lunes, 22 de abril de 2019

Almodóvar, siete y medio (Dolor y Gloria)

Decidí dejar de seguir a Almodóvar después de dormirme en la sala viendo La mala educación (2004). Me atrapó una decepcionante sensación de proyecto agotado, de personajes repetidos --protagonistas reciclados en secundarios sin brillo-- como una patética sombra de lo que fueron los inicios de su filmografía, y me entró un sueño tremendo... Pero la inercia me hizo caer de nuevo con Volver (2006) --curiosamente la última crónica que publiqué en mi antigua página personal-- y Los abrazos rotos (2009). Desde entonces, he pasado una década en blanco con Almodóvar, el que fuera mi indudable referencia en los primeros ochenta, cuyas iconoclastas y desopilantes historias eclosionaron en unos años igual de cruciales para la conformación de mis gustos cinematográficos; y también --por qué no decirlo-- con la superficialidad del momento. Su cine era fresco, sincero, diferente respecto al cine español con el que yo había crecido, pero tenía una pega: era abrumadoramente coyuntural (esto no lo sabía entonces, lo comprendo ahora), en cuanto lo ochentero dejó de ser una moda, el poso gamberro de su cine se evaporó sin apenas dejar rastro.

Pero Almodóvar supo resurgir de entre su cine y demostró que bajo sus comedias triviales y transgresoras latía la verdadera pulsión artística de sus películas: el drama intenso y paradójico, muy del estilo del culebrón televisivo de la América hispana, una reinterpretación inédita en el cine español que enraizaba con ingenio --y coherencia-- en la ética y la estética ochenteras que le servía de base. Exagerado, directo, sincero, repleto de referencias culturales no consagradas, sin duda fruto de la trayectoria lectora del cineasta (y de buena parte de sus espectadores fieles, aunque algunos se resistan a admitirlo). De aquella etapa destaco el que considero su drama de madurez por excelencia: La flor de mi secreto (1995).



Es inevitable comparar Dolor y Gloria (2019) con el clásico de Fellini: un cineasta de éxito en pleno bloqueo creativo, rodeado de un repertorio inclasificable de personas signo de los tiempos, todos orbitando alrededor de la inexplicada insatisfacción permanente del artista; influyendo, empeorando, reconstruyendo, provocando recuerdos... El filme es un nuevo --y desencantado, por supuesto-- diagnóstico de los tiempos en el que el propio Almodóvar se convierte en una metonimia que funciona como centro de gravedad del argumento y los personajes (convocados todos por sus recuerdos y algunos incidentes de su presente). La diferencia con otras películas suyas, en las que ha rellenado con experiencias personales los huecos que no ha recubierto la ficción, es que Almodóvar aporta esta vez mucho más de lo habitual. Esta vez se ha sumergido hasta rozar el fondo del barril, recuperando --y prestando a su protagonista, un magnífico Antonio Banderas-- obsesiones de su carácter, sucesos hasta ahora preservados por pudor, puede que pensamientos incluso. La sinceridad de que siempre ha hecho gala este hombre abarca desde el método de concepción de sus guiones, las referencias intertextuales y el elenco de actores y actrices con los que en cada momento mantiene buena sintonía; solo que esta vez se ha atrevido con los propios cimientos de su líbido, ciertas partes vergonzosas de su expediente sentimental y un ajuste de cuentas con el personaje de su madre.

En Dolor y Gloria hay exageración, dolor, giros extraños... pero esta vez, a diferencia de sus dramas noventeros, todo es plausible. La edad, la madurez y el tiempo convierten en admisibles las cosas raras que no acababan de cuadrar a los jóvenes protagonistas almodovarianos. Están aquí también algunos de sus rasgos de estilo habituales: reservar a actores emblemáticos para una única aparición (esta vez Leonardo Sbaraglia, en un papel calcado al de Imanol Arias en La flor de mi secreto), historias de amor que acabaron mal, balances sentimentales, revisión de ciertos clichés dramáticos... pero todo tiene esta vez un aplomo, el de la edad, que se obtiene cuando conoces exactamente la distancia que hay entre tus sueños y tus realidades... Almodóvar ha encontrado el punto al drama, y creo que porque, más que nunca, ha surgido de su propia experiencia. Quizá siempre infravaloró su propia voz como instrumento de expresión en su cine... Quizá Dolor y Gloria sea la culminación de una estrategia.


martes, 16 de abril de 2019

El boom del ebook y lo eficaz conocido (Dobles vidas)

Después de la extraña e inclasificable Personal shopper (2016), parece que Olivier Assayas ha retomado su estilo narrativo y su tipo favorito de historia: crónicas entrecruzadas de adultos de clase media-alta parisina en plena crisis de lo que sea (sexo, amor, trabajo, creatividad, balance vital, tiempo pasado...). Imagino que porque los guiones le salen así, porque se siente cómodo, porque el público y la crítica reaccionan favorablemente, o porque no encuentra otra manera de contar sus inquietudes.

