jueves, 28 de mayo de 2020

Después del pijama de rayas, hasta que se acabe la risa y más alla (Jojo Rabbit)

Si hay algo que hace atractiva Jojo Rabbit (2019) para las generaciones jóvenes --cualquier generación de jóvenes con una mínima o inexistente noción previa de lo que fue el nazismo y Adolf Hitler-- es que se salta a la torera cualquier regla o convención del género histórico. Además de una visión irrespetuosa y desacomplejada del terror y del sufrimiento que provocaron aquellos descerebrados (sin ocultar ni esconder en ningún momento sus terribles consecuencias), también ofrece una lección magistral sobre el arte de la adaptación de un original literario que se ha llevado un merecido Oscar. Un galardón que se habría llevado igualmente gracias a una ínfima artimaña formal respecto al libro que resulta crucial (lo menciono porque no cometo spoiler) para el conjunto de la película, modificando por completo su tono: transformar al personaje histórico que protagoniza la novela en el amigo imaginario de un niño de 11 años fascinado por el nazismo. Para Jojo, el niño protagonista, la ideología paranoide y violenta del nazismo es lo único que ha conocido en su vida, por lo que es lógico que le parezca lo más natural del mundo; especialmente las ridiculeces y supercherías acerca de los judíos (anatomía, forma de vida, poderes ocultos), las cuales cree a pies juntillas. Para acabar de reafirmar sus principios, Jojo encuentra en ese amigo imaginario el apoyo perfecto para superar sus dudas y ocurrencias, aunque sea mediante ideas tan ridículas y patéticas como el propio personaje, interpretado por el director Taika Waititi. Esa mera aportación es la que opera un cambio total de registro y de estilo a la película, la que desata la risa, la ironía, el sarcasmo, y sirve de marco mental para interpretar desde el presente la sociedad alemana en pleno apogeo nazi. Y es que no hay instrumento más destructor de prejuicios y generador de empatías que el humor. En Jojo Rabbit se muestra a un pueblo sometido y deformado hasta lo más hondo a través de una ideología salvaje e inasequible al mínimo análisis crítico, y que los ojos de un niño deforman hasta desnaturalizarla y convertirla en algo risible, absurdo por la vía del sentido común, el compañerismo y la solidaridad.



Como en las películas de los hermanos Marx, Jojo Rabbit está repleta de gente ridícula, seres que degeneran en lo peor o en algo ligeramente mejor (los personajes de Rebel Wilson y de Sam Rockwell respectivamente). Y es que Waititi no tiene ninguna intención de recrear un momento del pasado, de conmovernos o de hacernos reflexionar a través de la injusticia flagrante, el prejuicio, el dolor o la violencia sin motivo, sino contribuir al desprendimiento de conciencia de un niño al que la confinidad con una niña judía --Elsa-- le lleva a quitarse la venda de los ojos. En ese delicado proceso, sin perder de vista la cruda realidad (la que experimenta su madre), nunca abandona del todo el mundo infantil, solo se adentra momentáneamente y por obligación en el de los adultos, para comprobar que lo que le han contado no es verdad. Y sí, los acontecimientos narrados son plausibles y verosímiles, no están deformados ni parodiados, pero sí presentados sin enfatizar en absoluto la corrección política o el drama lacrimógeno, basta con que sirvan al propósito general del relato. El mejor ejemplo: la banda sonora incluye éxitos del pop posteriores a la época en que se ambienta el filme, todo un anatema del género histórico, desde The Beatles hasta el incombustible (y cada vez más transgeneracional) éxito de David Bowie del 77, al que cada vez más directores recurren para puntuar sus finales.

No estamos ante un nuevo pijama de rayas, sino ante una reflexión inducida --pedagógica, crítica-- desde la ironía y el humor incisivo; un filme que marca el tránsito desde el principio de ensoñación de la infancia hasta el de la realidad más dura. Jojo Rabbit demuestra que no es cuestión de poner en primer plano determinadas injusticias del pasado, ni dramatizar las cosas desde una perspectiva familiar para alterar jóvenes conciencias o sacudir autocomplacencias e ignorancias (es más, la película ni siquiera muestra un interés prioritario en demostrar un mínimo posicionamiento político, o una defensa de la justicia, la igualdad o los derechos), le basta con sacudir --a veces con bendita irreverencia-- algunas situaciones y personas que a la mayoría ya le suenan a carne de documental viejuno. La risa y el sarcasmo suelen ser un primer paso hacia el juicio y la ética políticos.

