martes, 20 de febrero de 2024

Dilema entre un incuestionable principio de progreso y el distanciamiento como ficción (Creatura)

Es difícil que el segundo largometraje de Elena Martín deje indiferente a quienes lo vean: no solamente por su estilo directo y su descripción crítica de un mundo patriarcalizado, sino por la valentía al mostrar ciertas situaciones que los hombres de mi generación --y bastantes de las que han llegado después-- no sólo reconocemos de primera mano, sino que hemos comprendido su significado e implicaciones con décadas de retraso, y sólo gracias a una modificación desde fuera de nuestro marco mental de relaciones entre géneros (del que no hemos querido ni enterarnos que era profundamente injusto, desequilibrado y repleto de dobles raseros). En corto y claro: bastantes veces, durante buena parte de nuestra vida, nuestros actos, palabras y actitudes, han sido parte del problema. En mi caso, el cortometraje de la misma directora --Suc de sindría (2019)-- logró desplazar mi centro de gravedad conductual y ampliar el foco en temas como las tremendas secuelas de una violación, su complicada digestión para la víctima y sus seres cercanos, y los posibles abordajes desde el acompañamiento. Siento que Creatura (2023) enlaza y amplía el ámbito sociológico con esa obra anterior en lo que se refiere al desconocimiento general del punto de vista femenino sobre el mundo que exhibimos los hombres.

Y sin embargo, no es ese el vértice argumental de la película, sino más bien escarbar en el iceberg oculto de la afectividad y el deseo femeninos: emotividad, atracción, bloqueos (auto)impuestos y/o provocados normalmente por la parte masculina de la humanidad. Un objetivo ciertamente ambicioso y abstracto que la película concreta en la biografía de Mila, una mujer que rebusca en su adolescencia y en su niñez respuestas al estado actual de sus deseos contradictorios (a veces inexplicables hasta para ella misma). ¿Por qué de pronto no quiere follar con su pareja? ¿Por qué le cuesta un esfuerzo mantenerla a su lado? ¿Por qué brotan de pronto otros apetitos al margen de las convenciones sociales? ¿Y por qué todo ello parece estar relacionado con una reacción cutánea que padece desde niña? La película nos sirve para acompañar a Mila en esa inmersión (metafórica y literal, como comprenderemos más adelante) para saber quién es realmente, qué le sucede y dónde se localiza el origen de su desajuste.


Creatura no se presenta a sí misma como una teoría universal, ni siquiera como un manual recomendable para uso escolar; es simplemente la exposición de un caso individual, quizá un esquema sobre el que extender y encajar otros más complejos. Lo importante es que la historia funciona como un posicionamiento. El hecho de que la propia Elena Martín la protagonice refuerza esa idea, pero sobre todo su interpretación física y desacomplejada hace pensar que algo tiene de testimonio y catarsis personal. Entre estos dos extremos se mueve la historia de Mila: sugiriendo causas, peligros y fracasos que deberían servir para ella o para muchas otras mujeres, quienes podrían verse reflejadas en determinadas situaciones y tiempos. Es un esquema simple pero eficaz, muy signo de los tiempos ideológicos que corren, que tiene la virtud de no decantarse por el dramatismo sentimental, la abstracción simbólica, la reivindicación mítica o ese realismo mágico tan caro a esta generación de cineastas milenials.

El fragmento de la Mila adolescente --interpretada por una prometedora Clàudia Malagelada-- es el que contiene la denuncia más potente del filme: la contradicción irresoluble a la que se enfrentan todas las chicas, obligadas a disfrutar de su sexualidad sin complejos pero sin dejar de parecer buenas niñas, sin dar motivo a habladurías por su promiscuidad. Luego, las que se pliegan a las presiones de los chicos (pajas, mamadas, penetración) ya no se quitarán de encima la etiqueta de guarras o facilonas, esas a las que uno puede coaccionar hasta conseguir lo que quiere. Estas chicas han vivido (y viven aún) una esquizofrenia social absoluta entre el ambiente familiar y el de su grupo de edad, en la que, por si esto no fuera suficiente, el aterrizaje en los noventa del MSN Messenger vino a complicar las cosas bastante más.

En cambio, los hitos que completa Mila en su camino hacia el conocimiento de su situación resultan bastante reduccionistas desde el punto de vista narrativo (imagino que para que puedan ser mostrados mediante imágenes, sin diálogo, lo suficientemente alegóricas). Se deduce enseguida que la cosa no irá por el lado de los traumas violentos ni las enfermedades que acaban reconciliando a las partes en conflicto, pero queremos llegar al fondo y saber las causas materiales. Y entonces se abre el tercer hilo argumental (la infancia de Mila), donde se aporta una explicación, tan ingenua como inequívoca para la película, y resulta que los resultados llegan de forma rápida y rauda, sin apenas obstáculos o inconvenientes. A partir de esa revelación, devuelta la historia al presente, y tras una catarsis en la que Mila reconstruye su red de apoyo femenina (su madre básicamente), todas las piezas de su vida encajan en una sinfonía de bienestar. Y ya está, apenas queda tiempo para digerir el final, el más probable que se podía anticipar, el que sin duda reconfortará a las audiencias convencidas de antemano. Voy a ser tan rotundo como sincero en mi valoración final: Creatura me pareció antes que nada una reversión exagerada del drama hitchcockiano Marnie, la ladrona (1964), aderezada con una carga más potente y coherente de teoría freudiana, pero sin preocuparse demasiado por sus efectos sobre el relato.

