sábado, 21 de enero de 2023

Cargas de profunda indignación (El triángulo de la tristeza)

He esperado con ansia la siguiente película de Ruben Östlund, después de la incisiva (aunque desnivelada) The square (2017). Y la verdad es que El triángulo de la tristeza (2022) no ha desmerecido para nada: cambia el tema, pero no el tono crítico. Si acaso, esta vez profundiza con mayor sarcasmo, lanzándolo sin piedad contra el objeto de su desprecio: los palurdos, ignorantes y ridículos ultrarricos y pastosos. Desde luego que un filme así no cambiará el mundo sólo con exhibir en pantalla toda clase de atrocidades sociales y humanas (basadas sin duda en noticias y chismes que hemos visto y leído) y espolear conciencias; pero por lo menos se nota que su director se ha quedado a gusto; y una parte del público, también.

Para empezar, El triángulo de la tristeza es un filme obvio y directo. Su trasfondo crítico posee un claro correlato de intencionalidad política. Nada de metáforas, simbolismos ni elaborados planos para expresar conceptos y abstracciones teóricas; los actos y las palabras de sus protagonistas en todas las escenas bastan para que nos hagamos una idea bien documentada de cómo son y cuáles son sus principios. Un retrato inmisericorde hecho de deseo ilimitado de dinero --y, por tanto, de corrupción inevitable-- que surge de su anafabetismo funcional y ausencia de valores y sentimientos. El filme se recrea sobre todo en la interacción constante entre una patulea de pasajeros de un crucero de lujo (adinerad@s por la lotería genética, los negocios ilegales y/o inhumanos), con una tripulación que se ve obligada a complacer sus caprichos con fingida alegría a cambio de una incierta promesa de propinas. No me cabe duda de que la finalidad primera de Östlund es esta; y luego quizá, de paso, encabronar a unos cuantos y escandalizar a otros. Aquí no se trata de ventilar un tema con inevitable tufo elitista --como sucedía con The square--, sino de condensar en pantalla la mayor sarta de miserias y ridiculeces surgidas en situaciones de lo más cotidiano. Östlund tira a dar con toda la mala leche. Y me encanta.


Los pasajeros rebosan una escandalosa falta de empatía, una total ausencia de escrúpulos y el absurdo convencimiento íntimo de que todo lo que han logrado en sus vidas es porque se lo merecen; y una de las consecuencias de este estado de cosas es el trato exquisito que les debe ofrecer la tripulación. Eso sí, en cuanto abren la boca se materializa su estupidez, revelando de paso las miserias con las que han amasado sus fortunas. Y cuando parece que el argumento va a quedar estancado en esta hostilidad soterrada y sin solución, en el tercio final, el guión provoca una magistral vuelta de tuerca para retorcer y exponer aún más lo patético de este grupo humano.

El triángulo de la tristeza es un filme incómodo por momentos, irritante en otros, desagradable por convicción. Nunca se permite deslizar una idea reconfortante, algo que permita atisbar un síntoma de cambio hacia algo bueno, solidario, inteligente... Todo en ella es deliberadamente grotesco, deformante, repulsivo, escandaloso, miserable..., una recopilación de situaciones que sabemos que forman parte de nuestra realidad y que aquí, expuestas en una ficción a medida, dejan caer sin ambigüedad su carga crítica, su descomunal carga crítica. Un guión que culmina, además, en un final inteligente, cáustico, deliberadamente abierto, consecuente, limpio; deteniendo la historia en el punto exacto en el que la narración se vería obligada a abandonar el ambiente enfermizo y nauseabundo en el que ha transcurrido la película. A partir de donde lo deja Östlund habría que mostrar a los personajes fuera de la selva en la que ellos mismos se han encerrado.

Todo programa político que merezca mi voto, como primer punto innegociable, debería denunciar, ridiculizar y acabar con el lujo innecesario, derrochador y clasista. El triángulo de la tristeza me parece un filme importante, valiente y brillante porque fija en imágenes el estado de indignación que nos debería llevar a suscribir algo así.

domingo, 15 de enero de 2023

Esos hombres llamados padres (Aftersun)

Siempre he pensado que cualquier persona que conozcamos en la vida encaja en una de estas cuatro categorías: amigos, enemigos, madre y padre. Creo que el hecho de que las dos últimas sólo pueda ocuparlas una única persona es algo anecdótico e irrelevante, pero dice mucho sobre cómo organizamos mentalmente nuestro mundo.

