí, en cuanto abren la boca se materializa su estupidez, revelando de paso las miserias con las que han amasado sus fortunas. Y cuando parece que el argumento va a quedar estancado en esta hostilidad soterrada y sin solución, en el tercio final, el guión provoca una magistral vuelta de tuerca para retorcer y exponer aún más lo patético de este grupo humano.

El triángulo de la tristeza es un filme incómodo por momentos, irritante en otros, desagradable por convicción. Nunca se permite deslizar una idea reconfortante, algo que permita atisbar un síntoma de cambio hacia algo bueno, solidario, inteligente... Todo en ella es deliberadamente grotesco, deformante, repulsivo, escandaloso, miserable..., una recopilación de situaciones que sabemos que forman parte de nuestra realidad y que aquí, expuestas en una ficción a medida, dejan caer sin ambigüedad su carga crítica, su descomunal carga crítica. Un guión que culmina, además, en un final inteligente, cáustico, deliberadamente abierto, consecuente, limpio; deteniendo la historia en el punto exacto en el que la narración se vería obligada a abandonar el ambiente enfermizo y nauseabundo en el que ha transcurrido la película. A partir de donde lo deja Östlund habría que mostrar a los personajes fuera de la selva en la que ellos mismos se han encerrado.

Todo programa político que merezca mi voto, como primer punto innegociable, debería denunciar, ridiculizar y acabar con el lujo innecesario, derrochador y clasista. El triángulo de la tristeza me parece un filme importante, valiente y brillante porque fija en imágenes el estado de indignación que nos debería llevar a suscribir algo así.

domingo, 15 de enero de 2023

Esos hombres llamados padres (Aftersun)

Siempre he pensado que cualquier persona que conozcamos en la vida encaja en una de estas cuatro categorías: amigos, enemigos, madre y padre. Creo que el hecho de que las dos últimas sólo pueda ocuparlas una única persona es algo anecdótico e irrelevante, pero dice mucho sobre cómo organizamos mentalmente nuestro mundo.

De nuevo una película a la que debéis descontar al menos un 10% a mi entusiasmo; esta vez por la conjunción de paralelismos del argumento con ciertas partes de mi biografía. Nada que ver con Somewhere (2010) de Sofia Coppola que, aunque se centraba como la de ahora en la relación padre-hija y me interesó, estaba atravesada de arriba abajo por la pastosidad y el desapego ante un estilo de vida lujoso y cómodo y, por tanto, propicio en momentos únicos y curiosos. Con Aftersun (2022) no hay nada de eso; todo son rutinas íntimas y momentos en compañía, potenciados por la manera en que están filmadas, transformándolas en algo intenso y revelador (no para los protagonistas, sino para las audiencias, que son quienes extraemos casi intuitivamente un significado). Un deslumbrante debut en la dirección para Charlotte Wells, una cineasta cuyo siguiente largometraje habré de examinar detenidamente.

Una mujer (Sophie, interpretada por Celia Rowlson-Hall), de la que apenas alcanzamos a saber lo justo y fundamental sobre su vida y su circunstancia, recuerda unos días de vacaciones que pasó en Turquía con su padre cuando tenía once años. Era a finales de los noventa, era verano y al parecer fue un momento de convivencia único. No es que de pronto comprendiera retrospectivamente que lo sucedido y lo dicho en aquellos días encerrara una clave decisiva para explicar sus respectivas vidas, nada de eso; lo que pasa es que a todos nos llega un momento en la vida en que deseamos a toda costa encontrarle significados transcendentes, una especie de intriga de predestinación que justifique el futuro que luego fue. La película está atravesada por la alegría y la melancolía de algo que entonces la Sophie niña no percibió como instantes únicos de felicidad y ahora, ya adulta, parece empeñada en reelaborar como algo irrepetible.

Las películas sobre viajes siempre tienen algo de fascinante, pero las que involucran a padres/madres e hijos/as --o adultos y niños que terminan reproduciendo una situación similar como la pionera Alicia en las ciudades (1974)-- todavía más. En mi caso, no puedo evitar identificarme al máximo con Paul Mescal (Calum, el padre) e imaginar que Frankie Corio (Sophie de niña) es un trasunto de mi propia hija. Aftersun me recuerda los días que hemos pasado en destinos de playa, de forma muy similar a como los muestra la película: Almería, Ibiza, Nápoles, San Sebastián, Mallorca, Cádiz, Menorca, Creta y, por supuesto, Altafulla, nuestra base de operaciones veraniegas desde 2002. Pero no sólo eso, también me enternece comprobar cómo ambos organizan sus días de una forma que no ha cambiado tanto: comidas, hacer comentarios sobre la gente, tiempos muertos en la piscina, excursiones, ir de compras, vístete, lee, a dormir... Los padres nos comportamos de forma curiosa respecto a los indicadores que suelen caracterizar al sexo masculino: de entrada, suspendemos toda prioridad (en corto y claro: nuestro egoísmo connatural) por nuestras hijas pequeñas; y lo hacemos sin que nos cueste y sin sentir que renunciamos a nada. A cambio, buscamos a toda costa su complicidad: llenar su infancia de grandes momentos, protegerlas del resto de hombres del planeta, animarlas a que encuentren su lugar en el mundo, a que sean ellas mismas... Y entonces, cuando, finalmente, gracias a la lotería de la vida, parece que lo logran, nos sentimos tristes porque han tomado un camino muy diferente al que imaginamos para ellas. Y encima, siempre lo hacen antes de lo que teníamos previsto y con las personas más inesperadas.


