viernes, 22 de diciembre de 2023

Destilar la verdad y los hechos para obtener un relato (Anatomía de una caída)

Anatomía de una caída (2023) de la francesa Justine Triet sigue su fulgurante carrera comercial gracias a la gasolina de los numerosos premios que recibe (máximo galardón en Cannes, seis premios del Cine Europeo y van 36, de momento...), imponiéndose a las audiencias por su escrupulosa pulcritud en la exposición y desarrollo de un suceso mínimo pero impactante, y todo ello sin necesidad de contar con un guión de hierro forjado o, por lo menos, redondo; ni siquiera exhibiendo la contundencia narrativa que se esperaría de una historia como esta. Sin embargo, el filme resulta inapelable en la disposición del drama, luciendo en todo su esplendor en lo formal, en los diálogos y en ciertas situaciones perfectamente planificadas y expuestas. Con eso basta para quedar atrapado.

El suceso central deja claro en los cinco primeros minutos que la cosa irá de la típica película judicial en la que todo se juega a la última carta: saber si Sandra --acusada del asesinato de su marido y con un hijo ciego-- es culpable o no, si hubo un montaje imposible de detectar y nada ni nadie es lo que parece. Es un género al que nos tiene muy bien malacostumbrados el cine estadounidense (incluyendo toda clase de giros estrambóticos en el último cuarto). Pero no, Anatomía de una caída no va exactamente de eso, sino de cómo Triet es capaz de desplegar una autopsia cinematográfica de la caída a la que alude el título: no sólo desde el punto de vista científico-forense (que por supuesto acapara buena parte del interés, y que hace sentirse cómodas a las audiencias ante estas exposiciones ordenadas y previsibles), sino también del social y humano: Sandra es una conocida escritora y, a raíz del juicio, su obra se reinterpreta en una obscena búsqueda de indicios que anuncien su predisposición al asesinato. Pero lo peor en estos casos es siempre la exposición pública e insensible del mundo íntimo de la pareja, hecho normalmente de secretos, engaños, microvenganzas y miserias que se niegan siempre y en todo lugar, excepto en un estrado... Y luego está Daniel, el hijo de ambos: afectado desde niño por una severa pérdida de visión a causa de un accidente, deberá enterarse sin rodeos ni filtros de toda esa parte de la vida que todos padres ocultamos deliberadamente a nuestros hijos. Es en este punto donde la película se desvía del género estadounidense en el que creíamos estar inmersos, apostando todo al complicado juicio que trata de extraer una verdad que, además, sea un relato coherente en el que insertar los hechos probados por la lógica y/o la ciencia (las únicas que se supone que facultan para apuntalar una condena por asesinato).


A ese relato se dedica por entero la segunda parte de la película y, para ello, se ve obligada a quebrar la estricta cronología de la historia e introducir flashbacks. Pero, para no rebajar la contundencia de la crónica, Triet deja claro que no se trata de saltos al pasado fruto de una narración cuya planificación y dosificación no tenemos manera de conocer, sino de reconstrucciones de pruebas documentales que se presentan en la sala. Excepto el último, que incorpora una audaz manipulación técnica que dice mucho acerca del significado de la escena y del posicionamiento de la narradora respecto a la historia (teóricamente neutra hasta entonces). Es en estos fragmentos recreados donde se concentra la máxima tensión de la historia, así como en los intercambios entre las partes en el juicio, presentados mediante diálogos brillantes y unos protagonistas secos, distantes, cartesianos en sus manifestaciones, justo lo que se espera de una película así.

