jueves, 8 de diciembre de 2022

Desajuste personal, amargo retrato social (El nadador)

Único filme destacable en la filmografía de Frank Perry --que llegó a nominado al Oscar por su debut en la dirección: Elisa (1962)--, hace que aún resalten más los méritos de El nadador (1968), y que todavía hoy mantiene vigentes en buena parte. Adaptación de un breve relato de John Cheever, el filme extiende con inteligencia los personajes y los temas que apenas quedan apuntados lo justo en el original literario de 1964 y, de paso, despliega una intensa mirada crítica sobre la sociedad de su tiempo. Y también, por qué no, alguna que otra previsible concesión comercial.

Un hombre, de quien no se nos facilita ninguna información previa, decide una tarde que regresará a su casa siguiendo el imaginario río que formarían las piscinas de la urbanización donde vive; en lugar de vestirse y regresar por los caminos normales, atajará campo a través y nadará un largo en todas las piscinas por donde pase. El texto de Cheever se limita conscientemente al torrente de pensamientos y actos de su protagonista, Ned Merrill (interpretado por un gran Burt Lancaster), mientras que la película --en parte obligada por los condicionantes narrativos del medio-- reconstruye con habilidad un pasado que vamos intuyendo a medida que avanza la historia. Y es que Ned conoce a todos los dueños de las piscinas por donde pasa, y en cada visita piscinil obtenemos algo más acerca del enigma que le rodea.


Y aunque ambos relatos ocultan debidamente el desenlace, lo cierto es que se anticipa sin demasiados problemas. En ese mismo camino, Ned obtiene (obtenemos) una cruda disección de un fragmento de su vida, con el que se supone que debemos empatizar: por sus motivos, por su displicencia en el trato con sus vecinos (descaradamente falsos, egoístas y superficiales), por el vitalismo hedonista con el que a ratos actúa ante la antigua niñera de sus hijas (y por la que no se atreve a admitir que le atrae sexualmente). No hay causas que expliquen sus reacciones, sus palabras ni su determinación absurda de nadar en todas las piscinas a su paso; tampoco revelaciones acerca de su aparición en el punto exacto donde arranca la película y precisamente en bañador. Ese es quizá el mayor acierto del cuento de Cheever. La cosa es que, la película, al respetar también esta premisa, es capaz de eclipsar y hacer olvidar al espectador el verdadero enigma de la historia, afanándose en destacar a cambio la verdadera personalidad de Ned a través de las tiranteces de cada encuentro con sus vecinos (amigos, enemigos, examantes, semidesconocidos excéntricos).

Es en estos detalles donde el tiempo no ha logrado hacer mella en El nadador. Quizá también tenga que ver el hecho fortuito de que la terminara Sidney Pollack (sin figurar en los créditos), tras abandonar Perry el rodaje por una bronca estilístico-estética con los productores, y que se convertiría en el primer largometraje importante de su filmografía. Pero el principal mérito del filme es sin duda el aspecto moderno que aún exhibe; no sólo por el tema (ciertamente poco habitual en el gazmoño cine comercial estadounidense de la época), sino por la mirada nada complaciente hacia lo propio, por ese estilo entre experimental y subjetivo que logra gracias a la fotografía y a unos encuadres nada convencionales.

El nadador es una historia que pide a gritos una nueva versión cinematográfica, donde los avances en cuanto a contexto social y ético, punto de vista y recursos novedosos podrían dar una vuelta de tuerca a la brillante anécdota original. Ya no sería solamente una andanada contra las (hoy venidas a menos) clases medias, sino también repleta de enfrentamientos generacionales y de cortocircuitos tecnológicos originados en una mala digestión de las redes sociales. Un popurrí que se mostraría a base de nuevos comportamientos, nuevas formas de relacionarse, de amarse, de ningunearse...

sábado, 19 de noviembre de 2022

Salir (Un año, una noche)

Aunque no me gustan sus textos, comparto la etiqueta que Carlos Boyero le dedica a la filmografía anterior a 2022 de Isaki Lacuesta: experimental cansina obra. Nunca sus filmes me atraparon con sus sutilezas estilísticas y temáticas; más bien me desesperaba tanta contemplación en busca de instantes captados por la cámara (imprevistos o provocados por el guión o la producción, tanto da) que expresaran mucho más de lo que mostraban. Pero la cosa cambia cuando de pronto Lacuesta se atreve con la adaptación del libro de Ramón González Paz, amor y death metal (2018), que ha trabajado minuciosamente junto con Fran Araújo e Isa Campos (muy interesante guionista que ahora se encuentra además en pleno salto a la dirección) que les llevó casi dos años. Pensé que esta vez el tema era lo suficientemente contundente, universal, polémico, delicado e incandescente como para provocar un cambio de registro radical a su director. Y así ha sido con Un año, una noche (2022).


En esta película, la narración y los recursos están debidamente supeditados al contenido, sin intentar eclipsarlo, pero sobresaliendo lo suficiente como para dejar bien claro que detrás hay una finalidad, un deseo de mostrar algo de una manera propia (básicamente, una teoría sobre la superación), apoyándose en el argumento (y no al revés). De entrada, la película, levanta una serie de apuestas que consiguen captar la atención sobre ella (en esta entrevista a su director tienes una buena declaración de intenciones): la más importante, que el cine español se atreve con un suceso que la propia Francia todavía no ha tenido el valor de encarar desde la ficción; las elecciones artísticas y técnicas sobre la violencia (totalmente acertadas respecto al tono y al estilo de la historia); los cambios introducidos sobre el original literario y, por último, el deliberado desorden temporal de los acontecimientos, que impiden que el espectador se acomode en el típico drama cronológico que trata de ordenar y presentar un suceso al que muchos se acercan por simple morbo o anhelo de espectacularidad (casi nunca por un interés social o humano).



La pareja protagonista (presente en la sala Bataclán de París aquel fatídico 13 de noviembre; en el filme recreada en el Apolo de Barcelona) personifica cada cual dos caminos diametralmente opuestos a la hora de afrontar lo sucedido, y que afecta de forma diferente e inevitable a ambos, incluyendo su trabajo, amistades y, por descontado, su relación como pareja. Todos esos niveles, junto con el antes y el después del atentado, son los que facilitan y justifican los constantes saltos hacia adelante y hacia atrás de la narración; buscando --provocando-- contrastes, revelando zonas oscuras, situaciones incómodas, incomprensiones, pensamientos difícilmente verbalizables ante otros seres humanos. A pesar de tantas dificultades, de tantas oportunidades para la pedantería o la banalización, Un año, una noche no se deja tentar por lo fácil ni pierde el pulso en ningún momento.

Resulta llamativa esa necesidad que tenemos los occidentales de procesar racional y/o narrativamente el sufrimiento, el dolor infligido por desastres sobrevenidos y violencias irracionales y terriblemente crueles. Ese intento de explicar los recuerdos, las obsesiones, pero también de desplegar el proceso interno que nos lleva a explicarnos nuestras sensaciones, sentimientos, perplejidades y reacciones. Lo hemos visto en el cine muchas veces, aunque esta vez Isaki Lacuesta ha encontrado un buen punto medio entre experimentación y comunicación para dar un salto adelante como cineasta y, de paso, ofrecernos un gran fragmento de cine.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Dejar la cámara y enfocar donde pocas se han atrevido (El acontecimiento)

Gracias al premio Nobel de literatura 2022 concedido a Annie Ernaux y, por supuesto, al León de Oro en Venecia, la cosa es que El acontecimiento (2021) de Audrey Diwan ha experimentado una increíble y merecida expansión/prolongación de su carrera comercial, espoleada por varios e importantes factores: experiencia femenina de primer orden, contundente y bien planteada denuncia sociopolítica y --especialmente para las audiencias que se acercan a este cine no-mainstream por motivos no cinematográficos-- una narración que no desplaza la cámara hacia otro lado cuando llegan esos momentos en los que todos sabemos que miraremos hacia otro lado (literal y metafóricamente).

Como me empeñé en leer primero el libro (en realidad un relato breve de menos de 60 páginas), no puedo limitarme a inventariar los aciertos y desmerecimientos de la adaptación cinematográfica. Y por la misma razón no me resisto a medir la distancia entre lo literario y lo cinematográfico. Ernaux escribió El acontecimiento hace 22 años porque se le imponía esa necesidad mientras escribía otro libro. Así que lo abandonó y recuperó el dietario que escribió en 1964 (cuando quedó embarazada y supo desde el minuto uno que no quería ser madre en aquel momento de su vida) para espolear y ordenar sus propios recuerdos sobre un episodio tan natural como impugnador de una sociedad cobarde y patriarcal.


