jueves, 31 de diciembre de 2020

Decálogos para el cine. ¿Éste es el camino?

Aquí van unas cuantas reflexiones y preguntas que me planteo a raíz del decálogo de buenas prácticas para combatir el sexismo que ha compartido la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales (CIMA). Cuestiones que lanzo no porque considere que los objetivos profesionales de esta asociación sean ilegítimos o irrelevantes, al contrario, son coherentes y muy necesarios, sino porque el decálogo, aunque busca hacerse eco y alinearse con una causa justa, da por sentado que la ficción cinematográfica es un medio que debe transmitir, entre otras cosas y en un grado bastante explícito, valores y modelos de socialización. Lo que viene a continuación no va en contra de este decálogo en concreto, por su labor de refuerzo y visibilización de las mujeres, sino para quitar el IVA a la dimensión pedagógica del cine, que debe existir indudablemente en determinados géneros (como el infantil/juvenil).

Este espíritu crítico no tiene nada que ver con los esfuerzos de asociaciones como CIMA (que en su caso persigue la incorporación de las mujeres, en condiciones de igualdad, en todos los ámbitos técnicos y artísticos del cine, una labor que cuenta con todo mi apoyo). Y aunque el tono general de este texto pueda parecer un ataque rancio a la corrección política en el mundo audiovisual, lo que pretendo es repasar las propuestas del decálogo y poner en contexto cómo pueden tener repercusiones en la creatividad, la diversidad de puntos de vista y las posibilidades críticas del medio.

El decálogo asume como ciertas (sin mencionarlas explícitamente) algunas premisas sobre el valor y la función del medio cinematográfico en la sociedad occidental: la primera y más importante que el cine es un referente importante para las audiencias, más aún, un potente agente de cambios socioculturales. El argumento --en este decálogo y en otros con recomendaciones similares sobre lo que debería ser una ficción cinematográfica virtuosa-- es que una presencia suficiente en pantalla y un adecuado refuerzo positivo de determinados tipos humanos propiciará una modificación de valores, el refuerzo de otros en consolidación, la abolición o el desuso de ciertos prejuicios y, ya puestos, el establecimiento y la difusión de nuevos modelos, menos lastrados por inercias del pasado, más sanos y mejor alineados con los valores vigentes. En definitiva, el clásico círculo virtuoso del reformismo progresista.

Hacer esto me parece que sobrevalora la capacidad del cine para influir en la sociedad, o por lo menos prioriza en exceso un posible uso didáctico y pedagógico de todas las películas; y no precisamente a partir de relatos, discursos complejos y/o razonamientos argumentados, sino por mera admiración, fascinación e imitación. Es decir, se acepta que las audiencias responden mayoritariamente a estímulos primarios; y que es suficiente con activar mecanismos como el gregarismo, la identificación primaria o fomentar determinados modelos de éxito (en la ficción, no lo olvidemos) para lograr que sientan que debe modificar ciertas pautas y valores. Esto, además de echarse pisto a costa del oficio, es tirar de lo rápido y eficaz apoyándose en exceso en unas capacidades que poseemos como especie, incorporando a la ecuación los de sobra conocidos efectos del cine propagandístico (habrá quien argumente que ahora el objetivo son cambios positivos, pero es que las ideologías del siglo XX que usaron el cine como arma también defendían exactamente lo mismo).

Vale, aceptemos que me he pasado en la comparación, pero ¿cómo es posible que para los fans de la saga Star Wars Darth Vader sea, de largo, su personaje favorito? No es precisamente un modelo de conducta, ni como pareja, ni como padre ni como compañero... ¿Cómo es que nos fascina alguien tan lamentable? ¿No será que la identificación que esperan quienes fomentan estos usos pedagógicos de la ficción cinematográfica no funciona exactamente como ellos creen? Más bien creo que la respuesta del cine más reciente ante la presión por incorporar nuevos modelos y referentes femeninos tiene poco que ver con lo que propone el decálogo... Es cierto, estos filmes suelen presentar a las mujeres como personas fuertes, independientes y seguras de sí mismas, dominadoras incluso en ambientes típicamente masculinos, pero en el fondo lo único que hacen es darle la vuelta al calcetín, encajándolas sin matices en el arquetipo clásico del héroe patriarcal. ¿Es esta estrategia la que trata de corregir este decálogo? ¿Estamos seguros de que la presencia y el protagonismo en pantalla son los únicos factores que propician la identificación y el refuerzo positivo? Es muy difícil saber a priori qué personajes obtendrán el favor del público; incluso en caso de acertar, no existe la certeza de que la identificación se realizará en la dirección prevista. Estamos hartos de ver secuelas que introducen importantes cambios en los personajes favoritos del público para no defraudarle y, de paso, prolongar su éxito. En corto y claro: la rentabilidad y la función dentro del relato siempre suelen estar por encima de cualquier otra consideración.