De nuevo una película a la que debéis descontar al menos un 10% a mi entusiasmo; esta vez por la conjunción de paralelismos del argumento con ciertas partes de mi biografía. Nada que ver con Somewhere (2010) de Sofia Coppola que, aunque se centraba como la de ahora en la relación padre-hija y me interesó, estaba atravesada de arriba abajo por la pastosidad y el desapego ante un estilo de vida lujoso y cómodo y, por tanto, propicio en momentos únicos y curiosos. Con Aftersun (2022) no hay nada de eso; todo son rutinas íntimas y momentos en compañía, potenciados por la manera en que están filmadas, transformándolas en algo intenso y revelador (no para los protagonistas, sino para las audiencias, que son quienes extraemos casi intuitivamente un significado). Un deslumbrante debut en la dirección para Charlotte Wells, una cineasta cuyo siguiente largometraje habré de examinar detenidamente.

Una mujer (Sophie, interpretada por Celia Rowlson-Hall), de la que apenas alcanzamos a saber lo justo y fundamental sobre su vida y su circunstancia, recuerda unos días de vacaciones que pasó en Turquía con su padre cuando tenía once años. Era a finales de los noventa, era verano y al parecer fue un momento de convivencia único. No es que de pronto comprendiera retrospectivamente que lo sucedido y lo dicho en aquellos días encerrara una clave decisiva para explicar sus respectivas vidas, nada de eso; lo que pasa es que a todos nos llega un momento en la vida en que deseamos a toda costa encontrarle significados transcendentes, una especie de intriga de predestinación que justifique el futuro que luego fue. La película está atravesada por la alegría y la melancolía de algo que entonces la Sophie niña no percibió como instantes únicos de felicidad y ahora, ya adulta, parece empeñada en reelaborar como algo irrepetible.

Las películas sobre viajes siempre tienen algo de fascinante, pero las que involucran a padres/madres e hijos/as --o adultos y niños que terminan reproduciendo una situación similar como la pionera Alicia en las ciudades (1974)-- todavía más. En mi caso, no puedo evitar identificarme al máximo con Paul Mescal (Calum, el padre) e imaginar que Frankie Corio (Sophie de niña) es un trasunto de mi propia hija. Aftersun me recuerda los días que hemos pasado en destinos de playa, de forma muy similar a como los muestra la película: Almería, Ibiza, Nápoles, San Sebastián, Mallorca, Cádiz, Menorca, Creta y, por supuesto, Altafulla, nuestra base de operaciones veraniegas desde 2002. Pero no sólo eso, también me enternece comprobar cómo ambos organizan sus días de una forma que no ha cambiado tanto: comidas, hacer comentarios sobre la gente, tiempos muertos en la piscina, excursiones, ir de compras, vístete, lee, a dormir... Los padres nos comportamos de forma curiosa respecto a los indicadores que suelen caracterizar al sexo masculino: de entrada, suspendemos toda prioridad (en corto y claro: nuestro egoísmo connatural) por nuestras hijas pequeñas; y lo hacemos sin que nos cueste y sin sentir que renunciamos a nada. A cambio, buscamos a toda costa su complicidad: llenar su infancia de grandes momentos, protegerlas del resto de hombres del planeta, animarlas a que encuentren su lugar en el mundo, a que sean ellas mismas... Y entonces, cuando, finalmente, gracias a la lotería de la vida, parece que lo logran, nos sentimos tristes porque han tomado un camino muy diferente al que imaginamos para ellas. Y encima, siempre lo hacen antes de lo que teníamos previsto y con las personas más inesperadas.


En cuanto al estilo, Aftersun rebosa en aciertos técnicos, inteligentemente alineados con el tono de la historia: las escenas están rodadas como si se tratara de fragmentos recuperados de un vídeo doméstico, perdido durante años (los mismos que Sophie ha tardado en recordar aquellos días), presentadas en una concatenación desordenada de momentos no necesariamente expresivos, pero que demuestran que el relevo inevitable de las generaciones se sigue cumpliendo a rajatabla. Otro acierto consiste en mostrar tanto a Sophie adulta recordando como a su padre en el pasado en la misma situación: a través de ese conocido efecto de luces intermitentes de discoteca que provoca que no se aprecie el movimiento en la pista de baile, y lo que atisbamos en los fragmentos de luz parecen cosas irreales o sin sentido debido a la falta de contexto. Una muy buena metáfora sobre nuestra forma de recordar. También destaco la forma de dejar fija la cámara, sin enfocar ni seguir a los actores, de manera que les oigamos y les veamos en reflejos (espejos, pantallas, puertas, ventanas), o a través de la videocámara con la que graban sus vacaciones; siempre algo interpuesto que rebaje la sensación de certeza que normalmente ofrece la imagen cinematográfica. Todas esas limitaciones/distracciones nos obligan a concentrarnos en la segunda mejor opción: las palabras y los silencios. Wells deja claro que la película es un recuerdo mediado, extraído con esfuerzo y sin orden de lo más profundo de su pensamiento.

