jueves, 28 de noviembre de 2019

Inclasificable, admirable (Parásitos)

Parece mentira que después de dirigir y escribir una película tan deslavazada e insustancial como Snowpiercer: Rompenieves (2013), en la que el argumento flojea y --lo que es aún peor-- también lo hacen ciertos usos básicos de recursos como el suspense, la misma persona sea capaz de firmar una película tan sólida, compleja e increíble como Parásitos (2019). En el primer caso estamos hablando de un guión basado en una novela gráfica, en el segundo de una historia escrita junto con un guionista debutante que sólo había trabajado --literalmente-- como director de segunda unidad y asistente de director: Jin Won Han. La cosa es que entre ambos se han parido una fábula del mundo globalizado en el que estamos a punto de convertirnos que da para muchos y buenos debates.

Corea del Sur, con su combinación puntera de desarrollo económico y tecnológico por un lado, y de lastre tradicionalista y conservador por otro (y también su cine más arriesgado, por supuesto), se ha convertido en un laboratorio de la sociedad ultrapolarizada hacia la que parece que nos encaminamos. No me refiero a la ficción anticipatoria sobre del futuro hecha de increíbles aciertos parciales y repleta de inmensas exageraciones al estilo Blade Runner (1982), sino a las perplejidades miserables y probables que provocarán el egoísmo y la desesperación humanas (ricos y pobres, conectados y descontectados, ingenuos y espabilados... cada grupo exhibe, respectivamente, el primero y el segundo atributo de cada alternativa). En Europa y EE UU ya atisbamos los estragos de determinadas políticas y la reiteración en errores fundamentales (austeridad obsesiva, racismo distractivo, explotación de la ignorancia ajena). No es sólo que la tecnología nos convierta en gilipollas, es que la desigualdad que inocula la tecnología en el sistema capitalista deriva a veces en situaciones y actitudes como las que presenta el filme de Bong Joon Ho.



Parásitos es una auténtica fábula --alegoría, metáfora, parábola-- sobre las consecuencias de aplicar el principio de extrema supervivencia en sociedades globalizadas donde los ricos lo tienen todo y los pobres apenas nada. Todo vale para procurarse ingresos. Pero ojo, no estamos ante un filme moralizante ni aleccionador, el típico cuento de explotadores y explotados, sino ante una disección repleta de matices sobre las miserias que guían nuestros actos. Por eso, a mitad de película, cuando parece que la historia se quedará atascada en la típica comedia gamberra protagonizada por pillos y ultrapillos, se produce una vuelta de tuerca al más puro estilo clásico que devuelve la historia al relato dislocante donde cada personaje se muestra imperfecta y demoledoramente humano. Y es que siempre habrá alguien que sufra más que tú, algo que te obligará a encarar tu egoísmo, tus contradicciones y tu ética (esa que, estás convencido, te redime de todos tus delitos). Este es el auténtico centro de gravedad de Parásitos, una tremenda herida abierta por Bong Joon Ho con un guión de hierro forjado.

Es más, el último tercio de película no afloja e intenta llevar todas las líneas de acción hasta el límite; tan al límite que el clímax se parece muy mucho a un filme del primer Tarantino. Aunque luego el final elabora un engaño tan increíble que más de uno nos lo tragamos sin rechistar; para que el último plano nos devuelva a la tristísima realidad que el argumento ha evitado abandonar durante todo el tiempo. Me está bien empleado, pero admito que es el broche magistral a una historia con un poso amago difícilmente impugnable. Parásitos es una película que huye de perplejidades pedantes, tiempos muertos o experimentos narrativos; sólo cine directo y desorientador del bueno.



martes, 19 de noviembre de 2019

El impecable Scorsese gansteril (El irlandés)

Pues claro que El irlandés (2019) es la mejor película de gánsters de Scorsese desde Uno de los nuestros (1990), lo es porque no había vuelto ha utilizar ese mismo esquema --con algunas pequeñas variaciones, es cierto-- para contar una historia como esta. La expectación levantada por la campaña de mercadotecnia de Netflix, la sensación de público privilegiado al poder verla antes en sala (un buen efecto colateral que reivindica este canal), el convencimiento de hallarnos ante un filme de un cineasta consagrado, la sensación de final de ciclo (vital y creativo) tanto para el director como para los actores protagonistas... Todo se conjura para hacer el El irlandés el estreno que productores y público esperan, y también --claro que sí-- una firme candidata a los Oscar gracias a la misma distribución combinada que Netflix se sacó de la manga para Roma (2018) y que augura una futura pauta de estreno para determinados títulos «estelares».