Al menos consideremos la posibilidad de que las propuestas del decálogo, a pesar de su pertinencia y buenas intenciones, implican distorsiones y cambios en la forma de crear, percibir y entender las películas de ficción:

1. Las mujeres son el 52% de la población. Si la presencia, visibilidad y protagonismo se justifican de esta manera, el cine debería centrar sus argumentos de forma abrumadora en la pobreza, las desigualdades y el infinito deseo de entretenimiento, romance y gratificación inmediata que nos mueve como especie. ¿La representatividad y la visibilidad en la pantalla deben ser proporcionales a las realmente existentes?

2. Incluir mujeres en los relatos y diversificar los modelos. ¿Esto debería cumplirse incluso pasando por encima de las premisas y necesidades del propio relato? Si la respuesta es «No» esta recomendación no pasa de ser la formulación de un buen deseo; si la respuesta es «Sí» volvemos a la consideración errónea de un cine didáctico por encima de todo. Si la respuesta es «Ambos requisitos se pueden cumplir sin afectar al guión ni hacer que se resienta», ¿cuándo sabremos que está justificado saltarse esta norma? Hagamos lo que hagamos, ¿no habrá siempre una voz discordante para acusarnos de incorrección o de emplear referentes negativos, caducados o directamente a evitar?

3. Sexualización de las mujeres. Este es un problema con una base real tan cierta como lamentable en la realidad y en el cine; y en la que éste último no puede eludir cierta parte de responsabilidad. Y una vez asumido el diagnóstico, ¿cuál ha sido la reacción de la industria? Pues corregir el desequilibrio cargando el peso en una masculinización descarada de los modelos femeninos. No es, desde luego, la solución más madura y responsable, pero su eficacia podría demostrarse analizando si esta sobrecompensación ha demostrado efectos positivos en los ambientes reales que recrean las películas. Es pronto para aventurar una respuesta...

4. Mostrar a mujeres de edades que van más allá de las preferencias del cine comercial. Otra realidad de la industria estrechamente vinculada con el punto anterior. Nada que añadir a un problema que atañe exclusivamente a la industria y a su distorsionado concepto de la realidad social. ¿Logrará una nueva generación de cineastas ampliar este repertorio marcado por la juventud y la belleza física?

5. Si los personajes femeninos son diversos la historia también lo será y los referentes positivos también. Si aceptamos esta premisa, no puede haber buen cine si detrás no hay --como poco-- un relato que busque primero enseñar y luego entretener, ni tampoco denuncia sin alternativas (ojo, este matiz es fundamental). Esa diversidad, además, deberá ser étnica, de clase, laboral, generacional... ¿Cuántos guiones podrán cumplir con la mitad de estas recomendaciones sin resentirse? Esto supone un reto y una dificultad muy grandes para las películas que prioricen la quiebra de las normas desde fuera de la corrección política. No serán pocos títulos, por cierto...

6. Priorizar la diversidad de actividades, ambientes y espacios. ¿Eso significa que las películas que no lo hagan serán menos verosímiles, menos «ejemplarizantes», que trabajan menos para corregir las desigualdades y/o la normalización? ¿Y las que se autolimitan en ubicaciones y personajes? ¿No basta simplemente con presentar, concienciar o remover? ¿El hoyo (2016) es menos buena por no mostrar referentes y resultar crítica sin aportar otros modelos positivos, esperanzadores? ¿La ficción debería hacer todo esto y además entretener?

7. No fomentar actitudes machistas ni violentas hacia las mujeres. Como propósito es intachable, un objetivo político y pedagógico de primer orden, pero como premisa para la ficción cinematográfica puede tener consecuencias: ¿no se deberían rodar entonces películas ambientadas en épocas patriarcales, machistas y/o violentas hacia las mujeres sin incorporar un modelo combativo o esperanzador? Si no se hace como opción narrativa, ¿hay que justificar su ausencia de alguna manera? ¿El cine que habla del pasado debería incorporar de alguna manera los valores vigentes en el momento del rodaje?

