lunes, 30 de agosto de 2021

Machihembrar géneros (Jinetes de la justicia)

No es fácil cambiar de género a mitad de película y que salga bien; es un fenómeno que se produce cada bastantes años en el cine. Una de las últimas veces que sucedió fue en Abierto hasta el amanecer (1996) de Tarantino, y unos cuantos quedamos pasmados. Tampoco es fácil mezclar géneros, intercalarlos sin llegar a permitir que ninguno predomine sobre el resto, hacer reconocible a cada uno y que la historia no se resienta. Así a bote pronto se me ocurre que con Fe de etarras (2017) de Borja Cobeaga fue la penúltima vez disfruté de este insólito efecto narrativo. Porque la última ha sido con Jinetes de la justicia (2020) del danés Anders Thomas Jensen.

Ganador del Oscar al mejor cortometraje por Noche de elecciones (1998), Jensen se curtió como guionista a base de experimentos Dogma 95 (un lastre del que supo desprenderse a tiempo) y fue adquiriendo poco a poco prestigio a base de una dilatada filmografía, hasta culminar con mi admirada Después de la boda (2006). Esta vez, en su quinto largometraje como director, Jensen ha logrado una difícil cuadratura argumental: conseguir que la audiencia se divierta sin complejos ante algunos efectos, tan imprevistos como ridículos, que nacen de escenas estrictamente violentas. Y lo logra sobre todo reuniendo a una galería de personajes que, sin perder su humanidad, no dejar de mostrar un lado grotesco por el que asoma cada tanto, en calculadas y medidas dosis (lo justo para no desvirtuar el relato principal) un genuino y meritorio humor negro.


La película arranca como un convincente thriller sobre un atentado en el metro, uno de cuyos supervivientes empieza a investigar la cadena de acontecimientos que confluye, no sólo en la matanza en sí, sino acerca del increíble azar que le permitió sobrevivir. A partir de ahí, cuando se junta con un heterodoxo grupo de familiares de víctimas --a destacar otra gran interpretación de Mads Mikkelsen--, la historia se oscurece a cada minuto que pasa, desembocando en una auténtica masacre coral. Por el camino, una serie de diálogos que fulminan cualquier voluntarismo sentimentaloide y a unos cuantos lugares comunes de esos que suelen dar combustible a la esperanza. Aun así, Jinetes de la justicia no es un filme deprimente, porque Jensen se las ingenia para intercalar escenas divertidísimas: equívocos, momentos ridículos y, sobre todo, una risa incontenible que brota de la mismísima representación directa --nada diluida e intensa-- de la violencia. De esa mezcla demoledora e inclasificable va la película: una historia que arrasa con cualquier atisbo de autocomplacencia y/o de reconciliación con la tolerancia, la cordialidad o la sensibilidad. O casi.

La cosa es que Jinetes de la justicia no deja de ser en ningún momento un filme cruel, crudo y duro, sin apenas concesiones a la ñoñería o al sentimentalismo, pero que tampoco se deja llevar por la parodia y la burla facilona. Jansen ha logrado sin duda el equilibrio entre géneros en un muy buen filme en el que juntar ese mineral escaso que es el humor negro con una negra realidad.

miércoles, 18 de agosto de 2021

El precio de la coherencia (o de la generosidad, que viene a ser lo mismo) (Maya)

Últimamente muy volcado en el cine de Mia Hansen-Løve, fascinado cada vez más por su cine fluido y sin adornos y esa perspectiva suya del drama que busca siempre temas y ambientes poco habituales, que no cae en arquetipos ni excentricidades narrativas que pongan primer plano un supuesto valor añadido a su trabajo como directora. En definitiva, por ese estilo natural de contar sus historias y la cercanía de sus personajes. Y si no, ahí van dos títulos más que me faltaban para completar su filmografía: el primero --Eden: Lost in music (2014)-- es un relato que escarba en la precariedad laboral y creativa del negocio de la música en directo (DJ que malviven y casi regalan sus mezclas a unos promotores que se hacen de oro con el negocio montado alrededor de las sesiones); el segundo, la más reciente Maya (2018), sobre la que me dispongo a escribir. Ahora, sólo me queda esperar a la prometedora Bergman island (2021), de inminente estreno, y que no hay que confundir con los tres documentales de idéntico título dirigidos en 2004 por Marie Nyreröd.

