sábado, 3 de mayo de 2025
Fugacidad. Trascendencia. Insignificancia. Azar (Parthenope)
Parthenope (2024) es, por encima de todo, el sentido homenaje de Sorrentino a su ciudad natal, Nápoles. Una ofrenda cinematográfica nostálgica y evocadora, los dos componentes con los que pretende poner al descubierto el núcleo de la identidad napolitana, tan fascinante como llena de contradicciones y, a la vez, motivo de orgullo. Y en el centro de la historia, una protagonista que sirva de epítome perfecto, un personaje fascinante, atractivo e inasible, especialmente para los no oriundos, y que los nativos --con la debida introspección-- sí están capacitados para detectar y comprender. Porque Parthenope --el nombre de la antigua colonia griega que con el tiempo se convertiría en Nápoles-- es una mujer extremadamente inteligente y bella (perturbadora Celeste dalla Porta) cuya vida y experiencias son una mezcla de recuerdos del director, un compendio (obviando cualquier exigencia derivada del desarrollo argumental) de momentos definitorios que materializan cualquier cualidad específica de los napolitanos, de simples elaboraciones/exageraciones vinculadas a su cultura. El temperamento zafio, el sentido de pertenencia, un anhelo de trascendencia siempre acechante aunque nunca completamente colmado que fascina y repele (y que ha acabado por convertirse en un tópico acerca de Nápoles y sus habitantes). Esta definición también se aplica a buena parte de la filmografía de Sorrentino, y es la que más me remueve interiormente, seguramente por alguna coincidencia vital o geográfica.
Parthenope es una mujer tan inteligente como bella, aunque ninguna de estas cualidades es exclusiva del carácter napolitano, son solamente dos aspectos del personaje que ayudan a Sorrentino a expandir su guión con temas que ya ha tratado en otras películas, sin apenas cambios respecto a esta de ahora. El de la belleza perturbadora que impide vivir con normalidad a las mujeres, da igual como reaccionen: si aceptan las constantes proposiciones de los hombres (a cual más descarada, inconveniente y/o humillante) se convierten en objetos de deseo efímero, un cuerpo que poseer, un juguete que encandila hasta que se pierde el brillo de la juventud y la aparición de nuevas bellezas las arrinconan y las condenan a la soledad. En cambio, si, contra todo pronóstico, rechazan las insinuaciones y promesas de lujo, placer y bienestar, esa misma soledad se convierte en su estado natural desde el primer momento. En el caso de Parthenope, la rareza que la distingue de los demás es su preferencia por la antropología y la búsqueda de un compañero que no la valore únicamente por su aspecto. Creo que este es el verdadero centro de la obra de Sorrentino, y no las alharacas formales, excesos de guión y demás extravagancias que intenta hacer pasar como una marca personal e intransferible.
Intercaladas en esta trama principal, una veces con naturalidad, otras de forma bastante forzada, casi desconectada del resto de la historia, encontramos las escenas cuyo objetivo es mostrar de cierta manera exagerada (a ser posible escandalosa) la singularidad napolitana. Un carácter que, si hacemos caso al director, es esencialmente contradictorio, inexplicable y fuertemente dependiente de rituales muy concretos (religiosidad popular, enfrentamientos entre clanes, tendencia a endiosar aquello que provoca felicidad y decepción extremas. En otras palabras: catolicismo, mafia y fútbol. Estas secuencias, ciertamente elaboradas, aportan las necesarias dosis de surrealismo y distanciamiento que uno podría esperar del director. Sin embargo, el hecho de estar prácticamente al margen de la trama que él mismo presenta como principal, funcionan como una ofrenda para sus seguidores, una especie de renovación de la vigencia de su punto de vista deformante de la realidad, el mismo que parece haberse convertido en lo que más llama la atención de su cine.
Después de unos cuantos títulos insistiendo en el tema de su Campania natal, uno empieza a dudar si el proyecto de Sorrentino consiste en expresar en imágenes la esencia de su entorno biogeográfico y sentimental o más bien una versión conscientemente desfigurada de esa esencia, cortocircuitada por influencias cinematográficas y culturales, que funcionan como una distinción artística. Al final, Parthenope, igual que La gran belleza y demás historias similares, parecen más bien el resultado de una obsesión por cristalizar un estilo reconocible, no tanto el deseo de ofrecer una reflexión duradera sobre un fenómeno tan humano como efímero y fruto del azar; da igual que esté perfectamente localizado en el tiempo y el espacio.
sábado, 12 de abril de 2025
Anatomía de un pendulazo (Regreso a Reims)
Es en gran medida la ausencia de movilización o de autopercepción como pertenecientes a un grupo social solidario lo que permite que la división racista suplante a la división de clases. La afirmación de ser legítimos ocupantes de un territorio del que se sienten despojados y expulsados. Una afirmación contra quienes se les niega toda pertenencia legítima a la nación, contra quienes negamos los derechos que tratamos de mantener para nosotros. ¿Cómo se formaron estos discursos que transfiguraron los problemas de barrio en una concepción del mundo y en un sistema de pensamiento político? Tal vez fuera una manera, para quienes pertenecieron a una categoría social a la que se recordaba constantemente su inferioridad, de sentirse superiores a personas aún más desfavorecidas, una forma de construir una imagen positiva de sí mismos a través de la devaluación de los demás. ¿Qué ha pasado para que tanta gente empezara a votar por el Frente Nacional? ¿Qué abrumadora responsabilidad tiene la izquierda oficial en este proceso?»
Didier Eribon / Jean-Gabriel Périot
He demorado durante demasiado tiempo el momento de ponerme a ver Regreso a Reims (2021) de Jean-Gabriel Périot, basada en el libro Retour à Reims. Une théorie du sujet (2018) de Didier Eribon, pero en cuanto me he decidido, he quedado atrapado por el tema y su fascinante desarrollo. Se trata de una obra surgida a raíz de la muerte del padre de Eribon, con el que estuvo distanciado durante casi toda su vida adulta (en un conflicto donde seguramente tuvo bastante que ver la orientación sexual del hijo). El libro comienza como una rememoración nostálgica de la infancia en Reims, pero poco a poco se transforma en un ajuste de cuentas político-sentimental con su padre y su madre. Sin embargo, es la cuestión política la que se abre paso hasta convertirse en una síntesis histórica de la evolución ideológica del proletariado francés desde los años cuarenta hasta el siglo XXI. Eribon, tomando como objetos de estudio a sus padres, mediante esa retórica expositiva que caracteriza a la enseñanza en Francia (y que sin duda es la mejor seña de estilo de sus filósofos y científicos sociales), extiende su teoría a la totalidad de la sociedad francesa de la posguerra. El resultado es un relato al que el tiempo y los acontecimientos han dado la razón: el tránsito de las clases trabajadoras occidentales --un auténtico pendulazo-- que las ha llevado desde las reivindicaciones laborales, la mejora de las condiciones de vida, la igualdad, la dignidad --incluso la impugnación a la totalidad del sistema-- hasta convertirlas en un combate contra los débiles (los migrantes, los culturalmente diferentes, los que están por debajo). Un desplazamiento que abarca todo el espectro ideológico tradicional y que no es fruto de ninguna ley evolutiva o una teoría de la historia al uso, más bien un modelo de asalto inédito a las democracias que pretende desactivar las aspiraciones de las masas obreras. Un segundo intento de lo que no se pudo lograr a base de fanatismo y agravios territoriales en los años treinta del siglo XX.
Regreso a Reims es la crónica de un pendulazo inducido por las elites pastosas con el objetivo de vaciar y/o arrancar el debate sobre las condiciones de vida y la desigualdad y redirigirlo contra quienes, hace apenas unos años, eran considerados aliados en la lucha revolucionaria por parte de los trabajadores (y que ahora los rechazan porque amenazan su forma de vida, su cultura, sus oportunidades laborales). Una gigantesca manipulación que ha salido bien y encima ha conseguido vaciar ideológicamente a la izquierda tradicional. Una izquierda que se quema entrando al trapo de la defensa identitaria que también sirve como excusa para acusarles de wokismo. El libro y la película ofrecen una triste lección de realismo, un aviso a navegantes, la constatación de que existen unos límites para la práctica política, de las consecuencias que implica traspasarlos. La tentación de seducir con promesas espurias al vulnerable, al desinformado, al ambicioso sin recursos, al injuriado, al derrotado, es una tentación demasiado grande. Las clases subalternas, por el hecho de ser el grupo más numeroso, poseen la llave para el acceso al poder a través de los votos (a los dictadores que prefieren la violencia les basta con la violencia y la represión), y tras el tremendo fracaso que supuso para las elites dar su apoyo a partidos extremistas, han comprendido que mejor convencer a las masas con un sucedáneo del doblepensamiento orwelliano: utilizando las mismas palabras que los demócratas, les aseguran que el bienestar, la decencia y la seguridad de su mundo están en peligro de desaparición. Y el culpable es el de siempre: el recién llegado, el que no tiene nada... el rival más débil, el más fácil de abatir para quienes lo tienen todo. El capital se ha adueñado de la política no para dominar territorios, ni siquiera pueblos; les basta una legión de tontos útiles que voten las leyes que eliminen los obstáculos a la acumulación de riqueza. Lo importante es que la bronca entre los subordinados no acabe nunca, que las escaramuzas parezcan victorias. Para eso hay que alimentar sin descanso el debate público con polémicas ridículas y/o inexistentes. Da igual que sea necesario despertar a la bestia del racismo o de la violencia paramilitar porque todo lo que no sirva para mantener los privilegios se la trae floja.