viernes, 1 de mayo de 2020

Rabia y creatividad en bruto (Los miserables)

Ladj Ly es una persona con una experiencia vital muy diferente a la mayoría de cineastas, más --si es que esto se puede llegar a decir-- valiosa para su trabajo. Hablo de una adolescencia y una juventud marcadas por el ambiente de las banlieues parisinas, lo cual implica grandes dosis de sufrimiento. Y aunque a estas alturas resulte un tópico, no deja de ser parcialmente verdad, ese dolor, esa rabia subsecuente y sus secuelas, resultan unos materiales con un valor diferencial/añadido respecto a ficciones que adaptan experiencias de terceros o directamente son inventadas, también a veces un punto de vista reconocible y hasta un estilo propios. En el caso de Ladj Ly esos materiales vitales se componen --entre otros-- de un ambiente de tensión callejera, conflictos con la autoridad y dos condenas de prisión (por amenazas). Por suerte, a pesar de tantos condicionantes en contra, su pasión por el audiovisual consiguió abrirse paso, pese a que siguiera un camino algo tortuoso. El resultado es un filme explosivo, sin medias tintas ni corrección política de ninguna clase, una inmersión en una ambiente social que conoce de primera mano y de cuya filmación es inevitable que se cuele la crítica y la rabia a partes iguales.

El germen de Los miserables (2019) es una expansión de un cortometraje con el mismo título rodado dos años antes por el propio Ly, y lo cierto es que la combinación de guión bien trabajado y estilo directo y percutante han convencido a la crítica sesuda --premio del jurado en Cannes-- y como poco al público autóctono. En la película no hay personajes positivos ni negativos (todos exhiben una escandalosa mezcla de corrupción y momentáneos e inesperados buenos deseos), tampoco hay escenas ni momentos que inviten a la reflexión, situaciones que se puedan entender como metáforas o situaciones que aíslen ciertas posturas en conflicto; lo que hay es un enredo incremental tan doméstico como ridículo que desemboca en una escalada de tensión impensable y de consecuencias desconocidas (desconocidas porque el filme renuncia a mostrarlas, limitándose a documentar la cadena de acontecimientos que conducen al estallido). En cuanto a estructura, el filme remite --conscientemente o no-- a otro sonado debut cinematográfico: Haz lo que debas (1989), en el que además la rabia se canaliza casi de idéntica forma: momentos impactantes, tensión que amenaza con desbordarse por cualquier tontería, abusos, descontrol, jerarquía y orden basados en la amenaza y la violencia, caciques de barrios autonombrados, lealtades automáticas y ligadas casi siempre a un origen común. El descontrol es total en los roles, las generaciones y los representantes de la ley, todos cortocircuitando en el espacio físico de la banlieue.



Ni Lee en 1989 ni ahora Ly tienen intención de reflexionar sobre lo que muestran (causas, comportamientos, alternativas); su objetivo es poner en primer plano y en contexto unos hechos que, a quienes no los sufren en primera persona, les resultan lejanos, meros conflictos y actitudes de violencia irracional que deben ser sofocados con contundencia. Ambos están convencidos de que mostrar esa conflictividad con el máximo realismo, crudeza y la mínima dosis de manipulación narrativa y dramática es la única manera de impactar en el espectador, esperando que alguno reaccione o al menos sea capaz de contextualizar lo que hasta ahora no es más que un breve fragmento perdido en el inmenso paisaje informativo de nuestros medios.


Puede que el diagnóstico periodístico sea cierto, que esa violencia discontinua y descontrolada de las banlieues sea tan espontánea como falta de intención reivindicativa/reformista, pero lo que no suele aparecer en las noticias es el ambiente humano en el que se cuece: miseria, marginación, desamparo, abusos, desestructuración... Los miserables muestra una violencia que apenas logramos entender y situar conceptualmente; si acaso intuimos que no existen soluciones fáciles. Ladj Ly sabe que, por mucho que conozca el problema, apuntar soluciones es meterse en un berenjenal, arriesgarse a parecer un integrado o un contemporizador, por eso la narración en Los miserables --hasta el mismísimo plano final-- nos lleva hasta el punto límite a partir del cual desaparece la ficción y comenzará la noticia. Para algunos puede que esto sea una forma de escurrir el bulto, de renunciar a parte de su responsabilidad como cronista, pero lo cierto es que en ningún lugar está escrito que las películas tengan que incluir análisis y/o soluciones a los problemas que plantean. Dice Amin Maalouf que describir la herida no hace que duela menos. Yo creo que así sabemos por dónde sangra, que ya es bastante.