Si hay algo que hace atractiva Jojo Rabbit (2019) para las generaciones jóvenes --cualquier generación de jóvenes con una mínima o inexistente noción previa de lo que fue el nazismo y Adolf Hitler-- es que se salta a la torera cualquier regla o convención del género histórico. Además de una visión irrespetuosa y desacomplejada del terror y del sufrimiento que provocaron aquellos descerebrados (sin ocultar ni esconder en ningún momento sus terribles consecuencias), también ofrece una lección magistral sobre el arte de la adaptación de un original literario que se ha llevado un merecido Oscar. Un galardón que se habría llevado igualmente gracias a una ínfima artimaña formal respecto al libro que resulta crucial (lo menciono porque no cometo spoiler) para el conjunto de la película, modificando por completo su tono: transformar al personaje histórico que protagoniza la novela en el amigo imaginario de un niño de 11 años fascinado por el nazismo. Para Jojo, el niño protagonista, la ideología paranoide y violenta del nazismo es lo único que ha conocido en su vida, por lo que es lógico que le parezca lo más natural del mundo; especialmente las ridiculeces y supercherías acerca de los judíos (anatomía, forma de vida, poderes ocultos), las cuales cree a pies juntillas. Para acabar de reafirmar sus principios, Jojo encuentra en ese amigo imaginario el apoyo perfecto para superar sus dudas y ocurrencias, aunque sea mediante ideas tan ridículas y patéticas como el propio personaje, interpretado por el director Taika Waititi. Esa mera aportación es la que opera un cambio total de registro y de estilo a la película, la que desata la risa, la ironía, el sarcasmo, y sirve de marco mental para interpretar desde el presente la sociedad alemana en pleno apogeo nazi. Y es que no hay instrumento más destructor de prejuicios y generador de empatías que el humor. En Jojo Rabbit se muestra a un pueblo sometido y deformado hasta lo más hondo a través de una ideología salvaje e inasequible al mínimo análisis crítico, y que los ojos de un niño deforman hasta desnaturalizarla y convertirla en algo risible, absurdo por la vía del sentido común, el compañerismo y la solidaridad.
Como en las películas de los hermanos Marx, Jojo Rabbit está repleta de gente ridícula, seres que degeneran en lo peor o en algo ligeramente mejor (los personajes de Rebel Wilson y de Sam Rockwell respectivamente). Y es que Waititi no tiene ninguna intención de recrear un momento del pasado, de conmovernos o de hacernos reflexionar a través de la injusticia flagrante, el prejuicio, el dolor o la violencia sin motivo, sino contribuir al desprendimiento de conciencia de un niño al que la confinidad con una niña judía --Elsa-- le lleva a quitarse la venda de los ojos. En ese delicado proceso, sin perder de vista la cruda realidad (la que experimenta su madre), nunca abandona del todo el mundo infantil, solo se adentra momentáneamente y por obligación en el de los adultos, para comprobar que lo que le han contado no es verdad. Y sí, los acontecimientos narrados son plausibles y verosímiles, no están deformados ni parodiados, pero sí presentados sin enfatizar en absoluto la corrección política o el drama lacrimógeno, basta con que sirvan al propósito general del relato. El mejor ejemplo: la banda sonora incluye éxitos del pop posteriores a la época en que se ambienta el filme, todo un anatema del género histórico, desde The Beatles hasta el incombustible (y cada vez más transgeneracional) éxito de David Bowie del 77, al que cada vez más directores recurren para puntuar sus finales.
No estamos ante un nuevo pijama de rayas, sino ante una reflexión inducida --pedagógica, crítica-- desde la ironía y el humor incisivo; un filme que marca el tránsito desde el principio de ensoñación de la infancia hasta el de la realidad más dura. Jojo Rabbit demuestra que no es cuestión de poner en primer plano determinadas injusticias del pasado, ni dramatizar las cosas desde una perspectiva familiar para alterar jóvenes conciencias o sacudir autocomplacencias e ignorancias (es más, la película ni siquiera muestra un interés prioritario en demostrar un mínimo posicionamiento político, o una defensa de la justicia, la igualdad o los derechos), le basta con sacudir --a veces con bendita irreverencia-- algunas situaciones y personas que a la mayoría ya le suenan a carne de documental viejuno. La risa y el sarcasmo suelen ser un primer paso hacia el juicio y la ética políticos.
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