El documental comienza centrado en las formas de la vida cotidiana, los espacios y rituales de socialización obrera en la posguerra francesa, siempre a partir de situaciones experimentadas por Eribon en su propia familia: las relaciones amorosas, la tolerancia limitada en rituales de acercamiento, los límites implícitos, los momentos en los que se evidencian las diferencias de clase... Un panorama que revela cómo en aquellas democracias victoriosas el ascensor social estaba, si no bloqueado, al menos estrictamente condicionado. Pero llegaron los sesenta, cuando la juventud se plantó exigiendo sus demandas para el futuro: algunas de ellas políticas, es cierto, pero especialmente relacionadas con liberación de las costumbres y la moral sexual. Ahí se produce la quiebra definitiva con las generaciones que vivieron durante toda la primera mitad del siglo XX. A partir de ese momento, llegan nuevas conquistas: la cristalización ideológica del feminismo, la libertad sexual, la sensualidad y el ocio como nuevos ejes para el desarrollo de la personalidad... De todas esas aspiraciones se contagió la política, puesto que la juventud comprendió que semejantes cambios sólo podrían sostenerse gracias a partidos progresistas. Comenzó entonces la etapa de la gran ilusión de la izquierda francesa, que culminó con la victoria de Mitterand en las presidenciales de 1982, y que las clases trabajadoras interpretaron como un triunfo largamente postergado, conseguido finalmente mediante una revolución legal, la materialización de un proceso que había tardado casi un siglo en ver la luz. Por fin, pensaron, habían logrado situar a un líder que iba a legislar para la modificación igualitaria de las reglas de juego capitalista. Así lo vivió la familia de Eribon, y muchísimas más en toda Francia.
Cuando, con el paso de los meses, se vio claro que el socialismo trataba de hacer reformas pactando con el gran capital, se abrieron las primeras grietas en las esperanzas de los votantes de la izquierda. Además, la ideología ultraliberal liderada en esos mismos años por Thatcher y Reagan sirvió de inspiración y señuelo para un crecimiento ilimitado a costa de quebrar los consensos sociales tradicionales: desregulación legislativa, eliminación de controles al capital, erosión consciente y sistemática del poder de los sindicatos. Es entonces cuando cristaliza la tremenda decepción que llevó a la decadencia imparable del Partido Comunista (que aún hoy existe, pero parapetado tras nuevos partidos y coaliciones que oculten sus siglas) y, en general, de toda la izquierda. Sus votantes quedaron huérfanos de representación, sin proyecto revolucionario, contemplando un futuro en el que se habían desvanecido todas sus aspiraciones. Algunas facciones, convencidas de que sólo la violencia podría acabar con los privilegios y las injusticias, optaron por la radicalización nihilista. El consenso social estaba muerto. Fue entonces cuando comenzó la estrategia de la ultraderecha para atraer a las masas obreras que necesitaban para abandonar la marginalidad, ganar elecciones y alcanzar el poder (esos mismos obreros a los que habían despreciado durante décadas), fomentando la división (el desprecio al emigrante, aliado hasta entonces en la lucha anticolonial y revolucionaria) y el individualismo (mejora del poder adquisitivo, beneficios individuales, aceptar la jerarquía y la ética clasista de la meritocracia). En ese preciso instante comienza El Pendulazo (ahora sí, e mayúscula, pe mayúscula), una transición ideológica nunca vista en la historia contemporánea y que anuncia un nuevo equilibrio de fuerzas en conflicto, el germen mismo de las sociedades poscapitalistas. El documental, en este punto, describe la toma de conciencia de familias pobres y desengañadas como la de Eribon, que ven que sus nuevos barrios de vivienda social se llenan de migrantes más pobres que ellos, los cuales, poco a poco, van convirtiéndose en mayoría, viendo cómo los barrios se transforman en suburbios. Es entonces cuando los comunistas veteranos buscan huir, distanciarse de esa misma precariedad de la que un día consiguieron salir, haciendo bueno el discurso de liberalismo, que premia a quienes reniegan de la lucha obrera y aceptan las nuevas reglas de la desigualdad natural del capitalismo. En ese tránsito, los exmilitantes comunistas, como la propia madre de Eribon, comienzan a votar en secreto al Frente Nacional de Le Pen, defensor de la expulsión de migrantes, la autarquía económica y, de paso, el regreso a las formas más patriarcales, gazmoñas y pacatas de la socialización. Un proceso difícilmente predecible que hemos visto replicarse con idéntico éxito en todo el planeta. Este pendulazo es una condición suficiente para llevar al poder a los partidos radicales, xenófobos y ultraliberales. Asistiremos a cambios drásticos y traumas de los que acabaremos arrepintiéndonos, incluso quienes lo apoyaron desde abajo, precisamente los primeros en ser sacrificados.
La historia que finalmente explica Regreso a Reims va mucho más allá de una evocación nostálgica del pasado familiar, es la descripción de una metamorfosis social alucinante que, irónicamente, ha dejado intactas las desigualdades de los medios de producción. Quienes aún creemos en un progreso acumulatorio basado en la racionalidad, nos sentimos removidos en lo más hondo de nuestras convicciones. Nos negamos a creer que haya podido producirse semejante cambio de bando tan incongruente, contradictorio y absurdo; tiene que tratarse de una mala interpretación de los síntomas, una manipulación, una distopía concebida para la ficción. Pero la realidad es tozuda: el incremento de votos de la ultraderecha proviene del apoyo de las clases trabajadoras. Estamos convencidos de que se están disparando un tiro en el pie, pero es que no nos damos cuenta de que sus aspiraciones ahora son otras: reducir la competencia ante unos trabajos escasos y mejorar los sueldos ante la mejor demanda. Es la actitud que mejor se adapta al momento de transición que le conviene al capital: asumir la demanda creciente de trabajadores que son poco a poco reemplazados por tecnología. Los cómplices necesarios perfectos.
Es cierto que el balance social y político del comunismo revolucionario ha sido un fiasco desde el punto de vista histórico: un ideario bien armado que tiene todas las ventajas y un único inconveniente, existir únicamente en los libros y en las declaraciones de intenciones. Pero lo que ha conseguido diluir definitivamente su fuerza ha sido una alianza antinatural cuyos devastadores efectos fueron, precisamente, los que en 1945 dieron paso a una sociedad de posguerra que huía del horror y trataba de compatibilizar capital y trabajo digno. Eribon es un investigador sagaz --y Jean-Gabriel Périot un adaptador competente-- que ha tenido el valor de poner a su familia como arquetipo de este viaje desde la izquierda a la derecha reaccionaria que las clases populares hemos protagonizado poniendo más de una vez cara de circunstancias. No entro a valorar la legitimidad de este movimiento, lo único que digo es que esta jugada maestra de elites y minorías radicales llevará décadas revertirla.
domingo, 30 de marzo de 2025
El abismo entre los sueños y las ilusiones (La luz que imaginamos)
El filme narra la historia de tres mujeres atrapadas en unas vidas que acabarán entrelazadas, mostrada por una cámara que no sale de su día a día, exponiendo en la pantalla las causas de su dolor, su infelicidad, su falta de oportunidades. Nunca se expresan esos motivos mediante escenas definitorias o directas, sino que es el espectador quien debe reconstruirlos a partir de los diálogos y las situaciones (la manera habitual de incorporar la sutileza al estilo). Son tres mujeres que abren sus sentimientos y se ayudan, siempre cuidando de no traspasar los límites que les impone (y que conocen de sobra) la tradición cultural y la modernidad laboral, que les permite trabajar pero no decidir sobre sus vidas. Atrapadas en esta pinza letal, intentan encontrar una existencia más allá de la sumisión familiar mientras van sorteando a los hombres que las abordan constantemente para obtener de ellas toda clase de cosas (casi nunca amor sincero e igualdad de trato).
