domingo, 7 de julio de 2024

Ideas sobre la crueldad del mundo (Green border)

¿Qué sabemos de la inmigración? Si lo pensamos detenidamente, apenas nada. Escuchamos unos cuantos comentarios al vuelo en tertulias radiofónicas, monólogos de influencers con opiniones interesadas, declaraciones de políticos que luego repetimos en sobremesas de familia y amigos. Como mucho, nos asomamos fugazmente al sufrimiento de quienes se juegan la vida en travesías por tierra o por mar en informativos, documentales, reels y, por descontado, en ficciones críticas, reivindicativas y/o bienintencionadas en sentimientos, solidaridad y justicia. La migración suele ir asociada a palabras como amenaza, insostenible, inviable...; sin embargo, pocos señalan que la mayoría de los que vienen entran en los países de destino por los aeropuertos, con visados de turista que van a dejar caducar, y quienes lo intentan en patera o cruzan fronteras sin papeles son una pequeña parte del total. Es lógico que sea así, porque es la manera más peligrosa de intentarlo, y si lo hacen es por pura desesperación (nadie se juega la vida y la de sus hijos porque sí). Huyen de la guerra, de persecuciones ideológicas, sociales y culturales, y están dispuestos a aferrarse a lo que sea con tal de dejar el horror o la falta de perspectivas de sus lugares de origen. Aspiran a una vida, un trabajo y a criar a sus hijos; un mínimo que ahora no tienen. Creemos tener una idea bastante definida de lo que es la inmigración y cómo afecta a nuestras vidas...

Green border (2023) no es una ficción impugnadora e incómoda de la doble moral que imponen la política y la ideología a la inmigración; se alinea más bien --como hacía la italiana Yo capitán (2023)-- con la crónica cruda y descarnada, la inmersión directa en la experiencia de una familia que huye de Siria a través de Bielorrusia, tratando de alcanzar Suecia mientras acceden al territorio de la UE por Polonia. El primer objetivo de la película es poner rostros, nombres y existencias a lo que, para muchos, suelen ser individuos anónimos que aparecen y desaparecen de nuestras pantallas sin más contexto que el drama de un intento fracasado. Agnieszka Holland busca, ante todo, la empatía, y que de sus duras imágenes y situaciones surja un posicionamiento, el compromiso, una toma de conciencia, frente a un desastre humano tolerado y silenciado por la UE, que irónicamente se considera a sí misma una democracia abierta, plena y ejemplar.


A pesar de sus virtudes narrativas, Green border ha pasado bastante desapercibida en la cartelera y no ha despertado demasiadas conciencias críticas (normalmente convencidas de antemano); y creo que es por su tono distante, cartesiano, cotidiano hasta la desesperación, sin aprovechar las numerosas situaciones del relato para desbordar los sentimientos. En estos casos, Holland renuncia a la habitual demora técnica e interpretativa (planos compuestos y de reacción que buscan la significación y la cercanía emocional). No es un filme hecho para presentar un problema debidamente simplificado ni una historia de víctimas indefensas y elites insensibles y crueles; es más bien un informe hecho a pie de trinchera, desentendiéndose de concesiones a la estética de la ficción efectista y de esos dramas que, a pesar de tanto dolor e injusticia, en el fondo sólo intentan reconfortar al público haciéndoles creer que el hecho de ver la película basta para ser parte de la solución. Con todo, el estilo distante y contenido del filme consigue conmover cuando toca, revelar la incoherencia, la impostura, las miradas hacia otro lado y, especialmente, poner en primer plano el lado humano. Sin duda influye que en el momento del rodaje el gobierno polaco estaba en manos del ultraderechista Andrzej Duda, así que la película es, también, la reacción local ante un ambiente y una política hostiles hacia los migrantes.

Estructurada en tres líneas narrativas --grupos de personas, familias y menores que son expulsados una y otra vez de Polonia y de Bielorrusia sin miramientos; el día a día de los guardias fronterizos que se cuestionan cada vez más su papel de verdugos y la labor de las ONG sobre el terreno-- despliega la historia exclusivamente en el paso de los días y el agravamiento de la situación. Su crítica humanista y solidaria no se desplaza al terreno ideológico, excepto en la escena final, que funciona claramente a modo de prueba acusatoria y que la directora guarda como golpe de efecto definitivo. Green border lanza sus dardos contra un gobierno polaco filofascista en el poder en ese momento y contra el fariseísmo de la UE que obstaculiza y ningunea el derecho a solicitar asilo. En este drama, los polacos interpretan un papel de tontos útiles que ellos aprovechan para poner en práctica sus políticas racistas y brutales, sabiendo que sus aliados europeos no se atreverán a abrir la boca. Es una tormenta perfecta de consecuencias imprevisibles, pero también un conflicto moral que Europa sigue evitando. De momento, quienes se posicionan éticamente son las personas, que tratan de remover unas aguas cenagosas y reventar la burbuja en la que tan a gusto estamos.

sábado, 15 de junio de 2024

Jugársela cuando, cómo y donde toca (La vida de los demás)

A la espera de la nueva película de Mohammad Rasoulof --La semilla del higo sagrado (2024), presentada en Cannes--, terminada a toda prisa ante la inminencia de su detención y que provocó su precipitada salida de Irán, me lanzo a ver La vida de los demás (2020), que es el filme con el que comenzaron sus problemas con la justicia de la república islámica. Básicamente porque se atrevió a poner y decir cosas en una pantalla que la mayoría sólo susurra en ese país. No todos tenemos el valor de hacerlo; pero él sí, y por eso se pasó buena parte de 2022 en la cárcel, encerrado con Jafar Panahi, otro cineasta represaliado por sus películas. Las circunstancias de la vida han otorgado a Rasoulof el penoso honor de ser admirado por ser una víctima de la censura y la persecución política, por expresar sus discrepancias críticas a través del cine. Y no sólo la disidencia, también sus dotes narrativas brillan con luz propia, capaces de eclipsar cualquier otra instancia del filme cuando es necesario.

La cosa es que su estilo recuerda mucho al del polaco Krzysztof Kieslowski, que durante un breve tiempo en los ochenta fue considerado algo así como la voz moral y cinematográfica de Europa, básicamente por sus planteamientos éticos con indudables ecos cristianos. Su miniserie Decálogo (1989-1990) tuvo tanto éxito que dos de los episodios más impactantes se convirtieron en largometrajes: No amarás (1988) y No matarás (1988), este último alineado precisamente con el tema principal de La vida de los demás. La cosa es que tanto el polaco como el iraní comparten el gusto por la lentitud expositiva, la presentación de los personajes y el conflicto y, por supuesto, la revelación de motivos ocultos o diferidos. De los dos, es Rasoulof quien mejor parece haberse adaptado a las narrativas que exigen las audiencias de su tiempo, modulando mucho mejor los objetivos de su crítica y la forma dramática de presentarla (el polaco, en cambio, se perdía en paradojas morales y no conseguía perfilar del todo protagonistas y/o situaciones verosímiles). Estoy convencido de que sus películas aguantarán mejor el paso del tiempo que las de Kieslowski.


La vida de los demás se compone de cuatro episodios con un asunto latiendo de fondo: las terribles consecuencias personales y familiares que provoca la pena de muerte. Aparte de la brutalidad que se ejerce sobre el condenado, toda ejecución arrasa la vida de las personas que hay alrededor (arrepentimiento, dudas, dolor, silencio, mentiras...). El primero sin duda es el más demoledor porque no se ve venir en absoluto su final; los otros tres, aunque no rebajan la tensión ni el interés, se intuye más o menos el centro de gravedad del drama que anuncian. Insisto: Rasoulof no rueda su película en la tolerante Francia ni en los securizados EE UU, sino en el interior de un régimen autoritario que utiliza una deformada idea de la religión para aplicar justicia. Ese simple detalle potencia aún más el efecto de un guión contundente y directo y de un equipo técnico y artístico que se ha jugado literalmente la vida (y la de sus familias) para hacer la película.

sábado, 18 de mayo de 2024

Aplastar los sueños mientras salvas unos pocos muebles (Radical)

Si algo tiene de bueno Radical (2023) de Christopher Zalla es que no insiste en los esquemas dramatizados que hemos visto otras veces (alumnos con problemas que se recuperan dentro del sistema, profesores y tutores que traspasan las líneas rojas que les impone la escuela para no perderlos por el camino), sino que se la juega con un enfrentamiento directo en un contexto (el de las aulas) que todos conocemos (problemas abrumadores y escasez de medios para atajarlos, siquiera enfrentarse a ellos). Es ya casi un género por derecho propio, puesto que hablamos de una crisis --la de la educación-- que no va asociada siempre y necesariamente a las variables socioeconómicas habituales (nivel de vida, bienestar económico, estabilidad política), y la inmensa mayoría de cinematografías retratan el tema desde una perspectiva negativa y de necesidad de cambio. Lo que suele variar de un título a otro es la dosis de optimismo (aquí van unos pocos ejemplos meritorios, ordenados de menor a mayor optimismo): El profesor (2011), La clase (2008), La profesora de historia (2014), El buen maestro (2017), Coach Carter (2005). Queda lejos el tiempo en el que hablar de la situación en las escuelas era sinónimo de posicionamiento político y, por tanto, había que andar con pies de plomo en lo que se decía y/o sugería: Rebelión en las aulas (1967) de Sidney Poitier --que supuso una sacudida total por tratar el tema racial y el fracaso escolar a la vez-- o Mentes peligrosas (1995) que, con un relato muy similar, actualizaba el contexto social de un mismo conflicto explosivo (marginación, desigualdad, racismo). Aunque precisamente por la presión de la industria, ni el diagnóstico ni el final solían ser excesivamente deprimentes ni subversivos.