En el libro, Ernaux compone una escrupulosa cronología de todos los recuerdos y evidencias que puede reunir de aquel proceso. Y lo mismo hace la película, marcando con rótulos el paso agobiante de las semanas. Aunque lo más valioso es --aparte de lo que cada cual extraiga de la lectura-- ver cómo queda retratado su entorno de amigos y compañeros, permitiéndonos comprobar dos cosas: que aquellos años no eran tan modernos y que debemos poner en valor de ciertos logros legales respecto al aborto y la tolerancia social. Y es que, salvo excepciones, la inmensa mayoría de las personas que accedían al secreto de Annie se desentendían, la sermoneaban, la juzgaban o trataban de aprovecharse de ella. Aun así, fue tan fuerte su determinación que intentó seguir adelante con su vida como si nada (como mucho incorporando una serie de intentos más o menos serios o eficaces para librarse del feto). Si sorprende o escandaliza no es por lo que ella nos cuenta, sino por el retrato de un mundo que no reconocemos a pesar de tenerlo apenas a una generación de distancia.

Y aunque la adaptación también se ha llevado premios, no la encuentro tan meritoria, casi por los mismos motivos que Drive my car (2021): incorpora demasiados elementos para hacer el guión mucho más lineal y llevadero, eliminando de paso algunos aspectos que podrían resultar chocantes o hacer menos maniqueo y reivindicativo el resultado. De manera que ahí está el típico grupo de amigas (en el libro no lo son para nada), un entorno hostil perfectamente delimitado (en el libro tampoco lo es) y unos médicos claramente paternalistas e insensibles (en realidad son ambiguos y hasta compasivos). Encuentro incluso que hay un exceso didáctico al intentar explicar ciertas escenas con un lenguaje actual, cuando claramente en los sesenta nadie manejaba ciertos conceptos (la conversación entre Annie y uno de los médicos que vista); o también situaciones (inexistentes en el libro) que sólo sirven para reivindicar un cierto aspecto moderno (una chica masturbándose delante de sus amigas). Demasiadas concesiones a la reivindicación política y a nuestro marco mental.

Sin embargo, todo esto no resta valor al filme, porque lo apuesta todo a una carta ganadora: dejar la cámara donde prácticamente nadie se ha atrevido a dejarla (y aun así lo hace con delicadeza): en el acto médico clandestino del aborto en sí (rodado en plano continuo) y el momento culminante que todos sabemos que sucederá, en la soledad de la residencia de estudiantes (la experiencia real de la autora, la que relata en el libro, es bastante más cruda que en la película). Aunque sólo sea por estos dos momentos, merece la pena ver y recomendar a todo el mundo El acontecimiento.

Ha sido necesario que por fin las mujeres se hayan lanzado a contar --a llenar con-- libros, canciones, películas y toda clase de testimonios sus vivencias acerca de sus cuerpos y los sacrificios que sobre ellos exigimos y ejercemos los hombres, para que tengamos la oportunidad de dar un salto hacia delante y ponernos a su altura. Y es que, como dice la canción, nunca se para de crecer, nunca se deja de morir.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Cartesiana, pulcra, directa, repulsiva... necesaria (La conferencia)

Matti Geschonneck es un veterano cineasta nacido en la extinta República Democrática Alemana con una dilatada carrera televisiva a sus espaldas y dos únicos largometrajes que han pasado rápidamente a estar disponibles en plataformas de streaming. Dos títulos totalmente volcados en el género histórico-político de su país: En tiempos de luz menguante (2017) --sobre los días previos a la caída del Muro de Berlín y las miserias de una ideología y un mundo agonizantes-- y La conferencia (2022), que se ha estrenado este año.

El 20 de enero de 1942, se reunieron en Berlín ministros y militares nazis para debatir (en realidad para que éstos últimos arrebataran a los primeros las competencias que tenían que ver con todas las cuestiones judías) los pormenores de la estrategia de la «Solución Final», que casi un año antes había ordenado Göring (sin concretar demasiado), y dos años después del fracaso de la Operación Madagascar ideada por Eichmann (presente en aquella reunión, ejerciendo de técnócrata sobre el terreno) que planeaba hacinar a todos los judíos europeos en esa isla del Índico.


La película se extiende prácticamente durante el mismo tiempo que dura la reunión y, aunque no está rodada en continuidad temporal, apenas hay saltos en los acontecimientos. El guión se las apaña para ir presentando a los diferentes asistentes con celeridad y para dosificar debidamente las revelaciones del argumento, evitando que el espectador se pierda y adquiera de paso algo de contexto sobre un acontecimiento que sin duda la mayoría de audiencias desconoce. En cuanto al estilo, para no caer en el aburrimiento ni en el cliché, el director va tanteando diversos efectos de montaje que puntúen dramáticamente los momentos culminantes. Todo ello con una pulcritud y una eficacia admirables, sin necesidad de ahondar en digresiones sentimentales ni licencias narrativas o argumentales. Todo lo que se muestra es plausible, podría haberse desarrollado tal como se narra, y el efecto de las escenas se logra gracias a esa mínima gradación de contenidos y a la contundencia de lo que delatan las palabras.

En definitiva, un filme muy bien realizado a partir de un suceso complicado de ficcionar y que, a la vez, resulta interesante, capaz de condensar en menos de dos horas la esencia de un régimen brutal que se quiso presentar a sí mismo como el guardián de la historia, y que creía actuar con la racionalidad de la filosofía (aria, por supuesto) y el sentido del beneficio y la productividad de las empresas capitalistas. Cuando en realidad no se trataba más que de justificar y ocultar burdamente una teoría política miserable al servicio del terror y la inhumanidad.

lunes, 3 de octubre de 2022

Reconvertir a los hombres inútiles y, además, become woke (Cinco lobitos)

Alauda Ruiz de Aúza debuta de forma muy prometedora en el largometraje con una película que se impone por su naturalidad y su sinceridad. Cinco lobitos (2022) es el resultado de una intensa experiencia de su guionista y directora (y también, casualmente, de su actriz protagonista (Laia Costa en otra gran interpretación, quien, a poco de comenzar el rodaje, había pasado por el mismo tránsito vital). Si de los hombres que debutan en la dirección --estoy pensado únicamente en las últimas décadas-- ya es posible destacar unos cuantos patrones estilísticos y temáticos (ajustes de cuentas con la infancia, cierta experimentación formal con géneros consolidados, minimalismo anecdótico); de las mujeres que inauguran su filmografía al menos detecto uno (el tiempo dejará ver otros, seguro): el relato de una experiencia muy cercana a su condición de mujeres, un posicionamiento (material y/o teórico) sobre el discurso feminista del momento. crónicas de sensibilidades en ambientes familiares y/o nuevas perspectivas para los roles sexuales (y cinematográficos)... Para luego, gracias al éxito y la veteranía, dar el salto a cualquier clase de ficción comercial, indie, experimental o autoral. En esa primera fase ya están perfectamente situadas la propia Ruiz de Aúza, Carla Simón o Leticia Dolera; en la segunda ya estuvieron o están Josefina Molina, Pilar Miró, Isabel Coixet o María Ripoll, en la misma vía de otras cineastas plenamente consolidadas como Kathryn Bigelow, Greta Gerwig o Chloé Zhao.

Hay un texto claro y directo en Cinco lobitos: el desbarajuste hormono-sentimental de las mujeres tras el parto, para el que nadie --ni siquiera sus madres-- les previnieron en alguna tarde de confesiones íntimas; pero también, y sobre todo, una crítica demoledora: la imposibilidad de la conciliación laboral para profesiones liberales (con bastantes dificultades en sectores con convenios más asentados y trabajos más estables). No es un problema de ingresos, mochilas familiares o de organizarse mal. Tampoco creo que los cuidados domésticos no estén mínima o suficientemente valorados en el capitalismo --este es, junto con otras muchas, el argumento de Ruiz de Aúza, que apuesta por mantener viva esa función familiar, garantizada, remunerada y reconocida legalmente--, ya que no creo que lo estén nunca, al tratarse de una decisión y un sacrificio intrínsecamente voluntarios. El auténtico problema, creo yo, es la deliberada ausencia (permitiendo indirectamente el trasvase de la actividad a la iniciativa privada) de inversión en servicios públicos que ofrezcan esos mismos cuidados, los mismos que las familias --tan ajustadas de miembros en estos tiempos de natalidad recesiva-- es imposible que provean. Al ignorar esta realidad, los gobiernos provocan que la maternidad, la crianza y los cuidados queden devaluados, invisibilizados, tensando al máximo las vidas de las personas, como le sucede a Amaia, la protagonista de la película.


Pero también en Cinco lobitos hay un subtexto, más sutil pero igualmente perceptible sin dificultad: los hombres se escaquean todo lo que pueden ante semejante aluvión de dedicación doméstica. Y además se resisten a hacer frente a esos cambios con empatía, sacrificio o sinceridad cuando toca hacer frente, al mismo tiempo, a la crianza de un bebé y los cuidados a una persona mayor. Es lo que les pasa a Koldo y Javi (padre y pareja respectivamente de Amaia), que además de todas esas carencias se revelan como unos inútiles para el management doméstico. Algunos se parapetan en sus derechos adquiridos por edad, otros en el trabajo, en la convicción nunca verbalizada de que los primeros y últimos meses de vida son cosa de las madres y de las hijas; la cosa es que esos hombres no preguntan, no organizan, no escuchan ni hacen frente a los imprevistos. En la película, es esa evidencia lo que convierte a Amaia y a su madre en personas woke: recuperando complicidades y costumbres familiares (como ir al mercado y petar la charleta con las parroquianas) y tomando el mando de la familia... Esa me parece sin duda la aportación más directa y crucial del filme, la que revela mejor que ninguna otra la inequívoca seña de identidad generacional con la que está escrita y rodada. Un hito más en la cadena de logros para las mujeres: derecho al voto, acceso al mercado de trabajo, al aborto, a puestos de responsabilidad, a una vida independiente...

