lunes, 30 de marzo de 2020

Narración interpuesta (Searching)

El brillante debut en el largometraje de Aneesh Chaganty me recuerda al de M. Night Shyamalan con El sexto sentido (1999), pero mientras que ambos comparten un indiscutible mérito formal, sólo el segundo obtuvo un merecido reconocimiento de crítica y público (que no del gremio, que le nominó para seis Oscar pero no le concedió ninguno). Y también es cierto que la clave que sostiene cada uno de los filmes es muy diferente: mientras que Shyamalan armaba un gran engaño manipulando ciertas premisas que damos por ciertas para la imagen cinematográfica, Chaganty se limita a un cambio mínimo pero audaz al sustituir la instancia narradora "humana" por dispositivos tecnológicos que cumplen la misma función. El resultado es un filme que renuncia al estilo directo narrativo y opta por una tercera persona que en realidad no es una persona ni un narrador, sino ordenadores, portátiles, móviles, cámaras de vigilancia, emisiones de televisión..., cachivaches que se encargan de llevarnos a todos los lugares que requiere la historia y de presentar los elementos necesarios para que reconstruyamos el relato sin dificultades (aunque es verdad que hay que estar un poco más atentos de lo habitual). La cámara ya no es testimonio directo de los sucesos del relato, sino que accede a ellos a través de todos esos aparatos y, a partir de ahí, ofrece una narración que poco se diferencia en efectos e hitos dramáticos de las rodadas al estilo clásico. Es curioso como, gracias a un buen trabajo de guión y de dirección, apenas se notan diferencias de estilo, selección de detalles, focalización y falsas pistas entre una narración "humana" y otra tecnológica; un síntoma de hasta qué punto su acumulación e importancia las convierten sin esfuerzo en instancias narradoras, incluso en creadoras de realidad.

Searching (2018) es un filme con un formato muy del signo de los tiempos, aunque hay que decir que el episodio Conexión perdida (T6E16) de Modern Family (2009-2020) se merece el mérito de haber descubierto tres años antes las posibilidades de esta especie de narración interpuesta. En lo argumental, la historia que plantea Searching la hemos visto muchas veces, incluso con los mismos altibajos dramáticos y de suspense; pero el hecho de reconstruirla por medio de pantallas, de ofrecer pistas a través de nuestros rastros en redes sociales, hace que parezca nueva, y desde luego a las audiencias millenials les atraerá indudablemente esta nueva forma de desplegar el relato. Es una excentricidad que mantiene su encanto como reto formal (los saltos entre dispositivos, resolver cómo usar pantallas sin recurrir a la filmación directa de la acción en determinados momentos), pero sabiendo que no tiene demasiado recorrido: la originalidad reside en su escasez, porque lo contrario le restaría interés, una limitación técnica autoimpuesta difícilmente justificable en tantos filmes diferentes.



La película arranca con un prólogo modélico en el que el formato parece ser un recurso gratuito que se usará solo para poner a los espectadores en antecedentes; a medida que se despliega el relato nos damos cuenta de que no, de que únicamente accederemos a la historia a través de pantallas y apps de todo tipo. Es más, Chaganty tiene en cuenta el contexto tecnológico y las primeras pantallas corresponden a la interfaz vintage de Windows 98 (y su famoso tapiz con un prado), para luego ir saltando a las plataformas que fueron llegando con el paso de los años (Youtube, Messenger, Facebook, Facetime...). No es sólo un alarde de ambientación, sino un avance de las instancias narradoras que serán determinantes a lo largo del filme. Después, lo de siempre: planteamiento, nudo, complicación, falsos clímax, nueva complicación y resolución sorprendente. Searching no exhibe un guión maestro --yo lo equiparo en originalidad y contundencia a Perdida (2014) de David Fincher-- pero se deja ver.

