domingo, 29 de mayo de 2022

Cuando volver no es una forma de llegar (Red Rocket)

La canción de Alejandro Lerner dice exactamente lo contrario que el título de esta crónica: y puede que a veces podamos aplicarnos esa máxima, pero en el caso de Mikey Saber --el inefable protagonista de Red Rocket (2022), el nuevo filme de Sean Baker-- quizá sea solamente una posibilidad, un consuelo parcial justo después de tocar fondo en la vida. Un engaño autoinducido propio de personas que intentan reconstruirse creyendo que el obligado y/o típico regreso al pueblo natal les ayudará a remontar por arte de magia; en realidad es más bien un regreso sin convicción, una artimaña para ser aceptados en la comunidad que despreciaron y les vio partir con alivio. Admisión de errores, promesas, propósitos de enmienda... A cada una de estas expresiones hay que añadirle el adjetivo falso. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez por desesperación o ambición? Sin embargo, aunque es una pésima estrategia en lo personal, es un magnífico recurso para comenzar películas: volver a casa arruinado, sin dinero, apestando a fracaso, con un pasado conflictivo y/o vergonzoso que se revelará poco a poco, conveniente y dramáticamente dosificado...

Red Rocket cuenta la peripecia de Mikey, un tipo de Texas que se toma un descanso forzoso de su vida laboral (es fornicador público) y considera que es mejor soportar a su exmujer y su exsuegra mientras encuentra la manera de volver al circuito del éxito. En seguida queda claro que Mikey no es de los que se arrepienten y cambian de vida, porque enseguida recupera el antiguo yo que le llevó a huir del pueblo y a buscar el empleo que le hizo famoso: trapicheos con drogas y encuentro casual con un diamante en bruto llamado Strawberry (la típica adolescente con todas las carencias que necesita la industria del porno para seguir funcionando). De un argumento así podría salir un filme moralizante, de esos que buscan asustar a los padres, del estilo de Girl lost. A Hollywood story (2020); o un puro exceso al cansino estilo de Larry Clark, un cine hecho únicamente para escandalizar, llamar la atención y obtener ingresos gracias a la doble moral imperante; pero también una equilibrada mezcla de denuncia social, drama y comedia gamberra. Red Rocket --como no podría haber sido de otra manera-- encaja en esta última categoría, una extraña mezcla que acaba cuajando en una historia entre irónica y sarcástica protagonizada por tiradetes simpáticos al estilo Coen, pero también triste y humana.


En todo este panorama desolador destaca el personaje de Mikey, interpretado por Rex Simon, un actor formado en la televisión y conocido sobre todo por sus apariciones en las tres últimas entregas de Scary movie (2003, 2006, 1013), que se descuelga con una gran interpretación que deja al aire todas las contradicciones del personaje y del mundo que le rodea (egoísta, ingenuo, ambicioso, graciosete, mentiroso). Red Rocket es la crónica de un superviviente que cree saber lo que quiere y cómo conseguirlo sin tener en cuenta a nada ni a nadie, de un hombre desnortado en medio de paisajes desolados por la desigualdad, la pobreza y los delitos menores (y no tan menores). Un ambiente muy similar al que mostraba The Florida Project (2017). De momento, Sean Baker sigue demostrando que conoce a la perfección los entornos que mejor le van a su estilo.

La cosa es que una historia que se desparrama sin control (sin dejar de entretener y conmover), se resuelve de una forma tan incierta como coherente. Pero entonces recuerdas que Red Rocket es un fragmento de la vida de Mikey, el personaje que la película ha construido para nosotros, y aunque no encaje del todo con los estándares de crítica o de alternativa posibles, resulta coherente con lo que hemos visto. No me parece que esto sea un demérito, porque lo cierto es que el viaje que lleva hasta ese final raro ha valido la pena...

lunes, 9 de mayo de 2022

Un filme directo, al cuerpo y a la mente (El triunfo)

La advertencia Basada en hechos reales es el equivalente cinematográfico del clásico Fumar mata en los paquetes de tabaco. Hace tanto tiempo que lo ponen que ha perdido todo su valor como consejo médico contundente, no sirve para que ningún fumador no encienda el siguiente cigarrillo. En el cine sucede algo parecido: el aviso acerca de una realidad previa a la ficción de la película apenas actúa como beneficio o demérito. Total, ya hemos empezado a ver la película cuando nos enteramos de ese detalle; y además es casi seguro que una información como esa no determinará el estilo o los recursos empleados ni afectará a nuestra valoración de conjunto. Tampoco creo que el equipo artístico y/o el técnico hubieran hecho su trabajo de forma diferente por esa razón. En mi caso, como suele pasar, me puso en guardia, pero ignoré la señal y seguí adelante, hasta el punto de olvidarla por completo a los diez minutos. En lo que respecta a El triunfo (2020) de Emmanuel Courcol --su segundo largometraje en la dirección-- lo único importante es que algo que pasó en Suecia el 28 de abril de 1986 sirvió de inspiración para hacer un buen guión y una película notable (y también un monólogo teatral --Moments of reality-- al escenógrafo que vivió la experiencia en primera persona: Jan Jönson).

Y aunque la película ganó con todo merecimiento el premio europeo a la mejor comedia, los momentos divertidos no dejan de estar contenidos, sin permitir que se pierda de vista la dura realidad de la prisión (y también, por qué no decirlo, de la capacidad limitada del arte para rehabilitar a los seres humanos. No es que no sirva, pero lo que puede conseguir es más bien poco). Y al revés también: cuando asoma el drama, Courcol no deja que se adueñe del relato y se las arregla para devolver la historia al delgado y difícil equilibrio de unos reclusos que logran llevar de gira su versión de Esperando a Godot, incorporando al texto original la paradoja de unos actores privados de libertad representando el absurdo de la vida moderna ante un público que goza de libertad y asiste conmovido al espectáculo de unas personas que volverán a prisión cuando todo acabe.


No estamos ante la típica historia donde todos los personajes se van transformado para mejor en una progresión impecable (con una ligera y anticipable caída aparente en el tercio final), sino ante un baño de realidad para todas las partes que intervienen: los reclusos aprenden el valor del sacrificio por algo que no necesariamente les acortará la condena ni les reportará dinero; la directora de la prisión comprobará los enormes beneficios de una actividad en la que, si no se invierten demasiadas horas (que es lo que hace ella), no servirá para mucho, y finalmente Étienne Carboni --interpretado por Kad Merad, a quienes todos recordamos en su papel en Los chicos del coro (2004)--, un actor de segunda que descubre que la base del equilibrio emocional y de la creatividad es la sinceridad que surge directamente de la experiencia. El triunfo es, ante todo, una combinación de situaciones cuidadosamente escogidas que tienen la virtud de hacer que personajes --debido a una interacción semiforzosa durante tanto tiempo-- y audiencias --por las implicaciones éticas y pedagógicas que sugiere-- salgan modificados de la experiencia.

Filme inteligente, didáctico y crítico, pero también directo y sencillo. El triunfo es una oda a la esperanza, al (limitado) poder transformador del arte y a una profesión expuesta como pocas a lo público, en la que el subidón inefable de los aplausos (lo he experimentado tangencial y fugazmente como actor aficionado) justifican prácticamente todo lo demás. No hace falta hacer grandes concesiones a la ficción, optar por una positividad forzosa o finales autocomplacientes, basta con una manipulación ingeniosa y lúcida de la realidad para armar una buena comedia. Una buena película incluso más allá de la buena comedia.