Cinco lobitos cumple con creces dos importantes objetivos, uno cinematográfico y otro personal (como cabría esperar de todo debut prometedor): una nueva embestida, narrada en forma de crónica cercana y sencilla, contra el universo simbólico de privilegios y desigualdades del patriarcado familiar; y ese acostumbrado ajuste de cuentas con nuestra propia biografía que nos suele atrapar a medio camino de la existencia...

jueves, 22 de septiembre de 2022

Las alianzas genéticas (El acusado)

Basada en la novela Les choses humanines (2019) de Karine Tuil, una escritora caracterizada por su tono crítico y social, y coadaptada y dirigida por el actor y director israelí Yvan Attal, El acusado (2021) es, antes que cualquier otra cosa, un ejemplo casi perfecto de cine sociológico que prefiere diluir la narración en beneficio de una cuidada exposición del tema principal.

No solamente por la claridez expositiva, ni por el riguroso orden cronológico de los hechos (incluyendo los lapsos temporales en caso de que la historia dé un salto), sino por lo arquetípico de los personajes y los entrecruzamientos dramáticos (que posibilitan una serie de conflictos cartesianos entre ley y deseo completamente de manual). Es un recurso que el telefilme televisivo de sobremesa y prime time han devaluado profundamente, pero que aquí recupera parte de su eficacia, aunque sea a costa de eclipsar todo lo que suene a dramatización fútil y no a desarrollo ordenado del acontecimiento y sus consecuencias. Enseguida se aprecia que la película busca plantear dilemas, mostrar los detalles del despliegue institucionalizado ante la violación de una menor, buscando exponer carencias, abusos, dilaciones, insensibilidades...; en definitiva, las zonas oscuras o poco conocidas de un proceso delicado y doloroso. El drama queda reducido a las reacciones y ciertas intervenciones de cada personaje: el acusado, los padres del acusado --divorciados pero realineados para apoyar a su hijo--, los padres de la víctima -- él es, para colmo, la pareja actual de la madre del acusado--, los funcionarios, los abogados, los jueces, los que lo ven desde fuera... Todos tienen su momento y aportan elementos para debatir y reflexionar.


¿Y qué se echa de menos en una historia tan ordenada y previsible como ésta? En corto y claro: a los secundarios, esos personajes cuya contribución no modifica lo esencial del planteamiento, pero oxigenan dramáticamente una exposición demasiado literal y lineal de la trama. Demasiada corrección y esfuerzo de contextualización para que al final, el desmenuzamiento judicial del episodio (lo que sucedió la noche de autos) parezca más bien un lejano homenaje a Rashomon (1950) por la imposibilidad de conocer la verdad. Y, por descontado, la imposibilidad aún más dolorosa de no poder eliminar el impacto social de nuestros actos, ni deshacer el daño infligido/sufrido, o tener que convivir con él para siempre.

El acusado es un filme narrado con aplomo y verosimilitud que apenas ofrece momentos cinematográficos; así de volcado está en su declarado objetivo de no dejar ningún cabo suelto ni olvidar algún aspecto del problema. En definitiva, más adecuado para fomentar interesantes y prolíficos debates en secundaria o en sobremesas de todo tipo que para emocionar con una historia que ciertamente deja pasar unas cuantas oportunidades para demostrar que es algo más...

martes, 6 de septiembre de 2022

La maternidad como pocas veces la veremos (Ninjababy)

La directora noruega Yngvild Sve Flikke ofrece en Ninjababy (2021) un filme completamente alineado con los tiempos políticos, que a su vez están fuertemente alineados con el desmontaje de los estereotipos de género (en negativo los masculinos, en positivo los femeninos) y se lanza a un contrarretrato del embarazo en la última generación en alcanzar la fertilidad (la centenial o Z). En su debut en el largometraje --Kvinner i for store herreskjorter [Mujeres en camisas de hombre de gran tamaño] (2015)-- ya se lanzaba de cabeza al tema de las maternidades sobrevenidas en ambientes alocados como los universitarios. En este su segundo largometraje, en cambio, ha preferido ampliar el foco y, de paso, delimitar mejor su terreno de juego estilístico (una mezcla bien dosificada de comedia y drama sensible) y temático (la maternidad sobrevenida).

Rakel es una aspirante a dibujante que vive su vida locuela y despreocupada que de pronto descubre que su cuerpo le ha ocultado un embarazo durante tantas semanas que ya no puede abortar (su primera y única opción). Ella quería ser astronauta, o guardabosques, o triunfar con sus dibujos, pero resulta que será, antes que nada, una madre. Con este punto de partida tan manido, Flikke despliega con habilidad todos los tics del cine indie (que cristalizó gracias a la generación anterior, la milenial o Y): humor culturetas, ritmo y cambios de escena supeditados a los giros y gags del diálogo, voz interior del bebé convertida en inteligente efecto especial, elenco de personajes secundarios convocados únicamente por la mera necesidad dramática o de un gag determinado, mujeres protagonistas desnortadas pero fuertemente autoconscientes, protagonistas masculinos patéticos y ridículos o complacientes y amables que no hay por donde agarrarlos por irreales (las directoras también construyen sus propios arquetipos masculinos). De hecho, es sorprendente la ausencia de toda clase de personas ajenas al relato en toda la película, como si el mundo apenas sirviera de decorado para explicar esta historia y no otra: en los hospitales no hay nadie, excepto las enfermeras que tienen diálogo; en las cafeterías, igual. Todo transcurre y pivota alrededor de la subjetividad y las peripecias de Rakel. De este estilo entre irónico, intrascendente y distanciado surge Ninjababy, divirtiendo, enterneciendo (más bien poco) y desmontando con valentía y realismo (ahora sí) el tópico de la mujer que se transforma en madre por convicción propia, sin presiones ni sometimientos de ninguna clase. El cine contemporáneo no admitiría otra perspectiva sin ser fuertemente cuestionada por cisheteropatriarcal.


El resultado destaca sobre todo por el valor de su final, la constatación de algo que las audiencias quizá no se atreven a admitir que sucederá (y que realmente sucede). Pero también por algunos momentos de humor bien trabados, o su capacidad de síntesis para retratar a esta mujer que quiere imponerse a un destino biológico sobrevenido. De hecho, si la especie humana ve menguar su población no es por culpa de ninguna mujer, tal como demuestra con inteligencia Ninjababy, sino por el zancocho ideológico-mediático-tecnocrático-mercantilista en el que nos hemos encerrado.

lunes, 15 de agosto de 2022

Otro género en transformación (Nop)

No es un filme completamente original (la mayoría de los personajes y las situaciones las hemos visto en otras películas), pero, a diferencia de otros intentos, esta vez todo encaja de una forma bastante interesante. Viendo el avance de Nop (2022) de Jordan Peele, lo primero que nos viene a la mente es Señales (2002), el inquietante aunque fallido experimento de M. Night Shyamalan. Lo cierto es que aquí se acaban todas las coincidencias: mientras que en la anterior la fórmula consistía en sumar a la tensión toneladas y toneladas de trascendencia, aquí a esa tensión se le añaden calculadas dosis de escepticismo cool; una combinación que encaja mucho mejor con esas audiencias jóvenes aún interesadas en los largometrajes.

¿Escepticismo cool? Escepticismo (esa manía constante de poner distancia a todas las cosas, incluso las que tienen toda la pinta de amenaza seria) y cool (esa divertida combinación de cinismo, distanciamiento irónico y cruel, indiferencia social y hedonismo que huye de cualquier atisbo de autenticidad, y que al principio hace gracia y tal, pero luego, practicada por sistema, resulta cargante). Nop es un filme de argumento mínimo, con unos pocos y bien definidos personajes marcados por obsesiones cutres (todo lo que les sucede es una variación de algo que ya han visto en la tele o en internet) que proporcionan los mejores gags, ofreciendo una bonita muestra de ese escepticismo cool tan de comienzos de siglo. Peele construye su guión con una calculada dosis de esta perspectiva de las cosas, dejando que se desparrame con ingenio en las escenas que anteceden y suceden a las de tensión pura y dura. Ahí tenemos una primera y crucial diferencia que revela lo que ha evolucionado el género fantástico y de catástrofes: antes la tensión iba envuelta de drama amoroso y/o conflictos entre la ley y el deseo, ahora de incredulidad y diálogos de monólogo humorístico.