En cuanto al estilo, Aftersun rebosa en aciertos técnicos, inteligentemente alineados con el tono de la historia: las escenas están rodadas como si se tratara de fragmentos recuperados de un vídeo doméstico, perdido durante años (los mismos que Sophie ha tardado en recordar aquellos días), presentadas en una concatenación desordenada de momentos no necesariamente expresivos, pero que demuestran que el relevo inevitable de las generaciones se sigue cumpliendo a rajatabla. Otro acierto consiste en mostrar tanto a Sophie adulta recordando como a su padre en el pasado en la misma situación: a través de ese conocido efecto de luces intermitentes de discoteca que provoca que no se aprecie el movimiento en la pista de baile, y lo que atisbamos en los fragmentos de luz parecen cosas irreales o sin sentido debido a la falta de contexto. Una muy buena metáfora sobre nuestra forma de recordar. También destaco la forma de dejar fija la cámara, sin enfocar ni seguir a los actores, de manera que les oigamos y les veamos en reflejos (espejos, pantallas, puertas, ventanas), o a través de la videocámara con la que graban sus vacaciones; siempre algo interpuesto que rebaje la sensación de certeza que normalmente ofrece la imagen cinematográfica. Todas esas limitaciones/distracciones nos obligan a concentrarnos en la segunda mejor opción: las palabras y los silencios. Wells deja claro que la película es un recuerdo mediado, extraído con esfuerzo y sin orden de lo más profundo de su pensamiento.

Y, por descontado, esas situaciones perfectamente identificables entre padres divorciados e hijas pequeñas, el auténtico centro de interés de la historia: el deseo de él para que Sophie se divierta con otras chicas de su edad (y obtener, a cambio, unos instantes de soledad); ella le obedecerá pero se juntará con jóvenes mucho mayores que ella; el tiempo en soledad del padre cuando finalmente ella se duerme (experimentando, como todos, ese espejismo universal por el que nos imaginamos disfrutando de un viaje en solitario, de encontrarnos con otras mujeres que nos han visto ejercer de padre divorciado aunque responsable); los enfados, los silencios forzados, las anécdotas divertidas, los primeros besos (la inminencia de la adolescencia, para ella), recuperar ese imposible anhelo de juventud fiestera (para él), las reconciliaciones, las conversaciones tontas... En fin, esas rutinas propias de un destino de sol y playa (y que adoro por encima de todas las cosas).

El año comienza con el listón muy alto, con otro canon fílmico con el que establecer comparaciones, una nueva entrada en mi lista de películas a las que regresar de tanto en tanto para extraer nuevos detalles, nuevos significados, otras inspiraciones... Un gran, gran filme por méritos propios y que además me ha atrapado por motivos muy personales al que sin duda voy a volver cuando esté muy arriba o muy abajo... Ay, en fin, esos hombres llamados padres...

domingo, 1 de enero de 2023

Que veinte años no es bastante... (Dos décadas en Sesión discontinua)

En 2023 Sesión discontinua vuelve a estar de fiesta: este blog cumple 20 años
. Lo primero que me viene a la cabeza tras esta constatación, es que la plataforma tecnológica que lo aloja no haya sucumbido o mutado --y con ella este blog-- de función y objetivos (como tantas otras en estos últimos tiempos), arrinconada por nuevas formas de comunicación que no necesitan de la palabra escrita para transmitir y hacerse entender. Tecnologías aparte, confieso que me sorprende mi propia constancia para aportar contenido a una blogosfera que, en estos segundos diez años, ha visto estancarse su número de seguidores y autores. Lo cierto es que sigue habiendo personas que se lanzan a ella para hacerse un hueco y monetizar aquello que tengan que decir, pero lo hacen en otros formatos, todos ellos audiovisuales (canales de vídeo, podcasts, reels, stories...). Mi diagnóstico es que la palabra escrita está a punto de perder definitivamente la partida de la comunicación en el ecosistema digital.