8. Evitar el humor sexista, la desvalorización, la violencia simbólica. Una recomendación que profundiza lo mencionado en el punto anterior. La pregunta es la misma: ¿si una película no lo hace así deberá justificarlo de alguna forma a través del relato? ¿No podrán quedar sin una valoración negativa las actitudes a combatir? ¿Qué pasa con las películas que no encajen con este marco mental? ¿Ya no se podrá usar en pantalla el humor transgresor, incorrecto y/o sexista sin justificación argumental? ¿Acaso las audiencias que lo valoran no lo disfrutan precisamente porque conocen las fronteras que transgrede? En cambio, las que no lo hacen, ¿son víctimas potenciales de una mala interpretación y de un refuerzo negativo por tomarlo en su literalidad? Francamente, no comparto este terror social a la incorrección política...

9. Crear nuevos referentes femeninos que derriben los estereotipos machistas. Una recomendación que debería hacerse primero y directamente a familias, escuelas, gremios, sindicatos, consejos de administración, cámaras de comercio, asociaciones con o sin ánimo de lucro, partidos políticos, instituciones..., y luego al cine. No hay que confundir las preferencias del público respecto a algún personaje con su consideración de referente. La mayoría de las veces ambas cosas no coinciden. Otra vez Darth Vader... Pero vayamos más allá del caso de las mujeres: ¿qué pasa con esos filmes de acción trepidante en los que los héroes/heroínas nunca matan a nadie en sus peleas y tiroteos? Destrozan instalaciones, edificios, barrios, vehículos... pero nunca vemos que haya víctimas mortales como consecuencia. Se trata de dejar fuera de la ecuación a la muerte (injusta) de inocentes, manteniendo sólo los efectos espectaculares de toda destrucción a base de efectos. ¿Pero acaso toda esa acción no sigue mostrando violencia, no representa una forma ilegítima de restaurar injusticias? El hecho de que los protagonistas no maten a nadie no significa que no hagan uso de la violencia. El argumento de que se ven obligados por las circunstancias a muy pocos les importa. Admitamos al menos que la violencia no ha abandonado el lugar preferente que ya disfrutaba en la era patriarcal y que esto no va a cambiar en la pantalla a pesar de la aparición de nuevos referentes.

10. Nuevos referentes masculinos. Hacer películas con personajes masculinos no machistas, con referentes distintos de los del patriarcado, con profesiones no masculinizadas. ¿Cómo otorgar notoriedad a estos referentes --también femeninos-- sin enfatizarlos en los guiones? ¿O acaso esperamos que «calen» en las audiencias de forma sutil e implícita, formando parte de la diégesis, y mostrando ambientes, sociedades, incluso continentes enteros, donde tod@s actúan como referentes positivos? Si se trata de normalizar estos roles por la vía de naturalizarlos en la ficción el choque con la realidad puede resultar ser devastador para algun@s...


Después de leer esto habrá quien busque rebajar tanta crítica diciendo que el decálogo es una guía de recomendaciones, no un conjunto de normas que se deban aplicar en todos los guiones, los cuales se seguirán escribiendo como siempre, fruto de la inspiración y las experiencias personales. En definitiva, que son una serie de buenas prácticas para hacer más conscientes a los creadores y que no se aferren (por comodidad, por inercia) a los arquetipos tóxicos de siempre, buscando de paso nuevos modelos que puedan servir de referente positivo a las audiencias, aportando su granito a ese cambio que se le exige a la sociedad.

La renovación de roles femeninos en el cine es obvio que ya ha comenzado, pero ciertamente no en la línea que apunta este decálogo; como tampoco lo hace en cuanto a la representación de la violencia, la sexualidad o los géneros. Hay más mujeres protagonistas, es verdad, de la misma manera que se impone la acción sin muertos o la diversidad de sexualidades y géneros (autopercibidos o no). Los cambios que hacen falta en la sociedad no siempre tienen su reflejo exacto en la ficción cinematográfica.

Me pregunto por qué se da por sentado que el cine de ficción debe incorporar esa función pedagógica y priorizar modelos positivos para la sociedad que lo produce. No veo que se actúe con la misma intensidad sobre los formatos de no-ficción --con discursos bastante más elaborados y que permiten una transmisión de ideología más explícita--, la televisión o la literatura. ¿Hace falta el nuevo género histórico que parecen sugerir estas buenas prácticas que, además de recrear pasados --patriarcales, injustos, violentos-- incorpore personajes y principios de progreso? ¿Un cine que incluya situaciones y personajes impugnadores que hablen desde el presente de producción y con los cuales se puedan identificar/tranquilizar las audiencias, como la adaptación del texto de Jane Austen que hizo Emma Thompson en Sentido y sensibilidad (1995)? ¿No basta con una inmersión en épocas totalmente diferentes y desconocidas y una mostración cruda y sin pedagogías para tomar conciencia de dónde venimos y dónde estamos? ¿Y qué pasa con el cine que escandaliza a conciencia, el que pone al descubierto marcos mentales que suponíamos naturalizados, el que busca referentes más allá de los institucionalizados? ¿Por qué el cine sólo debe transmitir valores sancionados social y políticamente y no funcionar a veces como locomotora? Ahí va otro ejemplo: ¿Cómo debemos explicar/valorar ahora un filme como Lazos ardientes (1996) de los (entonces) hermanos Wachowski? ¿Puede servir de referente femenino positivo a pesar de toda la violencia que incluye? ¿Qué debe pesar más en su valoración global?