Además de entretener, su formato da que pensar sobre el poder que tienen las pantallas para suplantar la vida real: filtrarla, completarla, expandirla y, por supuesto, falsearla y manipularla. No es desde luego el propósito de Chaganty, que se conforma con completar una buena historia de la mejor forma posible, pero es un efecto colateral que, en mi caso, revaloriza la impresión final. Un filme muy recomendable para todas las audiencias.


jueves, 26 de marzo de 2020

El cubo vasco (El hoyo)

Debut en el largometraje para Galder Gaztelu-Urrutia (hasta ahora más centrado en labores de producción), con guión de dos claros talentos aún por consolidar (David Desola y Pedro Rivero), El hoyo (2019) contiene muchas y buenas ideas que --como suele ser habitual en estos primeros lances-- necesitan perfilarse y encontrar su acomodo en un estilo cinematográfico que suele ser bastante deudor de lo comercial y lo efectista (es muy importante hacerse notar en estos comienzos). Ahora bien, debo decir que --en mi opinión-- el efecto global del filme queda diluido por sus evidentes paralelismos con Cube (1997), un verdadero clásico del género fantadistópico cuya influencia se evidencia con este nuevo estreno, no sólo en cuanto a ambientación/localización (espacio cerrado, correccional de ingreso voluntario con un extraño trasfondo de experimento social y, a pesar de eso, vigilancia, castigo, violencia, ley de la jungla...), sino también por el desarrollo y la culminación del argumento. Por culpa de esa correlación, auguro un descenso medio de tres puntos en la valoración de quienes hayan visto el filme de Vincenzo Natali.



Con todo, hay claras diferencias: mientras Cube no deja de ser un juego en el que hay de descifrar un código, El hoyo es una parábola política bien planteada, pero rodada sin reparar en algunos detalles secundarios que le otorgarían ese aura definitiva de filme claustrofóbico y distópico. La película se desarrolla íntegramente en una especie de correccional-prisión en forma de torre cuadrada donde en cada nivel hay dos reclusos; por el hueco central desciende diariamente (de una forma que desafía a toda la física clásica) una mesa repleta de exquisitas viandas, y en cada parada los reclusos pueden comer lo que se les antoja durante el tiempo adjudicado... La metáfora es clara y contundente: los de arriba (los primeros niveles) se atiborran de comida, pero a los de abajo no les llega literalmente nada, y su alternativa es sobrevivir prácticamente como bestias. Para completar el juego y dinamizar la historia, cada 30 días los reclusos son narcotizados y cambiados de nivel sin criterio aparente (y los muertos reemplazados). Y aunque en toda esta disposición de elementos es fácil superponer una alegoría social, a medida que se van perfilando los personajes protagonistas y sus objetivos, el aplomo de los primeros minutos (y la promesa de ciertas implicaciones) se diluye en escenas raras o metidas con calzador. Además, la dureza de ciertas imágenes queda rebajada por culpa de la nefasta dicción de los actores, a los que cuesta entender con esa manía/técnica/cliché de susurrar en los momentos trascendentes. Y como remate, un final demasiado pillado por los pelos que no sirve para remontar la impresión global del filme, quizá hubiera funcionado con algo inesperado, descarnado, aplastante, pero no tan desconectado de la historia como lo que propone en la práctica. El torpedo crítico queda bien claro, pero está deslavazado y es visualmente poco impactante.

En definitiva, una muy buena idea sobre el papel pero desarrollada a base de mínimos argumentales, salteada de aciertos parciales pero sin acabar de perfilar personajes y ambientación. Una lástima que el conjunto no haya cuajado...


sábado, 7 de marzo de 2020

La paradoja Oliver Twist (American factory)

No soy un experto en teoría económica, así que me subrogo el diagnóstico especializado de este artículo, a cuyo autor admiro por su capacidad explicativa, claridad y análisis sintético. Propongo que te empapes de contexto con él y así lo que viene a continuación no se parecerá tanto a una pataleta desconectada de la realidad.