En Dobles vidas (2018) Assayas ha querido encajar sus propias reflexiones sobre la digitalización y sus efectos en nuestra generación híbrida (a medio camino entre una juventud analógica y una incomprensible fe del converso maduro ante las bondades de la digitalización total), usando una vez más a los grupos de urbanitas pastosos que suelen poblar películas suyas como Finales de agosto, principios de septiembre (1998) o Las horas del verano (2008). Sus reflexiones no son generales ni superficiales, al contrario, se dirigen a un sector muy concreto: el mundo editorial y el impacto que supuso hace unos pocos años el libro electrónico (probablemente debió escribir el guión hace más o menos un lustro, en pleno boom del ebook; hoy, en cambio, al ver el filme, sabemos que esa disrupción traumática no se ha cumplido, más bien se ha diluido bastante en favor del papel). En medio de este cambio de paradigma, los editores, los autores, los cónyuges de los editores y los autores, los culturetas, los blogueros y algún que otro lector/a de a pie tienen algo que decir, y Assayas deja caer sus ideas y pensamientos por sus bocas en esas clásicas reuniones y sobremesas del cine francés, repletas de buenos diálogos y escenas cómodas de ver. Lo que me sorprende es la capacidad analítica y de síntesis de los diálogos para expresar cada uno de los puntos de vista enfrentados; ¡Ójala las tertulias de la vida real fueran tan concretas, directas y educadas!



El segundo gran eje de la película es la comedia, pero no brilla demasiado: no hay gags ni situaciones cómicas claramente elaboradas, sino unas pocas réplicas verbales al hilo de las numerosas escenas de conversación; todo muy al estilo Woody Allen, pero sin el añadido de escenas perfectamente engarzadas en una historia cuyos personajes sostienen toda la comicidad. En Dobles vidas no hay nada de eso, sino que los dos ingredientes básicos de la película --la reflexión crítico-burguesa y el humor-- van por libre, sin preocuparse de coordinar momentos cumbre o contrastes llamativos. El resultado es un filme que refuerza los peores tópicos del cine francés (especialmente a los que nos les gusta), que hace pasar un buen rato a los que echan de menos los grandes clásicos de Allen, y congratula a los que echábamos de menos al Assayas de los comienzos de su filmografía.


martes, 9 de abril de 2019

«Los demacrados e inconstantes destellos de belleza» o el ocaso mediterráneo de las oportunidades perdidas

«Siempre se termina así, con la muerte. Pero primero ha habido una vida, escondida bajo el bla, bla, bla, bla, bla... Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo, los demacrados e inconstantes destellos de belleza... La decadencia, la desgracia y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo. Bla, bla, bla, bla... En otros lugares hay otras cosas; a mí no me importan los otros lugares. Así pues, que empiece la novela. En el fondo, es sólo un truco. Sí; sólo es un truco» (Paolo Sorrentino & Umberto Contarello, 2013).

Después de ver unas cuantas veces la escena final de La gran belleza (2013) de Paolo Sorrentino, comprendo y admito que expresa de forma directa y sencilla un sentimiento que he deseado transformar en pensamiento muchas veces en mi vida. Y eso que, a pesar del efecto desasosegante que me produce su conclusión, La gran belleza es un filme que no me gusta nada, que contiene indudables aciertos parciales, pero es un fraude en toda regla. Sí, elegantemente revestido de ficción recapitulativa, humanista y crítica, pero fraude al fin y al cabo. Todo y este rechazo a la totalidad, debo reconocer que el final, tras un argumento titubeante y --en ocasiones-- pedante, consigue llegar al fondo de una cuestión que afecta a mi cromosoma Y.