 

Constantes referencias cinematográficas --incluyendo una clarísima a Encuentros en la tercera fase (1977) que dudo mucho que los menores de cincuenta capten--, elementos de diferentes géneros (western, suspense, ciencia ficción, terror alienígena, aventuras frikis...), callejones sin salida del guión (empezando por una primera imagen que da un considerable mal rollo, no sólo por lo que vemos brevemente, sino porque sabemos que conoceremos más detalles sobre ella y no apetece) y un desarrollo argumental que no se sale ni un milímetro de lo que exige el esquema de tensión incremental y revelación de enigmas propio del género. Lo hemos visto demasiadas veces, así que agradecemos que los protagonistas se comporten como si fuera imposible que todo eso les suceda a ellos, que se cachondeen de lo más terrible y hagan que parezca chusco. De esta manera, una historia tan cogida con pinzas como la que propone Nop, resulta amena e interesante.

Y es que todo en Nop está repleto de irreverencia, incredulidad, humor youtuber, espectacularidad y entretenimiento... Incluso el título renuncia a ser una pista, una invitación, un aviso de por donde van a ir los tiros, ya que surge de forma improvisada en una de las escenas de mayor tensión, en la que sin embargo el protagonista y el público tenemos la sensación estar en una atracción de feria, no ante una amenaza real. Nop es un ejemplo perfecto de híbrido narrativo, una muestra de los nuevos territorios por los que se mueve el cine contemporáneo que gustará a cualquier persona y/o generación acostumbrada a que todo esté conectado, a que todo sea un enlace a otra cosa, a algo ya visto u oído en otra parte. Una reversión inteligente de sucesos mínimos y superficiales, donde sin duda su estilo audaz es el responsable de que nos lo pasemos tan bien.

miércoles, 3 de agosto de 2022

El amor en los tiempos de las opciones infinitas (París, distrito 13)

Jacques Audiard se atreve con toda clase de historias y géneros en sus películas, y aunque no siempre le salen redondas, su estilo vivo y dinámico hace que películas fallidas o raras --De óxido y hueso (2012), Los hermanos Sisters (2018)-- resulten al menos entretenidas y pasables; en cambio, cuando el guión es una buena base para el lucimiento formal --Un profeta (2009)--, casi siempre podemos hablar de una película que nos dejará un buen sabor de boca. Esta vez le ha tocado el turno a una historia de amor, a un rodaje en blanco y negro y a una localización muy concreta de París (el barrio de Les Olympiades, en el distrito 13 de París, que en los setenta del siglo pasado se llenó de refugiados asiáticos y cuyos nietos son hoy milenials franceses de segunda generación de pleno derecho).

Como suele suceder en los filmes de este director, el relato arranca situándote en medio de algo cuyas claves nos son deliberadamente escamoteadas, pero con el suficiente interés como para no darle importancia y engancharte a lo que está pasando (una tórrida e imprevista relación). Sin necesidad de desvelar los enigmas pendientes, un cambio brusco en los acontecimientos --que nos hacen creer que hemos acertado con el género en el que encasillar al filme-- nos lleva a pensar que la cosa va de episodios y vidas cruzadas. Pues no, llega un segundo giro y por fin comprendemos de qué va todo. Y entonces el relato gira casi en exclusiva alrededor de los motivos de los tres protagonistas (una mujer de origen chino, un doctorando que busca dinero y cree que es para terminar su tesis, una mujer que ha perdido el centro de gravedad de su vida), en los cortocircuitos que se producen entre los tres. ¿Un triángulo amoroso cortocircuitado por la pasión y las decepciones? Pues mire usted, no; o sí... Y entonces sí, todo encaja...


La cosa es que, viendo cómo en historias de amor y desamor intervienen --por decisión consciente de Audiard, sus guionistas y los tres relatos cortos de Adrian Tomine que adaptan-- tantos componentes adicionales/imprevistos/ajenos (trabajo, errores del pasado, deseos no satisfechos, redes sociales y tecnología interpuesta), uno siente la tentación de volver a cambiar la etiqueta del filme. Crees que todo consiste en otra crónica generacional que nos pone al día a quienes no pertenecemos al grupo de edad de los protagonistas. Y entonces, casi hacia el final, cuando ya estás a punto de terminar París, distrito 13 (2021), te planteas si todos esos intentos infructuosos de clasificación no serán en realidad marcas dejadas a propósito, rastros de géneros antiguos que ya no nos convencen, intentos de renovar un cliché --el del romance heterosexual-- que ya no es posible narrar como siempre, y hacen falta ingredientes nuevos, que despisten o descoloquen. Francamente, Audiard no tiene ningún problema en hacer bien la mayoría de todas estas cosas...

sábado, 23 de julio de 2022

Un nuevo sentimentalismo posmilenial anuncia su hegemonía (Normal people)

Normal people (2020), la serie basada en la novela de Sally Rooney, aporta y revela muchas e interesantes cosas que vale la pena comentar, detalladamente y con orden. Empezaré por algunos de los recursos de la narración:

1. El estilo y el tono de la serie son de una intensidad que no decae a pesar de los numerosos giros argumentales, limitando al máximo todo lo que resulte secundario o anodino. Rodada en primerísimos planos, en los que ambos protagonistas --Marianne y Connell-- son los dos soles alrededor de los cuales gira todo. Da igual lo qué esté sucediendo, lo alejados que estén física o sicológicamente una de otro, la cosa es que las audiencias sólo están pendientes de dónde y cómo se encontrarán, qué se dirán, qué sucederá entre ellos, si brotará de nuevo la química (algo a lo que contribuye sin duda la presencia perturbadora Daisy Edgar-Jones, la nueva Anna Taylor-Joy)... La serie no va tanto de lo que les pasa en la vida, sino de los acontecimientos que atraviesan sus existencias; la peripecia de dos adolescentes que un día descubren que --a pesar de pertenecer a universos opuestos en el instituto-- poseen una gran complicidad íntima y sentimental que, sin embargo, se resisten a superar y enfrentar. En este sentido, la serie acierta a transponer el tono introspectivo de la novela, una obra que ahonda aún más en el carácter subjetivo y autobiográfico de la ficción literaria contemporánea (un proceso que abarca ya décadas y que sin duda también va a marcar el imaginario de la Generación Z, aka posmilenial).

2. Las escenas de sexo: un ingrediente emocional que atrae a las audiencias, y de cuyo tratamiento en pantalla --aunque no debería ser siempre así-- depende bastante el tono general de la narración (y si no, ahí está Euphoria). Normal people apuesta por romper con la mayoría de recursos que el audiovisual prácticamente ha banalizado para mostrar el coito, proponiendo a cambio un tratamiento que llama la atención por su naturalidad y delicadeza. Un cambio que abarca no sólo a la mostración igualitaria de los cuerpos masculino y femenino, sino la incorporación de los prolegómenos sexuales, incluso del desarrollo casi completo del acto. Lo cierto, debo admitirlo, es que el resultado es perturbador. Son escenas a las que, deliberadamente, buscan otorgar el mismo tratamiento neutro que cualquier otra escena que transcurra con los actores vestidos, invirtiendo minutos en algo que el cine y la televisión suelen despachar de forma irreal, tópica, exagerada y con una preocupante tendencia a imitar a la pornografía (para empezar, en Normal people no hay sitio para el sexo oral). El mérito de este cambio hay que apuntárselo a Ita O'Brien (tienes un ejemplo de su forma de trabajar en este artículo de Vanity Fair), la coordinadora de intimidad de la serie, demostrando que una figura como la suya hace falta en todos los rodajes: para tranquilidad de los actores, del equipo técnico, evitar abusos y corregir la banalización de algo que ya banalizan bastante las redes sociales. O'Brien está consiguiendo que las series británicas encaren de forma muy distinta la sexualidad en la pantalla, y quizá --con suerte-- consiga que lo hagan también en el resto de Europa y EE UU. Y quizá de paso también provoque que los guiones encaren la sexualidad desde una nueva perspectiva: no como un simple hito material que marque --en lo personal y en lo social-- el proceso de enamoramiento de los personajes, ni como motivación fundamental para sus acciones futuras, ni para darle a la audiencia lo que quiere; sino más bien como un elemento más de la verosimilitud y coherencia de la historia. Igual que los rasgos de carácter y las profesiones de los protagonistas suelen estar coherentemente presentadas, pues con el sexo debería suceder lo mismo.