Prabha (Kani Kusruti) es enfermera, y su marido --designado por la familia sin que ella tuviera voz ni voto-- está en Alemania desde hace un año y prácticamente han perdido el contacto; Anu (Divya Prabha), también enfermera, se ha enamorado de un musulmán, y aunque sabe que eso es un obstáculo familiar y social de primer orden, no renuncia a dejar fluir un amor oculto al que no entiende por qué debe renunciar. Por último, Parvaty (Chhaya Kadam) es una viuda amenazada de desahucio después de haber vivido durante décadas en una vivienda de repente ilegalizada. La película teje lentamente las tres existencias de estas mujeres en Mumbai; todo lo que sucede y todo lo que vemos está mostrado desde su punto de vista. La mirada femenina llena la pantalla, encerrada por voluntad narrativa en ese universo paralelo que forman las mujeres (las de la India, quizá todas las mujeres del planeta) dentro de ese otro mayor que las contiene, el de los hombres, que irrumpen en sus vidas, las atraen hacia ellos para vaciarlas de contenido, casi siempre provocando infelicidad. También, a veces, acercándose con tacto y sensibilidad, pero sin mostrar del todo sus intenciones (como hace el doctor Manoj, que corteja a Prabha aunque está casado).
Mumbai, como dice Prabha en un determinado momento, es la ciudad que les permite ilusionarse con el sucedáneo de vida independiente que proporciona el trabajo; pero no soñar, ya que no hay un futuro en la precariedad que las rodea, nunca se darán las condiciones para alcanzar el estatus que la tradición les reserva. Aun así, esa misma ciudad que las devora lentamente, supone un alivio respecto a la vida que llevaban en sus poblados de origen. En Mumbai, al menos pueden trabajar, entrar en contacto con los hombres de forma más libre, creer que podrán encontrar un amor no contaminado por el interés, el engaño o la lujuria. Sólo cuando las tres mujeres deciden acompañar a Parvaty a su pueblo sienten que pueden tomarse un respiro, aliviar toda esa presión laboral y sentimental. En definitiva, comenzara a preguntarse qué es lo que quieren. Regresar con la familia equivale a un fracaso, admitir que necesitan su ayuda para encontrar su lugar en el mundo. Puede que acaben regresando a Mumbai, pero lo harán seguramente desde una convencimiento nuevo, quizá dispuestas a sacudirse de encima el paternalismo masculino desde una posición más firme.
La luz que imaginamos se las apaña para revelar con lentitud y un tacto exquisitos el pasado de estas mujeres, envolviéndonos de paso su cotidiana resignación. Y, una vez completada la inmersión, nos alegramos con sus pequeñas rebeldías, nos ilusionamos con los futuros aún no han llegado a imaginar. Una toma de conciencia apenas iniciada, lo justo para saber que algo cambiará. En otros países, hay otras luchas. Las que relata la película, son las que son.
viernes, 14 de marzo de 2025
Desde la nostalgia y la didáctica (El 47)
Y es que somos un país desmemoriado. Disfrutamos recreándonos en los principios de progreso y justicia del pasado (y más sabiendo de antemano cómo acabó la cosa), pero pasamos de puntillas sobre los episodios vergonzosos, polémicos y/o que refuerzan nuestros estereotipos más negativos. Con la debida distancia y convencidos de haberlos superado, aceptamos encararlos, incluso blanquearlos de acuerdo con el nuevo espíritu de los tiempos (y, en algún caso concreto, para purgar la conciencia). En general, no nos mueve un deseo de manipular o reescribir nuestro pasado, pero sí de ofrecer a las nuevas generaciones un relato positivo y didáctico (porque este es el nuevo espíritu de los tiempos). Así somos, y no parece que hayamos cambiado demasiado en estos años...
No es exactamente esto lo que hace El 47. Como poco, se podría afirmar que filtra interesadamente la anécdota que quiere contar; sin desvirtuarla en lo esencial, pero cargando el peso del drama en los aspectos que sabe que atraparán mejor al público. Estamos ante un filme que cumple varios propósitos más allá de la ficción y que se lee de manera muy diferente en función de la edad y la biografía de cada cual. Nos encanta contemplar el pasado tal como necesitamos verlo, desde el punto de vista de nuestro presente, sabiendo que todo fue comprometido en su justa medida, que todas las luchas fueron legítimas, que no hubo pasos atrás, ni obstáculos ni actitudes fuera de los valores con los que observamos el drama. Estamos ante un guión bien escrito que desarrolla un suceso verídico, con sinceridad, una mirada compasiva y emotiva, con personajes que son prácticamente arquetipos; un filme quizá demasiado escorado hacia las narraciones autocomplacientes y reconfortantes que se llevan ahora. Sin disenso político ni mencionar (ni siquiera tangencialmente) la conflictividad social derivada de las desigualdades, señalando la burocracia, la ineptitud y la represión como únicos escollos.
El 47 es una película que se sumerge en el pasado desde la nostalgia de unos tiempos muy duros (los que conocieron nuestros abuelos), sabiendo como sabemos que la cosa acabó bien, y un sentimentalismo que eclipsa cualquier aspecto, no ya ideológico o político, sino ajeno a la trama principal. Esta es la clave de su éxito de público y de premios: la visión humana y conmovedora de un suceso que simboliza perfectamente el anhelo de integración y de superación, la lucha por mejorar las condiciones vida, el derecho a una vivienda digna. Los descendientes de aquellos migrantes responden perfectamente a lo pasional, lo afectivo, las injusticias, los momentos perfectos, las pequeñas victorias... Un filme más didáctico que histórico, más cívico que ideológico.
Para calibrar mejor El 47, yo recomiendo contrastarlo con La piel quemada (1967) de Josep Maria Forn; un filme injustamente olvidado que trata el mismo tema, rodado cuando la llegada de migrantes a Cataluña estaba en pleno apogeo, y que aun así no renuncia a incorporar a la historia las consecuencias de la conflictividad entre recién llegados y autóctonos, sin tener que armar un relato de buenos y malos. Dos títulos que permiten medir el largo camino recorrido por la sociedad española (y por el cine, por descontado): lo que hemos dejado atrás, lo que hemos incorporado... Fundamentalmente, un radical cambio en la mirada.
martes, 4 de marzo de 2025
¿El sueño de un gato negro? (Flow, un mundo que salvar)
Gints Zilbalodis es un cineasta de animación letón con apenas dos largometrajes, suficiente para revelar un particularísimo estilo narrativo, marcado por la simplicidad argumental, la afasia y unos paisajes entre devastados, evocados y/o imaginados. El primero --Away (2019)-- ganó en el Festival de Annecy y con el segundo --Flow, un mundo que salvar (2024)-- se acaba de llevar el Oscar a mejor animación con todo merecimiento. Estamos ante un creador que podría provocar un importante giro estético en este tipo de filmes (cada vez más, realizados pensando en audiencias adultas), resituando el género en el incentro donde convergen el cine fantástico, el mensaje ecologista y la introspección personal de unos héroes que no pronuncian una sola palabra (al menos hasta ahora).
Flow, un mundo que salvar es un filme que se resiste a la clasificación y a revelar abiertamente sus propósitos. Ambas renuncias dificultan bastante que el espectador entre a fondo en lo que se explica, pero hay un tercer elemento que anula cualquier resistencia inicial (incluso un cuarto, la banda sonora, en la que colabora el propio Zilbalodis): una estética visual que encandila y corta la respiración desde el primer minuto. No es solamente la perfección casi analógica en la recreación de paisajes inventados, también está el constante movimiento de cámara, los numerosos objetos y detalles que apuntan un significado, lugares que remiten a un pasado perdido no se sabe por qué. Si acaso, lo único que no está a la altura de tanta perfección es el renderizado de los animales protagonistas, que parecen un poco a medio culminar. Pero lo cierto es que da igual, porque ni siquiera la errática sucesión de escenas sin apenas nexo de la historia consiguen que disminuya la fascinación causada por las imágenes. Será después cuando comprendas que para mantener ese precario equilibrio es necesario sacrificar los diálogos. Igual es una simple fijación estética del director, pero funciona con la contundencia de una premisa narrativa. Lo único que queda claro en la película es que la acción transcurre en un mundo sin rastros de tecnología moderna donde habitaron seres humanos y ya sólo quedan animales. Los elementos naturales y las ciudades en ruinas evocan una mezcla de culturas y países suficientemente diferentes y/o alejados, quizá para impedir localizar el espacio y el tiempo de la acción, también para dotar de verismo a los paisajes y universalizar un difuso mensaje de advertencia.