En primer lugar, la escena me involucra en lo más íntimo porque está localizada en un paisaje mediterráneo, de costa escarpada, con un cielo y un mar intensamente azules y de una luminosidad que reconozco enseguida, puesto que he vivido toda la vida en ellos. Un hombre maduro --Jep Gambardella, un escritor que ha basado su fama y su carrera en una única y exitosa primera novela--, siente que se encuentra desde hace tiempo en el principio del fin de su declive. El mundo que le rodea le aburre, le resulta incomprensible o simplemente lo ignora... y entonces pasan muchas cosas que no merece la pena explicar porque no es interesante. Pero llega el final de la película y, durante una travesía en yate, Jep avista de pronto un trozo de costa que, por una razón que no sabemos, le resulta familiar; un lugar en el que tuvo lugar un instante crucial de su pasado, algo que modificó su carácter y que no ha sido capaz de olvidar. Algo que, a pesar de su evocación recurrente y discontinua, no ha perdido fuerza ni intensidad a lo largo de los años que lo separan de su presente.

Brusco cambio de plano: ahora estamos en Roma, en la Scala Santa de la basílica de San Juan de Letrán (la identifico porque la visité durante una fría tarde de enero de 1993), donde una monja nonagenaria que apenas puede sostenerse en pie se empeña en subir hasta el último peldaño de la escalera. Estos dos acontecimientos --el recuerdo de un joven Jep y la monja ascendiendo penosa y tozudamente-- son los polos opuestos que abarcan el significado de la escena, quizá de todo el filme: el radical contraste entre el deseo y la nostalgia de una juventud irremediablemente esfumada y el empecinamiento --fruto de una pulsión de sufrimiento tan íntima como estéril-- por amoldarnos a metas y logros que nos imponen desde fuera (en la película, como es italiana, esas imposiciones no pueden ser otra cosa que la fe católica). El de la monja es un empeño que promete la felicidad fuera de esta vida, y aun así transmite suficiente fuerza de voluntad como para que una anciana se arrastre extasiada por el mismo mármol que se supone que pisó Jesucristo cuando llegó al palacio de Poncio Pilatos. La vida --reflexiona al final Jep-- es algo accesorio y sin transcendencia cuyo verdadero sentido es que hay una muerte al final; o como él dice: ha habido una vida antes. Esa formulación me descoloca profundamente, y es precisamente lo que convierte en algo doloroso cada plano del recuerdo de juventud que construye Sorrentino. Para mí, sólo ese fragmento, sin el contrapunto de la monja, es una especie de canon definitivo de la nostalgia de las cosas que hemos perdido por el simple paso del tiempo. Puede que para Sorrentino este audaz montaje exprese la idea central de su película, pero el efecto que a mí me provoca se limita a una pequeña parte, la que pasa rozando mi biografía; su rotundidad y eficacia no tienen nada que ver con la insignificancia y torpeza que rebosa el metraje precedente.

No es el contraste entre dos actitudes vitales, vistas cientos de veces estética y éticamente enfrentadas en la ficción, lo que me conmueve de este fragmento es la belleza perturbadora y desasosegante de Annaluisa Capasa, el deseo inmotivado que desencadena su gesto ante el joven Jep, bajo la mezcla de madrugada y luz discontinua del faro cercano. A esa chica la hemos visto sonreír --en una escena previa, desconectada de esta de ahora-- observando al joven Jep haciendo el tonto delante de ella y sus amigas, todas perfectas, deseables, tendidas al sol, expectantes... De modo que para Jep no es una imagen fantasmagórica e irreal, sino alguien que deseó intensamente en el pasado; para un espectador como yo, en cambio, resulta un anhelo imposible de alcanzar.



Sorrentino no ofrece demasiadas pistas sobre la situación que los involucra, pero no hace falta, ya que se deduce fácilmente: Jep y ella han estado en una fiesta en la que han tonteado hasta tarde; y cuando finalmente se han quedado solos ella se le ofrece sin más, con una generosidad natural, irreal, dolorosa. Se planta frente a él, en la escalera de piedra que se sumerge en el mar, y le enseña las tetas. Ahí están, ante sus ojos, sin capas de paño interpuestas, las mismas que ha atisbado --con disimulo o sin él-- horas antes, anhelando acceder a la imagen completa. Pues bien, ahí están, no tiene que pedirlo, las tiene ante él, para admirarlas y disfrutarlas. Luego la chica se cubre, retrocede un poco y se sienta a un lado de las escaleras. No mira a Jep, sino hacia el faro, quizá esperando verlo pasar, o que se le acerque. El caso es que sonríe levemente sin volver el rostro hacia la pantalla (hacia Jep): quiero creer que piensa en algo alegre, en una promesa a punto de materializarse, en algo que quiere que pase... Esa sonrisa fugaz, pillada al vuelo, excita aún más que el deseo de convertirla en realidad.