3. En cuanto al relato principal y casi único de la serie (la relación intermitente de Marianne y Connell a lo largo del último año de instituto y los primeros de universidad), no se sale en lo básico del esquema general del género romántico más comercial al que, como audiencias, llevamos décadas acostumbrados. Si acaso aporta unos pocos elementos nuevos: los comentados en el punto 2 y lo que algunos denominarían rasgos generacionales del grupo de edad protagonista, y que con el tiempo podrían convertirse en hegemónicos en el cine. Son historias que hablan de mujeres y hombres jóvenes, guapetes, independientes e igualitarios que buscan su forma de estar y expresarse en el mundo; gente para la que el sexo es una opción secundaria, la atracción física un síntoma inequívoco de que el instinto ha elegido al adecuado/a, pero también una resistencia inédita a ceder parte de su libertad vital. Por encima de todo eso, un catálogo inacabable de tipos de relación posibles, de acuerdos sobre intimidad y protocolos para revelarse como comprometidos en sus entornos familiar y de amistades. Son temas que el género romántico daba por hechos, suponiéndoles un consenso tácito y universal, pero que para los posmilenials, que necesitan explicarse todo desde sus propias bases (aunque se inspiren sin reconocerlo en sus padres boomers), que requieren un tratamiento prioritario (por corrección política, por visibilización de las opciones de género, quizá para saber si los modelos viejunos encajan total o parcialmente en sus nuevas formas de identidad y de relación). Para todo lo demás, en la serie siguen operando sin apenas variación los recursos del drama de toda la vida: las tribus en el instituto, lo inamovible de sus etiquetas, la obligación de comportarse de acuerdo con ellas; entornos familiares disfuncionales que es necesario superar, las carencias personales que eso provoca... Marianne y Connell viven inmersos en todo eso y, quizá por un deseo instintivo de romper con ello, se sienten mutua y fuertemente atraídos. El problema es que ambos mantienen amplias zonas de su personalidad bajo llave, sin atreverse/decidirse a mostrarlas, lo que les impide hacer profundizar y/o hacer pública su relación. Demasiadas complicaciones, drama asegurado...

4. Y es entonces, cuando el drama echa a rodar (desencuentros, mentiras, comportamientos extraños), cuando la serie echa mano de las adversidades de toda la vida: nuevos novios, soledad, dificultad para encajar en el ambiente universitario, complejos que de pronto estallan como acné adolescente... Y mientras tanto, cada episodio se las apaña para mostrar que ambos protagonistas están llamados a encontrarse y reconciliarse a pesar de su primera e inexplicable ruptura. Incluso el interludio estival italiano rebosante de sensualidad (un clásico del género), no tiene por objetivo relajar el ambiente tenso entre los protagonistas (ella sigue con otra persona) ni permitir que la naturaleza y/o el arte permitan desbordar los sentimientos; más bien busca remachar la idea de que son tal para cual, que el deseo sigue latiendo entre ellos, y que son las barreras que ellos mismos interponen las que les impiden liarse la manta a la cabeza y volver a estar liarse. Y aquí es donde Normal people conquista a las audiencias más allá de cualquier etiqueta posmilenial, con su curiosa variante de drama adolescente impecablemente presentado.

5. a) Sin embargo, todo este planteamiento formal y estético, los aciertos de producción y de casting, se diluyen a medida que la serie avanza, de manera que al final Normal people no se distingue de otros dramas de desencuentro amoroso entre adolescentes del tipo Sex education (2019-...). Y es que ahora le toca el turno a los aspectos más polémicos, los que solemos asociar con valores y actitudes típicamente generacionales: de entrada, debo advertir que he leído No seas tú mismo de Eudald Espluga, así que ya tengo más claro cuando y cómo debo usar la etiqueta "generacional" para definir cualquier producto cultural (más específicamente, audiovisual); por tanto, visto lo visto, declaro que Normal people puede que no sirva como exponente paradigmático --a pesar de los comentarios positivos que ha recibido de expertos y exégetas-- de los claroscuros de la generación posmilenial, aunque es verdad que da unas cuantas pistas sobre hacia dónde van los tiros en el cruce entre la atracción física, la pasión y la nueva forma de estar en el mundo que han elegido nuestr@s hij@s. Que no es poco.

5. b) De entrada, cabría ver todo este despliegue novedoso en el tratamiento de la sexualidad como el indicador de una nueva ética, consolidada desde la juventud que, a su vez, es utilizada por los viejunos como prueba de la presencia y éxito en la ficción de las nuevas ideologías/identidades de género (diversidad, simultaneidad, respeto, punto de vista no patriarcalista). Quizá esa sea la parte que más enorgullece a la crítica progresista, incluso a los jóvenes que realizan esta puesta en valor frente a ficciones precedentes que cometían todos los errores que ahora se evitan/denuncian. Pero no sólo eso, también está la inclusión de pautas, actitudes y protocolos que se presentan --directa o implícitamente-- como normativos: protocolos de acercamiento, formas de actuar antes, durante y después del coito (aunque luego todo esto esté cortocircuitado por las respectivas carencias sicológicas de los protagonistas; este segundo elemento formaría parte del drama, no de los aspectos que aspiran a ser normativos). En este contexto, es imposible no advertir la inversión simbólica que se produce en determinadas situaciones: partiendo de la base de que la relación entre los protagonistas se mueve en parámetros de respeto mutuo (especialmente en su intimidad), resulta chocante que una misma escena se pueda interpretar de manera opuesta dependiendo de qué roles interpreten el hombre y la mujer. Ahí va un ejemplo: Marianne y Connell coinciden en una fiesta tras su primera ruptura; ella está seriamente perjudicada por el alcohol y además está más salida y caliente que el pico de una plancha, pero aun así inicia un torpísimo acercamiento a Connell, totalmente patético. Prácticamente le suplica que se la folle; pero él, de acuerdo con los nuevos estándares, se comporta como debe: la trata con delicadeza e ignora sus insinuaciones bastorras. Lo que destaca la narración es la reacción correcta de Connell (lo que los hombres no suelen hacer en esas situaciones). Imaginemos ahora la misma escena, los mismos diálogos, pero con los papeles cambiados (Connell borracho y ella serena): lo que veríamos es el comportamiento inapropiado y hasta violento de él ante Marianne. ¿No se vería la escena como un buen ejemplo de denuncia del acoso a las mujeres, independientemente de cómo acabara la escena? Es curioso cómo diferentes marcos mentales que tengamos activados hacen que interpretemos las mismas cosas de manera totalmente opuesta.

5. c) Y por último, un apunte sobre la playlist de la serie: al igual que sucede con la ficción milenial, es de base ochentera; pero mientras los noventeros tiraban directamente de canciones de la década anterior (éxitos denostados, olvidados, incomprendidos, incontestables pero redescubiertos, rarezas... conocidos a través de herman@s mayores), los centúricos tiran directamente de versiones nuevas. Destaco sobre todo la increíble versión de Love will tear us apart, el petardo hit de Joy Division al que, versionado al piano por Nerina Pallot, su letra parece cambiar por completo de significado. Un indicio más de que no se ha avanzado tanto. Además de otras piezas más actuales --Hope Sandoval, London Grammar-- no puedo dejar de mencionar el efecto que me produjo descubrir el Hide and seek de Imogen Heap, que yo conocía por la versión que hizo Tiësto al final de la que me parece la mejor sesión de su carrera --In search of sunrise 6: Ibiza (Part 1) (2007)-- y que sigo prefiriendo cien mil veces más. Aunque bien está conocer la fuente.


Encuentro demasiados elementos clásicos en Normal people para poder afirmar que es inequívocamente innovadora, demasiado lastrada por la ficción viejuna: la serie no deja de mostrar que a Marianne, cada vez que él se le acerca y la toca se pone como una moto, que está loquita por sus huesos; la típica gasolina sentimentaloide que alimenta a las audiencias comerciales. En cambio, casi en ningún momento se mencionan explícitamente --a través del diálogo-- esas barreras que ambos interponen (sus motivos, sus causas, el ambiente frío y distante en el que ha crecido). Aun así, sí se apuntan nuevos caminos por donde la ficción adolescente y romanticoide pueden encontrar nuevas vetas.

A mí me parece que el libro que da pie a la serie es el testimonio de una joven que ha digerido sus experiencias con ficción, como tant@s otr@s, en este caso bendecido por el éxito. Si acaso, es inevitable encontrar (y ese es su mérito) novedades en cuanto a personajes, situaciones y temas... Pero para todo lo demás, el resultado se podría condensar en la típica pregunta que se hacen los fans del género ante este tipo de dramas, al menos desde el estreno de Love story (1970) o Tal como éramos (1973): ¿por qué mierda estas dos personas que conectan tan bien no pueden estar juntas? Si al final acabas preguntándote algo parecido después de ver Normal people, es que no es una serie tan rompedora como muchos aseguran...

viernes, 17 de junio de 2022

La crisis de la madurez masculina, otra vez (Sundown)

De Michel Franco, director de Nuevo orden (2020), llega ahora Sundown (2021), con Tim Roth y Charlotte Gainsbourg, una nueva incursión ficcionada de esa necesidad que, al parecer, tenemos los hombres maduros de abandonarnos, de limitarnos a satisfacer necesidades básicas y egoístas (dormir, beber, follar y no hacer nada durante el día), de obtener de las mujeres esa clase de relación a la que parece que muchos aspiraron toda la vida (mansplaining, tomar las cosas sin pedirlas, hacer lo que nos da la gana sin avisar ni explicar); en corto y claro: esa típica relación machista que tan cómoda resulta... a los machistas. Lo que no entenderé nunca es esa tendencia del cine --de la ficción occidental en general-- a revestir todo esto de un trascendentalismo filosófico, de una indulgente comprensión ante el agotamiento tras una vida ultraprofesional sin tiempo para uno mismo, de (re)descubrimiento de una personalidad y unos deseos olvidados/ignorados/perdidos por el camino. En realidad, Sundown y tantas otras narran ese inútil anhelo crepuscular de los hombres por volver a ser el centro del universo, de dimitir de las obligaciones y de entregarse a su propio placer. Vamos mal si todavía estas cosas se toman en serio...