En lo que se refiere a la blogosfera cinéfila, constato un claro estancamiento de los blogs escritos; ahora las críticas y los comentarios sobre películas se hacen en canales de vídeo, con una narración ágil, divertida e irónica que surfea con habilidad sobre las imágenes (aunque hay de todo, ¿eh?). Lo cierto es que la blogosfera escrita ha ido adquiriendo con el tiempo un fuerte componente generacional de boomers y milenials (de las primeras hornadas) en las que cada vez pesa más la revisión y el redescubrimiento de clásicos y de hits ochenteros de infancia y adolescencia, y cada vez menos dedicación a los estrenos semanales. La crítica cinematográfica digital ya no le debe prácticamente nada al género que le vio nacer: el periodismo escrito. Estamos en otra partida y con nuevas reglas...

Y no es que no me haya planteado convertir el blog en un canal, pero lo cierto es que componer esas píldoras audiovisuales de consumo rápido requiere un importante trabajo de planificación, adaptación a nuevos recursos y dominio de herramientas de edición; y la verdad es que no me siento capacitado para lograr algo divertido, nuevo y digno con mis conocimientos y mi disponibilidad. De manera que aquí sigo, insistiendo en lo que he practicado sin parar desde 2003: componer y presentar reseñas sobre cine que resulten interesantes, estén bien escritas y que no arruinen la experiencia de ver la película. A veces, el tema o mi actualidad me espolean y entonces me las apaño para colar algo de teoría (y que me luzca el andamio), desahogarme y/o ajustar cuentas con mis convicciones, mi pasado y mi presente. No puedo evitarlo...


Repaso mis entradas desde 2013 y constato que he consolidado mi forma de ver cine: alternando comentarios sobre estrenos, títulos recientes que se me pasaron (por mucho o por poco) y otros que he descubierto por casualidad: filmes curiosamente visionarios --El congreso-- y también algunas rarezas, filmes-fetiche y textos que me debía a mí mismo (Winstantey, Frasier, El viaje de Chihiro, Yo, él y Raquel, Una habitación con vistas, El hombre que mató a don Quijote, Searching, Paterson). De vez en cuando he colado algún monográfico de los míos (fetiches femeninos, un incipiente e inacabado repaso a algunas películas de Fassbinder, una breve antología de primeras escenas, un excurso sobre la cinefilia, una introducción crítica al cine sentimental y una definitiva y sincera expresión de mi propia idea de la nostalgia y que es uno de los textos más íntimos y personales que he escrito.


Y como los tiempos cambian que es una barbaridad, he ido abriendo el foco para comentar las producciones --filmes y series-- de las plataformas digitales: Fe de etarras, Roma, Euphoria, El irlandés, Normal people.

Por último, ahí queda la serie sobre los estilos cinematográficos (que me empeñé en que abarcara hasta el cine más reciente), donde he podido exponer ordenadamente --gracias a los libros de David Bordwell, que me han servido de armazón sobre el que he ido añadiendo mis (escasas) aportaciones-- muchas de las ideas y premisas que han rondado el trastero de mi mente desde que empecé a interesarme en el cine. Creo que es mi aportación más relevante de estos diez años (especialmente mi extravagante teoría termodinámica del arte), la cual se prolongó desde febrero de 2014 hasta septiembre de 2018. Compendio de mis obsesiones teóricas, homenaje a Bordwell y legado casi definitivo sobre mi propia idea de la evolución de la narración cinematográfica. También me ha dado tiempo para ajustar cuentas con los métodos y técnicas de la crítica cinematográfica en una curiosa y desconcertante trilogía. Y por supuesto, como un reloj atómico, cada febrero, mi quiniela abierta sobre los Oscar, una tradición fraterna que hace tiempo que dio el salto más allá del entorno doméstico...

Durante este tiempo, sin proponérmelo, me he topado con las filmografías de Greta Gerwig, Mia Hansen-Løve y de Noah Baumbach, las cuales he completado de forma casi compulsiva. De ellas, me atraen sus estilos y puntos de vista sobre las cosas y su forma entre surreal, sensible y humorística de relatar lo cotidiano. De Baumbach, en cambio, me deslumbra la mezcla de hallazgos y detalles narrativos de su trilogía Frances Ha, Mientras seamos jóvenes y Mistress America (ésta última mi favorita absoluta. Sencillamente, roza la perfección). Los tres, ahora mismo, son una referencia para mis valoraciones y nuevos descubrimientos. Y por último las películas que más me han impactado y, por tanto, he revisado más veces: Tres anuncios a las afueras, Nomadland, The Florida Project y Burning. El cine no es, de ninguna de las maneras, un arte acabado.


