domingo, 28 de noviembre de 2021

Valiosa lección de cine histórico (La controversia de Valladolid)

Después de la mención que hacía Exterminad a todos los salvajes (2021) --la serie documental de Raoul Peck, un título que no deja lugar a dudas sobre el tema y el tono-- a la película de 1992 dirigida por Jean-Daniel Verhaeghe, puse en marcha mi motor de búsqueda de películas mencionadas en títulos que me encandilan por cualquier motivo. De manera que he visto La controversia de Valladolid (1992) y he quedado muy favorablemente sorprendido por su sinceridad y su estilo directo y sin adornos; y de paso me ha ayudado a enfocar otras controversias mentales que hace tiempo rondan el trastero de mi mente...

Entre 1550 y 1551, en el Colegio San Gregorio de Valladolid, tuvo lugar la denominada Junta de Valladolid, un cara a cara de los poderes religioso, político y humanista en plena Europa del Renacimiento y en el que se debatió --casi sin saberlo-- sobre derechos humanos; eso sí, sin abandonar en ningún momento los límites preestablecidos por la doctrina apostólico-romana. Se reunieron en comisión estudiosos, teólogos y juristas por encargo expreso del Papa Julio III para evaluar la legitimidad de las acciones de conquista del Nuevo Mundo que estaban llevando a cabo Castilla y Portugal. El cardenal Salvatore Roncieri, como representante del poder de Roma (y para garantizar que las conclusiones no entraban en contradicción con ningún dogma cristiano) presidía la discusión; mientras que las posiciones en liza las lideraron Bartolomé de las Casas (interpretado por Jean-Pierre Marielle) y Juan Ginés de Sepúlveda (Jean-Louis Trintignant), filósofo, jurista e historiador. El primero solicitaba un trato más humano para los naturales de las tierras recién descubiertas, a quienes, con la excusa de una labor evangelizadora, se explotaba como trabajadores forzados y eran objeto de toda clase de abusos; el segundo, defendía el derecho de los españoles a tutelar a los naturales debido a sus costumbres bárbaras, a su incapacidad para gobernarse a sí mismos.

La película se rodó y se estrenó en pleno apogeo revisionista del quinto centenario del «descubrimiento» de América (las comillas son obligatorias), como contrapeso ante tanta alharaca oficial que pasaba de puntillas ante demasiadas realidades incómodas, vergonzosas y/o violentas. Su director se dio a conocer gracias a ella y desde entonces ha frecuentado cada tanto --en una larga y ecléctica filmografía-- el género histórico. Sin duda, a la repercusión inicial y al efecto posterior de este primer largometraje contribuyó el hecho de que fuera escrita por Jean-Claude Carrière (fallecido el pasado febrero), para mí uno de los guionistas más importantes que han dado los cines francés y europeo.


En primer lugar, destaco que La controversia de Valladolid no se haya basado en un ensayo u obra de ficción más o menos consagrados, más o menos de moda; sino que exhiba un guión original concebido con el propósito de exponer y contextualizar el desarrollo del encuentro, así como las consecuencias que provocaron sus conclusiones. Y también --por qué no-- de suscitar un debate entre un público que, con la excusa de la celebración oficial, recibía entonces un montón de informaciones contradictorias y redundantes sobre el descubrimiento/conquista/encuentro. Un guión que, además, no se permite en ningún momento que la pedagogía o una crítica de posicionamiento ideológico previo se sitúen por encima de la ficción, una tentación que difícilmente resisten muchos filmes con parecidas intenciones.

La película es la crónica de un debate a la vez filosófico, fenomenológico y político, suscitado en Occidente ante la irrefutable evidencia de la existencia de otra humanidad; una humanidad diferente que la doctrina cristiana y la teoría política no podían explicar. Más allá de su interés cinematográfico, el mérito principal de La controversia de Valladolid es que --sin aspavientos ni golpes de efecto-- retrata a una sociedad encerrada en sí misma, incapaz de aceptar la imperfectibilidad de sus creencias, que actuaban como un auténtico prisma deformante, bloqueando cualquier intento de explicar el fenómeno sin salir de la ortodoxia religiosa. La europea, era aún una sociedad en estado precientífico, aunque la mera celebración del encuentro, el formato elegido para celebrarlo, abrió una primera y definitiva grieta en unos cuantos dogmas que parecían irrefutables.