Además, lo más curioso es que estas crisis siempre les sobrevienen a tipos pastosos a los que no les importa bajarse de pronto de su vida y comenzar a no hacer nada. Tampoco suele darse que esta gente opte por retirarse a la montaña, u ofrecerse a colaborar en una ONG, o dedicar más tiempo a su familia y amigos... No, lo habitual es que estos machos en declive se vayan a un destino playero repleto de toda clase de servicios de pago, que por encima de todo quieran que les dejen en paz, que nadie les hable ni les diga lo que tienen que hacer. Su única manera de pasar el tiempo es perderlo en silencio (algún ingenuo creerá que están reflexionando, pero no es así) y encapricharse con lo que sea que les entre por el ojo (casi siempre mujeres jóvenes, mira tú qué casualidad...).


La cosa es que Sundown tiene todo esto y por eso resulta floja; y aunque la historia tenga algunos aciertos parciales (el equívoco sobre su situación sentimental, la violencia completamente naturalizada en una sociedad que prefiere mirar a otro lado), no es suficiente para eclipsar tanto lugar común. Ni siquiera ha renunciado Franco al imprevisto mal físico que acelera la historia en el tercio final y que obliga a reaccionar al protagonista (más bien a huir de todo vínculo humano), como si eso equivaliera a una demostración de coherencia y valentía.

Al contrario que en Nuevo orden, en esta ocasión Franco ha tirado de tópicos sobre la masculinidad y la mitificación del guerrero que busca reposo. Por su parte, Tim Roth engrosa la lista de actores consagrados que buscan lucirse en interpretaciones sin apenas diálogos y componer personajes que creen complejos, signo de los tiempos, con algo que decir. Pues lo siento señores: no hay nada de eso; a poco que se analicen desde un punto de vista cotidiano, la conducta y los actos del protagonista se vienen abajo, resultan insustanciales, imposibles en otros contextos que no sean exactamente en el que se desarrolla el filme. Si hay que abordar la crisis del macho occidental, propongo darle la vuelta al calcetín: evidenciar todo aquello que permite precisamente que unos cuantos privilegiados puedan optar por ese tipo de trance afásico y egoísta; centrarse también en todo el entramado que les permite disfrutar como lo hacen de su subsistencia mínima y de sus orgasmos unilaterales. ¿Acaso no da para unas cuantas películas el punto de vista de esa gente que soporta por dinero e interés al típico estadounidense en plena crisis de patriarcalismo?

domingo, 29 de mayo de 2022

Cuando volver no es una forma de llegar (Red Rocket)

La canción de Alejandro Lerner dice exactamente lo contrario que el título de esta crónica: y puede que a veces podamos aplicarnos esa máxima, pero en el caso de Mikey Saber --el inefable protagonista de Red Rocket (2022), el nuevo filme de Sean Baker-- quizá sea solamente una posibilidad, un consuelo parcial justo después de tocar fondo en la vida. Un engaño autoinducido propio de personas que intentan reconstruirse creyendo que el obligado y/o típico regreso al pueblo natal les ayudará a remontar por arte de magia; en realidad es más bien un regreso sin convicción, una artimaña para ser aceptados en la comunidad que despreciaron y les vio partir con alivio. Admisión de errores, promesas, propósitos de enmienda... A cada una de estas expresiones hay que añadirle el adjetivo falso. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez por desesperación o ambición? Sin embargo, aunque es una pésima estrategia en lo personal, es un magnífico recurso para comenzar películas: volver a casa arruinado, sin dinero, apestando a fracaso, con un pasado conflictivo y/o vergonzoso que se revelará poco a poco, conveniente y dramáticamente dosificado...

Red Rocket cuenta la peripecia de Mikey, un tipo de Texas que se toma un descanso forzoso de su vida laboral (es fornicador público) y considera que es mejor soportar a su exmujer y su exsuegra mientras encuentra la manera de volver al circuito del éxito. En seguida queda claro que Mikey no es de los que se arrepienten y cambian de vida, porque enseguida recupera el antiguo yo que le llevó a huir del pueblo y a buscar el empleo que le hizo famoso: trapicheos con drogas y encuentro casual con un diamante en bruto llamado Strawberry (la típica adolescente con todas las carencias que necesita la industria del porno para seguir funcionando). De un argumento así podría salir un filme moralizante, de esos que buscan asustar a los padres, del estilo de Girl lost. A Hollywood story (2020); o un puro exceso al cansino estilo de Larry Clark, un cine hecho únicamente para escandalizar, llamar la atención y obtener ingresos gracias a la doble moral imperante; pero también una equilibrada mezcla de denuncia social, drama y comedia gamberra. Red Rocket --como no podría haber sido de otra manera-- encaja en esta última categoría, una extraña mezcla que acaba cuajando en una historia entre irónica y sarcástica protagonizada por tiradetes simpáticos al estilo Coen, pero también triste y humana.


En todo este panorama desolador destaca el personaje de Mikey, interpretado por Rex Simon, un actor formado en la televisión y conocido sobre todo por sus apariciones en las tres últimas entregas de Scary movie (2003, 2006, 1013), que se descuelga con una gran interpretación que deja al aire todas las contradicciones del personaje y del mundo que le rodea (egoísta, ingenuo, ambicioso, graciosete, mentiroso). Red Rocket es la crónica de un superviviente que cree saber lo que quiere y cómo conseguirlo sin tener en cuenta a nada ni a nadie, de un hombre desnortado en medio de paisajes desolados por la desigualdad, la pobreza y los delitos menores (y no tan menores). Un ambiente muy similar al que mostraba The Florida Project (2017). De momento, Sean Baker sigue demostrando que conoce a la perfección los entornos que mejor le van a su estilo.

La cosa es que una historia que se desparrama sin control (sin dejar de entretener y conmover), se resuelve de una forma tan incierta como coherente. Pero entonces recuerdas que Red Rocket es un fragmento de la vida de Mikey, el personaje que la película ha construido para nosotros, y aunque no encaje del todo con los estándares de crítica o de alternativa posibles, resulta coherente con lo que hemos visto. No me parece que esto sea un demérito, porque lo cierto es que el viaje que lleva hasta ese final raro ha valido la pena...

lunes, 9 de mayo de 2022

Un filme directo, al cuerpo y a la mente (El triunfo)

La advertencia Basada en hechos reales es el equivalente cinematográfico del clásico Fumar mata en los paquetes de tabaco. Hace tanto tiempo que lo ponen que ha perdido todo su valor como consejo médico contundente, no sirve para que ningún fumador no encienda el siguiente cigarrillo. En el cine sucede algo parecido: el aviso acerca de una realidad previa a la ficción de la película apenas actúa como beneficio o demérito. Total, ya hemos empezado a ver la película cuando nos enteramos de ese detalle; y además es casi seguro que una información como esa no determinará el estilo o los recursos empleados ni afectará a nuestra valoración de conjunto. Tampoco creo que el equipo artístico y/o el técnico hubieran hecho su trabajo de forma diferente por esa razón. En mi caso, como suele pasar, me puso en guardia, pero ignoré la señal y seguí adelante, hasta el punto de olvidarla por completo a los diez minutos. En lo que respecta a El triunfo (2020) de Emmanuel Courcol --su segundo largometraje en la dirección-- lo único importante es que algo que pasó en Suecia el 28 de abril de 1986 sirvió de inspiración para hacer un buen guión y una película notable (y también un monólogo teatral --Moments of reality-- al escenógrafo que vivió la experiencia en primera persona: Jan Jönson).

Y aunque la película ganó con todo merecimiento el premio europeo a la mejor comedia, los momentos divertidos no dejan de estar contenidos, sin permitir que se pierda de vista la dura realidad de la prisión (y también, por qué no decirlo, de la capacidad limitada del arte para rehabilitar a los seres humanos. No es que no sirva, pero lo que puede conseguir es más bien poco). Y al revés también: cuando asoma el drama, Courcol no deja que se adueñe del relato y se las arregla para devolver la historia al delgado y difícil equilibrio de unos reclusos que logran llevar de gira su versión de Esperando a Godot, incorporando al texto original la paradoja de unos actores privados de libertad representando el absurdo de la vida moderna ante un público que goza de libertad y asiste conmovido al espectáculo de unas personas que volverán a prisión cuando todo acabe.


