sábado, 19 de febrero de 2022

Los rescoldos de lo abrasador conocido (La reconquista)

Esta vez Jonás Trueba ha dado en el clavo. Esta vez el argumento mínimo que suele vertebrar sus películas funciona y sostiene todos los experimentos y apósitos narrativos que le gusta meter en sus historias. Ensayo y error en La virgen de agosto (2019), ensayo y dispersión en Quién lo impide (2021), ensayo y acierto ahora en La reconquista (2016), el primero que le reconozco desde Los exiliados románticos (2015)

Para empezar, la película condensa la historia en una sola noche, la del reencuentro de una pareja en la que uno de sus componentes alberga el mismo deseo que expresa el título. Con esa premisa asumimos por simple intuición que a final se desvelará la incógnita de si lo consigue o no. Con este recurso tan simple y viejo como el cine, asistimos expectantes a cada giro, a cada escaramuza, a cada anécdota, a cada revelación... Las escenas se suceden entre desparramadas y raras, pero manteniendo el desarrollo sentimental de cada protagonista. Para reforzar aún más la identificación, se intercalan una serie de flashbacks que explican silencios, expresiones y actitudes de los protagonistas que, sólo con el desarrollo de la trama principal, seríamos incapaces de captar.


Y lo mejor de todo es que su director no ha tenido que renunciar a sus obsesiones y admiraciones estilísticas: sin esfuerzo se detecta a Truffaut (la elección de un tema musical), Moretti (la escena de la moto) y Kar Wai (la delectación en esos momentos que se demoran y se alargan sin un propósito --ni motivados dramáticamente ni desde el punto de vista de la simple narración-- sin que haya una resolución. Esos minutos de aparente exceso permiten a las audiencias impacientarse, tomarse un momento de reflexión (un lujo que el cine no suele prodigar), tratar de adelantarse al argumento, a recrearse en los detalles... Tampoco ha tenido que renunciar a su tema de fondo preferido: mostrar la vida cotidiana de su Madrid, unas obsesiones, unas formas, unos lugares que hoy --a los ojos de la juventud a la que parece dirigirse-- parecen más bien un registro arqueológico, un hábitat en vías de desaparición bajo el empuje del liberalismo rancio y las mutaciones de los nuevos usos y costumbres globalizados. Da igual. Trueba sigue aferrado a sus restaurantes excéntricos y con su punto encantador, sus callejuelas repletas de gente, sus comercios de barrio, sus baretos a reventar (y sin humo). Esa vida nocturna de culturetas y toda clase de tipos que vienen y van sirven de escenario físico y sentimental a la peripecia de los protagonistas.

Y así, con un estilo que recuerda al de un debutante que apunta maneras, La reconquista funciona como relato indie, como experimento vanguardero, reivindicación crítico-nostálgica o como película entretenida que se disfruta sin más. Esta vez, como dijo Woody Allen, la cosa ha funcionado (sin condicional), el filme más y mejor acabado que le conozco a Jonás Trueba. Un título que merece una reivindicación tan tardía como ésta.

jueves, 17 de febrero de 2022

Idealizar, recrear y pulir el pasado hasta que brille como si fuera una ficción (Belfast)

Llega un momento en la vida en que ciertos creadores consagrados sienten la necesidad de compartir y recrear su infancia. Para exorcizar sufrimientos, para enorgullecerse de unas vivencias que el paso del tiempo ha convertido en heroicidad, para presumir como testimonio directo de una felicidad dilapidada, extinguida también; como una forma de apuntarse a ese mainstrean de compromiso artístico que a estas alturas es casi una exigencia; para recuperar una visibilidad como artista tras años de encargos alimenticios y aceptar --finalmente-- que el estilo y los temas de los primeros títulos eran lo que mejor sabían hacer, aquello por lo que el público les recordaría siempre... Un poco de todo esto concurre en el Kenneth Branagh que ha dirigido Belfast (2021).

No con la misma contundencia y perfección que Malle en Adiós muchachos (1987), ni con la inapelable intensidad de Cuarón en Roma (2018), pero es cierto que Branagh recupera con fuerza el pulso narrativo que le encumbró a finales de los ochenta como el director todo terreno --comparado a menudo con Orson Welles-- que igual te adaptaba con toda fidelidad un Shakespeare (añadiendo además un inequívoco toque moderno) como entretenidos dramas actuales firmemente anclados en géneros populares. Morir todavía (1991) y Los amigos de Peter (1992) son, respectivamente, su segundo y tercer filmes, y todavía se puede decir que son hitos sólo igualados parcialmente en filmes posteriores. Pocos arranques han sido tan fulgurantes y tan sorprendentes como el de Branagh.


De manera que Belfast arranca con fuerza, con una escena que borra de un plumazo un descarado retrato idealizado de la infancia del director; y uno cree que ese es su objetivo, cuando en realidad lo que hace es reconstruir, con toda la fidelidad y el presupuesto posibles, un fragmento muy concreto de su vida sin conceder ni un milímetro a la imprecisión o la improvisación; todo lo llena una estética y una perfección técnicas de primer orden. Los personajes, los momentos definitorios, todo resplandece sin moderación, quizá para servir de contraste con los momentos en los que la violencia debe adueñarse del relato; pero es tal la fuerza de la evocación nostálgica (la familia, los amigos, la comunidad, los juegos, los primeros amores) que no es capaz de eclipsar ni una pequeña porción del drama político o de la miserable realidad --Branagh ni siquiera ofrece un poco de contexto para no iniciados-- o la fascinación de una reconstrucción tan perfecta. Tampoco contribuye al interés dramático el esquema elegido para estructurar las escenas principales, clonado una y otra vez en todas las importantes: tras el desarrollo de la acción, suena el fragmento de una canción de la época (un éxito rockero y popular, bien conocido de su público) para puntuar el relato, incrementar el nivel de nostalgia en algunos y dar paso a la siguiente escena. Branagh siempre se ha distinguido por su buen ojo para reunir bandas sonoras de primer nivel, con una gran selección de canciones icónicas, nostálgicas, representativas, atemporales; pero esta vez, sin que haya perdido su tino para seleccionar, la repetición y su previsible aparición no logran el efecto deseado (al menos en mi caso).

Al final, como en los esos partidos de fútbol en los que, ya sea para celebrar una victoria o dar por acabada una humillante derrota, el público pide la hora, hice lo mismo en mi mente durante el tercio final de Belfast, esperando un giro radical que modificara mi impresión primera y que el resto de la película no consiguió alterar. Pero dos días después, una interesante reflexión de Manuel Vilas sobre por qué a la música de Mozart nadie le exige función social y, en cambio, sí se le pide a la literatura (y yo añadiría que al cine y a cualquier medio narrativo) me hizo rebajar mi dictamen. Quizá para Branagh, Belfast es un contrapunto balsámico y cinematográfico de su infancia, igual que la música de Mozart lo es a la evocación feliz de cualquier pasado irrepetible.