jueves, 21 de septiembre de 2023

Ese cine cartesiano que confía en las personas para mejorar el mundo (Las dos caras de la justicia)

Jeanne Herry demuestra una facilidad pasmosa para transmitir intensidad; estados de sentimiento tan directos, claros e inapelables que desarma hasta las defensas misántropas más preparadas. No le hacen falta giros ni complejidades de guión, revelaciones ni paradojas rebuscadas o perfectamente encajadas; le basta con centrarse en determinadas situaciones de la vida de la gente, escenas en las que cualquiera nos podemos encontrar de repente sin comerlo ni beberlo. Aunque creo que el secreto de su estilo está en el gran trabajo de anulación de la distancia que hace Herry: el espectador está tan cerca de los personajes que sus palabras y sus reacciones nos involucran empáticamente, y es entonces cuando no basta con ponerse a tragar saliva como un poseso (como hacemos siempre que nos pillan desprevenidos). Y si no, que se lo digan al equipo de rodaje de En buenas manos (2018), que estropeaba las tomas cada dos por tres por los continuos sollozos que les provocaban las situaciones ficticias que estaban filmando y sin embargo les conmovían como reales. En este caso hay que decir que el tema --la adopción de niños no deseados a través de los servicios sociales-- predisponía sin duda, pero el trabajo de guión y dirección esplenden cuando termina la película y comprendes que sí, que tal vez la directora ha cargado las tintas, pero en lo básico no se ha pasado de frenada ni ha caído en tópicos y/o amaneramientos.

Ahora le ha tocado el turno a la justicia restaurativa, una rama de la justicia tan embrionaria como desconocida y cuestionada por la mayoría. En este enlace tienes una definición enciclopédica de la que puedes extraer los conceptos básicos, pero si ves la primera escena de Las dos caras de la justicia (2023) comprenderás de forma sencilla e instintiva de qué se trata en la práctica cotidiana, además de quedar irremediablemente enganchado al filme.


Al igual que En buenas manos, no se trata de un cine que explota ciertos dilemas morales ni una aséptica didáctica de los procesos judiciales al estilo de El acusado (2021), sino ante una exposición cotidiana, cronológicamente ordenada --quizá idealizada lo justo-- de cómo se prepara y se intenta obtener el clima propicio para algo muy difícil de lograr a la vez: la redención de la culpa para los reclusos y la superación de los traumas para las víctimas. Se intenta con delitos comunes (como los robos con violencia), pero también con sucesos incómodos en los que es difícil no sentir repugnancia o deseos de decantarse en uno de los bandos. Dos tramas, personajes esbozados con sencillez y lo justo para expresar lo que necesita el filme: fomentar la empatía y, de paso, mostrar cómo es posible mejorar el mundo. Sin paternalismos, sin impugnaciones revolucionarias, sin jerga de expertos... Se trata de plantar la cámara y dejar que lo que sucede en la pantalla nos atrape por su autenticidad y sinceridad.

El cine de Herry me parece una digna --e inusual-- reivindicación de lo público, de todas esas instituciones y direcciones generales que habitualmente vemos como devoradoras de recursos sin retorno, las cuales --a pesar del descrédito y de los tópicos sobre el funcionariado y el mercadeo político-- presentan una versión modélica de su voluntad de servicio: restaurar heridas, ayudar a las personas a retomar sus vidas. Que sí, que la película se limita estrictamente a un relato funcional, directo y sin los inevitables tiempos muertos y rodeos que la realidad impone, pero es que de otra manera estaríamos hablando de una ficción comercial, más o menos interesante, más o menos progresista, más o menos entusiasta; pero en ningún caso tan conmovedora como esta. Y si además salimos de la película renovando (aunque sea levemente) nuestra fe en el género humano, pues me parece suficiente y mucho...

domingo, 10 de septiembre de 2023

Matar a nuestro dios interior (Godland)

Hace años que huyo de todo lo que atufe a religión, convencido por esa máxima incontrovertible que predice que cualquiera de ellas exigirá el sacrificio de tu inteligencia. Seguramente por eso no soy muy fan de Dreyer --excepto de Dies irae (1943), que descubrí en la asignatura de cine de la universidad y todavía hoy sigo asociando al aroma y la luminosidad de ciertas mañanas de sábado de octubre--, pero la cosa es que no entro en la profundidad de sus dilemas morales ni en la trabajada abstracción que buscan expresar algunas de sus imágenes. Y aun así, a muchos les encandila, hasta el punto de considerarlo como el canon de lo que debería ser el auténtico cine. Casi es una constante en la historia del cine: una mezcla de tema religioso, estilo pausado y afásico y cuidada fotografía que suele triunfar bastante en los festivales. Algo de todo esto revive de forma consciente o casual Godland (2022), del islandés Hlynur Pálmason.