Dos décadas de cine en la retina dan para mucho, pero no me han parecido suficiente. Mi curiosidad me hace buscar, probar, dar tumbos, contradecirme...; ver películas porque las mencionan en un artículo, en una entrevista, en un programa, en redes sociales, recomendaciones de amigos y conocidos, en otra película... Es imposible que, en conjunto, toda esa lista de títulos, con la necesaria perspectiva, no revele un patrón muy claro: el eclecticismo, el deseo de probarlo todo (aunque sólo sea una vez). Y el ansia de no querer esperar para poner por escrito una idea, una reflexión, un juicio, un axioma, una frase sugerente..., y que me llevan a escribir en cualquier parte y sobre cualquier soporte; sin transición, sin prolegómenos, sin preocuparme dónde esté. Escribo con ese miedo irracional a olvidar lo que se quiere decir, a no volcar la inspiración tal como vino a la mente, sin dejar nada, con todos los matices, con las palabras exactas y adecuadas. Apunto cuatro cosas, esbozo un esquema mínimo y hala, a reposar. Es curioso como, días después, mi mente rellena con facilidad unos huecos que me parecían imposibles de convertir en algo argumentado y con sentido. Otras veces, todo esto brota de golpe y entonces dejo prácticamente lista la crónica en apenas quince minutos, pendiente de un pulido mínimo y preparada para publicar. En una palabra, la inspiración...

La cosa es que ya no sé ver una película que me gusta sin componer mentalmente fragmentos del texto que pienso escribir, por eso cada vez se espacian más y más las entradas. Lo que nunca, nunca, he experimentado es hartazgo o cansancio ante la perspectiva de nuevos títulos por conocer, nuevos fetiches, nuevos hallazgos. Soy quien soy por muchas cosas que me han pasado en la vida, pero también por culpa del cine, que ha moldeado unas cuantas facetas de mi carácter.

Ya acabo (textos como este sólo se escriben una vez cada diez años, así que más vale no dejarse nada en el tintero): encaro esta tercera década de Sesión discontinua en un blog que apenas presenta ya novedades funcionales y de aspecto, pero que no deja de cambiar en su propuesta de textos repletos de ganas de compartir teorías, confidencias, excursos y, por qué no, algo de humor, sentimentalismo, ironía y nostalgia. ¡Este 2023 brindo porque sigamos leyéndonos otros diez años en Sesión discontinua!

jueves, 8 de diciembre de 2022

Desajuste personal, amargo retrato social (El nadador)

Único filme destacable en la filmografía de Frank Perry --que llegó a nominado al Oscar por su debut en la dirección: Elisa (1962)--, hace que aún resalten más los méritos de El nadador (1968), y que todavía hoy mantiene vigentes en buena parte. Adaptación de un breve relato de John Cheever, el filme extiende con inteligencia los personajes y los temas que apenas quedan apuntados lo justo en el original literario de 1964 y, de paso, despliega una intensa mirada crítica sobre la sociedad de su tiempo. Y también, por qué no, alguna que otra previsible concesión comercial.

Un hombre, de quien no se nos facilita ninguna información previa, decide una tarde que regresará a su casa siguiendo el imaginario río que formarían las piscinas de la urbanización donde vive; en lugar de vestirse y regresar por los caminos normales, atajará campo a través y nadará un largo en todas las piscinas por donde pase. El texto de Cheever se limita conscientemente al torrente de pensamientos y actos de su protagonista, Ned Merrill (interpretado por un gran Burt Lancaster), mientras que la película --en parte obligada por los condicionantes narrativos del medio-- reconstruye con habilidad un pasado que vamos intuyendo a medida que avanza la historia. Y es que Ned conoce a todos los dueños de las piscinas por donde pasa, y en cada visita piscinil obtenemos algo más acerca del enigma que le rodea.


Y aunque ambos relatos ocultan debidamente el desenlace, lo cierto es que se anticipa sin demasiados problemas. En ese mismo camino, Ned obtiene (obtenemos) una cruda disección de un fragmento de su vida, con el que se supone que debemos empatizar: por sus motivos, por su displicencia en el trato con sus vecinos (descaradamente falsos, egoístas y superficiales), por el vitalismo hedonista con el que a ratos actúa ante la antigua niñera de sus hijas (y por la que no se atreve a admitir que le atrae sexualmente). No hay causas que expliquen sus reacciones, sus palabras ni su determinación absurda de nadar en todas las piscinas a su paso; tampoco revelaciones acerca de su aparición en el punto exacto donde arranca la película y precisamente en bañador. Ese es quizá el mayor acierto del cuento de Cheever. La cosa es que, la película, al respetar también esta premisa, es capaz de eclipsar y hacer olvidar al espectador el verdadero enigma de la historia, afanándose en destacar a cambio la verdadera personalidad de Ned a través de las tiranteces de cada encuentro con sus vecinos (amigos, enemigos, examantes, semidesconocidos excéntricos).