En Radical nos encontramos con un punto de partida bien alineado con el género en el que se inscribe: en un pueblo mexicano donde la pobreza y las mafias campan a sus anchas, la urgencia por la supervivencia impide a los niños y niñas (sobre todo a ellas, que tienen que cuidar de sus hermanos pequeños, o ayudar a sus padres) encontrar en la educación esa oportunidad de subirse al ascensor social y romper esa dinámica de vulnerabilidad y precariedad tan lucrativa para todo poder impuesto. Sin embargo, la historia va por otro lado: Sergio, un profesor sustituto recién llegado, aplica desde el primer día un método radical --como el título-- cuyo único objetivo es estimular el interés por el aprendizaje y lograr que sus alumnos deseen ir cada día a la escuela. Nada más (y nada menos). Sin temarios, clases magistrales, ni exigencia de resultados; la curiosidad y los retos de descubrimiento que propone Sergio son suficientes para poner en marcha el círculo virtuoso de la pedagogía. Y es que, a estas alturas, ya nos hemos dado cuenta de que la escuela (tal como se concibió en los tiempos de la revolución industrial) no tiene que enseñar cultura y saberes técnicos, sino dotar de medios para la supervivencia, procurar un crecimiento interior y, puestos a pedir, adquirir capacidades comunicativas, lógico-argumentativas y espíritu crítico. A partir de aquí, el resto de la película es la crónica de un conflicto anunciado (que sí, basado en hechos reales) que puede sorprender mucho o poco por la forma en que se narra y las historias personales que involucra; pero es la naturalidad de las situaciones y la sencillez de los personajes --mi favorito, el director, cuya implicación a pesar de su escepticismo es conmovedora-- lo que sin duda atrapa a las audiencias predispuestas.


En definitiva, un filme deliberadamente crítico, sí, pero que no se entretiene chapoteando en las posibilidades dramáticas del problema. Prefiere zambullirse sin complejos en la impugnación total --radical-- del sistema educativo realmente existente, y de paso propone una alternativa metodológica que intenta que los alumnos aprendan a aprender. Este intento de asalto llena toda la película y aunque en conjunto el balance es optimista, no se olvida de quienes no lo consiguen por imposición familiar y ven aplastados sus sueños y posibilidades (y que se concreta en una escena triste y desarmante). Radical aspira a la utopía de un vuelco brutal en una organización tan sumamente compleja que tardaremos años en comenzar a ver los resultados de cualquier cambio. El primer reto --también el más complicado-- es ponerlo en marcha.

martes, 23 de abril de 2024

No son pueblos de paja para gente enladrillada (Un amor)

Leí Un amor (2020) de Sara Mesa el pasado septiembre y la verdad es que apenas conecté con el relato y su anécdota central: se me pasaron por alto las sutilezas de la mayoría de sus momentos clave, como tampoco empaticé con los personajes principales. Fue una lectura fácil y rápida que apenas dejó huella. Recientemente (poco antes de ver la película de Coixet) leí otro libro suyo --Cara de pan (2018)-- y aunque mi reacción fue prácticamente idéntica, no pude dejar de notar lo que ambas historias tienen en común: reunir a dos tipos humanos opuestos, a priori enfrentados por el arquetipo y la imagen social que representa cada uno, y demostrar mediante el relato --contra todo viento, marea e inverosimilitud-- que nuestra percepción está equivocada; y nuestra mirada sesgada por prejuicios heredados, categorías culturales obsoletas y/o intereses ideológicos no declarados. Ambos textos comparten un subtexto común: aunque todos los elementos, situaciones y condicionantes estén en contra, no debemos inferir nada de esta clase de relaciones excéntricas en las que todo parece conjurarlas hacia el fracaso; ya se trate de una quinceañera desnortada, un anciano solitario con pinta de pederasta, una joven autoexiliada de dolor en un pueblo y un vecino afásico rudo y modales de abusador. La propia autora, a raíz de la adaptación cinematográfica de Un amor, no se resiste a esa expectativa social que casi obliga a ofrecer una interpretación canónica a las audiencias (quizá más allá de lo que ella misma imaginaba) ampliando el alcance de su propia historia para hacerla coherente con las implicaciones que abre la película.

La novela, pero sobre todo la película, se han desmenuzado y valorado como una nueva contribución al proceso de empoderamiento femenino (mujer sola e independiente que despierta a partes iguales recelos y deseos en un entorno rural altamente masculinizado), una historia que combate la vigencia de la hostilidad hacia las mujeres independientes que amenazan el poder patriarcal. Es en este punto donde arranca el conflicto de Un amor, aunque a medida que avanza la película da la sensación de que lo que ha interesado a Coixet de la novela es el retrato de una mujer que no se deja encasillar, a pesar de sus inconsistencias y obsesiones (rozando a veces la caricatura deformante de la localcoño). En cambio, en el extremo opuesto, parece que el resto del mundo se empeña en detectar y destacar todo lo que tiene de impugnador y reivindicador. La relación entre Nat (traductora, autónoma, de fuertes inercias urbanitas y con dificultades para la comunicación social) y Andreas (afásico, tosco y superviviente en un entorno marcado por el aislamiento y la autosuficiencia) no es sólo «una proposición indecente en un pueblo», tal como la definen algunos, sino un tratado sobre la incomunicación interpersonal, los blindajes emocionales y la especulación mental, destrezas en las que ninguno de los protagonistas destaca especialmente. Ni Nat ni Andreas son capaces de formular sus sentimientos y deseos a tiempo y con las palabras debidas; el problema es que de tan excéntricos y chocantes acaban resultando cargantes y hasta pedantes. Esta es una de las líneas argumentales del libro que Coixet elige como eje de su película, para luego envolverlo con esos tics característicos de su estilo que, en esta ocasión, no acaban de servir para completar una narración y un universo cerrado, raro, duro, surreal y hasta divertido. Los paisajes, los encuadres, la cuidada fotografía, los secundarios, parecen formar parte de otra película. Su carácter y su función me recordaron poderosamente a otro título suyo con la misma disonancia entre trama y estilo: Nieva en Benidorm (2020). Quizá ese sea el déficit más visible de Un amor, arrastrando consigo a los personajes --sin excepción--, haciendo que parezcan aún más irreales, incompletos, limitados a su aportación al relato. Se me hizo muy difícil entrar en la película.


En esta estructura desequilibrada, aun así, conviven algunos personajes bien definidos y desaprovechados --el casero--, la sutil parodia de la familia tradicional (con la que se nota que Nat se niega a empatizar debido a su exceso de obligaciones y pautas: cuidados, rituales y trato social estereotipado) y unas escenas de sexo que buscan combinar la naturalidad con el morbo físico. En este batiburrillo, la proposición de Andreas y la posterior reacción de Nat resultan anecdóticas, y sin embargo es uno de los aspectos que centran las reacciones del público. Igual la cosa no va de un tipo de amor poco probable, inconveniente y a contracorriente, ni de una atracción entre dos seres humanos cualesquiera, sino de gente perdida, especialmente como Nat, con la que se hace difícil conectar. Y también sobre nuestra obsesión --signo de estos tiempos hipersaturados de pedagogía-- por encajar cualquier relato en una fábula didáctica, reivindicativa, crítica, ejemplar, positiva. Desde luego, para lo que yo no estaba preparado al enfrentarme a Un amor es con la contradicción, la ausencia de comportamientos y reacciones plausibles y, muy especialmente, su final imposible. Demasiados obstáculos para un guión tan aparentemente sobrio.

martes, 9 de abril de 2024

El delicado arte de poner a caldo nuestro papanatismo cultural (American fiction)

Lo hacen mejor que nadie los británicos, pero cuando consiguen sacudirse de encima complejos y autocensuras, los estadounidenses también brillan a gran altura. La ironía, el sarcasmo, el cinismo, parecen un monopolio casi exclusivo de ambas filmografías (y de sus culturas, claro está), y aunque en otras latitudes también cultivan con gran mérito estas virtudes, no les luce tanto el vitriolo, al menos en las películas. El cine español --el europeo en general-- exhibe limitaciones estructurales cuando intenta subirse al carro (pocas veces consigue abstraerse del contexto político) y al final siempre acaba asomando una reivindicación partidista, una apuesta que defender y/o apoyar y que queda sospechosamente a salvo de toda ridiculización. Lo habitual al final es que todo se acabe despeñando hacia la parodia, el tópico y la sal gorda. Guionistas, directores y productores no consiguen desembarazarse del todo de prejuicios y/o de convicciones propias, porque la cosa es que acaban saliendo filmes «desde su lado y contra el otro». Eso sí, seamos justos: el cine español ha producido obras muy cerca de la cumbre: Aigbag (1997) de Juanma Bajo Ulloa y La vaquilla (1985) de Berlanga (ésta última sólo en unos pocos momentos escogidos, especialmente en ese epílogo elegante y delicado que mantiene toda su carga crítica). El podio sigue incompleto y a la espera de relevo. Así estamos...