viernes, 9 de febrero de 2024

Ninguna película como ésta será la última, nunca (20 días en Mariúpol)

Otro testimonio cinematográfico, otra persona que arriesga su vida para ser testigo de la muerte de aquellos cuyas vidas ya no importan, otra explosión de dolor arrojada sin destilar ni diluir sobre las audiencias, que verán la película y quedarán devastadas por sus imágenes, por asistir levemente incómodas a la desaparición silenciosa de inocentes. La muerte es un suceso tremendamente trascendente, y sin embargo no hay señales que la anuncien, ni viene rodeada de ningún tipo de fenómeno físico singular ni especial. Una existencia termina igual que las demás. No es algo único e irrepetible para cada ser humano, es un hecho biológico universal que nos hace indistinguibles unos de otros por mortales. En tiempos de paz quizá podamos revestir el momento de homenaje y de sentimientos; pero en las guerras es una perversa producción industrial: uno detrás de otro, sin reconocimiento, sin tiempo de reacción. Y los informativos que dan cuenta de ellas lo mismo: diez segundos, lo justo para que no duela, y a otra cosa. Sin embargo, la muerte anónima, captada por una cámara en plano sostenido, empleando el mismo encuadre que podría servir para una barbacoa de amigos, muestra a un recién nacido al que los médicos intentan recobrar para una vida que ya no existe. Entonces resulta que casi molesta, y deseamos apartar la mirada, pero no podemos. Luego vemos unos padres sentados en unas sillas, con las miradas bajas pero pendientes de un sonido que no llega, sin saber siquiera cómo prepararse para lo que les caerá encima cuando el médico pronuncie las palabras. 20 días en Mariúpol (2023), pero han sido y serán muchas más.

El periodista de Associated Press Mstyslav Chernov (el último corresponsal extranjero en abandonar el cerco de Mariúpol antes de la entrada de los rusos) ofrece en 20 días en Mariúpol una crónica tremendamente cruda por su simplicidad y su estilo directo. No hay intentos de reflexionar sobre el conflicto, ni entrevistas a personas al mando; es una mezcla de crónica diaria del aplastamiento de una ciudad y de todos sus habitantes y de la obsesión por conseguir cobertura para enviar lo grabado al mundo. No necesita planificar nada: la simple sucesión de los días es suficiente para armar una narración que se impone e inunda la pantalla. En medio, la prueba de que esas mismas imágenes son las que vimos por televisión o internet en aquellos primeros días de la guerra de Ucrania, donde Chernov y su cámara eran el único ojo con el que asomarnos a toda aquella destrucción. Es como si ese periodista, a quien el azar ha situado en medio de la exclusiva con la que sueña su oficio, necesitara convencerse de la bondad de su propósito: grabar el dolor, el horror, el desamparo, el abandono de una población. A veces el altruismo se manifiesta en condiciones extremas.


Ahora es la guerra de Ucrania, pero antes fue Beirut en Vals con Bashir (2008), Sarajevo en Good night Sarajevo (2014) o Alepo en Para Sama (2019), eso sin contar las crónicas revestidas de ficción que buscan componer un relato de causas y consecuencias, de verdugos y víctimas. Y lo peor es que ya podemos estar seguros de qué tratará el siguiente documental de este estilo: la ruina incalculable que está provocado Israel en Gaza (que costará décadas revertir si en algún momento la paz consigue abrirse paso). Para este país no hay sanciones económicas ni expulsión de competiciones deportivas, tan solo fariseos deseos de alto el fuego y poco más. El doble rasero de la política occidental más al descubierto que nunca.

La cosa es que 20 días en Mariúpol, por muy desagradable que pueda resultar, habría que enseñarla a todos los estudiantes de todos los bachilleratos de Europa y EE UU (aunque haya padres que pongan el grito en el cielo), y luego ofrecerles el contexto de un conflicto que dura más de medio siglo, pues no sirve de nada conmoverse sin saber qué historias hay detrás de tanto sufrimiento. Como dice el periodista David Beriain: el dolor es como un gas; por muy pequeño que sea, tiende a ocupar todo el espacio. Y entonces irrumpe el silencio, y hace falta mucho valor para seguir grabando.