Y, por descontado, esas situaciones perfectamente identificables entre padres divorciados e hijas pequeñas, el auténtico centro de interés de la historia: el deseo de él para que Sophie se divierta con otras chicas de su edad (y obtener, a cambio, unos instantes de soledad); ella le obedecerá pero se juntará con jóvenes mucho mayores que ella; el tiempo en soledad del padre cuando finalmente ella se duerme (experimentando, como todos, ese espejismo universal por el que nos imaginamos disfrutando de un viaje en solitario, de encontrarnos con otras mujeres que nos han visto ejercer de padre divorciado aunque responsable); los enfados, los silencios forzados, las anécdotas divertidas, los primeros besos (la inminencia de la adolescencia, para ella), recuperar ese imposible anhelo de juventud fiestera (para él), las reconciliaciones, las conversaciones tontas... En fin, esas rutinas propias de un destino de sol y playa (y que adoro por encima de todas las cosas).

El año comienza con el listón muy alto, con otro canon fílmico con el que establecer comparaciones, una nueva entrada en mi lista de películas a las que regresar de tanto en tanto para extraer nuevos detalles, nuevos significados, otras inspiraciones... Un gran, gran filme por méritos propios y que además me ha atrapado por motivos muy personales al que sin duda voy a volver cuando esté muy arriba o muy abajo... Ay, en fin, esos hombres llamados padres...

domingo, 1 de enero de 2023

Que veinte años no es bastante... (Dos décadas en Sesión discontinua)

En 2023 Sesión discontinua vuelve a estar de fiesta: este blog cumple 20 años
. Lo primero que me viene a la cabeza tras esta constatación, es que la plataforma tecnológica que lo aloja no haya sucumbido o mutado --y con ella este blog-- de función y objetivos (como tantas otras en estos últimos tiempos), arrinconada por nuevas formas de comunicación que no necesitan de la palabra escrita para transmitir y hacerse entender. Tecnologías aparte, confieso que me sorprende mi propia constancia para aportar contenido a una blogosfera que, en estos segundos diez años, ha visto estancarse su número de seguidores y autores. Lo cierto es que sigue habiendo personas que se lanzan a ella para hacerse un hueco y monetizar aquello que tengan que decir, pero lo hacen en otros formatos, todos ellos audiovisuales (canales de vídeo, podcasts, reels, stories...). Mi diagnóstico es que la palabra escrita está a punto de perder definitivamente la partida de la comunicación en el ecosistema digital.

En lo que se refiere a la blogosfera cinéfila, constato un claro estancamiento de los blogs escritos; ahora las críticas y los comentarios sobre películas se hacen en canales de vídeo, con una narración ágil, divertida e irónica que surfea con habilidad sobre las imágenes (aunque hay de todo, ¿eh?). Lo cierto es que la blogosfera escrita ha ido adquiriendo con el tiempo un fuerte componente generacional de boomers y milenials (de las primeras hornadas) en las que cada vez pesa más la revisión y el redescubrimiento de clásicos y de hits ochenteros de infancia y adolescencia, y cada vez menos dedicación a los estrenos semanales. La crítica cinematográfica digital ya no le debe prácticamente nada al género que le vio nacer: el periodismo escrito. Estamos en otra partida y con nuevas reglas...

Y no es que no me haya planteado convertir el blog en un canal, pero lo cierto es que componer esas píldoras audiovisuales de consumo rápido requiere un importante trabajo de planificación, adaptación a nuevos recursos y dominio de herramientas de edición; y la verdad es que no me siento capacitado para lograr algo divertido, nuevo y digno con mis conocimientos y mi disponibilidad. De manera que aquí sigo, insistiendo en lo que he practicado sin parar desde 2003: componer y presentar reseñas sobre cine que resulten interesantes, estén bien escritas y que no arruinen la experiencia de ver la película. A veces, el tema o mi actualidad me espolean y entonces me las apaño para colar algo de teoría (y que me luzca el andamio), desahogarme y/o ajustar cuentas con mis convicciones, mi pasado y mi presente. No puedo evitarlo...


Repaso mis entradas desde 2013 y constato que he consolidado mi forma de ver cine: alternando comentarios sobre estrenos, títulos recientes que se me pasaron (por mucho o por poco) y otros que he descubierto por casualidad: filmes curiosamente visionarios --El congreso-- y también algunas rarezas, filmes-fetiche y textos que me debía a mí mismo (Winstantey, Frasier, El viaje de Chihiro, Yo, él y Raquel, Una habitación con vistas, El hombre que mató a don Quijote, Searching, Paterson). De vez en cuando he colado algún monográfico de los míos (fetiches femeninos, un incipiente e inacabado repaso a algunas películas de Fassbinder, una breve antología de primeras escenas, un excurso sobre la cinefilia, una introducción crítica al cine sentimental y una definitiva y sincera expresión de mi propia idea de la nostalgia y que es uno de los textos más íntimos y personales que he escrito.