Esta vez le ha tocado el turno a los nuevos clichés que la industria editorial estadounidense ha levantado en su obsesión por la corrección política (y que podrían aplicarse sin problemas a las demás industrias culturales). La escena inicial de American fiction (2023) --merecida ganadora del Oscar al guión adaptado-- explica lo que quiero decir de una forma mucho más sintética, crítica y divertida. La idea que pone en marcha la historia es tan destructiva como prometedora: harto de que sus libros tengan que ajustarse, debido a sus orígenes y biografía, a una serie de premisas temáticas y estilísticas, el escritor negro Thelonious 'Monk' Ellison, decide componer una novela que parodie todos los tópicos en los que la industria le encasilla. Y resulta que esa misma industria se la toma completamente en serio. Este equívoco da lugar a los mejores momentos de la película (lástima que el argumento no sepa replicarlos en más escenas), en los que cada nueva vuelta de tuerca de Monk en sus salidas de tono obtiene una mayor y lucrativa respuesta de sus editores. Desde la perspectiva de la película, todo el mundo se presenta a sí mismo como ridículo, pedante, deseoso de demostrar su disponibilidad woke mediante una frase de moda y/o lugares comunes... Vomitivamente divertido.

El problema es que estos momentos privilegiados están demasiado dosificados, alejados, desconectados, no son eslabones en la típica espiral incremental y acelerada que mejoraría exponencialmente la impresión global de la película. El contrapunto de esta línea argumental, sin desentonar como complemento humano que evita la tentación de convertir al personaje protagonista en un arquetipo, parece un implante de relleno, desaprovecha algunas situaciones para dar rienda suelta a la ironía. Desde el minuto cero se ve por dónde irá el proceso de reconciliación de Monk con su familia se desarrolla con lentitud, sin el necesario énfasis o condensación de momentos extraños y definitorios, sin música... Por suerte el final está a la altura en lo argumental y en lo narrativo: la esperada mascletá despliega su veneno más allá del mundo editorial. Prometedor debut como director de Cord Jefferson.

jueves, 4 de abril de 2024

La cristalización de un estilo inefable que encandila y cotiza al alza (Pobres criaturas)

Repaso las películas de Giórgos Lanthimos que he visto --Canino, (2009), Alps (2011), Langosta (2015), La favorita (2018)-- y comprendo que Pobres criaturas (2023) es probablemente el mejor guión que ha escrito hasta la fecha. Y es el mejor porque, por una vez, no se desentiende del final cuando parece que se ha cansado, o se ha liado tanto con la historia que no sabe por dónde salir, o no es nada de esto y es tan listo que sabe perfectamente cómo sacarnos de quicio a quienes esperamos un relato coherente. Si era esto último señor Lanthimos, mis respetos; si era cualquiera de las otras dos, me mantengo firme en los serios reparos que siempre he tenido hacia sus méritos narrativos (que no estilísticos).

Es más, si amplío el foco sobre su filmografía, detecto una mayor concreción argumental y de personajes, contrapesada siempre por esa predilección suya por lo absurdo, raro, exagerado y/o extemporáneo que tantos fans le ha reportado y que, probablemente, sea su marca de estilo más característica. También observo cómo, desde Langosta hasta Pobres criaturas y gracias al apoyo financiero de Hollywood y unos repartos cada vez más repletos de primeras figuras de la interpretación, el envoltorio de sus relatos ha ido ganando interés. Paradójicamente, esa misma madurez narrativa alcanza unos niveles que amenazan atrofia. El filme deslumbra gracias a la espectacularidad de su producción, estilismo y fotografía, una conjunción de elementos que explican que haya atraído a bastantes espectadores que desconocían totalmente sus filmes anteriores. A quienes hemos asistido título a título a este proceso de mercantilización nos cuesta creer que no haya detrás un legítimo deseo de ampliar --como se dice ahora-- su base de espectadores en detrimento de una profundización y/o experimentación narrativas.


Si eliminamos los comodines técnicos y de diseño de producción (que le han valido la mayoría de premios), queda un relato ciertamente bien planteado e interesante, mezcla y reversión de varios mitos literarios y cinematográficos y de reivindicación inequívocamente feminista: Frankenstein, Pigmalión, Metrópolis (1927) de Fritz Lang. Bella es una mujer embarazada --magnífica Emma Stone-- a la que, tras un accidente, trasplantan el cerebro de su hijo nonato, crece con una absoluta y retadora falta de prejuicios respecto a la sociedad de su época (unos inexistentes finales del XIX y comienzos del XX), cuestionando el patriarcalismo en general y el de todos los hombres con los que se cruza en particular (excepto uno, claro). Esa mirada limpia de prejuicios, ese retrato de una mujer que no se deja encasillar en el molde que el mundo reserva a su género (quizá demasiado lastrado por una naturalidad rousseauniana un tanto demodé) resulta indudablemente revolucionario (para el tiempo de la película) y alineado políticamente (para el tiempo de su estreno). Y para quien esto escribe, exasperante por obvio y repetitivo. La protagonista evoluciona desde su caminar torpe (propio de un bebé), el aprendizaje del lenguaje, la adquisición de un juicio analítico envidiable y, finalmente, alcanzar un espíritu crítico muy por encima de la media que, casualmente, encaja punto por punto con el ideario feminista que triunfa cien años después. A partir del segundo tercio de película se hace evidente que el proceso de toma de conciencia de género de Bella es la única línea argumental, por lo que es fácil anticipar acontecimientos, detectar hitos y, a veces, sonreír brevemente ante algún lugar común, situación divertida o réplica cáustica. Pobres criaturas se alinea mucho más y mejor con el momento político que Barbie (2023), que no renunciaba a la ironía ni a la infantilización propia de un juguete. Quizá esté ahí la clave de la diferente recepción y valoración de ambas películas.


Lanthimos sigue demostrando su capacidad para abrirse hueco en la cartelera internacional, obtener mejores presupuestos gracias a un estilo muy personal y hacer ostentación de lo que yo considero sus insoportables defectos. No puedo dejar de pensar en cómo habría sido recibido un guión como el de Pobres criaturas pero rodado con los medios y el desparpajo de Canino. Yo, desde luego, le habría concedido bastante más credibilidad. Pero bueno, en esto sé que tengo bastante tráfico en contra...

viernes, 29 de marzo de 2024

Más reivindicación cívica que cine (Los niños de Winton)

La BBC es de las pocas cadenas públicas de televisión que todavía sigue fiel al compromiso de servicio público (informativo, cultural y de entretenimiento). Sus reportajes y documentales tienen fama de rigurosos, y no se suelen cortar a la hora de apuntar con sus críticas, ni siquiera si van dirigidas contra el Estado, el mismo que les financia. En cuanto a la ficción, sus guiones se aferran a los géneros consolidados y obtienen buenos resultados: Nuestro último verano en Escocia (2014) es un buen ejemplo, con ese humor negro tan británico que siempre se las apaña para aflorar en situaciones perfectamente encajadas en el guión, evitando tener que recurrir a la caricaturización facilona de los personajes; incluso se atreven con formatos menos convencionales, como la intensa Aftersun (2022). En cambio, cuando toca drama, aprovechan para ilustrar o reivindicar determinados momentos de progreso de la historia patria, que es precisamente el objetivo principal de todo cine cívico financiado con fondos públicos que se precie. Los niños de Winton (2023) de James Hawes es un ejemplo canónico de esta clase de filmes.

Esta vez le ha tocado el turno a un episodio prácticamente desconocido que tuvo lugar en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: un corredor de bolsa londinense, tras una breve colaboración sobre el terreno con refugiados en Checoslovaquia, acaba implicado en cuerpo y alma en el rescate de los niños, a quienes buscará familias en Gran Bretaña que se hagan cargo de su manutención. Todo ello sin desfallecer ni desmoralizarse ante las dificultades que encuentra a su paso (financiación, incomprensión, funcionarios). Y es que todo en Los niños de Winton es ejemplar y eficaz, empezando por los protagonistas --sin titubeos ni zonas oscuras (incluso los estirados y renuentes funcionarios británicos acaban convertidos a la causa)--, continuando con la selección de los momentos definitorios y finalizando con una narración expositiva, sin excesos estéticos o dramáticos, maximizando la comprensión y la identificación con el protagonista y con la historia. Además, la parte más dura del drama (el desamparo de unos menores que se ven separados de sus padres, aunque sea por una buena causa) está debidamente esbozado, sin recrearse en lo lacrimógeno. Un argumento que recuerda inevitablemente a La lista de Schindler (1993), pero sin la habitual carga trágica que suele añadir Spielberg, porque la intención es reivindicar la gesta de Winton y demostrar que se reconoció en vida su hazaña, incluso en la oscura Gran Bretaña de Margaret Thatcher.


Un filme, en definitiva, sin sorpresas ni imprevistos (excepto todo lo que tiene que ver con la explosión de emotividad del tercio final), enteramente al servicio de la rehabilitación pública de un héroe olvidado, exponiendo de paso la cohesión, la solidaridad y el sentido de comunidad de la sociedad británica. Se supone que las audiencias saldrán confortadas en lo sentimental y reforzadas en sus convicciones éticas tras esta experiencia repleta de buenas sensaciones. Al menos eso, porque de entretenimiento poco o nada habrán podido obtener.

jueves, 21 de marzo de 2024

Brillante y descompensada (La zona de interés)

«El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es triste, monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador» (Simone Weil).