No es, desde luego, el primer debate de estas características en la historia humana, pero sí de los primeros en los que al menos había una cierta conciencia de la importancia del desafío planteado, de las pruebas aportadas y la trascendencia de sus conclusiones. Lo que se debatió en Valladolid obligó a las sociedad a cuestionarse actos e ideas, a reforzar otros, y aunque los argumentos puedan parecer infantiles, ridículos, racistas o superados, suponen un primer indicio de que había algo en la naturaleza humana cuya explicación quedaba más allá de las seguridades conocidas. Aún faltaba medio siglo para que Galileo se enfrentara a una situación casi idéntica, ante los mismos poderes involucrados en Valladolid, y sufrieran un revolcón lógico-empírico de primera magnitud. Escuchando algunos de los discursos, es inevitable sentir rabia, indignación, risa o tristeza, especialmente la conclusión a la que llega el emisario papal tras atender a las partes: ya que los naturales al parecer eran criaturas de Dios, los negros --seres de segunda clase, carentes de derechos y de toda consideración humana-- fueron declarados aptos para la explotación y el esclavizaje sin asomo alguno de mala conciencia ni pecado. Ellos cargarían con el peso y el dolor de los trabajos que hasta entonces soportaban los indígenas de las nuevas tierras. De este modo no se comprometía una supuesta misión evangelizadora universal ni se perjudicaban los intereses de quienes llevaban a cabo la conquista, aportando por cierto bonitos diezmos a la Iglesia. En realidad, lo que se dijo en Valladolid, apenas mejoró en nada la condición de los naturales; en todo este paripé dialéctico apenas merece destacarse un único principio de progreso: la organización del debate en sí, la oportunidad de exponer por turnos y ordenadamente razonamientos por ambas partes, el deseo de alcanzar un consenso y explicar una evidente anomalía doctrinal. Gracias a esa brecha abierta por La controversia de Valladolid se acabaron poniendo los cimientos de una nueva filosofía científica, humanista y política, un nuevo paradigma social que --paradojas de la Historia-- llevó a Occidente a conquistar y a someter al planeta aún con mayor contundencia y eficacia durante cinco siglos más. El encuentro supuso un hito metodológico, pero también un absoluto fracaso en cuanto a resultados desde el punto de vista humanista y político.

La crueldad, la explotación brutal, los abusos y las masacres siguieron sucediéndose; todo quedó en una mera disputa teológica y en una declaración inane. Los conquistadores, el clero, las familias nobles y adineradas y las monarquías siguieron eludiendo responsabilidades y mirando para otro lado; tan solo les interesaba disponer de leyes a su favor y de mano de obra barata, a ser posible esclava (más barato, imposible). Y si resultaba que el Papa decía que no podían disponer a su antojo de los indígenas de las nuevas tierras, pues irían a buscar negros a África. Esta economía basada en el tráfico de personas se expandió y se prolongó durante 300 años sin que casi nadie demostrara asomo alguno de mala conciencia, lo denunciara abiertamente y/o señalara a los culpables de un exterminio operado bajo la apariencia de labor civilizadora.

Sin embargo --regreso brevemente a Exterminad a todos los salvajes-- la cosa es que, para Raoul Peck (como buen cineasta coherente y posmoderno que es), un relato equivale a formular una teoría, y si puedes armar uno que se sostenga a base de engarzar documentos, testimonios y hechos, pues ya la puedes dar por validada, algo así como una demostración científica narrada. El hecho mismo de aflorar como relato lógico sirve como denuncia y como marco mental, y para buena parte del pensamiento posmoderno tiene consideración de premisa --mayor o menor-- en un implícito silogismo aristotélico.

El objetivo de la película de Jean-Daniel Verhaeghe está en las antípodas del discurso posmoderno; se basa en la convicción de que una ficción, bien dramatizada y presentada, puede servir como primera introducción a un tema complejo y/o desconocido. Lo más valioso de la película no son los incipientes principios de progreso que representa la postura humanitaria de Bartolomé de las Casas, sino el deseo de remover conciencias, de hacer una crítica política o desmontar falsos mitos usando una ficción inspirada en hechos del pasado. Que el resultado sea un buen relato no convierte su punto de vista en un modelo historiográfico.

