Anatomía de una caída (2023) de la francesa Justine Triet sigue su fulgurante carrera comercial gracias a la gasolina de los numerosos premios que recibe (máximo galardón en Cannes, seis premios del Cine Europeo y van 36, de momento...), imponiéndose a las audiencias por su escrupulosa pulcritud en la exposición y desarrollo de un suceso mínimo pero impactante, y todo ello sin necesidad de contar con un guión de hierro forjado o, por lo menos, redondo; ni siquiera exhibiendo la contundencia narrativa que se esperaría de una historia como esta. Sin embargo, el filme resulta inapelable en la disposición del drama, luciendo en todo su esplendor en lo formal, en los diálogos y en ciertas situaciones perfectamente planificadas y expuestas. Con eso basta para quedar atrapado.
El suceso central deja claro en los cinco primeros minutos que la cosa irá de la típica película judicial en la que todo se juega a la última carta: saber si Sandra --acusada del asesinato de su marido y con un hijo ciego-- es culpable o no, si hubo un montaje imposible de detectar y nada ni nadie es lo que parece. Es un género al que nos tiene muy bien malacostumbrados el cine estadounidense (incluyendo toda clase de giros estrambóticos en el último cuarto). Pero no, Anatomía de una caída no va exactamente de eso, sino de cómo Triet es capaz de desplegar una autopsia cinematográfica de la caída a la que alude el título: no sólo desde el punto de vista científico-forense (que por supuesto acapara buena parte del interés, y que hace sentirse cómodas a las audiencias ante estas exposiciones ordenadas y previsibles), sino también del social y humano: Sandra es una conocida escritora y, a raíz del juicio, su obra se reinterpreta en una obscena búsqueda de indicios que anuncien su predisposición al asesinato. Pero lo peor en estos casos es siempre la exposición pública e insensible del mundo íntimo de la pareja, hecho normalmente de secretos, engaños, microvenganzas y miserias que se niegan siempre y en todo lugar, excepto en un estrado... Y luego está Daniel, el hijo de ambos: afectado desde niño por una severa pérdida de visión a causa de un accidente, deberá enterarse sin rodeos ni filtros de toda esa parte de la vida que todos padres ocultamos deliberadamente a nuestros hijos. Es en este punto donde la película se desvía del género estadounidense en el que creíamos estar inmersos, apostando todo al complicado juicio que trata de extraer una verdad que, además, sea un relato coherente en el que insertar los hechos probados por la lógica y/o la ciencia (las únicas que se supone que facultan para apuntalar una condena por asesinato).
A ese relato se dedica por entero la segunda parte de la película y, para ello, se ve obligada a quebrar la estricta cronología de la historia e introducir flashbacks. Pero, para no rebajar la contundencia de la crónica, Triet deja claro que no se trata de saltos al pasado fruto de una narración cuya planificación y dosificación no tenemos manera de conocer, sino de reconstrucciones de pruebas documentales que se presentan en la sala. Excepto el último, que incorpora una audaz manipulación técnica que dice mucho acerca del significado de la escena y del posicionamiento de la narradora respecto a la historia (teóricamente neutra hasta entonces). Es en estos fragmentos recreados donde se concentra la máxima tensión de la historia, así como en los intercambios entre las partes en el juicio, presentados mediante diálogos brillantes y unos protagonistas secos, distantes, cartesianos en sus manifestaciones, justo lo que se espera de una película así.
Reconozco que las críticas previas me habían provocado unas expectativas muy altas, y es verdad que, una vez vista, me han encantado el tono y el tempo escogidos para narrarla, logrando casi siempre un difícil equilibrio entre intensidad y tensión. Quizá los personajes y un desarrollo dramático prácticamente impuestos por el género y el tipo de historia hayan rebajado mi valoración global, pero merece que le dediquemos el tiempo que tarda en sacudirnos, despistarnos y conmovernos sin que apenas lo veamos venir...
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