De breve e irregular filmografía, la de Jonathan Glazer, sin embargo, ha reunido una numerosa legión de admiradores, especialmente atraídos por interesantes hallazgos formales (consistentes, las más de las veces, en inocular abundantes dosis de realismo documental en medio de la ficción), aunque lamentablemente no acompañados de guiones a la altura. La zona de interés (2023) no es --en conjunto-- una excepción a esta pauta creativa; pero sí supone un gran acierto parcial que se extiende durante la primera mitad de la película. A diferencia de títulos anteriores, esta vez Glazer ha tirado de un recurso más clásico y, a la vez, infrautilizado en el cine, y que le ha valido un merecido Oscar al mejor sonido (no por su calidad técnica, sino por su uso narrativo, como debería ser siempre). Esta vez sí, La zona de interés le ha colocado por méritos propios en el mapa de las audiencias y los planetarios.

Adaptación muy libre del libro de Martin Amis --en la que Glazer ejerce de director y guionista-- se ha centrado únicamente en uno de los tres personajes principales de la novela, el que mayor impacto dramático puede tener para el público. No es una mala decisión (no sé si consciente o no), aunque su efecto tiene un alcance limitado, debido muy probablemente a la abundancia de películas sobre la Solución Final y a que los espectadores estamos bastante acostumbrados (si no anestesiados) para las imágenes que auguran. La cosa es que la historia se despliega con aplomo y comprendemos de inmediato cuál es el efecto que quiere provocar su director y cómo quiere lograrlo. Pero es como si el recurso se agotara en sí mismo en busca de un final adecuado, así que le sigue una segunda mitad que se desparrama por derroteros con escaso interés dramático (o demasiado vistos, que viene a ser lo mismo), hasta que llega un punto en que es fácil perder de vista el sentido global de la película.


El filme arranca con un larguísimo fundido en negro que funciona como una transición sensorial hacia la película: su duración exagerada tiene por objetivo atraer nuestra atención y, una vez despistados por la deliberada ausencia de imagen, focalizar nuestro oído (precisamente la clave sensorial del filme), obligándonos a estar atentos a cualquier indicio que sirva de explicación. Ese indicio son los ruidos del campo de exterminio. Una vez asimilada esta clave, surgen las imágenes y el significado estalla en nuestra mente. Será esa disociación entre imagen y sonido fuera de campo (introducido en posproducción, para que los actores actuaran como realmente se suponía que lo hacían las personas a las que interpretan) la que concentra todo el valor de la película. Se trata de un recurso similar al que empleaba otra película sobre los campos de exterminio y que no tuvo tanto éxito de audiencia, pero sí de crítica: El hijo de Saúl (2015).

En las dos películas el planteamiento, tan arriesgado como eficaz, es la renuncia: en el caso de László Nemes a enfocar directamente lo que tiene que ver el protagonista (a quien la cámara sigue a todas partes en planos largos mientras realiza su trabajo en las cámaras de gas); en el de Glazer a ignorar los sonidos que harían imposible la vida familiar en condiciones normales. El objetivo es mostrar precisamente lo que no interesa, lo que tiene lugar justamente al lado del horror, a continuación del horror. De esa negación de la mirada directa surge la mejor metáfora cinematográfica sobre el Holocausto: la imposibilidad de ver lo que ya sólo conoceremos por testimonios legados, pero también describe la actitud de mirar hacia otro lado de quienes no creyeron en su momento que aquellas cosas estaban sucediendo tan cerca de sus casas y de quienes todavía hoy niegan que algo así haya existido. Este acercamiento formal al horror del exterminio me parece la manera más radical pero a la vez didáctica de plantear el tema a audiencias que empiezan a olvidar y/o ignorar lo que sucedió en Europa entre 1941 y 1945. Este impresionante primer bloque finaliza con un fundido en rojo, después de una casi sarcástica yuxtaposición de flores donde la banda de sonido se sitúa nuevamente en primer plano... Hasta ahí, obra maestra. Luego, otra ficción más sobre Auschwitz.

El tema del Holocausto en el cine sigue gozando de una reverencia y un respeto que no veo, por ejemplo, en otros conflictos y dramas bélicos mucho más recientes y vigentes, rodeado de un aura sagrada que sólo constato casi en unanimidad para las ficciones sobre el drama judío durante la Segunda Guerra Mundial. No digo que se les considere automáticamente buenos filmes por decreto, ni se se los valore por encima de sus méritos, pero sí son preferentemente atendidos respecto a otros más actuales. Quizá haya detrás un interés legítimo o simple curiosidad ante un nuevo acercamiento a un aspecto inédito y/o no tratado aún, no lo sé. Y por descontado, también se da ese inefable morbo que atrae a las audiencias ante la reconstrucción de un mal absoluto del que es inevitable que surja un drama maniqueo, inimpugnable y al que se tolera una carga dramática adicional que no se considera de mal gusto. Esa licencia para el exceso es la que Spielberg dejó establecida para la ficción comercial en La lista de Schindler (1993), y aunque Glazer no le compra el pack completo, sí se recrea en las comparaciones silenciosas (palabras, gestos y acciones de los protagonistas de buscan, por contraste, potenciar una respuesta indignada en los espectadores).

Así que sí, La zona de interés es una buena película que se merece los premios y la atención que recibe, pero no es un hito en la filmografía esencial sobre el Holocausto. Y Glazer se mantiene fiel a su pauta artistica, igualmente brillante y descompensada.

miércoles, 13 de marzo de 2024

¿Mirada pedagógica limpia de moralinas aleccionadoras? (How to have sex)

La verdad es que Molly Manning Walker sabe de lo que habla porque lo ha vivido; no como una experiencia traumática, sino como parte del paisaje de su juventud. Pertenece a la última hornada de la generación milenial que inventó la diversión extrema en localizaciones turísticas hiperespecializadas (Malta, Ibiza, Magaluf, Malia), la misma que luego los centenials han convertido en rito de paso y/o expresión de vida intermitente, elevándola prácticamente hasta las mismísimas puertas de la seña de identidad. Playas espectaculares y cálidas, hoteles ultrapermisivos y securizados, infinitos locales de consumo y diversión, ausencia total de horarios, acceso ilimitado a toda clase de estimulantes y narcotizantes, lucha contra el aburrimiento a través de retos y desafíos... Es el montaje socioeconómico más parecido a la detención del tiempo que hayamos construido en la Tierra. En corto y claro, como decía la canción: Que no pare la fiesta.

Por lo visto, la idea seminal de la película le llegó a su directora cuando contempló cómo una chica le hacía una felación a un desconocido en lo alto del escenario de una discoteca. Icono del desfase total al que muchos aspiran, síntoma de descontrol y decadencia social para otros. Le bastó esa imagen para salir de su burbuja del exceso fiestero, tomar distancia y comenzar a experimentar ese mismo entorno como una pura locura marciana, un mundo al revés de cómo se lo habían vendido. Quienes --por edad y gazmoñería artificialmente inducida-- hemos aspirado a divertirnos de esa manera pero no nos hemos atrevido y/o sabido hacerlo, es casi inevitable que censuremos tales excesos (aunque en el fondo, los envidiemos). Así que películas como How to have sex (2023) las vemos desplegarse como un aviso a navegantes; como mucho, en este caso, el relato de una conversa que ha comprendido que el placer sin contención, límite ni medida es una aspiración imposible. Y entonces, quizá como contrapeso (o porque no quiere parecer una aguafiestas al estilo viejuno), se centra en las consecuencias para quienes, inmersos en el desfase, acaban siendo víctimas de acoso, abuso y más cosas...


Sin embargo, Walker sabe que esa mirada de denuncia no es suficiente, que la de los viejunos es una deformación debido a su oportunidad perdida y ella --como buena milenial que es-- cree que debe aportar algo más, un conocimiento directo, un análisis más profundo del fenómeno; así que intenta abrir el foco y mostrar el paisaje completo. Porque en esos destinos de diversión hay de todo: aprovechad@s, ingenu@s, egoístas y, sobre todo, sobre todo, gente que mira para otro lado. Cada minuto y cada escena de How to have sex demuestra un afán por retratar el día a día de unos jóvenes que quieren experimentar con los límites y que, además, no saben detectar cuándo una persona lo está pasando mal. Hay miserias, cansancio, momentos de hastío, agobio, sueño, gente pesada, imprevistos, malas decisiones... Y también miedo a expresar un estado de ánimo que no encaja para nada con el ambiente, a sincerarse, a señalar al culpable. La edad, la falta de experiencia, la lucha interior por encajar en un arquetipo imposible; todo se conjura para provocar más sufrimiento a la protagonista --Tara-- que ha sido forzada a una relación sexual no deseada y no sabe romper el bucle de su agobio interior. Por eso la historia se desarrolla sin anticipar conflictos ni las reacciones apropiadas de cualquier libro de texto al uso, huyendo de admoniciones y moralinas. Walker defiende en todo momento una diversión incomprensible que sigue aportando más ventajas que inconvenientes, y que además es legítima y no destructora. Viene a decir que, por suerte, no todos los centenials están zumbados ni son unos kamikazes; al contrario, algunos quieren disfrutar sin restricciones, pero sin molestar ni destrozarse, sabiendo que volverán a lo acogedor conocido. Porque a esa edad empiezan a intuir que la vida es esfuerzo, trabajo, sacrificio, renuncia... y por eso unas dosis de desfase para sobrellevarla no viene mal de vez en cuando. La película no llega a incorporar todo esto como parte del relato, pero las acciones y diálogos de algunos personajes los sugieren claramente. Sin embargo, un tic propio del cine británico encuentro que rebaja un tanto la impresión global del filme: rodar un filme cuyo argumento casi obliga a mostrar abundantes conductas poco ejemplares, desnudez y/o sexo explícito, pero negarse (por el motivo que sea) a mostrarlo sin tapujos y resolver bastantes momentos de forma antinatural (a veces forzada), me parece que resta fuerza a esas mismas imágenes que buscan el impacto en las audiencias. Al margen de eso, How to have sex no es una película redonda, así que adoptar un estilo pureta no es un demérito determinante.