Unas inexistentes placas fotográficas tomadas por un sacerdote danés a finales del siglo XIX son el elemento que pone en marcha una historia de evocación de un pasado fabuloso, épico y/o idealizante. Aun así, no estamos ante un filme histórico, sino ante la crónica de un hombre tozudo que se enfrenta a una tierra desconocida en un viaje iniciático y, por descontado, un itinerario moral que le cambiará de arriba abajo. Sin duda, un homenaje a Islandia, a los sentimientos que surgen de los detalles pequeños y a los profundos cambios que provoca una evangelización forzada. Un filme donde el tema religioso --el protagonista es Lucas, un sacerdote danés encargado de construir una iglesia en unas tierras lejanas y desconocidas-- añade un barniz filosófico, de reflexión inducida por una narración mínima y unos silencios que funcionan como enunciados. Sin esta capa de misticismo y devoción, las audiencias recibirían Godland como una agradable experiencia sensorial y reflexiva gracias a unos paisajes abrumadores y una fotografía espectacular, sin toda esa carga de sufrimiento y espiritualidad que enseguida asociamos a la calidad cinematográfica.



A base de panorámicas y travellings laterales muy al estilo Miklós Jancsó, Pálmason se las apaña para armar un cuidado relato sobre un hombre que se deja por el camino el símbolo de su fe y poco a poco se despoja de creencias y valores que él creía firmes, todo por culpa de un viaje duro, una tierra inhóspita y unas gentes que no comprende ni le comprenden. Y cuando finalmente llega a destino, además de tener que establecer su autoridad en una comunidad que no le esperaba, se topa de bruces con el universo femenino, que le acaba de desmontar interiormente. Una historia explicada a base de momentos definitorios y sutiles que marcan la conversión de Lucas en un ser que quizá llevaba dentro desde siempre y que su fe mantenía a raya.

Godland se alinea con ese cine que se autodefine como solemne, que busca en el pasado ciertos aspectos de modernidad (un sacerdote que viaja con una cámara), atrapar momentos en el tiempo y transmitir intensidad al espectador. Lo hace con una cuidada combinación de la increíble belleza natural de la remota Islandia y de situaciones paradigmáticas que construyen de un drama apenas explicitado, lo justo para deducir el fracaso de una vida, ese tránsito tan humano como antiguo desde que asesinamos a nuestro dios interior y liberamos las pasiones reprimidas y bla, bla, bla... Para muchos se trata de algo muy serio y meritorio desde el punto de vista cinematográfico. Para mí es una película que apenas me conmueve y altera.

domingo, 3 de septiembre de 2023

Comedia con intenciones (¡Salta!)

Debut en el largometraje de la gallega Olga Osorio, que llevaba velando armas en el cortometraje y el vídeo desde 2014. Tinder time (2019) --su último corto ante de dar el salto a la gran pantalla-- ya demostraba una gran madurez narrativa, además de anunciar algunos de los temas y recursos que caracterizan su cine. En el caso de Osorio parece ser que uno de sus temas favoritos es el de los saltos en el tiempo, puesto que lo ha utilizado de nuevo en ¡Salta! (2023). En cuanto a géneros, detecto una marcada preferencia por la comedia amable para todos los públicos; cómoda de ver, pero también fácil de anticipar.

La película presenta una historia compleja sobre el papel, con agujeros de gusano, física cuántica y toda la pesca, pero es sólo la excusa para poner en marcha un enredo humorístico-sentimental que atraiga a adolescentes y padres a los que todavía les suenen las cosas de los ochenta. Así que el guión despacha todos esos detalles científicos con rapidez y sin preocuparse demasiado por la coherencia (al parecer, en 2022, un físico teórico todavía utiliza pizarras de tiza para escribir fórmulas en lugar de un ordenador), para centrarse en las situaciones divertidas que puede propiciar (cambios de localización, gags verbales a costa de acontecimientos aún por suceder, reivindicación de pasados militantes...).


El resultado es un filme amable, sin altibajos, con un guión que parece renunciar a explorar todas las consecuencias de su planteamiento inicial y una historia a la que le cuesta encontrar el ritmo, incluso una vez desplegado el enredo principal, el que se supone que proporcionará los mejores momentos. En definitiva, película de debut, hito profesional para su directora y coguionista; sin embargo, para las audiencias, pocas sorpresas y menos sobresaltos...