El arranque de Maya augura una historia de tintes políticos: un periodista francés es liberado tras cuatro meses de secuestro en Siria y debe rehacer la vida que dejó interrumpida en París (incluida una disolución matrimonial que el secuestro congeló por un mínimo sentido de la decencia y la solidaridad). Y entonces, poco a poco, lo político deja paso a una reflexión sobre las secuelas de un suceso traumático... Pues mire usted, tampoco; porque al final se impone el que será un sorprendente relato principal, presentado a base de escenas cotidianas que se suceden y se explican con la naturalidad de un diario de viaje. Pura exhibición de ese estilo Hansen-Løve que me tiene encandilado, donde la trama no contiene los habituales hitos dramáticos o verdades reveladas, ni dosifica las intensidades para el público, sino que basta con mostrar el fluir de los días, los (re)encuentros de Gabriel --el protagonista-- con su anterior vida, la que dejó atrás mucho antes de su fracasado matrimonio.


A partir de ese momento, Maya deja paso a una historia que se apodera del relato, de la pantalla y de la atención del público, cuando Gabriel se da de morros con alguien que no esperaba. El último cuarto del filme está compuesto de escenas que desbordan delicadeza, sensibilidad, capacidad para captar en imágenes la intimidad y, por si esto no fuera suficiente, una sensualidad no forzada que me perturbó bastante, especialmente por la interpretación natural y sutil de Aarshi Banerjee, la coprotagonista. Pero también por la ausencia de complejos al explicar los detalles de la historia, ignorando cualquier posible acusación de incorrección política, algo que no veía con igual intensidad y sobre el mismo tema desde Pauline en la playa (1983) de Éric Rohmer (cineasta al que por cierto Hansen-Løve rinde pleitesía...).

Maya me ha recordado inevitablemente a otras películas ambientadas en India y que me han marcado por el retrato tan logrado de sus personajes o el ambiente en el que se desenvuelve la historia: Oriente y Occidente (1983), Pasaje a la India (1984), pero especialmente El río (1951) de Jean Renoir, uno de los pocos filmes de toda la historia del cine que rozan la perfección. Y no porque estén ambientados en India, sino por su habilidad para mostrar que la humanidad experimenta la felicidad y el dolor de forma muy parecida en cualquier parte del mundo, que la nostalgia y la tristeza son sensaciones universales. En este sentido, Maya merece incorporarse a esta lista por su tremenda cercanía, y por la habilidad de Hansen-Løve para encajar un nuevo fragmento de vida en la pantalla.

miércoles, 11 de agosto de 2021

Inesperada apoteosis de lo indie (Amigos de más)

Estaba convencido de que (500) días juntos (2009) era la cumbre indiscutible del cine indie, que no se podían reunir en un solo largometraje y con más intensidad todos los personajes, situaciones y tópicos de estilo de este género en un guión que no se había dejado ni un solo elemento repertorio por añadir. Bueno sí, quizá se dejaron uno, precisamente el único capaz de mejorar un par de puntos su índice de pureza indie (el mismo que, paradójicamente, mejora su valoración absoluta como filme, al margen de toda relación con lo indie): su final. Creía que ya no tenía que preocuparme y podía cerrar mi cajón mental sobre el tema; pues resulta que no del todo: es cierto que puedo echar el candado al cajón de lo indie, pero justo al lado debo abrir uno nuevo, puesto que compartirá con el anterior bastante contenido, obsesiones y manías. Porque ahora el cine millennial --aka Generación Y de toda la vida para viejunos como yo-- es el cine-anteriormente-conocido-como-indie; y mientras no demuestre un poco más de originalidad no podremos diferenciarlos como dos géneros independientes. Visto con suficiente perspectiva, el segundo no es más que la evolución biológica del primero: los millenials son en realidad adolescentes indies con un trabajo algo más estable, con casi los mismos problemas de adaptación y de relación y unas cuantas neurosis más, sin duda fruto de las responsabilidades laborales y el inminente acceso obligatorio a la etapa adulta que tanto temen y odian (porque equivale a convertirse en sus padres), y con la mayoría de sueños y utopías aún por cumplir. En corto y claro: el mismo perro con diferente collar.