Es en estos detalles donde el tiempo no ha logrado hacer mella en El nadador. Quizá también tenga que ver el hecho fortuito de que la terminara Sidney Pollack (sin figurar en los créditos), tras abandonar Perry el rodaje por una bronca estilístico-estética con los productores, y que se convertiría en el primer largometraje importante de su filmografía. Pero el principal mérito del filme es sin duda el aspecto moderno que aún exhibe; no sólo por el tema (ciertamente poco habitual en el gazmoño cine comercial estadounidense de la época), sino por la mirada nada complaciente hacia lo propio, por ese estilo entre experimental y subjetivo que logra gracias a la fotografía y a unos encuadres nada convencionales.

El nadador es una historia que pide a gritos una nueva versión cinematográfica, donde los avances en cuanto a contexto social y ético, punto de vista y recursos novedosos podrían dar una vuelta de tuerca a la brillante anécdota original. Ya no sería solamente una andanada contra las (hoy venidas a menos) clases medias, sino también repleta de enfrentamientos generacionales y de cortocircuitos tecnológicos originados en una mala digestión de las redes sociales. Un popurrí que se mostraría a base de nuevos comportamientos, nuevas formas de relacionarse, de amarse, de ningunearse...

sábado, 19 de noviembre de 2022

Salir (Un año, una noche)

Aunque no me gustan sus textos, comparto la etiqueta que Carlos Boyero le dedica a la filmografía anterior a 2022 de Isaki Lacuesta: experimental cansina obra. Nunca sus filmes me atraparon con sus sutilezas estilísticas y temáticas; más bien me desesperaba tanta contemplación en busca de instantes captados por la cámara (imprevistos o provocados por el guión o la producción, tanto da) que expresaran mucho más de lo que mostraban. Pero la cosa cambia cuando de pronto Lacuesta se atreve con la adaptación del libro de Ramón González Paz, amor y death metal (2018), que ha trabajado minuciosamente junto con Fran Araújo e Isa Campos (muy interesante guionista que ahora se encuentra además en pleno salto a la dirección) que les llevó casi dos años. Pensé que esta vez el tema era lo suficientemente contundente, universal, polémico, delicado e incandescente como para provocar un cambio de registro radical a su director. Y así ha sido con Un año, una noche (2022).


En esta película, la narración y los recursos están debidamente supeditados al contenido, sin intentar eclipsarlo, pero sobresaliendo lo suficiente como para dejar bien claro que detrás hay una finalidad, un deseo de mostrar algo de una manera propia (básicamente, una teoría sobre la superación), apoyándose en el argumento (y no al revés). De entrada, la película, levanta una serie de apuestas que consiguen captar la atención sobre ella (en esta entrevista a su director tienes una buena declaración de intenciones): la más importante, que el cine español se atreve con un suceso que la propia Francia todavía no ha tenido el valor de encarar desde la ficción; las elecciones artísticas y técnicas sobre la violencia (totalmente acertadas respecto al tono y al estilo de la historia); los cambios introducidos sobre el original literario y, por último, el deliberado desorden temporal de los acontecimientos, que impiden que el espectador se acomode en el típico drama cronológico que trata de ordenar y presentar un suceso al que muchos se acercan por simple morbo o anhelo de espectacularidad (casi nunca por un interés social o humano).



La pareja protagonista (presente en la sala Bataclán de París aquel fatídico 13 de noviembre; en el filme recreada en el Apolo de Barcelona) personifica cada cual dos caminos diametralmente opuestos a la hora de afrontar lo sucedido, y que afecta de forma diferente e inevitable a ambos, incluyendo su trabajo, amistades y, por descontado, su relación como pareja. Todos esos niveles, junto con el antes y el después del atentado, son los que facilitan y justifican los constantes saltos hacia adelante y hacia atrás de la narración; buscando --provocando-- contrastes, revelando zonas oscuras, situaciones incómodas, incomprensiones, pensamientos difícilmente verbalizables ante otros seres humanos. A pesar de tantas dificultades, de tantas oportunidades para la pedantería o la banalización, Un año, una noche no se deja tentar por lo fácil ni pierde el pulso en ningún momento.

Resulta llamativa esa necesidad que tenemos los occidentales de procesar racional y/o narrativamente el sufrimiento, el dolor infligido por desastres sobrevenidos y violencias irracionales y terriblemente crueles. Ese intento de explicar los recuerdos, las obsesiones, pero también de desplegar el proceso interno que nos lleva a explicarnos nuestras sensaciones, sentimientos, perplejidades y reacciones. Lo hemos visto en el cine muchas veces, aunque esta vez Isaki Lacuesta ha encontrado un buen punto medio entre experimentación y comunicación para dar un salto adelante como cineasta y, de paso, ofrecernos un gran fragmento de cine.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Dejar la cámara y enfocar donde pocas se han atrevido (El acontecimiento)

Gracias al premio Nobel de literatura 2022 concedido a Annie Ernaux y, por supuesto, al León de Oro en Venecia, la cosa es que El acontecimiento (2021) de Audrey Diwan ha experimentado una increíble y merecida expansión/prolongación de su carrera comercial, espoleada por varios e importantes factores: experiencia femenina de primer orden, contundente y bien planteada denuncia sociopolítica y --especialmente para las audiencias que se acercan a este cine no-mainstream por motivos no cinematográficos-- una narración que no desplaza la cámara hacia otro lado cuando llegan esos momentos en los que todos sabemos que miraremos hacia otro lado (literal y metafóricamente).