No estamos ante la típica historia donde todos los personajes se van transformado para mejor en una progresión impecable (con una ligera y anticipable caída aparente en el tercio final), sino ante un baño de realidad para todas las partes que intervienen: los reclusos aprenden el valor del sacrificio por algo que no necesariamente les acortará la condena ni les reportará dinero; la directora de la prisión comprobará los enormes beneficios de una actividad en la que, si no se invierten demasiadas horas (que es lo que hace ella), no servirá para mucho, y finalmente Étienne Carboni --interpretado por Kad Merad, a quienes todos recordamos en su papel en Los chicos del coro (2004)--, un actor de segunda que descubre que la base del equilibrio emocional y de la creatividad es la sinceridad que surge directamente de la experiencia. El triunfo es, ante todo, una combinación de situaciones cuidadosamente escogidas que tienen la virtud de hacer que personajes --debido a una interacción semiforzosa durante tanto tiempo-- y audiencias --por las implicaciones éticas y pedagógicas que sugiere-- salgan modificados de la experiencia.

Filme inteligente, didáctico y crítico, pero también directo y sencillo. El triunfo es una oda a la esperanza, al (limitado) poder transformador del arte y a una profesión expuesta como pocas a lo público, en la que el subidón inefable de los aplausos (lo he experimentado tangencial y fugazmente como actor aficionado) justifican prácticamente todo lo demás. No hace falta hacer grandes concesiones a la ficción, optar por una positividad forzosa o finales autocomplacientes, basta con una manipulación ingeniosa y lúcida de la realidad para armar una buena comedia. Una buena película incluso más allá de la buena comedia.

viernes, 15 de abril de 2022

Fábulas de la incomunicación (CODA. Los sonidos del silencio)

Mi padre fue sordo desde los catorce años --secuela de una escarlatina mal curada-- hasta el día de su muerte. Sin duda eso determinó su carácter y su forma de entender y relacionarse con el mundo que le tocó vivir. Por eso seguramente es aún más revelador que una película tan discreta como CODA. Los sonidos del silencio (2021) --también discreta ganadora de los Oscars, a pesar de obtener tres premios nada desdeñables-- me haya tenido tragando saliva toda la tarde. Un simple recurso técnico me hizo comprender de golpe lo que fui incapaz de interiorizar durante décadas a pesar de tenerlo delante y tener que convivir con ello. Lo admito: no supe empatizar con esa desventaja a la que mi padre se enfrentó con valentía hasta lograr homologarse laboralmente en un ambiente no adaptado ni preparado para integrar plenamente su discapacidad. Dicho esto, debes descontar al menos un 10% a mi valoración global de la película.

De entrada, estamos ante un filme que ha encandilado a audiencias y a jurados (en Sundance arrasó como nadie nunca lo hizo, logrando un consenso unánime entre los diversos comités de jueces). Pero también ante uno de esos remakes de éxitos no estadounidenses a los que Hollywood nos tiene acostumbrados y que, en general, nos parecen poco originales, subproductos creativos, una innecesaria necesidad de demostrar que ellos pueden perfeccionar cualquier buena película. Estas versiones juegan con la ventaja de conocer de antemano la reacción del público y, en esa segunda guionización, introducen pequeños cambios y mejoras. La cosa suele quedar bien --Tres hombres y un bebé (1987), Sin reservas (2007)--, otras veces más bien reguleras --Funny games (2007), The Upside (2017)-- y el resto, directamente mal: Vanilla sky (2001), La huella (2007). El caso de CODA. Los sonidos del silencio --segundo largometraje de su directora, Sian Heder-- yo lo encajaría en el segundo grupo. Por tres motivos: 1) ha hecho una adaptación literal, casi plano por plano en algunas escenas cruciales, del original francés --La familia Bélier (2014)--, sin aportar apenas cambios; 2) encaja todas las líneas argumentales exactamente en el mismo y predecible esquema dramático y 3) endosa a los protagonistas esas características del cine indie que busca triunfar comercialmente y distinguirse del mainstrean (sensibles, guapitos del montón aunque con una innegable sensualidad, introvertidos y con dificultades para salir al mundo), hoy prácticamente convertidas en un cliché.


La historia está explicada en un formato al que las audiencias llevan años habituadas, básicamente porque lo han mamado en esos telefilmes de tarde de domingo y en series de países emergentes que se han hecho fuertes gracias a los canales temáticos en abierto; un formato convertido casi en un género en sí mismo con una potente y floreciente industria detrás (financiación, equipos creativos, incluso un incipiente star system propio). Todos los elementos de este esquema narrativo están más que probados y perfectamente codificados, y CODA. Los sonidos del silencio no deja de aprovechar los que mejor le convienen en cada momento: presentación de personajes, planteamiento de conflictos en varios ámbitos (personal, familiar, comunitario) que se desarrollan en paralelo, desencuentros, momentos definitorios, personajes perfectos --Mr. V., el profesor de canto--, ironía indie; superación de las barreras iniciales, alineamiento de todas las piezas y, por descontado, mascletá intensa y muy bien dosificada...

En definitiva , una especie de Wiplash (2014) amable, sin borderíos ni cinismos que espanten a las audiencias no acostumbradas al cine independiente. Pura sensibilidad que, gracias al hándicap de la sordera, tiene todos los números para atrapar, pero no para convencer.

sábado, 2 de abril de 2022

Si resulta que eres lo peor, todo lo demás es secundario (La peor persona del mundo)

Se ha montado un buen revuelo por La peor persona del mundo (2021), una película que estoy casi convencido que se rodó teniendo en mente el marco mental de un género muy distinto del que críticos, expertas y audiencias usan para consumir y analizar. En este artículo tienes una buena muestra: su protagonista --Julie, una mujer joven, brillante y atractiva-- es confrontada con otros modelos cinematográficos, como la Frances de Frances Ha (2012), la distante y enmarañada Fleabag de Fleabag (2016-2019), incluso con la lejana --y casi ya inexplicable en términos actuales-- Annie de Annie Hall (1977). Lo único que tienen en común todas ellas es que el nombre del personaje principal forma parte del título (muy revelador) y que son personas de difícil acercamiento, trato y comprensión para los hombres. De ese finísimo hilo rojo, extraer una evolución y una teoría sociológica plausible me parece muy arriesgado. No por lo que pueda surgir, sino porque todo se basa en ficción comercial, no lo olvidemos...

La cosa es que, en estos tiempos de reivindicación positiva y rebelde, en cuanto un personaje femenino exhibe fuertes dosis de desinhibición sexual, el mismo comportamiento depredador y egoísta de los hombres hacia las mujeres (pero al revés, claro) y unas escogidas declaraciones en momentos definitorios que sirvan para reventar, poner al límite o desbordar el mansplaining, es casi inevitable asignar a esa ficción una responsabilidad social, una lectura en clave de activismo político, un modelo de cambio que conviene recomendar y divulgar entre las generaciones jóvenes. Y, por supuesto, el problema de la instancia que materializa y selecciona los sucesos de la historia, lo que en la terminología contemporánea se denomina la voz desde la que nos habla la película, a la que se somete a un exhaustivo --casi paranoico-- análisis y desmenuzamiento en busca de cualquier falla o contradicción que rebaje su índice de legitimidad, que se presupone íntegro y sin la más mínima tacha u olvido. Cuando todo esto concurre, la narración, la historia, los recursos dramáticos, quedan en un injusto segundo plano; lo llenan todo los posicionamientos (explícitos o intuidos), las impugnaciones (preferiblemente subversivas) a los modelos dominantes y/o acomodados y la visibilización de una autoridad masculina que sigue marcando los límites del terreno de juego y las normas del combate (sin duda lo que más regocijo produce a l@s convencid@s de antemano). Resulta revelador que personajes femeninos tan poliédricos y que han suscitado tanto debate mediático sean producto de la creatividad masculina (en este caso de Joachim Trier, director y guionista, y de Eskil Vogt, coguionista). Para bastante gente, ese simple detalle implica una desautorización completa de todo el filme, para otros tantos, un defecto no necesariamente estructural y, para unos pocos raros, una agradable sorpresa que devuelve a los narradores la potestad de hablar más allá de su género, circunstancia y/o experiencia vital. Seguimos atascados en una época en la que resulta herético escribir, componer o filmar sobre cosas no directamente vividas o que no se conocen de primera mano. Seguimos olvidando que lo que se juzga es el resultado de estos testimonios --de ficción, no hay que olvidarlo-- no el expediente vital y personal del creador/a. Ser hombre, mujer, cualquier posicionamiento en el espectro de género, pertenecer a una minoría, ser víctima o superviviente, no garantiza ni legitima la verdad y vigencia inatacable de sus discursos y argumentaciones. Como tampoco lo hace pertenecer al grupo mayoritario, dominante, enquistado en el poder o que carga con una tradición patriarcal, colonialista y/o imperialista.


