jueves, 8 de diciembre de 2022

Desajuste personal, amargo retrato social (El nadador)

Único filme destacable en la filmografía de Frank Perry --que llegó a nominado al Oscar por su debut en la dirección: Elisa (1962)--, hace que aún resalten más los méritos de El nadador (1968), y que todavía hoy mantiene vigentes en buena parte. Adaptación de un breve relato de John Cheever, el filme extiende con inteligencia los personajes y los temas que apenas quedan apuntados lo justo en el original literario de 1964 y, de paso, despliega una intensa mirada crítica sobre la sociedad de su tiempo. Y también, por qué no, alguna que otra previsible concesión comercial.

Un hombre, de quien no se nos facilita ninguna información previa, decide una tarde que regresará a su casa siguiendo el imaginario río que formarían las piscinas de la urbanización donde vive; en lugar de vestirse y regresar por los caminos normales, atajará campo a través y nadará un largo en todas las piscinas por donde pase. El texto de Cheever se limita conscientemente al torrente de pensamientos y actos de su protagonista, Ned Merrill (interpretado por un gran Burt Lancaster), mientras que la película --en parte obligada por los condicionantes narrativos del medio-- reconstruye con habilidad un pasado que vamos intuyendo a medida que avanza la historia. Y es que Ned conoce a todos los dueños de las piscinas por donde pasa, y en cada visita piscinil obtenemos algo más acerca del enigma que le rodea.


Y aunque ambos relatos ocultan debidamente el desenlace, lo cierto es que se anticipa sin demasiados problemas. En ese mismo camino, Ned obtiene (obtenemos) una cruda disección de un fragmento de su vida, con el que se supone que debemos empatizar: por sus motivos, por su displicencia en el trato con sus vecinos (descaradamente falsos, egoístas y superficiales), por el vitalismo hedonista con el que a ratos actúa ante la antigua niñera de sus hijas (y por la que no se atreve a admitir que le atrae sexualmente). No hay causas que expliquen sus reacciones, sus palabras ni su determinación absurda de nadar en todas las piscinas a su paso; tampoco revelaciones acerca de su aparición en el punto exacto donde arranca la película y precisamente en bañador. Ese es quizá el mayor acierto del cuento de Cheever. La cosa es que, la película, al respetar también esta premisa, es capaz de eclipsar y hacer olvidar al espectador el verdadero enigma de la historia, afanándose en destacar a cambio la verdadera personalidad de Ned a través de las tiranteces de cada encuentro con sus vecinos (amigos, enemigos, examantes, semidesconocidos excéntricos).

Es en estos detalles donde el tiempo no ha logrado hacer mella en El nadador. Quizá también tenga que ver el hecho fortuito de que la terminara Sidney Pollack (sin figurar en los créditos), tras abandonar Perry el rodaje por una bronca estilístico-estética con los productores, y que se convertiría en el primer largometraje importante de su filmografía. Pero el principal mérito del filme es sin duda el aspecto moderno que aún exhibe; no sólo por el tema (ciertamente poco habitual en el gazmoño cine comercial estadounidense de la época), sino por la mirada nada complaciente hacia lo propio, por ese estilo entre experimental y subjetivo que logra gracias a la fotografía y a unos encuadres nada convencionales.

El nadador es una historia que pide a gritos una nueva versión cinematográfica, donde los avances en cuanto a contexto social y ético, punto de vista y recursos novedosos podrían dar una vuelta de tuerca a la brillante anécdota original. Ya no sería solamente una andanada contra las (hoy venidas a menos) clases medias, sino también repleta de enfrentamientos generacionales y de cortocircuitos tecnológicos originados en una mala digestión de las redes sociales. Un popurrí que se mostraría a base de nuevos comportamientos, nuevas formas de relacionarse, de amarse, de ningunearse...