Como me empeñé en leer primero el libro (en realidad un relato breve de menos de 60 páginas), no puedo limitarme a inventariar los aciertos y desmerecimientos de la adaptación cinematográfica. Y por la misma razón no me resisto a medir la distancia entre lo literario y lo cinematográfico. Ernaux escribió El acontecimiento hace 22 años porque se le imponía esa necesidad mientras escribía otro libro. Así que lo abandonó y recuperó el dietario que escribió en 1964 (cuando quedó embarazada y supo desde el minuto uno que no quería ser madre en aquel momento de su vida) para espolear y ordenar sus propios recuerdos sobre un episodio tan natural como impugnador de una sociedad cobarde y patriarcal.


En el libro, Ernaux compone una escrupulosa cronología de todos los recuerdos y evidencias que puede reunir de aquel proceso. Y lo mismo hace la película, marcando con rótulos el paso agobiante de las semanas. Aunque lo más valioso es --aparte de lo que cada cual extraiga de la lectura-- ver cómo queda retratado su entorno de amigos y compañeros, permitiéndonos comprobar dos cosas: que aquellos años no eran tan modernos y que debemos poner en valor de ciertos logros legales respecto al aborto y la tolerancia social. Y es que, salvo excepciones, la inmensa mayoría de las personas que accedían al secreto de Annie se desentendían, la sermoneaban, la juzgaban o trataban de aprovecharse de ella. Aun así, fue tan fuerte su determinación que intentó seguir adelante con su vida como si nada (como mucho incorporando una serie de intentos más o menos serios o eficaces para librarse del feto). Si sorprende o escandaliza no es por lo que ella nos cuenta, sino por el retrato de un mundo que no reconocemos a pesar de tenerlo apenas a una generación de distancia.

Y aunque la adaptación también se ha llevado premios, no la encuentro tan meritoria, casi por los mismos motivos que Drive my car (2021): incorpora demasiados elementos para hacer el guión mucho más lineal y llevadero, eliminando de paso algunos aspectos que podrían resultar chocantes o hacer menos maniqueo y reivindicativo el resultado. De manera que ahí está el típico grupo de amigas (en el libro no lo son para nada), un entorno hostil perfectamente delimitado (en el libro tampoco lo es) y unos médicos claramente paternalistas e insensibles (en realidad son ambiguos y hasta compasivos). Encuentro incluso que hay un exceso didáctico al intentar explicar ciertas escenas con un lenguaje actual, cuando claramente en los sesenta nadie manejaba ciertos conceptos (la conversación entre Annie y uno de los médicos que vista); o también situaciones (inexistentes en el libro) que sólo sirven para reivindicar un cierto aspecto moderno (una chica masturbándose delante de sus amigas). Demasiadas concesiones a la reivindicación política y a nuestro marco mental.

Sin embargo, todo esto no resta valor al filme, porque lo apuesta todo a una carta ganadora: dejar la cámara donde prácticamente nadie se ha atrevido a dejarla (y aun así lo hace con delicadeza): en el acto médico clandestino del aborto en sí (rodado en plano continuo) y el momento culminante que todos sabemos que sucederá, en la soledad de la residencia de estudiantes (la experiencia real de la autora, la que relata en el libro, es bastante más cruda que en la película). Aunque sólo sea por estos dos momentos, merece la pena ver y recomendar a todo el mundo El acontecimiento.

Ha sido necesario que por fin las mujeres se hayan lanzado a contar --a llenar con-- libros, canciones, películas y toda clase de testimonios sus vivencias acerca de sus cuerpos y los sacrificios que sobre ellos exigimos y ejercemos los hombres, para que tengamos la oportunidad de dar un salto hacia delante y ponernos a su altura. Y es que, como dice la canción, nunca se para de crecer, nunca se deja de morir.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Cartesiana, pulcra, directa, repulsiva... necesaria (La conferencia)

Matti Geschonneck es un veterano cineasta nacido en la extinta República Democrática Alemana con una dilatada carrera televisiva a sus espaldas y dos únicos largometrajes que han pasado rápidamente a estar disponibles en plataformas de streaming. Dos títulos totalmente volcados en el género histórico-político de su país: En tiempos de luz menguante (2017) --sobre los días previos a la caída del Muro de Berlín y las miserias de una ideología y un mundo agonizantes-- y La conferencia (2022), que se ha estrenado este año.

