viernes, 24 de abril de 2020

Dos incómodas realidades (Especiales)

Después del exitazo mundial de Intocable (2011) y de Samba (2014), su aproximación bienintencionada y luminosa de la inmigración, parece que a Olivier Nakache y Eric Toledano les ha quedado un regusto por los argumentos entreverados en los márgenes de la sociedad, por los casos extremos, la reivindicación de aquellos que no existen o no cuentan para las mayorías integradas... Lo sorprendente es que, en cada título se las apañan para encontrar un esquema crítico que huye de paternalismos y blandenguerías. Puede que el fondo de su crítica no sea tan rotunda y demoledora como uno podría esperar pero, para una ficción dirigida a esas misma mayorías integradas, al menos se las apañan para señalar con acierto las contradicciones y las injusticias.

La idea fuerza que impulsa Especiales (2019) es demoledora (mucho más reveladora por su título original: Hors normes [fuera de normas]), y sus implicaciones críticas quedan perfectamente expuestas a medida que el relato se despliega: la trama no se construye en forma de debates éticos bien destacados para la audiencia, sino que se dejan caer en unos escogidos detalles secundarios. De entrada, el filme parece alinearse en la misma mezcla de humor y sensiblería de Campeones (2018), incluso el retrato de los dos protagonistas masculinos --Vincent Cassel y Reda Kateb-- resulta arquetípico, idealizado, describiendo sin fisuras su compromiso desinteresado y su infatigable lucha contra un sistema (el de Salud y Asuntos Sociales, repleto de funcionarios y tecnócratas). Ambos despiden un cierto tufillo repelente (parecen encarnaciones laicas de la madre Teresa de Calcuta) debido a la ausencia de zonas oscuras en sus personalidades; pero es innegable que el medio en el que se mueven (repleto de frustraciones, inequidades, abusos y componendas) tiene un trasfondo absolutamente real. Son esos detalles menores los que por fortuna eclipsan el tono buenista de un reparto coral.


Aunque los especiales de los que habla la película no son solamente esos desamparados que padecen toda clase de diversidades funcionales psíquicas, y que requieren lo más preciado y escaso de este mundo (tiempo, paciencia y cariño unilateral); también lo son las personas que --casi siempre por un azar vital-- se ocupan de ellos cada día: solitarios, desatendidos, colgados... Gente desnortada y de buen fondo que encuentra un objetivo y un grupo social en el que comenzar su proceso de (re)encaje social. Los cuidadores están tan hors normes como los discapacitados a los que acompañan a todas partes. Tanto unos como otros son personas que el Sistema ni reconoce ni contempla como parte de su responsabilidad. Para las personas en el espectro autista apenas caben esperanzas de integración (como mucho abandonar comportamientos violentos y alcanzar una socialización mínima gracias al afecto, rutinas diarias y atenciones constantes); para los cuidadores, por su parte, tampoco es que sus opciones sean mucho mayores: quizá una única oportunidad de reenganche social gracias a los estudios, la constancia, una relación, una lealtad de grupo sobrevenida... Al menos estos últimos podrán salir de ese limbo sociosanitario que denuncian Nakache y Toledano, incluso dejar atrás ese microclima humanitario que les puso en el disparadero de la integración. Y puede que acaben olvidándolo con los años, pero da igual, el bien absoluto e impagable ya está hecho.

Un largo epílogo es quizá la parte que mejor expresa el tono crítico, semidocumental y humano que requiere la película; y es que la ficción sola no basta, hace falta esa excusa formal de una investigación (como la que llevan a cabo dos funcionarios en el filme), para desvelar los defectos y los nuevos marcos mentales que hacen falta. Todo presentado mediante una eficaz secuencia de montaje y un gran fragmento de banda sonora. Puede que esa sea una de las pocas maneras de calar en determinados públicos, a estas alturas inmunizados contra la denuncia social cruda y enganchados sin remedio al sentimentalismo y al exceso de buen rollo. Una de las pocas maneras de explicar verdades incómodas en la ficción cinematográfica. Especiales. Impagables.


martes, 14 de abril de 2020

¿El legado de Rohmer? (Todo está perdonado)

Puede que sea cierto lo que dicen y que el cine de Mia Hansen-Love sea el mejor situado en el cine francés --por temas y estilo-- para enlazar con la tradición cartesiana y distante de los conflictos humanos, de la que Rohmer hizo prácticamente una seña de identidad. Seguro que existen ya otros casos contrastados de continuismo rohmeriano en otras filmografías geográfica y culturalmente alejadas del cine francés, pero los expertos destacan el caso de Hansen-Love precisamente por la coincidencia de ambos factores. Para los críticos resultan gratificantes estas continuidades, ya que ayudan a definir el marco mental desde el que juzgar obras de cineastas noveles o de quienes, de pronto, irrumpen con una obra desconectada de todo asidero conocido. A veces estos legados parecen forzados, pero otras veces su simple mención es suficiente para ordenar los elementos que no se dejan clasificar así como así. Y por esa razón también es posible que, después de ver Todo está perdonado (2007) uno encuentre ciertas persistencias en el punto de vista y en la frialdad del tratamiento dramático, o nos dé por ir más allá y pensar que todas esas cosas no son más que coincidencias, y que Hansen-Love es una cineasta con voz propia, casualmente igual de distante que Rohmer en el retrato de las vicisitudes humanas. Y no es malo, pero son esas continuidades corregidas por la subjetividad individual las que nos proporcionan seguridad: el mundo y el cine siguen siendo lo que son gracias a estas paradojas.

El argumento central de Todo está perdonado (nada que ver con la novela del mismo título de Rafael Reig) es materia prima habitual de culebrones, drama exagerados y telefilmes de sobremesa; pero Hansen-Love se acerca a él con una frialdad y una distancia que casi hacen irreales ciertas actitudes y reacciones de los protagonistas. Pero no estamos ante cuentos ni proverbios morales ni ante la presentación arquetípica de un conflicto (como gustaba hacer Rohmer), sino ante el relato de un conflicto concreto, la historia de unos personajes cuyas decisiones determinan días y vidas por venir. Pero es que además todo esto está contado intercalando una distancia dramática que casi hace que algunos momentos resulten increíbles. Pero hay algo en el estilo de Hansen-Love que impide que los protagonistas resulten risibles o inhumanos, y a pesar de la frialdad expositiva mantengan un verismo cercano, sin perder nunca el contacto con la realidad de la historia. En conjunto, la película podrá parecer apenas esbozada, o poco trabajada en algunas escenas, pero desde luego hay un conocimiento certero del material con el que la directora ha decidido trabajar.



No puedo terminar esta crónica sin mencionar el profundo efecto que me ha provocado la perturbadora belleza de Constance Rousseau --a la que descubrí en el mediometraje Un monde sans femmes (2011)--, aquí en su debut cinematográfico. Retratada por Hansen-Love con indisimulada admiración, casi delectación: su peinado, sus vestidos, pero sobre todo sus miradas. Su filmografía hasta la fecha no augura, por el momento (ójala me equivoque) una nueva Nathalie Baye o Isabelle Adjani (otra vez con las continuidades), pero no podía no mencionarlo: su belleza me despista, me hace perder el hilo de la narración, deseo saber más sobre la vida de los personajes que interpreta, por muy anodinos que sean. Será que me hago mayor, en esa fase de la vida en la que la belleza inalcanzable me resulta más desasosegante que nunca... ¡Bienvenida Constance a mi galería (in)madura de fetiches cinematográficos!