En definitiva, una película que atrapa utilizando casi exclusivamente el principal fundamento ontológico del medio: la imagen y el movimiento; y de la que cuesta arrancarse a pesar de que no haya apenas asideros para comprender, empatizar o identificarse con una historia que, como indica su título, simplemente fluye. Y de qué manera...
domingo, 23 de febrero de 2025
El arte de la adaptación, según Mateo Gil (Pedro Páramo)
Me parece imposible no quedar atrapado --igual que el protagonista que da título a la novela-- al leer la primera frase de Pedro Páramo (1955): «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...». Una sola frase basta para establecer el tono, un avance del relato, desvelar quién es el narrador y su relación con la historia; es la clásica composición que distinguió a la novela latinoamericana a mediados del siglo XX y que arrasó en todo el mundo, incluso en los países anglosajones, tan impermeables ellos a todo lo que no esté escrito en su idioma. A pesar de que la novela no es un relato lineal ni incremental al uso, como los que suelen triunfar en la literatura y el cine populares, son las altas dosis de experimentalismo vanguardista lo que acaban por diluir y eclipsar la anécdota inicial, transformándola en algo fragmentado, desordenado... El texto mantiene intacta su potencia y prestigio literarios, pero quizá esa sea una de las razones por las que ha sido uno de los grandes olvidados para dar el salto al cine.
Producida por Netflix y estrenada casi a la vez que su otra apuesta del año por el audiovisual en español (la serie para streaming más cara rodada en este idioma, Cien años de soledad), Pedro Páramo logra mantener un meritorio equilibrio entre la fragmentaria reconstrucción que hace Juan Preciado del pasado de su padre y el descubrimiento (a mitad de película) de cómo y por qué la puede llevar a cabo si todos quienes le conocieron están muertos. Es en esa segunda mitad donde Rodrigo y Gil introducen mayor linealidad narrativa para completar la historia, justo al revés que el original literario, en el que Rulfo intercala nuevas tramas secundarias sin apenas marcarlas en el relato, obligando al lector a volver atrás, arriesgándolo a perder el hilo (y el interés). Era algo habitual en aquella época: urdir un entramado de voces y relatos para expresar la imposibilidad de conocer el pasado y/o la naturaleza fragmentaria de nuestra identidad, y para ello nada mejor que narraciones abiertas, no necesariamente coherentes ni lineales como ésta. Sin embargo, el guión de Gil se esfuerza por extraer de ese palimpsesto literario que conforman los diferentes relatos uno que contenga la mayoría de las piezas necesarias dotar de significado completo (o al menos, suficiente) a la historia, sin sacrificar la figura del narrador (uno de los mejores recursos de la novela).
El resultado es un filme interesante que cumple los requisitos de Netflix como película narrativamente compleja que no deja de ser comercial, no traiciona el original literario y no desmerece el gran trabajo artístico y de adaptación de Prieto y Gil. Incluso puede que haya quien sienta curiosidad por acercarse a una de las mejores novelas de la literatura mexicana. Ojalá...
sábado, 15 de febrero de 2025
La quiniela de los Oscar 2025 de Sesión discontinua
Si no fuera por la polémica por los mensajes de Karla Sofía Gascón, quizá las apuestas de la 97 edición especularían sobre si Emilia Pérez se convertiría en un nuevo Parásitos. Espero que nos sea así, porque mi deseo es que sea Anora la que se lleve las principales categorías. Sin embargo, un contexto político que mira en exceso por el retrovisor no ayuda y lo más probable es que sea un producto local, con un formato ferozmente clásico como el de The brutalist, el que arrase, incluso la aún más conservadora Cónclave. Y ese mismo sesgo haga que No other land cotice a la baja y, en cambio, La semilla de la higuera sagrada tenga el camino más despejado. La cosa es que, si esto es febrero, aquí está la quiniela de los Oscar de Sesión discontinua, con su lista completa de nominados, para que cada cual, documentándose al máximo o sin importar lo que marca, revele sus gustos, preferencias, intuición o, simplemente, su buena suerte. ¡¡Nos leemos en Sesión discontinua!!:
jueves, 13 de febrero de 2025
Elogio nostálgico de cierta locura triste (Un dolor real)
David y Benji son primos hermanos, inseparables durante su adolescencia, hasta que la vida acabó llevándolos por caminos opuestos: David es inteligente pero poco dado a experimentar y salirse fuera del sistema, mientras que Benji es inconformista, impulsivo, tremendamente intuitivo y acaba de pasar por una etapa marcada por el desequilibrio mental (cuyos detalles nunca conoceremos). La perspectiva de reencontrarse en un viaje a la Polonia natal de su abuela es una oportunidad casi obligada de reconectar y resincronizar sus vidas, de bucear en su legado familiar en busca de indicios, curiosidades, anécdotas, instantes fundacionales, cualquier cosa a la que agarrarse como explicación o resignificación... El clásico esquema del viaje físico y el itinerario moral paralelo, un esquema narrativo y dramático tan viejo como el cine que no ha perdido nada de atractivo ni eficacia.
Y lo cierto es que Eisenberg logra un raro equilibrio entre la constante amenaza de desparrame ridículo de la historia, imprevistos brotes de sentimentalismo y fogonazos de sinceridad apenas admitida/esbozada: desde la socialización acelerada y forzosa de los protagonistas --con el pequeño grupo con el que visitan la Polonia judía-- hasta las dificultades para canalizar la emotividad sin quedar como un raro o un lunático. En esta labor Benji se revela como un auténtico maestro (y probablemente le garantice a Kieran Culkin el Oscar a mejor secundario masculino): aunque casi siempre se pase de frenada o sea imposible saber de qué está hablando, sus excentricidades acaban rompiendo el muro defensivo que llevamos de serie ante los desconocidos. David, en cambio, se avergüenza de su comportamiento, se siente obligado a disculparse y a ofrecer constantes explicaciones, pero poco a poco comprende que en su vida no ha hecho otra cosa que disculparse, hacer lo que le piden los demás y dejar en segundo plano sus proyectos personales. Y que Benji, aunque actúa a lo bestia, sin método ni medida, al menos busca desesperadamente el contacto humano, sentir que al menos lo ha intentado y que de sus fracasos podría surgir algo positivo (reconectar con su primo David, hablar sin adornos ni medias palabras sobre su pasado y sus sentimientos por primera vez en mucho tiempo...).
En esta clase de filmes, la elección de las situaciones y la dosificación de humor y drama son la clave: los momentos chuscos deben dejar paso a los trascendentales con naturalidad, de manera que al final imponga a las audiencias un estado de sentimientos muy concreto: asistir a la declaración significativa, la confesión, la reconciliación, la verdad revelada... En Un dolor real ese instante comienza durante la visita al campo de concentración de Majdanek (donde su abuela estuvo prisionera), en una escena resuelta con elegancia y en respetuoso silencio. A partir de ahí, las confidencias de madrugada entre David y Benji compartiendo un porro harán el resto. Hasta culminar en la escena frente a la casa donde vivió su abuela y se supone que todo lo visto y dicho deben desembocar en algo reconfortante y gratificante. Y Eisenberg la resuelve exactamente como a mí me gusta: interrumpiendo bruscamente la intensidad que la situación anuncia por todas partes, impidiéndoles disfrutar de algo profundo e intenso. E impidiendo también que el espectador obtenga lo que lleva deseando desde hace rato porque recibe toda clase de señales anticipatorias. Adoro las películas que hacen esto.
Un dolor real es un filme que huye de los clichés sobre la trascendencia a la que nos tiene habituados ese cine que confunde la militancia con el compromiso sentimental. No estamos ante un argumento incremental, sino ante una sucesión de días que se desparraman con resultados inciertos: a veces tristes, otros no tanto... También es una película que plantea una cuestión incómoda: no tratamos bien a quienes tropiezan en nuestras familias; lo normal es que les dejemos de lado, autoconvenciéndonos de que les estamos dando espacio para resolver sus problemas, cuando en realidad, la mayoría de las veces, necesitan exactamente lo contrario. Luego, cuando regresan a nuestras vidas, encajamos nuestro comportamiento en un relato que no nos deje demasiado mal y fingimos que todo acabó bien y por tanto no hay reproches ni rencores; hasta puede que tiremos de tópicos inspirados en alguna película. Esa película podrá ser Un dolor real.
sábado, 25 de enero de 2025
Una teoría doméstica del despotismo (La semilla de la higuera sagrada)
La semilla de la higuera sagrada (2024) de Mohammad Rasoulof se rodó deprisa porque su director se encontraba bajo amenaza de detención, y aunque no lo hubiera estado habría acabado igual por culpa del tema incómodo e incandescente de su película: la ola de protestas en Irán tras la tortura y muerte de la joven Mahsa Amini a manos de la Policía de la Moral por llevar el velo mal puesto. Es difícil imaginar un motivo más absurdo e injustificable. La película narra las diferentes reacciones de una familia ante la amenaza de ruptura de la tradición que suponen las protestas de las mujeres más jóvenes. El padre es un recién nombrado investigador judicial que acaba chocando con el posicionamiento de sus dos hijas --estudiantes en el instituto y en la universidad-- mientras la madre intenta mediar entre ambos bandos y realiza su propio itinerario moral. Y aunque la figura paterna parece inicialmente parte de la crítica del filme (se resiste a firmar sentencias de muerte sin haber estudiado cada caso), en la segunda mitad revela su auténtica naturaleza despótica, peón indispensable en un poder sustentado en el patriarcalismo y sancionado por una tradición religiosa que se utiliza descaradamente para mantener unos privilegios aderezados de doble moral.