Y como los tiempos cambian que es una barbaridad, he ido abriendo el foco para comentar las producciones --filmes y series-- de las plataformas digitales: Fe de etarras, Roma, Euphoria, El irlandés, Normal people.

Por último, ahí queda la serie sobre los estilos cinematográficos (que me empeñé en que abarcara hasta el cine más reciente), donde he podido exponer ordenadamente --gracias a los libros de David Bordwell, que me han servido de armazón sobre el que he ido añadiendo mis (escasas) aportaciones-- muchas de las ideas y premisas que han rondado el trastero de mi mente desde que empecé a interesarme por el cine. Creo que es mi aportación más relevante de estos diez años (especialmente mi extravagante teoría termodinámica del arte), la cual se prolongó desde febrero de 2014 hasta septiembre de 2018. Compendio de mis obsesiones teóricas, homenaje a Bordwell y legado casi definitivo sobre mi propia idea de la evolución de la narración cinematográfica. También me ha dado tiempo para ajustar cuentas con los métodos y técnicas de la crítica cinematográfica en una curiosa y desconcertante trilogía. Y por supuesto, como un reloj atómico, cada febrero, mi quiniela abierta sobre los Oscar, una tradición fraterna que hace tiempo que dio el salto más allá del entorno doméstico...

Durante este tiempo, sin proponérmelo, me he topado con las filmografías de Greta Gerwig, Mia Hansen-Løve y de Noah Baumbach, las cuales he completado de forma casi compulsiva. De ellas, me atraen sus estilos y puntos de vista sobre las cosas y su forma entre surreal, sensible y humorística de relatar lo cotidiano. De Baumbach, en cambio, me deslumbra la mezcla de hallazgos y detalles narrativos de su trilogía Frances Ha, Mientras seamos jóvenes y Mistress America (ésta última mi favorita absoluta. Sencillamente, roza la perfección). Los tres, ahora mismo, son una referencia para mis valoraciones y nuevos descubrimientos. Y por último las películas que más me han impactado y, por tanto, he revisado más veces: Tres anuncios a las afueras, Nomadland, The Florida Project y Burning. El cine no es, de ninguna de las maneras, un arte acabado.


Dos décadas de cine en la retina dan para mucho, pero no me han parecido suficiente. Mi curiosidad me hace buscar, probar, dar tumbos, contradecirme...; ver películas porque las mencionan en un artículo, en una entrevista, en un programa, en redes sociales, recomendaciones de amigos y conocidos, en otra película... Es imposible que, en conjunto, toda esa lista de títulos, con la necesaria perspectiva, no revele un patrón muy claro: el eclecticismo, el deseo de probarlo todo (aunque sólo sea una vez). Y el ansia de no querer esperar para poner por escrito una idea, una reflexión, un juicio, un axioma, una frase sugerente..., y que me llevan a escribir en cualquier parte y sobre cualquier soporte; sin transición, sin prolegómenos, sin preocuparme dónde esté. Escribo con ese miedo irracional a olvidar lo que se quiere decir, a no volcar la inspiración tal como vino a la mente, sin dejar nada, con todos los matices, con las palabras exactas y adecuadas. Apunto cuatro cosas, esbozo un esquema mínimo y hala, a reposar. Es curioso como, días después, mi mente rellena con facilidad unos huecos que me parecían imposibles de convertir en algo argumentado y con sentido. Otras veces, todo esto brota de golpe y entonces dejo prácticamente lista la crónica en apenas quince minutos, pendiente de un pulido mínimo y preparada para publicar. En una palabra, la inspiración...

La cosa es que ya no sé ver una película que me gusta sin componer mentalmente fragmentos del texto que pienso escribir, por eso cada vez se espacian más y más las entradas. Lo que nunca, nunca, he experimentado es hartazgo o cansancio ante la perspectiva de nuevos títulos por conocer, nuevos fetiches, nuevos hallazgos. Soy quien soy por muchas cosas que me han pasado en la vida, pero también por culpa del cine, que ha moldeado unas cuantas facetas de mi carácter.

Ya acabo (textos como este sólo se escriben una vez cada diez años, así que más vale no dejarse nada en el tintero): encaro esta tercera década de Sesión discontinua en un blog que apenas presenta ya novedades funcionales y de aspecto, pero que no deja de cambiar en su propuesta de textos repletos de ganas de compartir teorías, juicios, confidencias, excursos y, por qué no, algo de humor, sentimentalismo, ironía y nostalgia. ¡Este 2023 brindo porque sigamos leyéndonos otros diez años en Sesión discontinua!