Me declaro culpable: sólo me acerco a la filmografía de Sorrentino cuando trata el tema de la belleza lánguida, soñadora y atravesada por su raro sucedáneo de existencialismo, algo para lo que admito que su cine está naturalmente dotado. Como también lo está para retratar como nadie los paisajes mediterráneos del sur de Italia, una virtud que determina en buena parte su estilo narrativo. Para todo lo demás: sus películas me provocan distancia, incredulidad e indiferencia. La gran belleza (2013) me sigue pareciendo un buen relato inexplicablemente saboteado y convertido en un gran fraude, aunque su final continúa conmoviéndome en lo más profundo y no puedo dejar de verlo cada cierto tiempo (no más de tres meses). Que compartamos fascinación por un mismo paisaje no significa que conecte con sus alegorías revestidas de trascendencia, un tic fabricado a conciencia que trata de enlazar sin apenas disimulo con la prestigiosa tradición del estilo felliniano. En corto y claro: la mayoría de sus películas --como me sucede con las de Lanthimos-- no me gustan, pero les reconozco momentos inspirados y admirables, el fruto de una inspiración al azar que ha conseguido eludir las trampas de su retorcida forma de expresarse.
Parthenope (2024) es, por encima de todo, el sentido homenaje de Sorrentino a su ciudad natal, Nápoles. Una ofrenda cinematográfica nostálgica y evocadora, los dos componentes con los que pretende poner al descubierto el núcleo de la identidad napolitana, tan fascinante como llena de contradicciones y, a la vez, motivo de orgullo. Y en el centro de la historia, una protagonista que sirva de epítome perfecto, un personaje fascinante, atractivo e inasible, especialmente para los no oriundos, y que los nativos --con la debida introspección-- sí están capacitados para detectar y comprender. Porque Parthenope --el nombre de la antigua colonia griega que con el tiempo se convertiría en Nápoles-- es una mujer extremadamente inteligente y bella (perturbadora Celeste dalla Porta) cuya vida y experiencias son una mezcla de recuerdos del director, un compendio (obviando cualquier exigencia derivada del desarrollo argumental) de momentos definitorios que materializan cualquier cualidad específica de los napolitanos, de simples elaboraciones/exageraciones vinculadas a su cultura. El temperamento zafio, el sentido de pertenencia, un anhelo de trascendencia siempre acechante aunque nunca completamente colmado que fascina y repele (y que ha acabado por convertirse en un tópico acerca de Nápoles y sus habitantes). Esta definición también se aplica a buena parte de la filmografía de Sorrentino, y es la que más me remueve interiormente, seguramente por alguna coincidencia vital o geográfica.
Parthenope es una mujer tan inteligente como bella, aunque ninguna de estas cualidades es exclusiva del carácter napolitano, son solamente dos aspectos del personaje que ayudan a Sorrentino a expandir su guión con temas que ya ha tratado en otras películas, sin apenas cambios respecto a esta de ahora. El de la belleza perturbadora que impide vivir con normalidad a las mujeres, da igual como reaccionen: si aceptan las constantes proposiciones de los hombres (a cual más descarada, inconveniente y/o humillante) se convierten en objetos de deseo efímero, un cuerpo que poseer, un juguete que encandila hasta que se pierde el brillo de la juventud y la aparición de nuevas bellezas las arrinconan y las condenan a la soledad. En cambio, si, contra todo pronóstico, rechazan las insinuaciones y promesas de lujo, placer y bienestar, esa misma soledad se convierte en su estado natural desde el primer momento. En el caso de Parthenope, la rareza que la distingue de los demás es su preferencia por la antropología y la búsqueda de un compañero que no la valore únicamente por su aspecto. Creo que este es el verdadero centro de la obra de Sorrentino, y no las alharacas formales, excesos de guión y demás extravagancias que intenta hacer pasar como una marca personal e intransferible.
Intercaladas en esta trama principal, una veces con naturalidad, otras de forma bastante forzada, casi desconectada del resto de la historia, encontramos las escenas cuyo objetivo es mostrar de cierta manera exagerada (a ser posible escandalosa) la singularidad napolitana. Un carácter que, si hacemos caso al director, es esencialmente contradictorio, inexplicable y fuertemente dependiente de rituales muy concretos (religiosidad popular, enfrentamientos entre clanes, tendencia a endiosar aquello que provoca felicidad y decepción extremas. En otras palabras: catolicismo, mafia y fútbol. Estas secuencias, ciertamente elaboradas, aportan las necesarias dosis de surrealismo y distanciamiento que uno podría esperar del director. Sin embargo, el hecho de estar prácticamente al margen de la trama que él mismo presenta como principal, funcionan como una ofrenda para sus seguidores, una especie de renovación de la vigencia de su punto de vista deformante de la realidad, el mismo que parece haberse convertido en lo que más llama la atención de su cine.
Después de unos cuantos títulos insistiendo en el tema de su Campania natal, uno empieza a dudar si el proyecto de Sorrentino consiste en expresar en imágenes la esencia de su entorno biogeográfico y sentimental o más bien una versión conscientemente desfigurada de esa esencia, cortocircuitada por influencias cinematográficas y culturales, que funcionan como una distinción artística. Al final, Parthenope, igual que La gran belleza y demás historias similares, parecen más bien el resultado de una obsesión por cristalizar un estilo reconocible, no tanto el deseo de ofrecer una reflexión duradera sobre un fenómeno tan humano como efímero y fruto del azar; da igual que esté perfectamente localizado en el tiempo y el espacio.
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