El filme hace una crónica diaria del inicio de las revueltas y de la exagerada respuesta del poder, y la culmina con imágenes de la represión subidas a las redes sociales, sustituyendo a las escenas que Rasoulof no podía siquiera plantearse rodar (como tampoco pudo asistir a buena parte del rodaje en exteriores, para evitar ser reconocido y provocar problemas con las autoridades). Es después, en la segunda parte, con el conflicto enquistado a partir de un incidente menor no relacionado directamente con las protestas, cuando desarrolla la tesis principal del filme, aquello que considera el germen --esa semilla a la que alude el título y cuyo comportamiento en la naturaleza es idéntico a la forma de actuar de los revolucionarios-- y el sostén de un régimen que impide a las personas hacer su vida y aplasta cualquier forma de disidencia o crítica. El resultado es una sociedad que se pudre por dentro, como la familia protagonista, por culpa de la intolerancia y la negativa a aceptar otra realidad que no sea la oficial. Hay países --los mencionados más arriba-- que ya están inmersos en esa fase previa de anomia y de disolución de todo vínculo social; EE UU parece haber iniciado ese mismo camino con los tecnobros que le hacen de palmeros a Trump) y unos cuantos más parecen creer que así les irá mejor. En esta lamentable clasificación, Haití es quizá el país más involucionado del planeta.
Pero la película no acaba de culminar ni su crónica de las revueltas ni su idea sobre los verdaderos culpables del triunfo del régimen (las clases medias gazmoñas e ingenuas que todavía creen en la pureza): la historia se desparrama hasta el final demorando ese suceso secundario sin retomar el hilo inicial o tratar de ampliar el foco, ni siquiera una recapitulación esperanzadora. Su intención nunca fue retratar directamente los entresijos del poder político de la revolución iraní (rodar esa habría sido un riesgo y una dificultad extremos), pero sí un poder masculino ejercido sobre y desde todos los ámbitos que no teme volverse violento en caso necesario. La semilla de la higuera sagrada podría haber sido un intenso filme político, pero su accidentado rodaje y la represión política han determinado el resultado final. Bastante han hecho dadas las circunstancias.
sábado, 11 de enero de 2025
Un viaje por los vertederos del tardocapitalismo (Anora)
Ani es una escort que se casa con Ivan, un adolescente ruso que vive en Coney Island y que se funde sin criterio ni límite la pasta que ganan sus padres en Rusia. Se casa a la semana de conocerle porque su historia es la materialización del sueño por el que suelen suspirar las de su gremio: dejar el trabajo por amor para sumergirse en una vida de lujo y derroche mantenido. Sin saberlo, se mete de lleno en un mundo de cleptócratas que se mueven al margen de la ley --o la utilizan a su antojo bajo coacción-- para quienes enamorarse sinceramente no es una opción, puesto que el clan familiar sólo existe para perpetuar sus fuentes de ingreso (legales, ilegales y/o alegales). Así que cuando descubren la estupidez que ha cometido su hijo, reaccionan exageradamente y se dedican a lo único que saben hacer: usar el dinero para borrar todo rastro de ese matrimonio y expulsar a Ani de sus vidas. De pronto la ingenua protagonista se ve rodeada de tipos ridículos que no esperan, que necesitan satisfacer sus deseos y órdenes inmediatamente, que se dejan llevar por sus impulsos y, sin embargo, acaban enredados en conversaciones y situaciones disparatadas. Las escenas dan risa, lástima, pero también destilan una lucidez no exenta de realismo.
Por momentos, Anora parece una alocada screwball comedy ochentera del estilo ¡Jo, qué noche! (1985); más adelante, amaga con derivar en un recital de violencia ridícula al estilo hermanos Coen. Pero no, no hay nada de eso; su tempo lento y las largas escenas de diálogo impiden que se pierda de vista la triste existencia de Ani (y la de Ivan, por supuesto). De modo que la búsqueda del novio desaparecido y la incertidumbre del desenlace, sin dejar de ser una patochada ridícula, sirve a Baker para dejar claro que la peripecia de Ani puede que no sea algo inédito en el mundo real, más bien al contrario. Y que lo único que Ani sacará de ella es una dolorosa decepción por culpa de su ingenua creencia en un amor imprevisto y desinteresado. Y de paso, conocer el ambiente corrupto e indeseable en el que se mueven sus clientes, esos cuyas vidas apenas comparte brevemente en el club.
Baker mantiene con Anora su nivel habitual de ironía y drama ácido sin concesiones a las audiencias, por lo general más acostumbradas a un estilo más didáctico y de final reconfortante. Pero se nota que sus guiones y su estilo iconoclasta no acaban de convencer a la gran industria, aunque sí a los festivales y a la crítica. No importa, nos deja su trilogía de los perdedores inconformistas como testimonio de una sociedad a punto de rendirse por completo al poder del dinero.
sábado, 28 de diciembre de 2024
La nueva realidad artificial de la ficción musicalizada (Emilia Pérez)
Cinco años antes se había estrenado Moulin Rouge (2001), que renovó por completo la diégesis típica del género musical, y la dejó lista para combinar toda clase de historias con números, espectacularmente coreografiados y cantados, espacial y temporalmente desconectados de la trama. Su director, Baz Luhrmann, en realidad, lo que hizo fue invertir definitivamente la relación de pesos que hasta entonces se repartían los números musicales y la trama argumental, en beneficio de los primeros. Este esquema lo inventó Bob Fosse en Cabaret (1972), estableciendo un cambio formal sin vuelta atrás respecto al musical clásico de la época dorada de Hollywood. Luhrmann fue más allá de una mera intercalación de números musicales que (contra)puntúan la trama, convirtiéndolos es una ensoñación, una expresión de estados de conciencia o deseos que, aunque influyen y/o se conectan con el argumento principal, se intercalan en el espacio y el tiempo de la historia con coherencia. Lo que hizo fue añadir grandes dosis de espectacularidad visual y efectos especiales, pero sobre todo acertó al construir las canciones a base de fragmentos de éxitos ochenteros y noventeros, convirtiendo la película en el clásico popular que es todavía. Como muchos innovadores formales, Luhrmann quedó estancado en él, reversionándolo en cada nueva película, a cual más aburrida. Pero la idea ha fructificado en otros cineastas, que la están convirtiendo en un microgénero de gran proyección comercial, probablemente en una seña de identidad generacional. Un hilo rojo clarísimo conecta Annette (2021) de Leos Carax, Pobres criaturas (2023), la penúltima de Lanthimos, con Emilia Pérez de Jacques Audiard. Son tres títulos impecables desde el punto de vista del diseño de producción y la espectacularidad visual, pero que flojean estrepitosamente del lado del guión y por el sucedáneo de realidad infantiloide y absurda que proponen. Aun así, estas graves carencias no impiden que obtengan un increíble éxito de público y de crítica fácilmente encandilable.
Si la trama dramática de Emilia Pérez fuera más contundente, incluso política, estaríamos hablando de una película influyente, un hito en cuanto a hallazgos formales y de estilo. Sin embargo, todo lo eclipsa la valiente reivindicación de la transición de género que incorpora, la visibilidad humana y social de lo trans, y además por la carga de profundidad contra el sector cinematográfico y su tradicional discriminación de los actores y actrices trans. La notable y premiada interpretación de Karla Sofía Gascón ha abierto una brecha que no se va a poder cerrar, y ya se ha colado por ella Trinidad González, la primera protagonista del colectivo en un culebrón televisivo latinoamericano.