Pero vayamos más allá: ¿qué pasará cuando, por ejemplo, el poliamor sea una opción de vida aceptada mayoritariamente y todo el cine anterior hasta ese momento quede automáticamente desfasado, se convierta incluso en reprobable? No sólo deberemos asistir al derrumbe consciente de los filmes que se promocionaron como modélicos, y que fueron interiorizados como tales, sino que deberemos sentirnos mal por haber dejado fuera lo que aún no sabíamos que también era justo y bueno. Y vuelta a empezar: a producir nuevas películas que incorporen las novedades, igual que sucede con los libros de texto cada curso... ¿Es esto responsabilidad de la industria? No entro a valorar lo absurdo y la imposibilidad de completar semejante proyecto...

Así pues, ¿qué hacemos? ¿aceptar sin más las prioridades y esperar que los cambios sociales logren penetrar en la sensibilidad de la industria? ¿Renunciar a cualquier clase de iniciativa desde fuera? Con legislación y recomendaciones es complicado y tiene efectos limitados. Mi opción es abrir el foco y fomentar la diversidad, fomentar el acceso a cinematografías de otros países, con otras costumbres, otros valores, otros roles, otros modelos combativos/a extinguir? Me parece una forma más natural de observar las diferencias, de calibrar cambios y de aislar referentes parciales. Todas las películas son igual de imperfectas, vigencia limitada y grados distintos de bondad en cuanto a utilidad pedagógica, de manera que la comparación es preferible a la búsqueda de la película perfecta y atemporal que no existe ni existirá. Hay cinematografías menos conscientes del sexismo como problema, pero otras nos pueden enseñar mejor las implicaciones cotidianas y las secuelas de la violencia. También hay mujeres cineastas comprometidas con su causa, mientras que otras aportan su propio punto de vista en relatos de géneros completamente testosterónicos. ¿Realmente las audiencias son tan vulnerables a la sutilidad pedagógica que se asume/recomienda a las películas? A mí me parece que reaccionan más bien a lo obvio y a lo extremo, y que son los expertos quienes compiten para demostrar su capacidad en la detección de detalles.

No puedo entender qué aporta este cine de refuerzo, de referentes, de transmisión de valores, a la tranquilidad de algunos sectores políticos y biempensantes. Quedan aún muchas leyes injustas, temarios escolares, convenios colectivos y estatutos de entidades por revisar antes de que los contenidos del cine sean tan prioritarios. Que no sea vea en la pantalla no significa que esté erradicado de la realidad social.

martes, 29 de diciembre de 2020

Todos los viajes son a Ítaca (The trip to Greece)

El curioso experimento actoral que fue la serie y el filme The trip (2010) acabaron convirtiéndose --a través de sus sucesivas prolongaciones-- en una rutina que amenazaba con matar de agotamiento a todas las partes. Después del viaje inicial por Reino Unido, con su interesante combinación de alta gastronomía y conversaciones ridículas con ínfulas culturetas, el mismo equipo se reunió para repetir la misma película en Italia y en España: mismo esquema argumental, mismos personajes secundarios, mismos enredos mínimos, mismos diálogos entre Coogan y Brydon que no llevan a ninguna parte y que cada vez resultan más tediosos... Casi parecía que Winterbottom y su equipo se lo tomaban como un encargo, sin entusiasmo, y que todo consistía en dejar a los protagonistas que fueran los personajes que simulaban ser en la realidad y luego pasar por caja...

Y así, cuando parecía que la trilogía difícilmente podía caer más bajo, aparece The trip to Greece (2020) con su inequívoco objetivo de servir de cierre definitivo para una serie no planificada (ahora ya tetralogía). Quizá por esa presión de final de ciclo el director esta vez ha intentado ofrecer algo más que en las dos entregas anteriores; dejar de lado tanta cháchara insustancial y dar una buena impresión gracias a un final donde la ficción y ciertos recursos de lo más eficaces hacen que quienes hemos seguido los otros tres trips recuperemos algo de la ilusión perdida.