El 20 de enero de 1942, se reunieron en Berlín ministros y militares nazis para debatir (en realidad para que éstos últimos arrebataran a los primeros las competencias que tenían que ver con todas las cuestiones judías) los pormenores de la estrategia de la «Solución Final», que casi un año antes había ordenado Göring (sin concretar demasiado), y dos años después del fracaso de la Operación Madagascar ideada por Eichmann (presente en aquella reunión, ejerciendo de técnócrata sobre el terreno) que planeaba hacinar a todos los judíos europeos en esa isla del Índico.


La película se extiende prácticamente durante el mismo tiempo que dura la reunión y, aunque no está rodada en continuidad temporal, apenas hay saltos en los acontecimientos. El guión se las apaña para ir presentando a los diferentes asistentes con celeridad y para dosificar debidamente las revelaciones del argumento, evitando que el espectador se pierda y adquiera de paso algo de contexto sobre un acontecimiento que sin duda la mayoría de audiencias desconoce. En cuanto al estilo, para no caer en el aburrimiento ni en el cliché, el director va tanteando diversos efectos de montaje que puntúen dramáticamente los momentos culminantes. Todo ello con una pulcritud y una eficacia admirables, sin necesidad de ahondar en digresiones sentimentales ni licencias narrativas o argumentales. Todo lo que se muestra es plausible, podría haberse desarrollado tal como se narra, y el efecto de las escenas se logra gracias a esa mínima gradación de contenidos y a la contundencia de lo que delatan las palabras.

En definitiva, un filme muy bien realizado a partir de un suceso complicado de ficcionar y que, a la vez, resulta interesante, capaz de condensar en menos de dos horas la esencia de un régimen brutal que se quiso presentar a sí mismo como el guardián de la historia, y que creía actuar con la racionalidad de la filosofía (aria, por supuesto) y el sentido del beneficio y la productividad de las empresas capitalistas. Cuando en realidad no se trataba más que de justificar y ocultar burdamente una teoría política miserable al servicio del terror y la inhumanidad.

lunes, 3 de octubre de 2022

Reconvertir a los hombres inútiles y, además, become woke (Cinco lobitos)

Alauda Ruiz de Aúza debuta de forma muy prometedora en el largometraje con una película que se impone por su naturalidad y su sinceridad. Cinco lobitos (2022) es el resultado de una intensa experiencia de su guionista y directora (y también, casualmente, de su actriz protagonista (Laia Costa en otra gran interpretación, quien, a poco de comenzar el rodaje, había pasado por el mismo tránsito vital). Si de los hombres que debutan en la dirección --estoy pensado únicamente en las últimas décadas-- ya es posible destacar unos cuantos patrones estilísticos y temáticos (ajustes de cuentas con la infancia, cierta experimentación formal con géneros consolidados, minimalismo anecdótico); de las mujeres que inauguran su filmografía al menos detecto uno (el tiempo dejará ver otros, seguro): el relato de una experiencia muy cercana a su condición de mujeres, un posicionamiento (material y/o teórico) sobre el discurso feminista del momento. crónicas de sensibilidades en ambientes familiares y/o nuevas perspectivas para los roles sexuales (y cinematográficos)... Para luego, gracias al éxito y la veteranía, dar el salto a cualquier clase de ficción comercial, indie, experimental o autoral. En esa primera fase ya están perfectamente situadas la propia Ruiz de Aúza, Carla Simón o Leticia Dolera; en la segunda ya estuvieron o están Josefina Molina, Pilar Miró, Isabel Coixet o María Ripoll, en la misma vía de otras cineastas plenamente consolidadas como Kathryn Bigelow, Greta Gerwig o Chloé Zhao.

Hay un texto claro y directo en Cinco lobitos: el desbarajuste hormono-sentimental de las mujeres tras el parto, para el que nadie --ni siquiera sus madres-- les previnieron en alguna tarde de confesiones íntimas; pero también, y sobre todo, una crítica demoledora: la imposibilidad de la conciliación laboral para profesiones liberales (con bastantes dificultades en sectores con convenios más asentados y trabajos más estables). No es un problema de ingresos, mochilas familiares o de organizarse mal. Tampoco creo que los cuidados domésticos no estén mínima o suficientemente valorados en el capitalismo --este es, junto con otras muchas, el argumento de Ruiz de Aúza, que apuesta por mantener viva esa función familiar, garantizada, remunerada y reconocida legalmente--, ya que no creo que lo estén nunca, al tratarse de una decisión y un sacrificio intrínsecamente voluntarios. El auténtico problema, creo yo, es la deliberada ausencia (permitiendo indirectamente el trasvase de la actividad a la iniciativa privada) de inversión en servicios públicos que ofrezcan esos mismos cuidados, los mismos que las familias --tan ajustadas de miembros en estos tiempos de natalidad recesiva-- es imposible que provean. Al ignorar esta realidad, los gobiernos provocan que la maternidad, la crianza y los cuidados queden devaluados, invisibilizados, tensando al máximo las vidas de las personas, como le sucede a Amaia, la protagonista de la película.