El núcleo sentimental y reivindicativo del filme resulta inatacable a pesar de estar representado por un caso extremo, casi inverosímil, dejando deliberadamente de lado unos cuantos matices sicológicos y sociales (seguramente para no restar fuerza a la emotividad de la situación). Que sí, que la exageración es la mejor manera de visibilizar las injusticias y la fuerza de los deseos, pero no necesariamente a costa de reducir el guión a la mínima expresión. Y es que una transición de género que se oculta al entorno más cercano, por muy narcotraficante que seas, va en contra de todo sentido común. Es precisamente lo contrario de lo que reivindica el colectivo: renacer a la sociedad desde el orgullo, el reconocimiento y el derecho a la igualdad. Esto es así en la película porque lo importante es mostrar cómo la transición modifica radicalmente a la nueva persona, sirviendo de metáfora perfecta de un completo renacer. De hecho, el personaje no se transforma en alguien diferente, es que, por fin, puede asomar su verdadera naturaleza ahogada (en este caso) por un temible delincuente y su modo de vida. Y la cirugía --igualmente extrema-- es la mejor forma de marcar ese final y ese nuevo comienzo. Eso sí, se lleva todo el dinero que ha conseguido amasar con su actividad delictiva (porque le va a dar un buen uso esta vez). No se puede ser más ingenuo en el planteamiento.
Si luego resulta que asoman ciertos comportamientos y tics de su deadname, no se trata de crueldad o venganza, sino porque lucha por lo que mas quiere (recuperar a sus hijos). Es un esquema argumental impecable, y si parece simplón es secundario, porque las motivaciones y las convicciones que lo guían son auténticas y bienintencionadas. El añadido final de los números musicales --ciertamente vistosos, perfectamente entrelazados con los fragmentos de realidad-- proporcionan el ingrediente primordial de la película: destilar esa realidad incrementada por sentimientos en estado puro, expresada a través de música y coreografías brillantes. Es exactamente lo que le faltaría a nuestra triste realidad; y el cine nos lo ofrece como si se tratara de un filme revolucionario, impugnador, reivindicativo, social... envuelto en escapismo, sufrimiento inmerecido y abusivo. En una palabra: exagerado.
Quizá por esa capacidad de distorsionar la realidad y hacer de ella algo idealizado y agradable, el musical --tanto en teatro como en cine-- está experimentando un absoluto boom creativo. Quizá por esa misma razón se eligen para convertirlas en musicales novelas mastodónticas o plúmbeas de reconocido prestigio y anécdota contundente como Los pilares de la tierra o El médico. En lo que se refiere al cine, lo mejor de esta evolución estilística es que se musicalizan argumentos que renuncian al glamour y/o al romance heterosexual clásico. El veterano Audiard, que lo prueba todo una vez en cada película, se ha lanzado a contar una historia hecha de excesos de guión y de producción. Y Emilia Pérez (2024) es una apuesta arriesgada que inevitablemente llama la atención de crítica y audiencia; sin embargo, esa mezcla inefable de historias y formatos es apenas su única virtud, porque el resto no se sostiene ni va mucho más allá del culebrón...
miércoles, 11 de diciembre de 2024
Usar la cámara como arma (No other land)
Esta deriva suele incluir una peligrosa convicción autoproclamada de comunidad elegida, amenazada y/o discriminada, la única legitimada y capaz de ostentar simultáneamente el poder, la moral, el ordenamiento de la sexualidad y toda clase de jerarquías, incluso de estructurar la vida privada de las personas. En corto y claro: es perfectamente posible hablar de fascistas judíos, exactamente los mismos que se han atrincherado --para no tener que rendir cuentas ante ninguna institución humana-- en el gobierno del estado de Israel. Gente que busca forzar el consenso no sólo sobre su relato, sino de deshacerse de todo --y de todos-- lo que haya por en medio hasta lograr su inefable propósito. Y quienes se llevan la peor parte en este proyecto visionario son los palestinos. Un pueblo sin derechos a ojos de esos gobernantes, que debería marcharse (a pesar de llevar allí más tiempo) para que puedan colonizarlas los israelíes. Y el resto del mundo no es que no pueda ni deba estorbar sus planes, es que no puede ni abrir la boca para oponer argumentos, porque eso nos convierte automáticamente en antisemitas. No hay manera de arrancarles de este relato, ni siquiera de lograr que lo maticen por puro cálculo práctico o humanitario. Hace más de medio siglo que es así, aunque no con tanta intensidad; pero ahora los brutales atentados de Hamás del 07/10/2024 les han convencido de que ha llegado su hora, que les asiste toda la razón y que su sueño está a punto de materializarse. Atrincherados en este pastiche de creencias y sentimientos sin apenas conexión con lo real se han lanzado a tumba abierta contra Gaza y cualquier otra amenaza probable o designada por ellos. Puro y duro fanatismo.
Este es --para las audiencias convencidas de antemano-- el contexto político en el que hay que situar No other land (2024), un filme apañado de cualquier forma, montado en bruto, sin tiempo para reflexionar ni analizar críticamente el presente y el pasado. Porque el rodaje en sí mismo era una prueba de supervivencia para sus autores, les iba la vida en ello, y porque sus imágenes nos arrojan en pleno rostro la evidencia de nuestra inacción de espectadores. Nos consideramos solidarios, con un fuerte compromiso verbal y declarativo con Palestina, sí; pero siempre desde nuestra distancia y seguridad (y en ese nuestra me incluyo, junto a todo Occidente y a unos cuantos potenciales aliados árabes). Nos compadecemos de Gaza pero no forzamos una acción de nuestros gobiernos, no nos manifestamos, no bloqueamos nada, no buscamos la expulsión de Israel de foros ni competiciones (como se hizo con Rusia nada más invadir Ucrania), y no dejamos de ver como aliados a quienes se siguen negando a intervenir o a ejercer su influencia...
No other land se basta y se sobra como crónica devastadora del deshaucio del pueblo de Masafer Yatta (Cisjordania) al más puro estilo mafioso por parte del ejército israelí: un goteo incesante de derribos de viviendas, expulsiones nunca declaradas ni admitidas oficialmente (siempre escudándose tras excusas legalistas), detenciones indiscriminadas y trato inhumano. Poco más puede ofrecer el cine sobre la ocupación israelí de Gaza; pero lo más importante es que se atreve a plantar la cámara y filmar a los enemigos. Y por si esto no fuera suficiente, hay políticos, medios y audiencias que se han molestado porque sus directores --Basel Adra y Yuval Abraham-- sean un palestino y un judío (en Israel hay grupos y colectivos que se oponen a su gobierno), dos amigos que se atreven a presentar su película y a exponer su punto de vista. Quienes les critican son grupos de interés que, en sus crónicas, se llevan las manos a la cabeza ante semejante muestra de adoctrinamiento fuera de lugar, y sin embargo pasan de puntillas ante la realidad incontestable y difícilmente impugnable que presenta el filme. Y aunque la película finalice con la resignación ante una debacle inminente para los palestinos, la gran esperanza son personas como Yuval y Basel, la encarnación de una posibilidad, la realidad de una convivencia posible más allá de un conflicto atrapado en una espiral de venganza y fanatismo que no lleva a ninguna parte.
Puede que filmes como No other land no consigan movilizar más allá de una solidaridad bienintencionada, pero reafirman unas convicciones que, más tarde o más temprano, cuando se abra paso la realidad de una injusticia flagrante, convertirán este presente en algo marciano. Y a nosotros en zombies.
jueves, 21 de noviembre de 2024
Una fábula macabra, gore y, aparentemente, político-moral (La sustancia)
El esquema argumental que sostiene La sustancia es clavado al que estableció Stevenson en el clásico literario El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886): un descubrimiento científico revolucionario de consecuencias devastadoras debido al abuso. Por ese lado, las audiencias pueden acomodarse tranquilamente, ya que es sencillo anticipar cada vuelta de tuerca en el descenso a los infiernos de las protagonistas (Demi Moore y Margaret Qualley). Cada una de ellas representa la bendición y la maldición que implica la lotería genética de la belleza, y las reacciones que despierta en los hombres --con y sin poder, pero especialmente peligroso en los primeros--, presentados de forma fantásticamente exagerada, deformada y ridícula.
En cuanto el relato queda limitado a la cruel batalla entre las dos versiones de la protagonista, te das cuenta de que el discurso crítico, impugnador y deformante (que llevamos puesto como expectativa y que los primeros minutos de película no contradicen) es una excusa, un mero recurso para acaparar la atención. Todo lo llena esa obsesión competitiva de la mujeres --la misma que utiliza el patriarcado para infravalorarlas-- y la necesidad de monopolizar la atención masculina para posicionarse profesional y económicamente. Quizá Fargeat pensó que usar ambos argumentos en una historia que no deja títere con cabeza (hombres incluidos) no le iba a pasar peaje. Es posible que así sea, pero desde luego diluye cualquier atisbo de crítica contundente. A partir de ese momento, el efectismo visual es la norma: cada plano es puramente funcional respecto al relato, cuidadosamente diseñado, espectacular, brillante. Es obvio el homenaje a Kubrick: el cuarto de baño, el uso de grandes angulares, los pasillos infinitos --hasta el dibujo de la alfombra remite al El resplandor (1980), con catarata de sangre incluida-- hasta llegar al desparrame sin control ni sentido de un apoteosis completo y exageradamente gore (incluyendo una banda sonora asociada inevitablemente a otro título del maestro neoyorquino).