El primer impacto que me ha producido la película es el deseo de volver a Grecia (el verano pasado visité Creta y quedé fascinado por su paisaje y su ambiente de lugar por descubrir/destrozar); el segundo es el --previsible y difícilmente evitable-- acierto del guión al encajar el itinerario de Steve y Rob no sólo en la ruta geográfica de su protagonista, sino en el esquema narrativo y sentimental de la Odisea. The trip to Greece es ese viaje a Ítaca que hacemos todos los seres humanos alguna vez en la vida, o por lo menos la inevitable tentación de explicarnos nuestra vida como si fuera equiparable al periplo mítico de Odiseo/Ulises. No falta la misma inestable amistad entre Coogan y Brydon, su choque de egos, su vanidad, su papanatismo; esta vez también --quizá como solamente en la primera película-- ese toque de realidad hiriente (cuando acompañan a un amigo al campo de refugiados de Lesbos) que pone en su sitio su viaje elitista y pedante; y sobre todo recurrir a fondo y sin complejos a la ficción para obtener un final que sea emotivo y que proporcione a esos públicos a los que, como a mí, les gusta saborear finales de película, uno que además sea un final de ciclo sugerido y siempre sugerente. Bravo por esta muestra de elegancia y oficio señor Winterbottom.

Así que, si no has visto los tres títulos anteriores o no te van los experimentos fílmicos, ahórrate The trip to Greece. Ahora bien, si estás en esa fase en la que todo viaje te inspira un balance o te gusta el estilo que los británicos se gastan para narrar el mundo, hazte con una copia de la tetralogía y disfruta de sus altibajos.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Todas las películas están mal (2)

Todas las películas están mal (1)

«El burgués desea que el arte sea voluptuoso y la vida ascética; lo contrario seria preferible» (Theodor Adorno).

«Tiene poco sentido que esperemos una transformación verdadera de las relaciones de dominación basándonos en una simple conversión de los espíritus» (Laurent Jullier, 2006).


Entre la primera parte de este texto y esta de ahora han pasado por mis manos tres libros que han ampliado considerablemente mi planteamiento inicial del tema; aunque no han variado en lo esencial mis supuestos previos, que han salido reforzados: Qué es una buena película (Laurent Jullier, 2002), Los tres usos del cuchillo (1998) y Dirigir cine (1991), los dos últimos de David Mamet. Asumo la responsabilidad de lo que viene a continuación, pero no la idea que podamos hacernos de los respectivos autores basándonos en mis argumentos y comentarios.

Y entonces, si resulta que todas las películas están mal y es inevitable que --tarde o temprano-- todas acaben estando mal, ¿por qué nos preocupa tanto priorizar y/o establecer clasificaciones? ¿Por qué nos obsesiona la corrección política que desprenden? ¿Por qué las usamos para ejemplarizar, para exhibir, para reivindicar? ¿Por qué, en determinadas circunstancias y según nuestro estado de ánimo, tratamos de aminorar su valor cinematográfico, señalar defectos, errores y/o inconsistencias que no se deben al contenido del filme o a su proceso de producción, sino pura y simplemente al paso inevitable del tiempo, la distancia y/o la perspectiva con las que revisamos? Y ya puestos, ¿por qué nos empeñamos en descubrir detalles que las conecten con ciertos marcos de referencia vigentes en nuestro presente, como si ello fuera un mérito consciente de sus creadores, prolongara su vigencia, las pusiera a salvo de críticas y/o les otorgara el derecho a permanecer por siempre en los catálogos de las plataformas audiovisuales?

Se pueden hacer muchas cosas con las películas que cada cual tiene por sus favoritas: ponerlas por las nubes en la intimidad familiar, clasificarlas por pura diversión, explicarlas a todo aquel que se ponga a tiro o tratar de analizarlas en todos sus pormenores. Y luego está la crítica cinematográfica (apresurada y coyuntural) y los análisis de expertos universitarios o ensayistas pedantes que recalan por casualidad en el ámbito cinematográfico. Todos tenemos algo que decir sobre las películas; sin embargo, eso no significa que debamos respetar todas las opiniones (aunque sí respetamos a todas las personas), sino acordar criterios intersubjetivos que midan el valor de las películas más allá de su argumento y su vigencia política, social o cultural; criterios que nos permitan señalar como clásicos unas, como bodrios infumables otras y un montón más de categorías entre ambas. Ahí va un ejemplo: hay cineastas que son verdaderos cafres, tiranos y racistas que sin embargo son capaces de rodar películas sensibles y tiernas. Cuidado con lo que desprecias, puede volverse en tu contra una tarde de domingo cualquiera, en plena postsobremesa, solo o acompañado...