Poca cosa se puede añadir ya sobre el El irlandés que no suene a réquiem, a compendio de una filmografía, a exhibición de actores en lo mejor de su declive: de Niro, Pacino, Pesci y Keitel se mueven en su elemento (el de sus mejores años) en el océano de la ficción gansteril que ha cimentado la fama de Scorsese. Es evidente que el director les permite lucirse y demorarse en sus réplicas, brillar gracias a su propia técnica interpretativa en momentos estelares e indudablemente pactados. Scorsese, por su parte, tira de lo eficaz conocido, de ese estilo narrativo que él solo se ha inventado a partir de una sólida herencia clásica y grandes dosis de ingenio propio, y que se ha convertido en un modelo a aspirar/imitar cuando se trata de acción y de tensión. No falta de nada: la voz en off de un narrador omnipresente, el gran flashback que resume el auge y caída de un testigo privilegiado de un tiempo (finalizado en el momento de contarlo), breves y fugaces digresiones para presentar un personaje que aparece de pronto (un recurso que acelera la narración y que ya es, indudablemente, una seña de identidad del estilo cinematográfico contemporáneo), la ausencia total de prolegómenos y elipsis para presentar la violencia (siempre directa y fugaz, como si no hubiese tenido lugar, inundando de crueldad la pantalla durante unos segundos), la banda sonora (omnipresente en segundo plano excepto cuando el estilo directo debe tomar las riendas del relato). Todo se consume con deleite, sin respirar, dejando fluir la historia, a la velocidad de crucero a la que nos tiene acostumbrados este hombre.



En definitiva, nada que objetar a esta obra de madurez experta y sin fisuras; excepto quizá la grieta que se le abre en los últimos minutos del filme, un tanto fuera de sitio, marcada por una lentitud expositiva inhabitual, apenas aportando detalles en información relevante para una historia que hace rato que ya lo ha dicho todo. Con todo, El irlandés no es un guión ni una aproximación a un género completamente nueva, ni le da la vuelta a algo que su autor ha establecido en títulos anteriores; simplemente, Scorsese vuelve a rodar la película que sabe hacer a la perfección. Así que te doy las gracias, Martin, por esta nueva incursión en un tema y un formato que dominas como nadie y al que has aportado --como Coppola en su momento-- una marca genérica que tardará años en ser revisada. Y así, sin respirar, igual que se ve El irlandés, esta crítica se ha acabado...



miércoles, 13 de noviembre de 2019

Recuperar el lugar que creías buscar (Pequeñas mentiras para estar juntos)

Ya lo he escrito en este mismo blog unas cuantas veces: de pronto unos personajes traspasan su mera función en el relato y los espectadores queremos saber más de ellos. Cuando eso pasa cualquier excusa es buena para volverlos a encontrar en la pantalla, descubrir cómo les ha ido durante el tiempo en que sólo tuvimos un breve fragmento de sus existencias para imaginar y especular. Que unos seres de ficción rompan esta barrera no es habitual ni sencillo, no existe una fórmula o unos ingredientes con lo que se pueda asegurar el éxito. Es como la amistad: está influida por el azar más de lo que queremos creer o admitir. Y entonces, estrenan Pequeñas mentiras para estar juntos (2019), la segunda parte de Pequeñas mentiras sin importancia (2010) y mi ansiedad --y la de muchos otros espectadores-- se dispara. Ahí están de nuevo a todos juntos, dispuestos a hacernos pasar un buen rato, a recrear las reuniones de amigos, a vernos reflejados en ellos; pero también que sus vidas nos expliquen cómo podría ser la nuestra, facilitarnos una especie de diagnóstico generacional, una pauta, qué se yo... Nos caen bien y nos fiamos de ellos.

No es que la primera película pidiera a gritos una secuela, o el guión dejara entrever bien a las claras que la habría, ha sido más bien la apuesta segura por unos personajes que el público hizo suyos, identificándose en sus contradicciones y en unas cuantas situaciones mísero-domésticas. Y además mantiene el contrapunto humorístico, y temas vitales (la muerte, el egoísmo, los hijos, el amor...). En definitiva, un filme redondo que ahora Guillaume Canet --director y guionista de ambas-- se atreve a prolongar con mínimos cambios.



De entrada, el lugar donde transcurre la acción es el mismo, pero cambiando la estación del año (ahora es otoño) y la excusa argumental también (todos pasan juntos unos días de vacaciones para reencontrarse). Además, los conflictos son prolongaciones/variaciones de los que ya planteaba la primera parte: relaciones nuevas y las secuelas que han dejado las anteriores, la inmadurez que nos hace creer que aún son jóvenes, la insatisfacción permanente, la resistencia a acatar ciertos adocenamientos y rutinas, el temor a quedar sepultados bajo los peajes de la crianza de los hijos... Y por último ciertos detalles que son difíciles de captar sin haber visto la previa (sobre todo uno casi al final). Lo que sí ha cambiado es el registro del relato: ya no son los hombres y mujeres imperfectos y egoístas que acababan aceptándose y aceptando a los demás, sino arquetipos de la tragicomedia clásica: representantes de una generación que busca encontrar su sitio, casi en los estertores de la adultescencia; tener la certeza --ingenua, ilusa, imposible-- de haber encontrado el lugar que la vida les reservaba, el que imaginaron de jóvenes, el que creen haber conquistado.