El cuerpo y su degeneración es la auténtica obsesión de la historia: ultraprimeros planos de piel arrugada, suturas, pinchazos, evisceraciones, excesos alimentarios, la amenaza de una vejez intolerable para esas mujeres que no son nada sin la mirada de los demás. En definitiva, un filme hiperbólico en todos los aspectos; un guión que busca triunfar gracias a esa tradición de cine gamberro que se viene imponiendo como sucedáneo de mirada crítica al mundo.
jueves, 7 de noviembre de 2024
Encajar todo en ese esquema tan popular del drama alegórico (Casa en flames)
La película intenta sostenerse en un difícil equilibrio entre lo que desea anticipar fugazmente (y resultar así verosímil) y las revelaciones inesperadas para mantener el interés en la clásica historia de pocos personajes y prácticamente localización única. El resultado es un drama incremental que se ve venir por bastantes lados y que acaba pasándose de frenada. Y aun así, te mantiene en vilo gracias a las notables interpretaciones del reparto --especialmente Emma Vilarasau, Clara Segura y Maria Rodríguez Soto-- y al equilibrio de un guión construido a base de momentos definitorios, incidentes de comedia sexual francesa y escenas de esas que son tan cómodas de ver y clasificar --sobremesas, excursiones, veladas en lugares públicos-- y que van perfilando un desenlace-mascletà.
La cosa es que el guión de Eduard Sola --autor de dos series de objetivos y públicos básicamente opuestos: El cuerpo en llamas (2023) y Querer (2024)-- no acaba de dar con la tecla que aglutine todos estos ingredientes, ni consigue que olvidemos que estamos ante una historia que se ajusta a un esquema dramático de sobras conocido. Así hasta su esperado y poco sorprendente final, deformante hasta lo enfermizo. El anhelo de proporcionar a toda costa un drama alegórico y contundente a la vieja usanza arrasa con toda verosimilitud y contundencia.
Para las audiencias catalanas, el filme posee el morbo adicional de perseverar en las miserias de una burguesía en extinción/disolución; en el resto de España, ha gustado mucho esa autocrítica bien interpretada y presentada en un argumento lineal y bien señalizado. También destaco la naturalidad con la que muestra el bilingüismo realmente existente en estas tierras, ese que ignoran deliberadamente quienes se niegan a visitarlas por prejuicio o interés ideológico, y que sorprende agradablemente a quienes sí lo hacen. Y finalmente, porque retrata una forma de vida que ya prácticamente sólo frecuentan los ricos, pero que sigue siendo un filón de indiscutible morbo para las clases medias. Casa en flames se queda en ese territorio extraño donde conviven el cliché dramático y las buenas intenciones creativas.
sábado, 26 de octubre de 2024
Fuertemente parsimoniosa y anticipable (Great absence)
Great absence (2023) es una catarsis fílmica, una historia que surge tras la experiencia del director cuidando a un padre cuya mente se apaga por momentos y con el que no ha tenido prácticamente contacto durante años. Rodada en el mismo pueblo donde sucedió todo en la realidad, el guión entrelaza varias líneas de tiempo y las perspectivas de varios personajes (la segunda mujer del padre, el hijo de ésta, la esposa del protagonista...), reconstruyendo una relación padre-hijo, pero también los motivos de su distancia e incomprensión. Hasta alcanzar a explicar la intrigante escena con la que arranca la película. Bien contada, bien dosificados los hitos del drama, pero excesivamente pausada: que sí, que es muy propio de la cultura japonesa esa ceremoniosa calma, pero 150 minutos para un argumento tan mínimo y fácilmente anticipable, resulta excesivo.
Protagonizada por Tatsuya Fuji, un célebre actor chino que ha acumulado un gran prestigio cultural y profesional y, también, por qué no, por haber interpretado uno de los roles principales de El imperio de los sentidos (1976), la cosa es que Great absence conmueve en algunos momentos, pero no los suficientes. Tampoco ayuda la rigidez del esquema dramático de recuerdo-recuperación-reinvención en el que se mueve el personaje del alter ego del director y que, desde casi el principio de la película, anuncia su más que previsible final.
viernes, 4 de octubre de 2024
Las estructuras elementales de la mi melancolía (y 2) (Retorno a Brideshead)
Como no podía ser de otra manera, los numerosos visionados de la serie han ido dando lugar a diversos niveles de significado y fascinación (algunos de ellos, totalmente subjetivos y/o imprevistos), relacionados con mi momento evolutivo-sentimental, por descontado, pero también --a veces-- por una curiosa extensión del relato que tiendo a añadir al ya existente a medida que descubro detalles y profundizo en escenas clave. Así pues, mis preferencias y obsesiones han ido apañando un conjunto de momentos cenitales inspirados por la perfección de los diálogos, la composición de la imagen, la banda sonora (de incuestionable y deliberado aire barroco y nostálgico) y, sobre todo, instantes muy concretos que --debo admitirlo ahora-- revelan, explican y desmenuzan mis estados sentimentales con total transparencia, me ayudan a que reconozca mis límites y propician toda clase de reflexiones sobre la vida y el amor también. Detalles técnicos y momentos elegidos en los que experimento una especie de inesperada lucidez, alegría y tristeza mezcladas al comprender que asisto a fragmentos de vida que me hubiera gustado vivir.
Así que, para culminar mi ajuste de cuentas con la serie, ahí va mi lista de momentos definitorios favoritos (que dicen tanto de ella como de mí):
1. El doble flashback del primer episodio: el primero abarca prácticamente toda la serie, mientras que el segundo es una circunvalación necesaria para la historia (presentar el personaje de Sebastian). Cuando los vi por primera vez no acabé de delimitarlos correctamente (no lo hice hasta la tercera revisión), cuando comprendí que era la manera de desvelar las claves de la historia, de aislarlas debidamente del resto del argumento, con sus fronteras perfectamente delimitadas, de ponernos en alerta sobre lo que venía a continuación. Habrá otros, como cuando Charles decide abrir un nuevo capítulo para presentar a otro personaje crucial: Julia, la hermana de Sebastian (episodio 6). Desde entonces, este recurso es uno de mis favoritos por sus posibilidades narrativas, técnicas y dramáticas.
2. Los flashforwards: son lo opuesto al flashback, y consisten en adelantar acontecimientos respecto al presente de la narración. Es un recurso poco habitual (aunque el cine del siglo XXI lo está naturalizando bastante), y la serie hace el que considero su uso más acertado y adaptado a la instancia narradora. Se trata de pequeños apuntes del futuro que Charles deja caer en su relato (él ya los conoce en el momento en que cuenta la historia, pero no el espectador, que sigue anclado en la línea cronológica del relato del protagonista), como una forma de indicar que ese asunto lo retomará más adelante. Esos anticipos son meras frases, muy propias de la narración oral para mantener el interés de la audiencia, pero que, al convertirlas en imágenes, permiten asomarnos a un fragmentos de algo que no imaginábamos y de cuyos detalles deducimos cosas que nos despistan o perturban. Hay al menos dos fundamentales: en el episodio 6, hay un momento en que Julia se convierte en la narradora; es un detalle curioso, pero tiene una explicación posterior. De pronto, mientras sigue hablando del día de su tristísima boda, hay un cambio de plano: un hombre y una mujer caminan del brazo por la cubierta de un barco; comprendemos que son Charles y Julia, pero no cómo y por qué han llegado hasta ahí. Y justo cuando giran para desaparecer de la imagen, Charles recupera la voz narradora: «Fue, diez años después, cuando ella me lo contó durante una tormenta en el Atlántico». Fin del capítulo, y la audiencia enganchada esperando el siguiente.
El segundo es bastante más sutil, difícil de detectar y requiere al menos dos visionados completos de la serie (episodio 3). Tampoco tiene repercusión en la historia, pero dice mucho de cómo ha sido diseñado el guión. No es un flashforward en sentido estricto, sino una aparición consciente (hay un breve diálogo para marcarlo) que pretende dar coherencia a toda la historia (aunque no podamos saberlo en ese momento y casi seguro que no lo recordaremos cuando toque). Charles y Sebastian deambulan por una reunión social en Brideshead y de pronto una joven se cruza con ellos y dice «¡Hola Sebastian!». Son apenas dos segundos, pero yo me he autoconvencido de que se trata de Celia Mulcaster (la hermana de su compañero de universidad), la cual reaparecerá en el episodio 8 convertida en la esposa de Charles. El montaje, la narración o los diálogos no permiten identificar a esa joven; podría ser cualquiera, un relleno para dar verosimilitud a la escena, pero resulta que sí es alguien importante, así que los directores se toman la molestia de presentarla sin advertirnos de su importancia futura. Un juego, un divertimento que permite atisbar el nivel de detalle de la producción.