Es difícil no encasillar How to have sex entre las típicas películas que buscan dar un buen susto a progenitores con descendientes menores de edad. El tema y el tono narrativo hacen difícil escapar a esa tendencia: provocan un cierto revuelo, quizá un debate estructurado y realista, pero poco más (hasta el siguiente título). Sin embargo, lo que casi nadie echa en falta es una devastadora crítica al descarado y abusivo negocio que fomenta este microclima fiestero de consecuencias peligrosamente disfuncionales; nadie señala la doble moral y la depredación extractiva de agencias de viajes, touroperadores, empresarios del ocio... eso sin mencionar los posibles delitos contra la salud pública, los efectos en las poblaciones de destino o la degradación medioambiental... Todos ellos alimentan y mantienen vivo el espejismo de un ocio infinito y sin secuelas físicas ni sicológicas porque es un método brutal de amasar dinero. Y, por supuesto, la exhibición de los cuerpos las 24 horas, no como recurso para una sensualidad desbordante ni como antesala del sexo, sino porque es el uniforme de la fiesta (otra cosa que tampoco entenderemos nunca). En este sentido, la primera escena de la película es la materialización de esta contradicción irresoluble: para mi generación es una invitación a sumergirse en lo prohibido; para las protagonistas, en cambio, es simplemente una chicas que quieren divertirse, sin más. Con todo, lo que me gusta más de How to have sex es que defiende que la juventud no está acabada ni desnortada sin remedio; lo que pasa es que --como nos ha pasado a todos-- coquetea con unos límites que no conoce, pensando quizá que sabrá detectarlos y sortearlos a tiempo. Aunque eso sea precisamente lo que no puede hacer Tara, la protagonista de la película.

jueves, 7 de marzo de 2024

¿La culminación de un proyecto cinematográfico (y de vida)? (Perfect days)

En Perfect days (2023) convergen muchos de los temas y puntos de vista del cine de Wim Wenders, los cuales hemos podido conocer a través de su filmografía. Ahora, a sus 79 años, con casi todo visto y rodado, nos ofrece una historia que es difícil no ver y entender como propuesta, aspiración y/o actitud vital. Para empezar, está su fascinación por la cultura japonesa, especialmente los espacios ultraurbanizados de Tokio, que ya sirvieron de escenario al curioso experimento documental que fue Tokio-Ga (1985); también su predilección por protagonistas afásicos, deliberadamente autoposicionados en las orillas de la sociabilidad --como Travis en Paris, Texas (1984) o Howard en Llamando a las puertas del cielo (2005)--; su tendencia casi connatural por los argumentos mínimos, rodados al estilo documental, sin apenas diálogos. Sin pretenderlo o no, también quizá con los pulcros, educados y ordenados protagonistas masculinos de las novelas de Murakami. La cosa es que Perfect days se parece mucho a un testamento cinematográfico, una invitación a adoptar una disposición ante la vida que nos aporte serenidad, evite conflictos y nos relacione con nuestros semejantes lo justo y necesario, sin renunciar a ayudar a los raros y a los desconocidos (un posicionamiento cercano a los postulados de la doctrina católica, que influenció bastante al joven Wenders y que se aprecia en bastantes de sus películas y protagonistas).


Hirayama es un hombre que trabaja limpiando los famosos y vistosos servicios públicos de Tokio, realizando su tarea con una pulcritud y una perfección envidiables, excesiva para un trabajo considerado menor (que evoca claramente a El último (1924) de F. W. Murnau). Apenas deja entrever su contrariedad antes las adversidades del día a día o los cambios de humor y de parecer de las personas con las que se cruza. Muy pocos imprevistos alteran su rutina diaria: su protocolo desde que se levanta hasta que sale de casa y coge el coche, su almuerzo siempre en el mismo parque, sus paseos en bicicleta, su escaso ocio social y sus noches dedicadas a la lectura hasta que cae rendido de sueño (en esa avidez lectora, constante y autodidacta, me veo absolutamente reflejado). Eso y la fascinación por los árboles, la luz y el cielo, que no deja de capturar en fotos que acumula en casa en cajas de metal. Aunque esto es prácticamente toda la película, no estoy arruinando la experiencia a quienes no la hayan visto, porque mientras la cámara sigue a Hirayama pasan cosas, muchas cosas. Nada excepcional, nada terrible (o casi), tan sólo sucesos y situaciones con los que todos nos hemos topado en algún momento de nuestras existencias.

No debe extrañar la buena acogida de público y de crítica con la que ha sido recibida Perfect days, puesto que Wenders se atreve con un anhelo que late detrás de todo nuestro estrés: insatisfacción permanente, pensamiento positivo obligatorio, mindfulness, consejos del buen vivir, escapadas no masificadas con encanto, discursos terapéuticos y demás ideologías del supuesto bienestar (de cuyas bondades muy pocos parecen beneficiarse, un claro indicador del estado de nervios y desorientación que hemos alcanzado). En cambio, cosas como lograr la tranquilidad de espíritu, aprender a conducirnos por la vida sin preocuparnos de su inevitable final y dejar de lado toda ambición material, todo eso son los días perfectos a los que alude el título, esos en los que Hirayama se arrebuja en su futón y comprende que no ha habido nada que le haya provocado dolor, tristeza o decepción. Al fin y al cabo, a estas alturas, ¿quién no desea algo así? Perfect days logra condensar, a pesar de su estilo (consecuente e inevitablemente pausado y detallista), lo que es sin duda una aspiración personal del propio cineasta, pero también un anhelo prácticamente universal de nuestra civilización, lo que explica su éxito entre bastantes no fans de Wenders. Quienes hemos seguido de cerca sus filmes, ya estábamos rendidos de antemano después de ver el avance...

domingo, 3 de marzo de 2024

Reivindicación de la dignidad desde lo más profundo de la inhumanidad (Yo capitán)

La sobreproducción de ficción, especialmente de series, está provocando curiosos efectos sobre las audiencias. Uno de ellos, el que más cerca queda de este blog, apuntó maneras con la generación milenial, pero ha acabado estallando en toda su perplejidad con los centenials: la ficción comercial, incluso el documental de divulgación, se ha convertido, por decisión popular (y también, por qué no decirlo, por abandono de toda contrastación), en la verdad canónica, en la solidificación de las verdades sobre el pasado (por muy abrasador y conflictivo que aún resulte). Ni monografías ni reportajes ni testimonios directos: la actualidad política, nuestras convicciones sentimentales, hasta una especie de alternativa moderna a la teoría del conocimiento al estilo de la filosofía clásica, todo eso se da por bueno cuando una serie o una película de suficiente éxito lo explica de forma dramatizada y con gente guapa. Todo lo demás son visiones parciales e interesadas. Suena increíble, marciano, conspiranoide; pero está pasando.

En este río revuelto, Yo capitán (2023) de Matteo Garrone --candidata por Italia a Película Internacional en los Oscar-- me parece un intento casi consciente de dar por buena esa legitimidad no buscada ni pedida del audiovisual para convertirse es esa verdad a la que las audiencias esperan y conceden crédito. Y estoy seguro de que no lo hace para imponer un punto de vista sobre la emigración, ni para arrasar en taquilla, sino para sacudir las adormecidas conciencias de esa generación que, en menos de lo que canta un gallo, estará al frente de gobiernos y toda clase de instituciones multilaterales. ¿No les gusta leer? ¿No se fían de los medios de comunicación pero sí de los influencers? Pues ahí va una película clara y directa sobre esas personas que se juegan la vida en su viaje hacia Europa. Con su puntito de humanidad, con su narración que no mira para otro lado, mostrando lo que hay sin necesidad de insistir en el drama. Garrone ha buscado para su película el estilo que al parecer debe adoptar hoy la comunicación para ser atendida (no digo siquiera recibida): una ficción que entre directamente en vena y extienda ante la mirada todo lo que hay detrás de una travesía por mar en la que hay que jugarse la vida. La noticia del desembarco o del naufragio es la noticia, pero ese es el desenlace de un viaje que dura meses y en la que hay de todo: desde lo más repugnante a lo más solidario y desinteresado. Eso es lo que cuenta Yo capitán.