Este texto exhibe la contradicción más absoluta: escribimos para decir que la escritura no puede dar cuenta del sufrimiento y la injusticia extremos. Y sin embargo, seguimos poniéndolo por escrito...

miércoles, 7 de febrero de 2024

La quiniela de los Oscar 2024 de Sesión discontinua

La edición 96 de los Oscar se presenta animada por polémicas varias, pero sobre todo por un buen nivel de competición: muchas y buenas películas que merecen la pena, de diversos géneros y formatos, con temas clásicos y arriesgados... Como es habitual, la Academia intenta abarcar todo el espectro con títulos, directores e intérpretes europeos, añade la sensación del año (sea de la nacionalidad que sea) y los éxitos populares que han arrasado en taquilla; la diferencia con otros años es que el cine europeo, la sensación del año y los taquillazos exhiben todos un gran nivel y habrá mucha competencia. Oppenheimer podría ser la ganadora de la noche, y el esperado reconocimiento para Nolan, un director que se ha labrado una gran reputación técnica y de rendimiento económico con una gran filmografía; mientras que, al otro lado del cuadrilátero, las nominaciones para el experimento más original y reivindicativo del feminismo --Barbie-- se han saltado dos categorías (una coincidencia tan escandalosa como reveladora): actriz protagonista y directora (es un hecho: Hollywood no traga a Greta Gerwig. Pues mira, mejor, así acrecienta su mito de cineasta de éxito y a la contra). La zona de interés, por su parte, se ha colado en cuatro categorías mayores: por la elección del tema, su eficaz tratamiento formal y el original literario en la que está basada. La contundente Sala de profesores puede ser la única que le haga sombra, o que La sociedad de la nieve de Bayona se lleve el gato al agua y se le reconozca definitivamente como uno de los directores españoles de mayor proyección internacional. La verdad es que este año el premio a película internacional es un repóker de altísimo nivel.

A quien yo tengo atragantado es a Lanthimos (de cuyo cine opino lo mismo que Isabel Coixet: se le pueden aplicar simultáneamente y sin contradicción los adjetivos de insoportable y fascinante), que en pocos años le ha sabido tomar la medida a la industria y hacerse un hueco y un prestigio que me suena más a moda que a consagración. La cosa es que Pobres criaturas ha logrado once candidaturas, y desde luego es uno de los títulos que más atrae a audiencias que no suelen decantarse por este cine iconoclasta y barroco. En cuanto a Los que se quedan de mi admirado Payne, espero y deseo que se lleve algo, especialmente Paul Giamatti, que ya se viene mereciendo un Oscar. También espero que American Fiction se haga con algún premio, así como el devastador documental 20 días en Mariúpol. Y, por supuesto, Robot dreams de Pablo Berger, que se ha colado entre los finalistas a mejor filme de animación tras haber triunfado en los premios del cine europeo, lo que significa que no es una sorpresa ni una casualidad.

Debo admitir que para esta edición me he preparado a fondo, no para acertar el máximo de categorías, como al parecer hace algun@, sino tachando de mi lista unos cuantos títulos nominados. Aunque no gane ni quede entre los mejor clasificados (de hecho, esa es mi pauta habitual), pues al menos me he llevado a la retina buenos momentos de cine. El resto, lo sabéis de sobra: comparte, vota, juega, reta, diviértete y sigue visitando este sitio del cine, en su sitio.

jueves, 1 de febrero de 2024

Espectáculo y diversión sin normas, límite, criterio ni consecuencias (Argylle)

El arranque de Argylle (2024) no puede ser más absurdo y ridículo, aunque luego descubramos que tiene una justificación argumental y narrativa. Aun así, la cosa es que, a medida que avanza, resulta que la historia no se separa demasiado del tono de parodia que dilapida de entrada. Lo que sí sabe de fijo cualquiera que vaya a verla es que el objetivo casi único de la película es dejar a las audiencias con la boca abierta a base de efectos increíbles, situaciones risibles por grotescas, generosas dosis de escepticismo cool y un buen puñado de lugares comunes propios de un género que su director --Matthew Vaughn-- conoce a la perfección. No por casualidad lo ha petado con sendos largometrajes protagonizados por unos personajes paródicos e hipertrofiados que no son más que una deformación freudiana del arquetipo envarado y patriarcal de James Bond: Austin Powers y Kingsman. De modo que aquí viene de nuevo Vaughn con ganas de dar un giro (leve, bastante leve) al tipo de filme que mejor se le da y que, a base de repeticiones y de variaciones, ha exprimido hasta dejarlo prácticamente seco.

La principal novedad es que esta vez Vaughn incorpora varios elementos de una trama romántica convencional dentro de un guión bastante más trabajado que sus anteriores filmes, repleto de giros más o menos previsibles dos minutos antes de que sucedan. Y para dilatar el efecto de estas bruscas revelaciones, cada escena se culmina con una formidable exhibición de acción a raudales y peleas coreografiadas digitalmente por los técnicos de Apple (coproductora de la película).


Y así va pasando la película, señora jueza: de sobresalto en sobresalto, proporcionando entretenimiento y fascinación a raudales. Una mención sobre el reparto antes de terminar: todos están rematadamente sosos y/o demuestran limitaciones interpretativas para una comedia alocada como esta. Todos excepto uno, al que yo desde luego no tenía en mi carpeta de actores con lado superficial y divertido: Sam Rockwell. Ofrece el recital de gestos, caras y tonos que exige su personaje, y lo hace sin caer en la parodia o la exageración. Es el único que, de verdad, consiguió que entrara en una película tan imposible y exagerada como Argylle.