3. La escena en que Charles y Julia se conocen: este es para mí el auténtico centro de gravedad sobre el que gira la serie, el momento que explica el tono del relato de Charles, su selección de acontecimientos, el orden en que los presenta, el porqué de sus desvíos, menciones y omisiones. Es una escena claramente marcada (igual era el comienzo del segundo episodio pero al final quedó incluida en el final del primero) por tres cambios de plano, como el famosísimo encadenamiento de leones de piedra en El acorazado Potemkin (1925) de Eisenstein: Charles saliendo en travelling lateral hacia la izquierda de la estación donde le ha ido a recoger la hermana de Sebastian; plano corto de Charles nervioso porque va a conocer a alguien de la familia de Sebastian; inserto de Julia, esperando, quien todavía no le ha visto y, por último, plano general de Charles ajustándose la corbata y yendo hacia el coche. Es una composición que sugiere que Charles está petrificado antes de zambullirse en un universo absolutamente desconocido para él (Julia y su familia), y ese mínimo segundo en el que le vemos paralizado, justo antes de empezar a moverse, es como si él mismo intuyera que el próximo paso que dé le arrancará por completo de su vida anterior.
Es un momento importante, pero no porque le sorprenda la belleza de ella, sino porque le pide con toda naturalidad que le encienda un cigarrillo (como él mismo reconoce, nadie le había pedido nunca algo así, y menos una mujer atractiva). Mientras lo enciende una suave melodía parece anunciar algo. Charles despega el cigarrillo de sus labios y lo coloca en los de ella, y entonces «se me escapó un suave grito de sexualidad, inaudible para cualquiera excepto para mí». Ahí está la piedra angular que sostiene la serie (y la novela). En aquel momento, ese suave grito no parece tener importancia, pero luego, cuando la historia está lo suficientemente avanzada, adquiere pleno significado. De ahí la manera en que Charles observa a Julia cuando se marcha de Brideshead para celebrar Nochevieja con sus amigos y él se queda con Sebastian (en realidad querría tenerlos a los dos); o las miradas esquivas de ambos cuando se vuelven a reencontrar años después y ella ha decidido aprovecharse de la atracción que ella sabe que siente para pedirle un favor...
4. El tema de la juventud y la amistad: uno de los fragmentos de la serie sobre los que proyecto uno de mis veranos ideales es durante las escenas del primer y único verano que pasaron Charles y Sebastian en completa libertad, aún sin sombras amenazadoras. Primero en un solitario Brideshead, repleto de paseos, juegos, borracheras, descubrimientos, conversaciones... y luego en Venecia, donde Charles acabará bloqueado por el síndrome de Sthendal y comprendiendo que aquellos días serán irrepetibles. Envidio la vida disipada y ausente de convenciones de los dos jóvenes y el carrusel de vivencias y accesos exclusivos que experimenta Charles gracias a los medios y los contactos de su amigo. Es algo que siempre he deseado (disfrutar a mi manera de un mundo al que no pertenezco y sobre el cual no tengo ninguna responsabilidad, porque sé que acabaré siendo expulsado), pero el elemento con el que más me identifico es la certeza de que es Charles el único que saca algo de todas esas experiencias (amistades, fiestas, amoríos, inquietudes y gustos artísticos...), mientras que los Flyte apenas ven todo ese lujo y belleza como un cúmulo de molestias menores que apenas aprecian en sus escasos momentos de buen humor.
5. La conversación entre Cara y Charles durante su última tarde en Venecia: después de la intensidad de los días visitando Venecia, Cara y Charles se quedan solos una tarde (episodio 2). Él está aún procesando todas sus experiencias, mientras que Cara está evaluando lo que ha visto y, sin previo aviso, se lo suelta a Charles. Su análisis y sus predicciones son demoledoramente precisas (no falla ni una, tal como comprobará el espectador) sobre Sebastian, su padre, la familia Flye en general, incluso su propia relación con ellos. Es una declaración lúcida y serena, sabiendo perfectamente cuál es su lugar en ese drama. Lo único que Cara es incapaz de anticipar es su papel determinante en el desenlace final de la historia. Es un diálogo muy bien escrito, sin exagerar el tono ni los gestos, de confidencia crepuscular. Es otro de esos flashforward no marcados por el relato (como la aparición de Celia), o al menos no lo suficiente como para que parezca talmente una profecía sobre el desenlace --algo que el espectador debería recordar--, sino como una advertencia de alguien más experimentado que habla de la felicidad de Charles, que al parecer tiene los días contados.
6. La decisión a vida o muerte: el patriarca de la familia --lord Marchmain, interpretado por Laurence Olivier-- ha regresado a Brideshead para morir (su esposa hace años que ya ha muerto) y a medida que se agrava su enfermedad, entre sus hijos surge el dilema sobre si debería recibir la extremaunción (a pesar de que hace tiempo que renegó de la religión católica). El hermano mayor y la hija menor están convencidos de que hay que administrarle los sacramentos, Julia --que ha vivido al margen de la religión desde su divorcio y, sobre el papel, vive en pecado con Charles-- duda sobre qué postura adoptar, y Charles, como agnóstico declarado, se opone a que se le fuerce aprovechando su debilidad física y mental. Con la decisión pendiente, un súbito empeoramiento de la enfermedad hace inminente su fallecimiento, y obliga a Julia, Cara y Charles (los únicos presentes en la casa esa tarde) a tomar una decisión: ¿Le administran los sacramentos o no? La única persona con un poder de decisión es Julia, ya que Cara y Charles ni siquiera son cónyuges legales. El doctor es el único aliado potencial de Charles, pero no quiere quebrantar su neutralidad profesional. Julia sigue dudando, hasta que Cara, después de cambiar de bando, prefiere fingir que lord Marchmain está inconsciente y que no se enterará de nada. Eso basta para que Julia acepte la responsabilidad y le pida al cura que le administre a su padre la extremaunción.
Esa toma de decisión sin tiempo, de actuar por propia determinación ante la imposibilidad material de apoyarse en otras personas o instituciones, me ha fascinado desde entonces como recurso dramático. Es una forma de polarizar la historia e involucrar en ella dilemas vitales que de otra manera nunca se producirían. Decidir sobre la vida o la muerte, implicarse o no, condenar o no..., son momentos de gran intensidad construidos con elementos muy verosímiles. Esa misma decisión de Julia, la lleva a cuestionarse su propia situación vital, que aflore su mala conciencia, su sentimiento de culpa por vivir en pecado, lo cual precipita sus últimos instantes con Charles, y que él mismo evoca (cuando se cierra el inmenso flashback de la serie) en el mismo espacio euclidiano donde tuvieron lugar. Por fin se completa el círculo y comprendemos en qué clase de persona se ha convertido Charles.
7. Mi tema es el recuerdo: la familia Flyte ha encargado a Charles unas pinturas de la casa familiar de Londres, justo antes de que la derriben. Es la materialización de la decadencia, del final de un tiempo. Demasiados elementos se conjuran en ese encargo, lo que provoca que Charles pinte liberado del perfeccionismo que suele atenazar su técnica habitual. En una breve y no buscada reflexión en el jardín, frente a uno de los lienzos, Charles se acerca como nunca a su auténtica personalidad, a comprender de qué manera los acontecimientos de su vida han concurrido para perfilar su carácter. La pérdida temprana de su madre, el dolor ante la desaparición de Sebastian y, por encima de todo, la conciencia de haber perdido el principal aliciente de su profesión: la inspiración (no olvidemos que Charles narra la historia desde el presente del flashback inicial). Después de aquellas pinturas nada de lo que vea le conmoverá realmente, la mayoría de personas y situaciones le resbalarán sin dejar apenas huella (ni siquiera sus hijos). Charles, como nunca más lo hará, logra condensar en ese breve instante las palabras que definen la auténtica verdad sobre su vida.
De momento, estas son las piezas que he ido encajando en el puzzle infinito que es para mí Retorno a Brideshead, y no descarto encontrar alguna más todavía. Quizá, por culpa de tantas revisiones, algún día me ocurra lo mismo que a Charles y llegue a concretar en unas pocas palabras los efectos que ha provocado en mí la serie. Quizá sea la pregunta que llevo haciéndome desde 1983: ¿Cuál es realmente mi tema?