No estoy frivolizando ni mucho menos el tono de la película, me limito a poner en contexto el intento de un cineasta por mostrar una realidad ignorada, por poner en primer plano el sufrimiento, las miserias y la violencia de un viaje desde Senegal a las costas italianas, protagonizado por dos muchachos a quienes deslumbra la vaga promesa de la abundancia occidental al alcance de la mano. Garrone no busca indagar en lo que hay detrás de todo el panorama que expone (mafias, corrupción, el desprecio absoluto por la vida), sino acompañar al protagonista en su asalto a las costas europeas. Sin paternalismos ni embates ideológicos; el mero testimonio de la cámara debe bastar para evidenciar lo bajo que puede caer la especie humana. Ni siquiera sucumbe a la tentación de lanzar una carga de profundidad política contra Meloni y compañía: no se ceba más que lo justo cuando toca mostrar cómo la Guardia Costera italiana se pone de perfil ante las desesperadas llamadas de auxilio de una nave sin recursos y en serio peligro de naufragio.

Yo, capitán fía su eficacia y su éxito a una narración pura y directa, sin momentos definitorios ni florituras narrativas o técnicas. Apostar por la estética o por un relato no cronológico sonaría a pedante, colonialista y condescendiente. A pesar de todas las precauciones y renuncias que se toma su director, me da que la sinceridad descriptiva de la película no bastará para lograr su objetivo y calar como verdad en unas audiencias escépticas por definición.

martes, 20 de febrero de 2024

Dilema entre un incuestionable principio de progreso y el distanciamiento como ficción (Creatura)

Es difícil que el segundo largometraje de Elena Martín deje indiferente a quienes lo vean: no solamente por su estilo directo y su descripción crítica de un mundo patriarcalizado, sino por la valentía al mostrar ciertas situaciones que los hombres de mi generación --y bastantes de las que han llegado después-- no sólo reconocemos de primera mano, sino que hemos comprendido su significado e implicaciones con décadas de retraso, y sólo gracias a una modificación desde fuera de nuestro marco mental de relaciones entre géneros (del que no hemos querido ni enterarnos que era profundamente injusto, desequilibrado y repleto de dobles raseros). En corto y claro: bastantes veces, durante buena parte de nuestra vida, nuestros actos, palabras y actitudes, han sido parte del problema. En mi caso, el cortometraje de la misma directora --Suc de sindría (2019)-- logró desplazar mi centro de gravedad conductual y ampliar el foco en temas como las tremendas secuelas de una violación, su complicada digestión para la víctima y sus seres cercanos, y los posibles abordajes desde el acompañamiento. Siento que Creatura (2023) enlaza y amplía el ámbito sociológico con esa obra anterior en lo que se refiere al desconocimiento general del punto de vista femenino sobre el mundo que exhibimos los hombres.

Y sin embargo, no es ese el vértice argumental de la película, sino más bien escarbar en el iceberg oculto de la afectividad y el deseo femeninos: emotividad, atracción, bloqueos (auto)impuestos y/o provocados normalmente por la parte masculina de la humanidad. Un objetivo ciertamente ambicioso y abstracto que la película concreta en la biografía de Mila, una mujer que rebusca en su adolescencia y en su niñez respuestas al estado actual de sus deseos contradictorios (a veces inexplicables hasta para ella misma). ¿Por qué de pronto no quiere follar con su pareja? ¿Por qué le cuesta un esfuerzo mantenerla a su lado? ¿Por qué brotan de pronto otros apetitos al margen de las convenciones sociales? ¿Y por qué todo ello parece estar relacionado con una reacción cutánea que padece desde niña? La película nos sirve para acompañar a Mila en esa inmersión (metafórica y literal, como comprenderemos más adelante) para saber quién es realmente, qué le sucede y dónde se localiza el origen de su desajuste.


Creatura no se presenta a sí misma como una teoría universal, ni siquiera como un manual recomendable para uso escolar; es simplemente la exposición de un caso individual, quizá un esquema sobre el que extender y encajar otros más complejos. Lo importante es que la historia funciona como un posicionamiento. El hecho de que la propia Elena Martín la protagonice refuerza esa idea, pero sobre todo su interpretación física y desacomplejada hace pensar que algo tiene de testimonio y catarsis personal. Entre estos dos extremos se mueve la historia de Mila: sugiriendo causas, peligros y fracasos que deberían servir para ella o para muchas otras mujeres, quienes podrían verse reflejadas en determinadas situaciones y tiempos. Es un esquema simple pero eficaz, muy signo de los tiempos ideológicos que corren, que tiene la virtud de no decantarse por el dramatismo sentimental, la abstracción simbólica, la reivindicación mítica o ese realismo mágico tan caro a esta generación de cineastas milenials.

El fragmento de la Mila adolescente --interpretada por una prometedora Clàudia Malagelada-- es el que contiene la denuncia más potente del filme: la contradicción irresoluble a la que se enfrentan todas las chicas, obligadas a disfrutar de su sexualidad sin complejos pero sin dejar de parecer buenas niñas, sin dar motivo a habladurías por su promiscuidad. Luego, las que se pliegan a las presiones de los chicos (pajas, mamadas, penetración) ya no se quitarán de encima la etiqueta de guarras o facilonas, esas a las que uno puede coaccionar hasta conseguir lo que quiere. Estas chicas han vivido (y viven aún) una esquizofrenia social absoluta entre el ambiente familiar y el de su grupo de edad, en la que, por si esto no fuera suficiente, el aterrizaje en los noventa del MSN Messenger vino a complicar las cosas bastante más.

En cambio, los hitos que completa Mila en su camino hacia el conocimiento de su situación resultan bastante reduccionistas desde el punto de vista narrativo (imagino que para que puedan ser mostrados mediante imágenes, sin diálogo, lo suficientemente alegóricas). Se deduce enseguida que la cosa no irá por el lado de los traumas violentos ni las enfermedades que acaban reconciliando a las partes en conflicto, pero queremos llegar al fondo y saber las causas materiales. Y entonces se abre el tercer hilo argumental (la infancia de Mila), donde se aporta una explicación, tan ingenua como inequívoca para la película, y resulta que los resultados llegan de forma rápida y rauda, sin apenas obstáculos o inconvenientes. A partir de esa revelación, devuelta la historia al presente, y tras una catarsis en la que Mila reconstruye su red de apoyo femenina (su madre básicamente), todas las piezas de su vida encajan en una sinfonía de bienestar. Y ya está, apenas queda tiempo para digerir el final, el más probable que se podía anticipar, el que sin duda reconfortará a las audiencias convencidas de antemano. Voy a ser tan rotundo como sincero en mi valoración final: Creatura me pareció antes que nada una reversión exagerada del drama hitchcockiano Marnie, la ladrona (1964), aderezada con una carga más potente y coherente de teoría freudiana, pero sin preocuparse demasiado por sus efectos sobre el relato.

viernes, 9 de febrero de 2024

Ninguna película como ésta será la última, nunca (20 días en Mariúpol)

Otro testimonio cinematográfico, otra persona que arriesga su vida para ser testigo de la muerte de aquellos cuyas vidas ya no importan, otra explosión de dolor arrojada sin destilar ni diluir sobre las audiencias, que verán la película y quedarán devastadas por sus imágenes, por asistir levemente incómodas a la desaparición silenciosa de inocentes. La muerte es un suceso tremendamente trascendente, y sin embargo no hay señales que la anuncien, ni viene rodeada de ningún tipo de fenómeno físico singular ni especial. Una existencia termina igual que las demás. No es algo único e irrepetible para cada ser humano, es un hecho biológico universal que nos hace indistinguibles unos de otros por mortales. En tiempos de paz quizá podamos revestir el momento de homenaje y de sentimientos; pero en las guerras es una perversa producción industrial: uno detrás de otro, sin reconocimiento, sin tiempo de reacción. Y los informativos que dan cuenta de ellas lo mismo: diez segundos, lo justo para que no duela, y a otra cosa. Sin embargo, la muerte anónima, captada por una cámara en plano sostenido, empleando el mismo encuadre que podría servir para una barbacoa de amigos, muestra a un recién nacido al que los médicos intentan recobrar para una vida que ya no existe. Entonces resulta que casi molesta, y deseamos apartar la mirada, pero no podemos. Luego vemos unos padres sentados en unas sillas, con las miradas bajas pero pendientes de un sonido que no llega, sin saber siquiera cómo prepararse para lo que les caerá encima cuando el médico pronuncie las palabras. 20 días en Mariúpol (2023), pero han sido y serán muchas más.

El periodista de Associated Press Mstyslav Chernov (el último corresponsal extranjero en abandonar el cerco de Mariúpol antes de la entrada de los rusos) ofrece en 20 días en Mariúpol una crónica tremendamente cruda por su simplicidad y su estilo directo. No hay intentos de reflexionar sobre el conflicto, ni entrevistas a personas al mando; es una mezcla de crónica diaria del aplastamiento de una ciudad y de todos sus habitantes y de la obsesión por conseguir cobertura para enviar lo grabado al mundo. No necesita planificar nada: la simple sucesión de los días es suficiente para armar una narración que se impone e inunda la pantalla. En medio, la prueba de que esas mismas imágenes son las que vimos por televisión o internet en aquellos primeros días de la guerra de Ucrania, donde Chernov y su cámara eran el único ojo con el que asomarnos a toda aquella destrucción. Es como si ese periodista, a quien el azar ha situado en medio de la exclusiva con la que sueña su oficio, necesitara convencerse de la bondad de su propósito: grabar el dolor, el horror, el desamparo, el abandono de una población. A veces el altruismo se manifiesta en condiciones extremas.