Todo esto venía a cuento de que --con ese notable retraso que me caracteriza para ciertos géneros y temas-- he visto Amigos de más (2013), atraído por la presencia de Adam Driver --calcando aquí al personaje que por entonces interpretaba en la serie Girls (2012-2017)-- y atacado de urticaria por el intento de convertir a Daniel Radcliffe en un actor adulto y homologable que haga olvidar al personaje que le dio fama mundial (al pobre le ha pasado como a Elijah Wood y a buena parte del reparto del Sr. Anillos: por muchos y variados papeles que interpreten, siempre serán el personaje de la saga anillera, nadie les tomará en serio). Mi impresión es que la noventera (500) días juntos ha sido superada, aunque sólo sea por aspectos secundarios: la nueva vuelta de tuerca a la sofisticación de los diálogos, el humor culturetas, los cuidadosamente improvisados cute incident y todas esas cosas que exhibe con fuerza el filme de Michael Dowse.


Empiezo rindiéndome al indiscutible morbo y encanto de Zoe Kazan --nieta del famoso cineasta--, interpretando un papel algo más verosímil que el de Zoey Deschanel y, por tanto, más fácilmente encajable en la realidad. Para la parte masculina de la audiencia ese es sin duda su principal valor; para la parte femenina quizá sea la caracterización del entrañable tándem que forman la propia Kazan y Megan Park (que interpreta a su hermana): chicas fuertes, decididas, nada gazmoñas pero --manda el género-- tremendamente románticas, esnobs y perfeccionistas. Pero ya no me veo capaz de destacar nada más; todo tiene pinta de versionado, inspirado, reciclado o incrementado de otro filme previo, y el único interés es comprobar cómo encaja cada previsible pieza en el guión, encubriendo las pruebas que la hacen deudora de esos originales. Puro género millennial, puro romanticismo preadulto.

Con todo, el mérito de Amigos de más es insuflar nueva vida a un género que parecía que ya lo había dicho todo y estaba a punto de colgar el cartel de «Cerrado por derribo»; un título que arranca alguna sonrisa y nos obliga a admitir a unos cuantos que aún hay recorrido para rodar nuevos Guardar como... de una historia canónica y tópica convertida en aspiración generacional y/o modelo de vida. Fascinante objeto de estudio; flojo entretenimiento.

viernes, 6 de agosto de 2021

Cuando el mundo entero encaja en una sola película (En un barrio de Nueva York)