Porque acabo de ver American factory (2019) y me pregunto si el verdadero problema --el único que no hemos encarado de frente contra la corriente-- es que el capitalismo, por mucha regulación legal que queramos inyectarle, sigue siendo el mismo de siempre: un potentísimo generador de élites extractivas y desigualdades a cascoporro por emanación e incontinencia. No nos engañemos: el capitalismo del siglo XXI es el mismo que describen en toda su crudeza los libros de texto escolares: por un lado, una mayoría social viviendo en unas condiciones increíbles de injusticia, explotación, sueldos de miseria, semiesclavitud y ausencia de derechos...; por otro, una minoría de privilegiados beneficiados por la lotería genética y la herencia definiendo las reglas del juego y ocupando prácticamente todo el espacio del bienestar. Una sociedad aún más estratificada y rígida que la feudal, causa directa de un contraste entre pobreza y riqueza tan escandaloso que ya ni siquiera las series y películas ideológicamente más conservadoras se atreven a maquillar semejante escándalo. Ciento cincuenta años después parece que todo sigue igual: ni el liberalismo ni el comunismo ni el fascismo han sido capaces de frenar, mitigar o revertir la gravísima dualidad social que impone un capitalismo sin control (político, no lo olvidemos): mitificación fetichista del crecimiento infinito, ridícula presunción de recursos naturales inagotables, ceguera ante las irreversibles modificaciones en el ecosistema que provoca la actividad humana, perpetuación de la desigualdad formal gracias a ideologías parafascistas, indecente exhibición de opulencia palurda y ridícula por parte de los privilegiados... Los Treinta Gloriosos quizá hayan sido la única época en la que el capitalismo estuvo bajo control gracias a la socialdemocracia y una izquierda radical aún no integrada en el Sistema; durante ese extraño interregno de redistribución de la riqueza la mayoría de indicadores del bienestar (democracia, protección de los derechos laborales, redistribución de la riqueza vía impuestos...) marcaron máximos que nunca más se han repetido.

Mucha gente cree que en Europa --por tradición histórica, por ser los responsables del invento-- el capitalismo está bajo control gracias a la socialdemocracia, esa inefable praxis política capaz de corregir su contradicción fundamental: la lucha entre igualdad democrática y estratificación económica. O simplemente lo que sucedió en este continente es que las élites extractivas consintieron esta limitación parcialmente desfavorable porque a cambio tuvieron barra libre para orientar su depredación hacia territorios exteriores (en el pasado esa válvula fue el colonialismo; pero cuando ese chollo se acabó el objetivo fueron los mal llamados países en vías de desarrollo). La cosa es que Occidente aún vive inmerso en la ilusión de que es posible mantener enjaulado al capitalismo: si funcionó una vez --se preguntan-- ¿por qué no otra? Si algo demuestra la historia es que el capitalismo, desde los orígenes de la Revolución Industrial, sobrevive gracias a la constante búsqueda de nuevos mercados sin regular donde imponer su implacable lógica extractivo-desigualitaria. En los ochenta el capitalismo se largó a China, al norte de África, a la India, y allí siguió funcionando como en el siglo XIX; y mientras tanto, en Europa se garantizaban legalmente ciertos derechos laborales en la reserva artificial del liberalismo socialdemócrata. Nos importaba una mierda lo que sucediera más allá de nuestras fronteras (siempre nos ha importado una mierda todo lo que suceda más allá de lo que consideramos nuestras fronteras). Esta táctica del avestruz, con el cambio de milenio, cuando estos mercados no regulados (China, Corea, India...) se convirtieron en una amenaza real al liderazgo económico occidental, ya no sirve. El parque temático europeo de las garantías laborales debe finalizar porque ya no es posible mantener sus costes con la explotación de los mercados exteriores. Debemos volver al pasado, aunque no se pueda decir de esta manera.



Esta amenaza se ha extendido y sus terribles efectos alcanzan hoy de lleno al territorio que ha sido el paradigma de la libertad de empresa, ejemplo canónico de la iniciativa individual, de la desigualdad formalmente establecida gracias al meritocrático sueño a que dio lugar: Estados Unidos. Como ya he dicho, todo este chorrazo introductorio viene a cuento del impacto que me ha dejado American factory y, en el momento de escribir esto, a que sigo procesando sus secuelas. Se trata de un documental que sacude de golpe la autocomplacencia que blinda nuestro bienestar protegido por fronteras, decretos y toneladas de legislaciones proteccionistas; y también un serio toque de atención a la ceguera de los políticos estadounidenses (y, por extensión, a los de todo el Occidente democrático). Y una advertencia también para aquellos trabajadores desmovilizados, atrincherados en sus zulos de ocio, que aún no han visto recortados sus sueldos ni han sufrido regulaciones de empleo: para ellos, el filme presenta una clara exposición de motivos acerca de cómo defender unos derechos y un bienestar trabajosamente adquiridos y, de paso, a qué clase de políticos hay que votar para mantenerlos. El problema es que hasta que no nos trasladan a la fuerza al bando de las víctimas, nos aferramos a nuestro egoísmo y al bienestar menguante que nos permiten los sucesivos recortes. Ilusos. Ingenuos. Tontos.