Pero también en Cinco lobitos hay un subtexto, más sutil pero igualmente perceptible sin dificultad: los hombres se escaquean todo lo que pueden ante semejante aluvión de dedicación doméstica. Y además se resisten a hacer frente a esos cambios con empatía, sacrificio o sinceridad cuando toca hacer frente, al mismo tiempo, a la crianza de un bebé y los cuidados a una persona mayor. Es lo que les pasa a Koldo y Javi (padre y pareja respectivamente de Amaia), que además de todas esas carencias se revelan como unos inútiles para el management doméstico. Algunos se parapetan en sus derechos adquiridos por edad, otros en el trabajo, en la convicción nunca verbalizada de que los primeros y últimos meses de vida son cosa de las madres y de las hijas; la cosa es que esos hombres no preguntan, no organizan, no escuchan ni hacen frente a los imprevistos. En la película, es esa evidencia lo que convierte a Amaia y a su madre en personas woke: recuperando complicidades y costumbres familiares (como ir al mercado y petar la charleta con las parroquianas) y tomando el mando de la familia... Esa me parece sin duda la aportación más directa y crucial del filme, la que revela mejor que ninguna otra la inequívoca seña de identidad generacional con la que está escrita y rodada. Un hito más en la cadena de logros para las mujeres: derecho al voto, acceso al mercado de trabajo, al aborto, a puestos de responsabilidad, a una vida independiente...

Cinco lobitos cumple con creces dos importantes objetivos, uno cinematográfico y otro personal (como cabría esperar de todo debut prometedor): una nueva embestida, narrada en forma de crónica cercana y sencilla, contra el universo simbólico de privilegios y desigualdades del patriarcado familiar; y ese acostumbrado ajuste de cuentas con nuestra propia biografía que nos suele atrapar a medio camino de la existencia...

jueves, 22 de septiembre de 2022

Las alianzas genéticas (El acusado)

Basada en la novela Les choses humanines (2019) de Karine Tuil, una escritora caracterizada por su tono crítico y social, y coadaptada y dirigida por el actor y director israelí Yvan Attal, El acusado (2021) es, antes que cualquier otra cosa, un ejemplo casi perfecto de cine sociológico que prefiere diluir la narración en beneficio de una cuidada exposición del tema principal.

No solamente por la claridez expositiva, ni por el riguroso orden cronológico de los hechos (incluyendo los lapsos temporales en caso de que la historia dé un salto), sino por lo arquetípico de los personajes y los entrecruzamientos dramáticos (que posibilitan una serie de conflictos cartesianos entre ley y deseo completamente de manual). Es un recurso que el telefilme televisivo de sobremesa y prime time han devaluado profundamente, pero que aquí recupera parte de su eficacia, aunque sea a costa de eclipsar todo lo que suene a dramatización fútil y no a desarrollo ordenado del acontecimiento y sus consecuencias. Enseguida se aprecia que la película busca plantear dilemas, mostrar los detalles del despliegue institucionalizado ante la violación de una menor, buscando exponer carencias, abusos, dilaciones, insensibilidades...; en definitiva, las zonas oscuras o poco conocidas de un proceso delicado y doloroso. El drama queda reducido a las reacciones y ciertas intervenciones de cada personaje: el acusado, los padres del acusado --divorciados pero realineados para apoyar a su hijo--, los padres de la víctima -- él es, para colmo, la pareja actual de la madre del acusado--, los funcionarios, los abogados, los jueces, los que lo ven desde fuera... Todos tienen su momento y aportan elementos para debatir y reflexionar.


¿Y qué se echa de menos en una historia tan ordenada y previsible como ésta? En corto y claro: a los secundarios, esos personajes cuya contribución no modifica lo esencial del planteamiento, pero oxigenan dramáticamente una exposición demasiado literal y lineal de la trama. Demasiada corrección y esfuerzo de contextualización para que al final, el desmenuzamiento judicial del episodio (lo que sucedió la noche de autos) parezca más bien un lejano homenaje a Rashomon (1950) por la imposibilidad de conocer la verdad. Y, por descontado, la imposibilidad aún más dolorosa de no poder eliminar el impacto social de nuestros actos, ni deshacer el daño infligido/sufrido, o tener que convivir con él para siempre.

El acusado es un filme narrado con aplomo y verosimilitud que apenas ofrece momentos cinematográficos; así de volcado está en su declarado objetivo de no dejar ningún cabo suelto ni olvidar algún aspecto del problema. En definitiva, más adecuado para fomentar interesantes y prolíficos debates en secundaria o en sobremesas de todo tipo que para emocionar con una historia que ciertamente deja pasar unas cuantas oportunidades para demostrar que es algo más...