No dejo de admirar la capacidad del cine estadounidense para introducir, en un mismo filme, elementos críticos sin quebrar los límites y las jerarquías del mismo sistema imperfecto que engendra las injusticias que se denuncian. Es un filón inagotable que no deja de sorprenderme por su sutileza y versatilidad. Nadie lo sabe hacer como los estadounidenses: cuando toca ser crítico --quizá porque el clamor social alrededor del tema es demasiado grande y no se puede circular en contra de tanto tráfico-- lo hace sin medias tintas, pero sin perder nunca de vista el lado humano y el legal; sin embargo, cuando al final hay que tomar partido, por muchas vueltas que dé el argumento, siempre salen a flote las mismas soluciones de toda la vida (trabajo, aceptación de una jerarquía, reconocimiento de estatus, asimilación voluntaria y feliz), siempre adoptadas por los personajes sin dobleces, habiendo llegado a la conclusión --la película lo ha explicado con claridad-- de que esa es la manera correcta de actuar. La audiencia descubre, por fin, que la crítica inicial no era más que una impugnación fruto de la rabia, una toma de conciencia, un desahogo; y que cuando llega el momento de actuar, con la cabeza fría, se descubre que la solidaridad, el amor y la legislación vigente son suficientes para encauzar toda esa energía en bruto. No hace falta cambiar nada para que, venga de donde venga, todo el mundo sea feliz. Esta habilidad es la que explica el éxito de ese cine formalmente crítico pero también profundamente enraizado en un conservadurismo tolerante. Y ojo, eso no es necesariamente malo, es simplemente otra forma de explicar el mundo y de ofrecer alternativas donde otros sólo ven desigualdad y revolución. No descartemos tan rápido sus méritos. Y por eso, sin compartir en absoluto la visión del mundo que late tras ese cine, declaro solemnemente que reconozco y admiro sus logros narrativos.

En un barrio de Nueva York (2021) emplea sin rubor numerosos elementos del complejo reaccionario-liberal que utiliza desde hace años la economía del subidón romántico, donde el romance, la música y el buen rollo ocupan casi toda la pantalla, aunque sin pasar de puntillas ante ciertas realidades incómodas (conflictos y dilemas individuales, amorosos, familiares y/o sociales). Al contrario, se mencionan sin complejos y se reconduce cualquier aspecto conflictivo con la legalidad vigente y la cultura estadounidenses, admitiendo implícitamente indeterminados errores y prejuicios por el camino, pero reforzando las bondades de la solución propuesta, aunque sea sólo una mínima parte. Nunca el problema es presentado como un choque de locomotoras sin posibilidad de entendimiento, porque eso supondría una invitación a enfrentarse al Sistema...



La película lo tiene todo --conflicto, drama, superación, romance, humor, espectáculo-- y además una buena banda sonora (en poco tiempo la veremos adaptada a los escenarios, otro musical perfectamente exportable a pesar de su localismo). Se nota que el objetivo principal es recuperar el optimismo tras un año de confinamiento forzoso en el que no tuvimos un verano normal; de modo que predominan el colorido, los ritmos alegres, las ganas de vivir y la confianza en el futuro. Quizá por ese deseo de acumular tanto buen rollo el metraje es excesivo, y con tantas vueltas y revueltas tampoco el guión se preocupa demasiado de que las tramas tengan un desarrollo coherente, lo justito para incluir las escenas que siempre gustan al público (momentos encantadores, falso distanciamiento, reconciliación, resurgimiento...). Y por eso mismo, la sensorialidad es la prioridad, eclipsando con eficacia los excesos cometidos con la historia y los personajes. Un poco menos de roneo, eliminar un par de tramas secundarias y un notable descenso en el nivel de aplazamiento de la satisfacción habrían dado lugar a un filme más interesante sin necesidad de traicionar ni renunciar a lo mejor de las estructuras fundamentales del buen cine de entretenimiento.

En definitiva, En un barrio de Nueva York es una película bien hecha, que conoce perfectamente a qué audiencias se dirige y en qué momento de sus vidas lo hace, que extrae petróleo de un problema político y humano muy delicado (el limbo legal de los dreamers al que les condenó consciente y deliberadamente la administración Trump). Al otro lado del cuadrilátero, la reivindicación y el orgullo cultural de unos orígenes humildes, el legado musical, el optimismo, los números de baile y, sobre todo, esperanza para familias y jóvenes emigrados a una sociedad tan cerrada y clasista como la estadounidense. Que sí, que lo es, pero sin duda sabe venderse, aunque sea a costa de prejuicios e injusticias que el filme menciona de pasada, ahondando lo justo para no ser acusada de irreal o sesgada. Quizá esta mezcla inclasificable de conservadurismo y progresismo sea la principal seña de identidad de ese cine que Hollywood se gasta cuando decide abordar los conflictos de su tiempo.