Y entonces una gran tristeza se apodera de mí cuando el joven Jep es sustituido por la imagen del actor protagonista: un anciano Jep, lúcido y desencantado, indudablemente más sabio, pero incapaz de retroceder en el tiempo. Un hombre ansioso por recuperar con la misma intensidad la ola de deseo que le embargó aquella madrugada de verano, cuando una joven adorable le enseñó las tetas que había estado buscando con las manos y los ojos toda la noche, las que iba a poseer en unos minutos, quizá las que pudo tener, o las que no supo conseguir, las que no iba a tocar en su vida... A ese afán imposible por restituir una sensación física le sigue una sacudida aún más dolorosa: la de la oportunidad que ya nunca va a tener. Esa tristeza sensorial es de una naturaleza muy distinta a la que provoca una vivencia o un instante del pasado, puesto que no recuperamos una imagen en nuestra mente, sino que intentamos recomponer a base de recuerdos fragmentarios una intensidad que nuestros sentidos (que funcionan por acumulación) nunca podrán volver a experimentar. Ojalá pudiéramos resetearlos, pero es entrópicamente imposible. Me identifico plenamente con Jep en ese instante, pero también porque la escena transcurre en un paisaje mediterráneo que adoro, y porque adoro esa capacidad del cine para pillarnos desprevenidos y superponer la ficción de la pantalla con nuestro propio pasado y lograr que de ahí salga un pensamiento poderoso, un texto como este...

Sobre ese breve fragmento extiendo mi propia experiencia de vida: de una forma parecida a la de Jep, pienso en las veces que yo mismo he sido testigo privilegiado de algo bello y deseable que no he pedido, el acceso a una mujer que podría haber acabado poseyendo por innumerables motivos (conscientes o no). Pero como no tengo ninguna que encaje por completo en la situación de la película, intento desmenuzar sus elementos --el mar, el verano, la juventud, la madrugada, el deseo, la belleza ofrecida sin motivo-- y emparejarlos con otros momentos de mi pasado (separados por el tiempo y las personas) que no tienen otra cosa en común que haber sido protagonizados por mí. Y una vez adjudicados todos, aunque no tengo posibilidad de fabricar un recuerdo nuevo y artificial con ellos, me consuelo pensando que aun así supe lo que era esa tristeza sensorial de Jep, aunque fuera en fragmentos infinitesimalmente más fugaces. Son unas imágenes que, combinadas a la endiablada manera de Sorrentino, arrasan mi pensamiento. Es más, quizá me afecten tanto por una razón oculta que ni me atrevo a formular con palabras, o puede que sólo sea porque he crecido a las orillas de ese mismo mar de la película.

A mi edad duele la certeza inapelable de que nuestro tiempo de vigor ya ha pasado, la evidencia de que la juventud y la belleza física femeninas pasan a mi lado sin verme, incluso atravesándome como un cuerpo traslúcido. Igual que en una parodia de Proust, me sorprendo pensando en que ya no habrá para mí más jovencitas lánguidas y soñadoras en veranos junto a mi mar favorito; ya no más esa fuerza, esa sensación de todo por vivir, una desasosegante ternura recién descubierta... Lo único que queda intacto en mí es el deseo irrefrenable de encontrar una belleza a mi alcance, de aspirar a ella, de tener una segunda última oportunidad.

La escena termina con una reflexión final de Jep, no sobre todo esto, sino sobre el significado de la vida, quizá del amor, que consigue enriquecer un tanto el tono divagador del resto de la película. No es nada especialmente incisivo, lúcido ni conmovedor (ya tengo bastante con aceptar la belleza que pasó y dejé pasar de largo), pero es que en medio de ese balance deja caer una frase tan enigmática como sugerente: no es una declaración ni una verdad, es más bien una síntesis de algo excesivamente grande que Sorrentino --contra todo pronóstico-- consigue fijar en la inspirada combinación de unas pocas palabras: «los demacrados e inconstantes destellos de belleza...».