El relativismo es uno de esos criterios, y con bastantes defensores por cierto, pero contiene un grave defecto: no puede ir más allá de su mera formulación de igualdad. El relativismo hace que al final encuentres a alguien que sitúe la física cuántica y Star Wars: La amenaza fantasma (1999) al mismo nivel de credibilidad y verdad. Pero que nadie piense que por haber dado con esta (o con cualquier otra inconsistencia lógica similar) ya ha desmontado a los relativistas, ya que a sus adeptos estas evidencias menores se las traen floja: usan la misma estrategia que los políticos hiperventilados que superponen capas y capas de interiorización cínica, que consiste en seguir argumentando y actuando de la misma manera aunque deban enfrentarse a cualquier dificultad o razonamiento en contra. Dan por hecho que, en un momento indeterminado y nunca explicitado momento del pasado, ya desmontaron nuestro argumento y no es necesario volver a verbalizarlo. Tratar de rebatir a los relativistas ortodoxos es perder el tiempo. No entremos al trapo.



Pero es verdad que las películas exhiben infinidad de enfoques, puntos de vista, filias y fobias, y cada cual --aficionado/a o experto/a-- las utiliza a su antojo, en dosis, intensidad y coherencia cambiantes. Lo único que tienen en común todas estas aproximaciones es que NUNCA exponen los criterios y preferencias que guían sus halagos y castigos. Es lo que Pierre Bourdieu denominó la falacia del gusto natural y que consiste básicamente en enmascarar juicios estéticos y personales con argumentos lógicos que sirven de distinción respecto a los no convencidos. Cuando este truco falla, asoma el espectro del gusto personal --disfrazado de gusto natural, de belleza inmanente, de experiencia biográfica--, la auténtica motivación de nuestra defensa, con su estética personal nunca declarada (sólo asoma parcialmente cuando conviene o por desesperación), imperativos prácticos, influencias y, sobre todo, orgullo de pertenencia a una élite superior a la que damos por supuesto que pertenece la audiencia a la que nos dirigimos. De ahí nace el uso frecuente de la ironía y el sarcasmo en la crítica cinematográfica, con la ventaja de que revela indirecta y sutilmente nuestro ingenio y nuestro background cultural, así, como de pasada, como si no hubiera costado ningún esfuerzo adquirirlo...

En otro punto indeterminado del espectro se encuentran esos análisis y opiniones sesgados por una perspectiva cool de las cosas: una combinación insoportable de cinismo, sensualidad impostada, narcisismo, distanciamiento irónico y cruel, placer inmediato, indiferencia social y hedonismo. La autenticidad --especialmente la que tienden a exhibir el romance y el drama sin sofisticación ni referencias ocultas-- es como la luz para los vampiros de antes de Crepúsculo (2008, 2009, 2010, 2011, 2012); así que la evitan por encima de todo, incluso mencionarla (no puedo evitar recurrir a la ironía al escribir esto, lo que indica hasta qué punto está enraizada en esta clase de textos). En cuanto algo en un filme no da a entender un segundo nivel de significación o no permite detectar un asidero que permita al crítico distanciarse de lo que ve, el estilo cool entra de lleno en la parodia, la dilución, la burla, el artificio... Es una curiosa derivada literaria que yo creo que ha acabado por imponer una serie tan exitosa como Los Simpson (1989- ), donde --a fuerza de temporadas y de insistir en los mismos recursos-- llega un momento en que el comentario de la narración adquiere más importancia que la propia narración (Bordwell dixit). Forma parte del estilo del mundo, expresa el temor y el desapego ante cualquier asomo de trascendencia y/o ñoñería (sólo se admite en la que se dirige específicamente a la juventud). La actualidad está marcada por este punto de vista cool, que también apesta a elitismo, a anhelo infinito de diversión y a indiferencia ante todo lo ajeno (Dick Pountain y David Robins: Cool Rules: Anatomy of an Attitude, 2000).