No se vayan todavía, aún hay más: desde que hay ficción ha habido héroes (sí, en masculino): hombres fuertes, valientes, atractivos, seguros y resolutivos que fueron creando durante siglos un arquetipo narrativo cuya función principal ha sido la de supeditarse a un relato, no convertirse obligatoriamente en un modelo a imitar/admirar. En ese esquema, por fortuna, van entrando cada vez más géneros, minorías y víctimas de toda clase. Ese proceso de apertura comenzó en las postrimerías del siglo XX: los héroes ya no eran vistos como simples agentes de una historia, sino productos de una cultura patriarcal, caucásica, imperialista, violenta y/o racista que pedía a gritos una vuela al calcetín. Surgieron entonces los antihéroes (todavía masculinos, sí), contratipos cuidadosamente escogidos que ofrecían más matices y contradicciones que los petrificados héroes clásicos: debilitos, temerosos, majetes, dubitativos, pardillos, sensibles... En el cine la tendencia se inició tímidamente en los ochenta --Indiana Jones, la saga del Corazón verde (1984, 1985), Han Solo--, y se hizo hegemónica a principios de los dos mil. En la siguiente década el modelo incorporó mujeres, minorías, etnias, orientaciones sexuales y, por suerte, ya no hay posibilidad de vuelta atrás. Un efecto colateral de esta evolución imprevisible es que ya no queda sitio para arquetipos clásicos, masculinos o sin aristas; ya no aceptamos así como así --a no ser que haya un conflicto de posicionamiento automático que lo justifique-- la heroicidad sin matices ni fisuras. Ahora todos estos héroes y heroínas deben hacerse un hueco mediático como antihéroes, referentes que --por mucho que no se mencione-- no se explican sin sus predecesores patriarcales, machistas, violentos e imperialistas. Y ahí estamos, atascados en pleno pifostio acerca de la legitimidad y la detección de incoherencias en los antiguos modelos y principios de progreso del pasado. Hoy es imposible extirpar la parte de reivindicación, visibilidad y representación en las ficciones que se designan como arquetípicas o impugnadoras. Eso es exactamente lo que le ha pasado a Julie, la protagonista de La peor persona del mundo (2021).

Si hacemos un esfuerzo por abstraer todo esto como parte de un contexto coyuntural y con caducidad garantizada, la película me parece un drama original protagonizado por una persona que no acaba de caer bien, egoísta, inestable emocionalmente y con ciertos momentos de lucidez. Julie no es perfecta, al contrario, es un dechado de contradicciones, como tanta gente con la que nos hemos topado en nuestras vidas. Una historia con dos partes bien diferenciadas: una en la que Julie no termina de encajar en muchos de los tópicos sobre la vida y el amor que asignamos de serie a las treintañeras de carácter fuerte, la que ofrece los momentos más intensos y divertidos; y una segunda en la que el drama previsible y anticipable oscurece los logros de la primera, y en la que la protagonista nos parece más insoportable. Un filme original que no está a la altura de la polvareda que ha levantado, signo de los tiempos de mala conciencia que nos gastamos...

Y si es casi obligatorio encontrar a toda costa un hilo rojo que una a todos los personajes femeninos y complejos en el cine, ¿por qué no ampliar el foco y buscarlo en filmografías y etapas que se consideran superadas, contaminadas, fuera de los parámetros actuales en cuanto a discurso igualitario? Incluyamos también a los que, de entrada, nos parecen poco ejemplarizantes, no posicionados en contra o al margen del patriarcalismo vigente en su momento. Me refiero a la inefable Holly Golightly de Desayuno con diamantes (1961), a la Summer de (500) días juntos (2009), incluso a la falsa feminista Maddie Hayes de Luz de luna (1985-1989). ¿Acaso Julie no ha heredado algún rasgo de todas ellas? ¿La coherencia de su modelo de vida y de actitud en su tiempo debe ser el único criterio de valoración? ¿Qué debería pesar más: que la voz que hay detrás sea masculina o el efecto final de la historia sobre las audiencias?

Estoy persuadido de que no hay que ver La peor persona del mundo como un juicio neorrancio ni como una reivindicación orgullosa y militante de las treintañeras postmillenials --aka Generación Z-- con su necesariamente desigual mezcla de valentía y neuras. ¿Que resulta que a las personas como Julie no hay por dónde cogerlas, no caen bien, no saben lo que quieren y, si lo saben, no lo expresan debidamente y a tiempo? Pues igual resulta que es la trayectoria vital (y no un posicionamiento ideológico; un aspecto que la película renuncia a poner en primer plano, por cierto) lo que provoca que no que haya bastante de todo eso en los deseos, pensamientos y actos de Julie. ¿Que además resulta incómoda y/o hace que los hombres perdamos interés? ¿No será más bien un síntoma de la sociedad de los intercambios tinderizados en la que estamos empantanados, que afecta a hombres y mujeres por igual, y no un problema de actitud? No lo descartemos tan rápidamente...

sábado, 19 de marzo de 2022

Rescatar al hombre que fuiste, o al que quisiste ser (Flee)

Nominada a 3 premios Oscar aparentemente incompatibles --película internacional, documental y película de animación-- Flee (2021), del danés Jonas Poher Rasmussen, es un filme que se resiste a ser clasificado bajo una única etiqueta (testimonio personal, hechos reales mínimamente ficcionados, denuncia política...). En lo formal, efectivamente cumple los requisitos que exigen los galardones a los que aspira, pero el que más pesa con diferencia es la animación. La parte en imagen real es testimonial, apenas unos fragmentos de archivo para dar visos de realidad a lo que sería una variación de la israelí Vals con Bashir (2008); en cuanto a película internacional, le basta con ser una producción danesa y optar al premio al mejor filme no estadounidense del año (el mérito consiste aquí en haber derrotado a otras candidatas y haber alcanzado la nominación final).

A estas alturas, ya sabemos que la animación para temas no infantiles supone una barrera para la empatía; no es tan eficaz en la transmisión de la intensidad emocional, ni tampoco para incomodar lo suficiente en el retrato directo y cercano de la violencia o la injusticia... Cuando todo eso nos lo cuentan mediante el relato de personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, es mucho más devastador y duro. Aun así, Flee apuesta por mostrar con animación lo que, de haber sido un documental de testimonios reales al uso, no pasaría de ser una sucesión intercalada --más o menos afortunada-- de voces en off, imágenes de archivo, rodaje en los escenarios donde transcurrió la historia y testimonios de expertos, testigos, investigadores... En cambio, la animación posee indudables ventajas creativas y dramáticas: recrear el pasado, representar sueños, introducirse en la mente de los protagonistas, distorsionar los recuerdos, embellecerlos, recargarlos... lo que quieras. Hasta el último plano del filme no revela Rasmussen lo consciente que es de haber mezclado formatos aparentemente incompatibles, y lo usa para dejar caer una advertencia sobre todo lo que acabo de decir sobre la animación y el documental. Sólo que él lo hace con una economía narrativa magistral.


Flee cuenta la historia de Amin --un fugitivo forzoso del sanguinario régimen talibán que surgió en Afganistán tras la retirada soviética--, de su reivindicación como ser humano y de la recuperación de una vida que debió esperar años para florecer en libertad. Un nuevo y necesario recordatorio de las ingentes toneladas de sufrimiento íntimo y silencioso que hay detrás de cada refugiado; del altísimo precio que pagan para huir de regímenes violentos y totalitarios, para sobrevivir en países deshechos política y socialmente (la Rusia de los años noventa, aunque la de 2022 se acerca peligrosamente a aquélla), para rehacer los lazos familiares y, si es posible en medio de todo eso, crecer como persona y no dejar que todo ese dolor te afecte... Esta clase de confesiones surgen con dificultad, y sólo si al otro lado hay alguien dispuesto a arrancarlas, escucharlas, entenderlas. Y para eso se necesita afecto, sensibilidad, tacto, una persona que desee rescatar la parte completa de otro ser humano por generosidad, agradecimiento o amor. En eso, Flee no se distingue de otros filmes-testimonio en primera persona --Para Sama (2019)-- al límite de la supervivencia. Es un retrato sincero de ese fragmento de vida de una persona que habla para quien quiera escuchar y hacerse una idea de lo que no se permite explicar por miedo o negación. Si eso ya es difícil en la realidad, no digamos con la distancia que interpone la narración (cinematográfica en este caso). En Flee me parecen más reveladoras las partes del iceberg biográfico que permanecen ocultas tras el relato, lo que no se nombra, lo que queda apenas insinuado. Y como es habitual, estas películas exigen un importante esfuerzo a las audiencias, pero sigue mereciendo la pena...

Como decía Primo Levi, para poder dar testimonio, previamente es necesario haber sobrevivido. Al principio cuesta aceptar ese privilegio, porque hay que digerir el hecho de que ha sido por un mero azar que escapa a nuestro control. Y aun así, la responsabilidad de dar testimonio sigue ahí. A partir de ese momento, se abre un dilema igualmente complicado --como dejó escrito otro superviviente, Jorge Semprún-- entre la escritura o la vida. Flee es una nueva apuesta por el valor de verbalizar el horror, con la esperanza de que, al otro lado, haya una vida. Porque, ¿qué queda de la persona que quisimos ser? ¿cada cuánto la dejamos asomarse al mundo?