La película presenta un caso paradigmático (el capital chino invierte en una fábrica de componentes para automóviles en una de las zonas más deprimidas de EE UU, justo donde General Motors cerró su planta y dejó en el paro a mucha gente) cuya significación funciona a tres niveles de crítica: 1) la lucha por las condiciones laborales que tuvieron en su anterior empleo (sindicación, seguro, ocho horas), algo que no debe considerarse parte de una coyuntura que ataca a la rentabilidad, sino unos mínimos necesarios; 2) esta reivindicación obrera tiene por escenario la cuna del capitalismo más despiadado, en el país que ha hecho del liberalismo más salvaje y desprotector su bandera y 3) los capitalistas insensibles que ahora explotan a los trabajadores ¡son chinos!, oligarcas enriquecidos en un país que formalmente sigue siendo un régimen comunista, el producto de una ideología revolucionaria que nació para proteger los derechos de unos obreros cuyas sus élites privilegiadas (siempre las élites) niegan a la población. Entre Octubre (1925) de Einsentein y American factory se abre un inmenso abismo ideológico en cuyas profundidades el calcetín se ha dado la vuelta; y entonces uno no puede evitar preguntarse: ¿cómo hemos llegado a esto? Del capitalismo, poco nos debe sorprender a estas alturas, pero después de ver el documental de Steven Bognar y Julia Reichert resulta muy complicado argumentar a favor del comunismo realmente existente hoy día sin quedar atrapado en devastadoras contradicciones. Podremos poner en valor algunas conquistas del pasado, la fuerza motriz que tuvo para transformar el mundo y las condiciones de vida de gran parte de la humanidad; pero lo cierto es que la política y la praxis económica que representa hoy China es una patochada indefendible, un anatema hasta para el propio Mao Zedong en caso de que resucitara (gran idea para una comedia), una sociedad aún más explotadora que la que exhiben los gobiernos a los que China considera sus rivales ideológicos.

American factory extrae para nosotros una singularidad que puede convertirse en norma: cuando las condiciones laborales que EE UU impuso al mundo subdesarrollado durante décadas, China las impone ahora en el corazón de esa América arrasada por el cierre de sus factorías autóctonas y la decadencia de un estilo de vida prometido. Los trabajadores estadounidenses experimentan de pronto las condiciones laborales que impusieron sus gobiernos en otros países mientras ellos miraban hacia otro lado. Y no les gusta, claro. No sólo porque las sufren en primera persona, sino porque se las imponen desde China, el país donde la economía USA se hizo fuerte gracias a los bajos costes laborales y la ausencia de derechos. Los empresarios chinos que se han enriquecido gracias a esa mutación cancerosa del capitalismo aterrizan ahora en EE UU para implantar el mismo modelo que EE UU pidió a China que extendiera como condición para invertir allí. ¿Paradójico? No, dolorosamente paradójico. Casi una lección moral para la clase política estadounidense cuyas consecuencias sufren ahora los trabajadores pobres. American factory retrata una cruel inversión de roles, liderazgos y valores que le ha caído encima a los orgullosos estadounidenses. ¿Lección moral? Puede, pero sobre todo retroceso intolerable para los que pagan el pato.

American factory es un documental directo, muy bien planteado y presentado, un serio toque de atención, una vacuna contra la desmovilización, el derrotismo, la resignación o las vanas esperanzas de que las mejoras vendrán únicamente de arriba. Hay que reaccionar ante esto igual que ahora nos encanta hacer cuando hay por medio desgracias familiares o desastres naturales. No hay nada asegurado en esta vida, no hay cosas que se nos deben porque sí. Recuerden: la gasolina está a punto de acabarse, no habrá agua potable para todos, ni playas en verano por culpa de la subida del nivel de los océanos, ni cuatro estaciones (pasaremos sin transición del verano al invierno...). A todos esos negacionistas, ignorantes, pardillos y/o enfatuados les deseo lo mejor, pero también que vean American factory y les ayude a sacar la cabeza de sus respectivos culos...