Ahora es la guerra de Ucrania, pero antes fue Beirut en Vals con Bashir (2008), Sarajevo en Good night Sarajevo (2014) o Alepo en Para Sama (2019), eso sin contar las crónicas revestidas de ficción que buscan componer un relato de causas y consecuencias, de verdugos y víctimas. Y lo peor es que ya podemos estar seguros de qué tratará el siguiente documental de este estilo: la ruina incalculable que está provocado Israel en Gaza (que costará décadas revertir si en algún momento la paz consigue abrirse paso). Para este país no hay sanciones económicas ni expulsión de competiciones deportivas, tan solo fariseos deseos de alto el fuego y poco más. El doble rasero de la política occidental más al descubierto que nunca.

La cosa es que 20 días en Mariúpol, por muy desagradable que pueda resultar, habría que enseñarla a todos los estudiantes de todos los bachilleratos de Europa y EE UU (aunque haya padres que pongan el grito en el cielo), y luego ofrecerles el contexto de un conflicto que dura más de medio siglo, pues no sirve de nada conmoverse sin saber qué historias hay detrás de tanto sufrimiento. Como dice el periodista David Beriain: el dolor es como un gas; por muy pequeño que sea, tiende a ocupar todo el espacio. Y entonces irrumpe el silencio, y hace falta mucho valor para seguir grabando.

Este texto exhibe la contradicción más absoluta: escribimos para decir que la escritura no puede dar cuenta del sufrimiento y la injusticia extremos. Y sin embargo, seguimos poniéndolo por escrito...

miércoles, 7 de febrero de 2024

La quiniela de los Oscar 2024 de Sesión discontinua

La edición 96 de los Oscar se presenta animada por polémicas varias, pero sobre todo por un buen nivel de competición: muchas y buenas películas que merecen la pena, de diversos géneros y formatos, con temas clásicos y arriesgados... Como es habitual, la Academia intenta abarcar todo el espectro con títulos, directores e intérpretes europeos, añade la sensación del año (sea de la nacionalidad que sea) y los éxitos populares que han arrasado en taquilla; la diferencia con otros años es que el cine europeo, la sensación del año y los taquillazos exhiben todos un gran nivel y habrá mucha competencia. Oppenheimer podría ser la ganadora de la noche, y el esperado reconocimiento para Nolan, un director que se ha labrado una gran reputación técnica y de rendimiento económico con una gran filmografía; mientras que, al otro lado del cuadrilátero, las nominaciones para el experimento más original y reivindicativo del feminismo --Barbie-- se han saltado dos categorías (una coincidencia tan escandalosa como reveladora): actriz protagonista y directora (es un hecho: Hollywood no traga a Greta Gerwig. Pues mira, mejor, así acrecienta su mito de cineasta de éxito y a la contra). La zona de interés, por su parte, se ha colado en cuatro categorías mayores: por la elección del tema, su eficaz tratamiento formal y el original literario en la que está basada. La contundente Sala de profesores puede ser la única que le haga sombra, o que La sociedad de la nieve de Bayona se lleve el gato al agua y se le reconozca definitivamente como uno de los directores españoles de mayor proyección internacional. La verdad es que este año el premio a película internacional es un repóker de altísimo nivel.

A quien yo tengo atragantado es a Lanthimos (de cuyo cine opino lo mismo que Isabel Coixet: se le pueden aplicar simultáneamente y sin contradicción los adjetivos de insoportable y fascinante), que en pocos años le ha sabido tomar la medida a la industria y hacerse un hueco y un prestigio que me suena más a moda que a consagración. La cosa es que Pobres criaturas ha logrado once candidaturas, y desde luego es uno de los títulos que más atrae a audiencias que no suelen decantarse por este cine iconoclasta y barroco. En cuanto a Los que se quedan de mi admirado Payne, espero y deseo que se lleve algo, especialmente Paul Giamatti, que ya se viene mereciendo un Oscar. También espero que American Fiction se haga con algún premio, así como el devastador documental 20 días en Mariúpol. Y, por supuesto, Robot dreams de Pablo Berger, que se ha colado entre los finalistas a mejor filme de animación tras haber triunfado en los premios del cine europeo, lo que significa que no es una sorpresa ni una casualidad.

Debo admitir que para esta edición me he preparado a fondo, no para acertar el máximo de categorías, como al parecer hace algun@, sino tachando de mi lista unos cuantos títulos nominados. Aunque no gane ni quede entre los mejor clasificados (de hecho, esa es mi pauta habitual), pues al menos me he llevado a la retina buenos momentos de cine. El resto, lo sabéis de sobra: comparte, vota, juega, reta, diviértete y sigue visitando este sitio del cine, en su sitio.

jueves, 1 de febrero de 2024

Espectáculo y diversión sin normas, límite, criterio ni consecuencias (Argylle)

El arranque de Argylle (2024) no puede ser más absurdo y ridículo, aunque luego descubramos que tiene una justificación argumental y narrativa. Aun así, la cosa es que, a medida que avanza, resulta que la historia no se separa demasiado del tono de parodia que dilapida de entrada. Lo que sí sabe de fijo cualquiera que vaya a verla es que el objetivo casi único de la película es dejar a las audiencias con la boca abierta a base de efectos increíbles, situaciones risibles por grotescas, generosas dosis de escepticismo cool y un buen puñado de lugares comunes propios de un género que su director --Matthew Vaughn-- conoce a la perfección. No por casualidad lo ha petado con sendos largometrajes protagonizados por unos personajes paródicos e hipertrofiados que no son más que una deformación freudiana del arquetipo envarado y patriarcal de James Bond: Austin Powers y Kingsman. De modo que aquí viene de nuevo Vaughn con ganas de dar un giro (leve, bastante leve) al tipo de filme que mejor se le da y que, a base de repeticiones y de variaciones, ha exprimido hasta dejarlo prácticamente seco.

La principal novedad es que esta vez Vaughn incorpora varios elementos de una trama romántica convencional dentro de un guión bastante más trabajado que sus anteriores filmes, repleto de giros más o menos previsibles dos minutos antes de que sucedan. Y para dilatar el efecto de estas bruscas revelaciones, cada escena se culmina con una formidable exhibición de acción a raudales y peleas coreografiadas digitalmente por los técnicos de Apple (coproductora de la película).


Y así va pasando la película, señora jueza: de sobresalto en sobresalto, proporcionando entretenimiento y fascinación a raudales. Una mención sobre el reparto antes de terminar: todos están rematadamente sosos y/o demuestran limitaciones interpretativas para una comedia alocada como esta. Todos excepto uno, al que yo desde luego no tenía en mi carpeta de actores con lado superficial y divertido: Sam Rockwell. Ofrece el recital de gestos, caras y tonos que exige su personaje, y lo hace sin caer en la parodia o la exageración. Es el único que, de verdad, consiguió que entrara en una película tan imposible y exagerada como Argylle.

lunes, 29 de enero de 2024

Estamparse contra la banalidad (Sala de profesores)

Candidata por Alemania a Película Internacional en los Oscar de este año, Sala de profesores (2023) es un filme que rebosa ganas de remover y provocar debate. ¿El tema? Por desgracia, llevamos discutiéndolo años en Occidente sin que veamos todavía la luz al final del túnel: ¿Protege la ley --sin que se den cuenta legisladores y expertos-- las actitudes y las opiniones de quienes cuestionan sin apenas conocimiento la tolerancia, la igualdad y la racionalidad? ¿Por qué el debate ideológico y cultural están amerados de sentimientos y su sola mención se considera definitiva y sagrada, sin réplica posible? ¿Por qué damos más credibilidad a los razonamientos basados únicamente en experiencias parciales y/o subjetivas y no en la estadística o las ciencias sociales? ¿Por qué no se pueden rebatir trivialidades disfrazadas de derechos fundamentales o de libre ejercicio de la libertad de expresión sin recibir un tsunami de descalificaciones por el mero intento de matizar, rebajar su contundencia, reconducir el tono intolerante o, simplemente, demostrar su falsedad?

El director --Ilker Çatak-- se ha esforzado en hacer una película agobiante, pero sobre todo abrumadora por el ritmo de los acontecimientos y las dudas y disyuntivas que proyectan sobre las audiencias. Empezando por el plano cercano con que persigue a los personajes, por el empeño o de no airear la historia más allá de un único espacio, el instituto donde transcurre la historia y donde trabaja Carla, una hija de emigrantes polacos que --seguramente por circunstancias biográficas y familiares-- todavía cree que todavía hay un núcleo ideológico (heredado de la Ilustración) que funciona como una guía útil para explicar el mundo a los estudiantes. Cansada de ver cómo el egoísmo, los prejuicios y la falta de equidad son la pauta, Carla --tras observar a una profesora sisar la calderilla del café comunitario y comprobar cómo se imparte justicia entre los estudiantes por un caso de hurtos-- decide hacer un experimento de justicia directa, pensando que una prueba audiovisual será definitiva y contundente (muy signo de los tiempos). El problema es que olvida cómo la obtiene. Y entonces se lía una buena y Carla se ve presionada por el claustro de profesores, la dirección, los alumnos, los padres de los alumnos y, por descontado, por la persona a la que señaló como culpable, que lo niega todo en un increíble ejercicio de hipocresía y victimización (muy signo de los tiempos también). La película relata, sin tiempos muertos, desvíos dramáticos ni efectismos comerciales al uso, el abismo de ataques y polémicas en las que se ven envuelta la protagonista por su inmaduro intento de resolver un problema y encima tratar de rebatir a sus críticos a base de coherencia y sensatez.


