viernes, 6 de agosto de 2021

Cuando el mundo entero encaja en una sola película (En un barrio de Nueva York)

No dejo de admirar la capacidad del cine estadounidense para introducir, en un mismo filme, elementos críticos sin quebrar los límites y las jerarquías del mismo sistema imperfecto que engendra las injusticias que se denuncian. Es un filón inagotable que no deja de sorprenderme por su sutileza y versatilidad. Nadie lo sabe hacer como los estadounidenses: cuando toca ser crítico --quizá porque el clamor social alrededor del tema es demasiado grande y no se puede circular en contra de tanto tráfico-- lo hace sin medias tintas, pero sin perder nunca de vista el lado humano y el legal; sin embargo, cuando al final hay que tomar partido, por muchas vueltas que dé el argumento, siempre salen a flote las mismas soluciones de toda la vida (trabajo, aceptación de una jerarquía, reconocimiento de estatus, asimilación voluntaria y feliz), siempre adoptadas por los personajes sin dobleces, habiendo llegado a la conclusión --la película lo ha explicado con claridad-- de que esa es la manera correcta de actuar. La audiencia descubre, por fin, que la crítica inicial no era más que una impugnación fruto de la rabia, una toma de conciencia, un desahogo; y que cuando llega el momento de actuar, con la cabeza fría, se descubre que la solidaridad, el amor y la legislación vigente son suficientes para encauzar toda esa energía en bruto. No hace falta cambiar nada para que, venga de donde venga, todo el mundo sea feliz. Esta habilidad es la que explica el éxito de ese cine formalmente crítico pero también profundamente enraizado en un conservadurismo tolerante. Y ojo, eso no es necesariamente malo, es simplemente otra forma de explicar el mundo y de ofrecer alternativas donde otros sólo ven desigualdad y revolución. No descartemos tan rápido sus méritos. Y por eso, sin compartir en absoluto la visión del mundo que late tras ese cine, declaro solemnemente que reconozco y admiro sus logros narrativos.

En un barrio de Nueva York (2021) emplea sin rubor numerosos elementos del complejo reaccionario-liberal que utiliza desde hace años la economía del subidón romántico, donde el romance, la música y el buen rollo ocupan casi toda la pantalla, aunque sin pasar de puntillas ante ciertas realidades incómodas (conflictos y dilemas individuales, amorosos, familiares y/o sociales). Al contrario, se mencionan sin complejos y se reconduce cualquier aspecto conflictivo con la legalidad vigente y la cultura estadounidenses, admitiendo implícitamente indeterminados errores y prejuicios por el camino, pero reforzando las bondades de la solución propuesta, aunque sea sólo una mínima parte. Nunca el problema es presentado como un choque de locomotoras sin posibilidad de entendimiento, porque eso supondría una invitación a enfrentarse al Sistema...



La película lo tiene todo --conflicto, drama, superación, romance, humor, espectáculo-- y además una buena banda sonora (en poco tiempo la veremos adaptada a los escenarios, otro musical perfectamente exportable a pesar de su localismo). Se nota que el objetivo principal es recuperar el optimismo tras un año de confinamiento forzoso en el que no tuvimos un verano normal; de modo que predominan el colorido, los ritmos alegres, las ganas de vivir y la confianza en el futuro. Quizá por ese deseo de acumular tanto buen rollo el metraje es excesivo, y con tantas vueltas y revueltas tampoco el guión se preocupa demasiado de que las tramas tengan un desarrollo coherente, lo justito para incluir las escenas que siempre gustan al público (momentos encantadores, falso distanciamiento, reconciliación, resurgimiento...). Y por eso mismo, la sensorialidad es la prioridad, eclipsando con eficacia los excesos cometidos con la historia y los personajes. Un poco menos de roneo, eliminar un par de tramas secundarias y un notable descenso en el nivel de aplazamiento de la satisfacción habrían dado lugar a un filme más interesante sin necesidad de traicionar ni renunciar a lo mejor de las estructuras fundamentales del buen cine de entretenimiento.

En definitiva, En un barrio de Nueva York es una película bien hecha, que conoce perfectamente a qué audiencias se dirige y en qué momento de sus vidas lo hace, que extrae petróleo de un problema político y humano muy delicado (el limbo legal de los dreamers al que les condenó consciente y deliberadamente la administración Trump). Al otro lado del cuadrilátero, la reivindicación y el orgullo cultural de unos orígenes humildes, el legado musical, el optimismo, los números de baile y, sobre todo, esperanza para familias y jóvenes emigrados a una sociedad tan cerrada y clasista como la estadounidense. Que sí, que lo es, pero sin duda sabe venderse, aunque sea a costa de prejuicios e injusticias que el filme menciona de pasada, ahondando lo justo para no ser acusada de irreal o sesgada. Quizá esta mezcla inclasificable de conservadurismo y progresismo sea la principal seña de identidad de ese cine que Hollywood se gasta cuando decide abordar los conflictos de su tiempo.

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