Reconozco que las críticas previas me habían provocado unas expectativas muy altas, y es verdad que, una vez vista, me han encantado el tono y el tempo escogidos para narrarla, logrando casi siempre un difícil equilibrio entre intensidad y tensión. Quizá los personajes y un desarrollo dramático prácticamente impuestos por el género y el tipo de historia hayan rebajado mi valoración global, pero merece que le dediquemos el tiempo que tarda en sacudirnos, despistarnos y conmovernos sin que apenas lo veamos venir...

jueves, 14 de diciembre de 2023

Dar con el punto exacto donde todo funciona (Wonka)

De entrada hay unos requisitos comerciales: audiencia prioritariamente infantil, pero también atractiva para los adultos acompañantes; canciones y números musicales; sentido del humor suave al estilo Pixar (tontito pero con una pizca de ironía, para no ofender a nadie y complacer a todas las edades); fantasía desbordada y, por tanto, profusión de efectos digitales explícitamente propiciados por el guión... En cuanto al guión, salvo los must have mencionados, pues no es imprescindible que haya un historia potente detrás (basta con recopilar aquí y allá elementos, personajes, situaciones y/o ambientes prestados de obras bien conocidas: Oliver Twist, Annie...). Lo que sí es altamente recomendable es que los protagonistas caigan bien (el principal acierto del filme). Al tratarse de un precuela, la película que el público tiene en mente como marco mental es, inevitablemente Charlie y la fábrica de chocolate (2005) de Tim Burton, pero podría ser también la adaptación de una versión anterior --Un mundo de fantasía (1971)-- o el propio original literario de Roald Dahl, publicado en 1964--, así que lo lógico sería esperar que la historia encajase todas o algunas piezas del relato con sus predecesoras temporales y/o sucesoras argumentales, por coherencia, por un simple juego diegético para crear saga cinematográfica. Pero no es así. Y es que Wonka (2023) no se siente obligada en absoluto a incorporar nada de la trágica infancia del maestro chocolatero imaginada por Burton, marcada por un terrorífico padre dentista ciertamente conectado con el que interpretó Laurence Olivier en Marathon man (1976). Nada de esto, ni siquiera cualquier atisbo de secuela por unos sucesos que ni se nombran pero podríamos imaginar integrados en el personaje de Wonka (brillantemente interpretado por Timothée Chalamet, que supera con nota los diferentes registros que exige la historia), asoma ni se deduce en ningún plano, situación o diálogo de la película de Paul King.


La cosa es que, desde el minuto uno, se nota que su director se ha sacudido de encima toda responsabilidad respecto al universo creado por Burton, y que lo que le preocupa es hacer una película brillante, divertida, deslumbrante, comercial, complaciente. El primer acierto: el propio Wonka, con la dosis justa de ingenuidad infantil, fina ironía y sensibilidad encantadora; y que Chalamet clava en todos los aspectos. A modo de comparsas, una galería de secundarios muy bien escogidos y perfilados que sirven de contrapunto en cada escena (los amigos de Wonka, los villanos ridículos pero desopilantes por caracterización y réplicas) y tenues referencias formales a otras películas (bastantes planos frontales me recordaban inevitablemente a Wes Anderson). Todo ello espolvoreado --ya que la película va de recetas chocolateras-- con unas cuantas canciones y números musicales sencillos pero vistosos, en la más pura tradición clásica, y unos pocos gags ciertamente originales. Pero sobre todo, sobre todo, el principal mérito de la película es el ritmo impecable: sin dramatismos ni monólogos descaradamente enfatizados, sin detalles que ralenticen la historia o desplieguen subramas inútiles. La narración, siempre directa al grano, brincando de un suceso a otro sin remilgos ni temor a dejar a nadie del público atrás. Y si aun así, alguien se pierde, pues que disfrute de los efectos digitales (una ciudad ideal recreada a partir de joyas arquitectónicas europeas), la música o del apetitoso chocolate que lo inunda todo.

En definitiva, un filme que no es redondo, pero que encandila --incluso a los escépticos como yo-- por su apreciable nivel en casi todos los aspectos. Quizá del éxito de esta estudiada fórmula comercial dependerá que haya o no una nueva precuela que deje la historia del ingenuo Wonka en el momento en el que la tomó Burton. De momento, vale la pena dejarse llevar por un cine escapista que no deja un regusto ñoño ante el exceso de azúcar ni un leve poso de amargor ante un espectáculo previsible a todas luces, porque el camino no se hace largo ni pesado.