Amores diferidos/anunciados, emoción incontenible por recuperar lo que se dejó escapar, balance vital, bienestar por no tener que encarar la vejez sin un amor. Todo en Pequeñas mentiras para estar juntos se conjura para tranquilizar nuestras conciencias: nuestros adorados personajes tendrán una buena vida (¿un sucedáneo de la que creemos merecer?). Canet ha querido dejar bien atado el porvenir de sus protagonistas: sus hijos no les odiarán y mantendrán el contacto, estarán rodeados de las personas que eligieron (más antes que ahora) y, en definitiva, serán felices a la reconfortante manera que establecen las reglas del género cinematográfico del que han salido. No estamos ante un filme aburrido, pero uno echa de menos la intensidad, la crítica sutil: no conmueven igual los nuevos hitos dramáticos que marcan el guión (recuperar el instinto dormido, superar traumas, descubrirse a base de momentos definitorios...) todo demasiado codificado por el género. No es una secuela redonda, pero como rendido fan de Pequeñas mentiras sin importancia estoy dispuesto a defender sus contadas virtudes.


domingo, 3 de noviembre de 2019

El milagro laico del nuevo Cándido (Lazzaro feliz)

Filme de claras resonancias religiosas que se ha paseado por festivales de todo el mundo recogiendo premios y nominaciones, Lazzaro feliz (2018) --escrita y dirigida por la italiana Alice Rohrwacher-- presenta una historia sólida, a veces desarrollada de forma errática, en ocasiones con un punto cargante, cuyos acontecimientos, sobre todo determinadas escenas, dejan al descubierto una intensa carga crítica. No en forma de alegato apasionado, ni sugerido a través de algún recurso de la narración, sino por deducción lógica del espectador. No es un filme pedante ni complicado, pero su aire de fábula autoconsciente no ayuda a lograr que parezca una historia redonda o un asunto incómodo.

«Los seres humanos son como los animales, si los liberas pasarán a ser conscientes de su condición de esclavos y los condenarás al sufrimiento. Ahora [como esclavos] también sufren, pero no lo saben». Este diálogo es la piedra angular sobre la que se sostiene toda la película; se lo suelta la marquesa a su hijo, temeroso de una rebelión de los aparceros que mantiene esclavizados en su finca. Esta mujer les que hace creer que están aislados desde que el río cortó la única vía de comunicación con el exterior (en realidad de esa inundación ya hace años y no es un obstáculo para abandonar la zona, pero así los mantiene bajo su dominio). Así, la única forma de sobrevivir que le queda a esa gente es trabajar en la plantación de tabaco de la marquesa a cambio de nada. En realidad, la afirmación de la marquesa es cierta porque sus esclavos han sido engañados y/o no han conocido la libertad, por lo que no hay que temer una rebelión que rompa con el estado de cosas que reina en la finca. Lo que explica la película es que sí hay una manera, impensable para ambas partes: la actitud de Lazzaro.

Lazzaro es un ingenuo absoluto, pero con una inclinación natural e inagotable para hacer el bien: siempre dice que sí, nunca se queja, ayuda a todos, hace lo que le mandan (aunque sea una injusticia o un abuso). La marquesa cree que esa es la clave para que la cadena de la explotación funcione: siempre hay alguien por debajo del que aprovecharse: la marquesa de los aparceros, los aparceros de Lazzaro... Pero, ¿y Lazzaro? ¿A quién explota? La marquesa cree que hace lo mismo que el resto, y ahí es donde Rohrwacher inserta su fábula, a medio camino entre la bienaventuranza catolicista y la ética política más actual.



Tras una primera parte dedicada a presentar a los personajes y el conflicto, en la segunda la narración adopta ese formato de parábola moralizante, quizá la única concesión que se permite la directora para hacer aún más obvio el significado de su película (Lazzaro exhibe el mismo poder que el personaje de la Biblia). Este paralelismo religioso arruina parte de la crítica política que destila la historia: una vez liberados de su exclavitud, sucede exactamente lo que vaticinaba la marquesa. Sin este detalle milagrero Lazzaro feliz funcionaría a la perfección como carga de profundidad contra los fundamentos de nuestra sociedad.

¿Significa eso que es preferible vivir como esclavo? En absoluto; lo que la película expresa es una idea devastadora: debemos desconfiar de la bondad en estado puro, esa que se muestra en el día a día sin pedir nada a cambio y llevando a la práctica lo que dicta la doctrina católica; porque si todos nos comportaramos igual sería imposible la existencia misma de la sociedad. Es preferible conformarse con un sucedáneo hecho de buenas intenciones e intereses egoístas no revelados/admitidos. Esa es la bondad imperfecta --compatible con la vida en sociedad-- que puede permitirse el ser humano. Una historia capaz de expresar todo esto a partir de un relato sencillo y cotidiano se merece sin duda el premio al mejor guión que recibió en Cannes.