Frente a la superficialidad cool está la subversión, pero no como impugnación ni combate, sino como recurso formal. Adopta formas vanguardistas y no narrativas, realiza comparaciones arriesgadas y minoritarias. Un ejemplo: ¿Qué diferencia hay entre los filmes de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX y los videoclips musicales del XXI? La aceptación y la audiencia: los primeros eran rarezas ignoradas, mientras que los segundos se consumen y se imitan en todo el planeta. La subversión termina ahí, en la mera formulación; no suele entrar en detalles menores que puedan poner en peligro el pedestal desde el que se expresan: el gran público disfruta con estos audiovisuales no-narrativos y tremendamente experimentales, los hace suyos y los comprende instintivamente porque los consume ubicua y gratuitamente en toda clase de dispositivos, discotecas y locales de ocio; mientras que las películas vanguardistas se exhiben en museos, centros culturales y filmotecas donde se suele exigir el pago de una entrada y un ceremonial para iniciados. En este caso, la subversión formal acepta o esconde ese factor económico que no aporta casi nada a la audacia de su comparación pero sí puede explicar la diferencia de éxito...

Un pulgar hacia arriba o hacia abajo no equivalen a un juicio estético, artístico o de mérito para las películas ni para nada. Apelar a lo instintivo y/o al impacto sensorial son los últimos baluartes de la individualidad subjetiva donde nos atrincheramos cuando vienen mal dadas o nadie nos hace caso. Porque lo que acojona por encima de todo a la crítica es no saber reconocer a tiempo y en su tiempo las obras maestras del mañana, convertirse en la misma clase de ignorantes que despreciaron a Mozart o a Van Gogh; pero a la vez quieren seguir siendo una élite, la minoría que las encumbra contra corriente cuando la mayoría las desprecia o las ignora. Si no existiera semejante presión el gremio no interpondría tantos estilos, capas o recursos y se dejaría llevar por el momento o sus estados de ánimo.

(continuará)

domingo, 13 de diciembre de 2020

Esa Francia que todavía cree en el cine de clases medias (Quisiera que alguien me esperara en algún lugar)

El cine de/para clases medias es un cine en vías de extinción por dos motivos obvios: 1) la preocupante desaparición de este grupo social en Occidente por culpa de la polarización de los ingresos y las desigualdades; 2) la madurez de unas audiencias que no sólo constatan y rechazan un cine con el que ya no conectan ni les interpela en la risa ni en el llanto (porque los tipos que protagonizan esas películas ya sólo existen en la pantalla), sino porque cada vez resulta más difícil comulgar con relatos corales que culminan con una --cada vez más difícil de armar y escasamente creíble-- promesa de reconciliación, confianza en el futuro y felicidad familiar. A pesar de tantos condicionantes en contra, Arnaud Viard --un veterano actor en su tercer largometraje como director-- ha sabido captar el valor del original literario de Anna Gavalda, el cual incluye cuentos y situaciones que son toda una tentación para quienes buscan inspiración en la buena literatura. Así que si la película habla de clases medias (como grupo social autopercibido siempre tendemos a identificarnos con el grupo inmediatamente superior, es una inexplicable ley no escrita de la sicología) es porque ese retrato ya viene de serie con ésta y con las demás obras de la autora; y probablemente sea ese uno de los motivos de su éxito en Francia (otro seguramente tendrá que ver con la intensidad). Si hoy poca gente lee lo más inteligente será escribir para esos pocos que aún abren un libro o consumen audiovisuales en el transporte público. Gavalda y Viard parecen haberlo comprendido a la perfección.

Quisiera que alguien me esperara en algún lugar (2019) es una adaptación muy libremente inspirada en los cuentos del libro del mismo título: Viard y su equipo de guionistas han seleccionado los mejores momentos de cada historia y, sobre la anécdota principal de uno en concreto, los han entremezclado en la película usando como armazón dramático a una familia de cuatro hermanos (que no existe ni por asomo en el libro), encajándolas con naturalidad y sin que desentonen demasiado los diferentes grados de importancia. Enseguida se capta qué personajes son cruciales y cuáles un mero complemento cómico-romántico; el día a día, las llamadas, las discusiones y los hitos del calendario con las reuniones familiares hace el resto. Y aunque esa misma coralidad es la que chirría a más de uno y a otro menguante sector del público aún le resulta atractiva y consoladora, el conjunto resultante sigue logrando su objetivo para aquellos predispuestos a asistir a otra fábula sobre la conciliación de deseos y realidad. Esta es, sin duda alguna, una de las señas del cine francés con el que algunos hemos crecido y conseguido que nos encandile.