Desbordada por los acontecimientos, el instituto se vuelve un lugar hostil para ella; Carla es incapaz de lograr que sus críticos la escuchen o al menos acepten analizar el problema desde un contexto que no sea el de las declaraciones grandilocuentes y los eslóganes de posicionamiento automático. Ese es el principal mérito del filme: su habilidad para transmitir la impotencia que nos invade cuando nos estrellamos contra un muro de indiferencia, desprecio y displicencia; cuando experimentamos en persona las consecuencias reales de habernos metido en un problema del que no sabemos salir. Igual que otros muchos que hemos visto o esquivado desde la barrera gracias a nuestra inhibición o miradas hacia otro lado. Nadie está libre de pecado.

Sala de profesores es una especie de variante diabólica del principio de Heisenberg aplicado a las guerras culturales e ideológicas: en cuanto abres la boca o tecleas para participar, te ves atrapado en una jaula hecha de lugares comunes y pensamientos prestados y simplistas de los que te obcecas por encontrar la grieta lógica que los ponga en evidencia. No te das cuenta de que esa es la trampa: los demás han pasado a otra cosa (otra noticia, otro cotilleo) y te has quedado definitivamente atrás. A nadie le interesan los razonamientos lógicos, tan sólo la habilidad de provocar el máximo de visitas, menciones y reacciones en 280 caracteres.

En definitiva, un filme en el que cuesta entrar, porque apenas da tiempo a hacerse una composición de lugar al estilo tradicional, a focalizar simpatías y antipatías sobre los protagonistas. Va tan directa al grano que seguramente se dejará por el camino a buena parte de las audiencias que se interesen por él. Tendrá que ser más tarde, en una improbable segunda revisión, cuando se revelen los indudables méritos de esta película (que no ganará el premio al que aspira precisamente porque trata de eludir sentimentalismos y tópicos para lograr su propósito.

sábado, 20 de enero de 2024

El realismo mágico o el cine como instrumento de transformación social (20.000 especies de abejas)

«Tiene poco sentido que esperemos una transformación verdadera de las relaciones de dominación basándonos en una simple conversión de los espíritus» (Laurent Jullier, 2006).

Licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad del País Vasco y con un máster en el ESCAC (la escuela superior de cine que está marcando el estilo del cine español con más repercusión mediática en los últimos diez años), Estibaliz Urresola sabe perfectamente qué teclas hay que tocar en una película para transmitir un mensaje, y además sabe muy bien cuál es el que ella quiere transmitir. Urresola representa a esa generación de jóvenes cineastas que se acercan a la ficción habiendo estudiado el medio cinematográfico y, por tanto, conocen su historia, recursos, estilos y, por descontado, cómo funcionan las audiencias. Y por si esto no fuera suficiente, antes de debutar en el largometraje, ya sabía lo que era ganar un Goya y atraer las miradas del mundillo cinematográfico gracias a su corto Cuerdas (2022). Así que el indiscutible revuelo que ha provocado 20.000 especies de abejas (2023) no ha debido de pillarle del todo desprevenida.

Comenzó a escribir el guión tras el impacto que le produjo el suicidio de Ekai Lersundi, un joven transgénero de 18 años que dejó un conmovedor mensaje explicando su sufrimiento, los motivos de su suicidio y sus deseos para un mundo mejor en el que, por desgracia, él ya no iba a estar. A partir de ahí, y con el material de primera mano que le proporcionaron unas cuantas entrevistas con familias y colectivos cercanos a Ekai, fue surgiendo la historia de Aitor/Cocó/Lucía que, durante un verano, a partir de pequeños detalles reveladores y un entorno familiar propicio, decide mostrar al mundo cómo se viene sintiendo interiormente desde hace tiempo (un papel que clava la joven actriz Sofía Otero, merecidísima ganadora del premio a la mejor interpretación protagonista en Berlín 2023). Urresola logra el pack completo: homenaje, denuncia, reivindicación, éxito de público y de crítica (sobre todo internacional) y alineamiento con determinados principios de progreso.

20.000 especies de abejas es, ante todo, una historia que busca convertirse en un mito contemporáneo, un relato que emerge después de haber sido combatido, censurado y/o ignorado por una sociedad patriarcal (la única legitimada desde la Edad del Bronce para sancionar mitologías). Y como buen relato impugnador, las mujeres son presentadas como depositarias de una sabiduría ancestral, auténtica, igualitaria, probablemente la única compatible con el discurso ideológico contemporáneo. Un posicionamiento político impecable en el que la película funciona a la vez como desagravio y como contrapeso al punto de vista masculino, ejercido hasta hace bien poco en régimen de monopolio. Y como en cualquier mito que aspire a serlo, cada hito de la historia posee una interpretación simbólica (normalmente en forma de carga crítica, reivindicación o de una perspectiva frente al viejo marco binario/patriarcal). Empezando por la precoz y firme autodeterminación de género de Aitor/Cocó/Lucía, al que su madre simplemente tolera su comportamiento como un exceso de sensibilidad (y que ella desde luego se enorgullece de fomentar y respetar). Una actitud y unas reacciones que quedan en el subtexto de la película como normativas, sin plantear posibles problemas colaterales, los cuales quedan eclipsados por la defensa de la precocidad y el respeto que merecen la decisión de la protagonista. Urresola se centra, por tanto, en los aspectos que tienen que ver con la naturalidad, la ausencia de dramas, el respeto y lo irrevocable de la decisión; y de paso (aunque esto ya me parece un añadido de la directora en línea con sus convicciones personales que, en cualquier caso, no devalúan la impresión final del conjunto) reivindica a las mujeres como valedoras/protectoras, en las antípodas de un mundo masculino ausente y/o que no se entera de nada (hasta el mismísimo final). Sin traumas, sin estereotipos impuestos.


En el sentido de esa aspiración/representación ideal, la película es perfecta. Y como narración está a la altura de ese objetivo: los espacios, los momentos clave, los modelos femeninos, el poso patriarcal que hay que subvertir/superar, las mujeres que transigieron por miedo y sumisión en el pasado, la tercera generación que, por fin, se atreve a alzar la voz. Y así hasta la escena final, cuando su madre comprende que sólo responderá al nombre que ella se ha autoasignado. Una ficción a la medida. Sin duda Urresola tiene un mejor conocimiento y experiencia en el tema que yo, y está convencida por principio de que películas como esta son las que pueden servir para fomentar y guiar cambios sociales de calado. Pues aun así, yo me quedo con el análisis que hacen José Errasti y Marino Pérez Álvarez en Nadie nace en un cuerpo equivocado, donde incorporan bastantes más variables y circunstancias a tener en cuenta (biológicas, médicas, sicológicas, éticas...). Donde funciona a la perfección 20.000 especies de abejas es entre las audiencias gracias al realismo mágico; en cambio, como instrumento al servicio de la transformación social, pues mire usted, yo descuento bastante IVA a los objetivos de la película.

La cosa es que no necesitamos sustituir unos mitos por otros, más bien encontrar un lugar y algunos usos comunes que nos permitan entendernos sin someternos ni imponernos. Pero tampoco ignorar el legado biológico que llevamos implantado de serie como especie evolucionada desde aquellos atardeceres en la sabana... No es fácil encontrar un equilibrio entre ambos posicionamientos. El vértice de la polémica entre defensores y detractores de la película se encuentra precisamente en el tono y el estilo que explican la historia, y también en el convencimiento de la directora de que son ambos elementos los que mejor pueden demostrar la premisa con la que trabaja (y, como ella, bastantes cineastas españoles de su generación): que el cine es, en última instancia, una herramienta de transformación social. Se trata de una actitud político-estética habitual --aunque no exclusiva-- entre estudiantes de Comunicación Audiovisual. Esta generación se distingue así claramente de sus predecesores en el oficio (y también de algunos coetáneos), bastante menos preocupados por las repercusiones sociales de sus películas, pero sí por el impacto directo (e indirecto) sobre el público. También les enfrenta con cierta crítica veterana (y algunos espectadores de largo recorrido, entre los que me incluyo) que considera excesiva su confianza en el medio cinematográfico --concretamente la ficción comercial-- para promover no sólo cambios sociales y legislativos (que es posible, quizá, tal vez, en un momento dado), incluso suscitar modificaciones gestálticas sobre ciertos asuntos. Me gusta mucho el cine, considero que tiene una gran influencia cultural, que nos hace mejores personas en ocasiones; pero no es, desde luego, un espejo en el que observar ciertos modelos de conducta. Un breve repaso a la historia del cine --de cualquier arte narrativo-- basta para abrir unas cuantas grietas en esta convicción principalmente aspiracional.