Filme correcto, consolador, exagerado y desequilibrado a veces, pero bien dosificado en lo dramático, lo sentimental y lo divertido. Puede que al final ya no haya clases medias que retratar ni a las que dirigirse, pero esa triple combinación seguirá calando en quienes quieran que sean los que todavía le den una oportunidad a los largometrajes de ficción.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

No abortar en Pensilvania (Nunca, casi nunca, a veces, siempre)

Eliza Hittman tiene en su haber la dirección de dos episodios de la polémica serie Por trece razones (2017-2020) y dos largometrajes previos: It felt like love (2013) y la multipremiada Beach Rats (2017). A estas alturas queda claro que su prioridad y su querencia natural parecen ser las situaciones y las existencias juveniles al límite, siempre en un tono crudo, distante y contenido a la vez. Un cóctel perfecto para atraer miradas adultas, esas que todavía intentan comprender en clave generacional a sus descendientes. Su tercer largometraje, por lo pronto, no termina de quebrar en lo básico este esquema en lo argumental y en el estilo: Nunca, casi nunca, a veces, siempre (2020) eleva considerablemente el componente dramático y --esta vez de forma sorprendente e inevitable por el tema-- político (aunque este aspecto valga solamente para la parte adulta de las audiencias).

De anécdota y desarrollo mínimos y deconstrucción de cada elemento del relato completamente cartesiana, Nunca, casi nunca, a veces, siempre es un descenso al infierno que deben atravesar las adolescentes estadounidenses que desean interrumpir un embarazo no deseado. Es cierto que Hittman se guarda hasta el momento crucial algunos comodines que compensen las actitudes y reacciones radicales o extrañas de la protagonista, pero lo importante es el torbellino de negación, silencio, desinformación, incomprensión, manipulación, soledad y dolor por el que pasan las chicas que desean abortar y, para acabar de complicar la cosa, en un estado como Pensilvania, donde este tipo de intervención sólo es legal si el embarazo es fruto de una violación/incesto y los padres siempre deben dar su consentimiento expreso. La película no sólo retrata la presión y las humillaciones que deben soportar estas jóvenes por el mero hecho de ser jóvenes y bonitas, sino el sometimiento día sí día también al juicio egoísta, baboso y/o interesado de los hombres en general. Por eso mismo la protagonista --ante tanta desigualdad y la consideración social tan disímil entre sexos-- llega a decir que no hay día en que desee ser un chico.



Nunca, casi nunca, a veces, siempre es una cronología real y absolutamente cotidiana sobre lo que debe hacer una menor que quiera abortar y apenas tenga dinero para costear la intervención y los gastos que acarrea (en su caso, ir hasta Nueva York, visto el paternalismo cristiano que anula la capacidad de decisión de la mujer y que es lo único que le ofrecen en los centros de salud su pueblo): el viaje, las horas muertas, la imposibilidad de pagar un alojamiento, las idas y venidas, los encuentros, los silencios, los desencuentros... Todo narrado en primerísimos planos de las actrices y en ausencia total de planos de situación que la hagan más digerible al espectador (de hecho, ese es el objetivo: incomodar, tensionar). La historia está completamente focalizada en el punto de vista y en los sentimientos de la pareja protagonista: tanto Sidney Flanigan --la debutante que interpreta a Autumm-- como Talia Ryder --la prima alocada y resultona que la acompaña en su viaje-- revelan buenas maneras en un tipo de interpretación francamente compleja. No estamos ante la clásica narración incremental del cine comercial donde las protagonistas descubren fortalezas, valores y/o vínculos y salen airosas y reforzadas de la experiencia; tampoco hay progresión dramática ni itinerario moral previsible y/o anunciado en detalles codificados genéricamente. Tan solo unas citas a las que asistir y unas horas que llenar sin apenas dinero. Pocos detalles escapan a la directora en este proceso: el trato exquisito y la corrección irreprochable del lenguaje empleado por las profesionales sociosanitarias, el tono completamente realista --y, por extensión, triste-- de las entrevistas, el periplo administrativo, las tretas a las que ambas chicas deben recurrir para aguantar en Nueva York los dos días que dura el tratamiento, incluyendo el test previo a la intervención al que es sometida Autumn --y cuyas posibles respuestas son las que dan título a la película--, la auténtica y verdadera piedra angular del filme; un largo plano sostenido donde la emoción desborda ambos lados de la pantalla.

No es solamente la carga política y humana del filme, es también una reivindicación directa del ambiente realmente existente en el que se mueven las chicas de una sociedad que busca erradicar un problema que se encuentra precisamente en el origen del drama que presenta. No hay que ver la película --yo al menos no lo hago-- como un aviso a navegantes, una advertencia para adolescentes que se lanzan al sexo sin precaución; es exactamente lo contrario: una denuncia sin tapujos de las condiciones en las que esas mujeres deben llevar a cabo decisiones que les afectan en lo más íntimo de sus cuerpos y sobre los que, por increíble que parezca, aún no tienen la última palabra. Filme intenso, revelador, incómodo, que no pierde de vista en ningún momento de quién, de qué y para quién habla.