Y es que, para armar su relato, Carrière se pasa por el forro los habituales convencionalismos y muletas narrativos: sin excursos sentimentales ni escenas que balanceen, maticen o blanqueen lo que se dice en el debate; tampoco recurre a personajes secundarios completamente inventados como contrapunto humano en tramas menores. Como mucho, se permite incluir breves escenas al margen del desarrollo de las sesiones (en los que el público espera inútilmente un contrarrelato, motivaciones, opiniones individuales, testimonios marcados por el sufrimiento), momentos cotidianos que complementan el retrato de los protagonistas. Nada de lo que esperaríamos de un mal filme histórico tiene cabida en La controversia de Valladolid. La película se limita a cubrir, como en un reportaje periodístico, lo que designa su título. Ni más ni menos.

Tampoco rehúye la inevitable disposición maniquea de las posturas enfrentadas, ni intenta adaptar los discursos a una oratoria más actual o deslizar descaradamente conceptos modernos que sirvan al público para conectar los argumentos con las ideologías y las éticas contemporáneas. Son las audiencias quienes deben hacer todo ese esfuerzo y conectar el pasado de la película con su propio presente. No hay acción ni suspense como excusa para el entretenimiento; se trata de recrear en la pantalla una acontecimiento histórico del cual desconocemos sus pormenores (tan sólo a partir de testimonios escritos, fragmentados e interesados), sin dramatismos inútiles ni esos momentos estelares tan característicos del género histórico más comercial.

La controversia de Valladolid nos sitúa cara a cara frente a la ideología que justificó por propia conveniencia masacres, destrozos, discriminaciones, violencia y excesos de toda clase; pero también muestra a unos seres limitados por su fanatismo y sus prejuicios, muertos de miedo ante la idea de quedarse fuera de la ortodoxia doctrinal (lo que suponía una muerte social, incluso biológica). Una lección de cine que busca aproximar --que no establecer definitivamente-- un pasado del que es imposible conocer sus detalles, aunque sí sus intenciones.

sábado, 6 de noviembre de 2021

Ocaso y esplendor de un cierto estilo dramático (Sonata de otoño)

Hasta quien esto escribe, que tenía 14 años cuando se estrenó la película, comprendió al poco de saber de su existencia, que Sonata de otoño (1978) era una última oportunidad de reunir en un mismo rodaje a los tres grandes nombres del cine sueco del último medio siglo: Ingrid Bergman --en la que sería su penúltima interpretación--, Liv Ullman --joven y prometedora actriz en pleno ascenso-- y el director de directores: Ingmar Bergman; el artista que ha marcado (para bien o para mal) a más cineastas en todos los tiempos y lugares. Aunque esto lo comprendieron los públicos, los exégetas y los creadores unos cuantos años después. En realidad, lo que más atrajo mi atención, fue la coincidencia de apellidos del director (que asociaba por entonces a cine pesado y deliberadamente opaco) y una de las protagonistas (estaba aún bajo el influjo de la belleza de la Bergman en su mejor época). Y también lo de reunir a artistas que nunca habían trabajado juntos antes de que ya no fuera posible: repartos repletos de famosos --como Un puente lejano (1977)--, o duelos interpretativos que culminaban tras sendas y exitosas carreras por separado --La huella (1972)--.

Pero hay algo más en Sonata de otoño, algo que ha aflorado con el paso de los años y los sucesivos descubrimientos e interpretaciones de nuevas generaciones cinéfilas. No estamos ante el testamento cinematográfico de su director --aún tenía que rodar Fanny y Alexander (1982), en formato serie y largometraje, como hizo con Secretos de un matrimonio (1973), y unos cuantos telefilmes--, sino más bien un ejercicio de depuración de un estilo de la narración dramática que había ido puliendo a base de ensayo y error y que, hasta ese momento (gracias a sus películas de los cincuenta y sesenta que cimentaron su fama), sólo había calado en audiencias minoritarias, convirtiéndolo en factótum y santo y seña de su elitista idea del arte. Un estilo que además encajaba deliberadamente con los temas y obsesiones que rondaron siempre a Bergman, vinculados a menudo con la religión, la soledad, los traumas del pasado y/o la frialdad de trato entre padres/madres e hijos/hijas.


Pero entonces llegó la oportunidad de trabajar con dos actrices de gran tirón popular en las que se mezclaba un morboso componente de relevo y de fin de ciclo (la Bergman estaba ya enferma y moriría cuatro años después) y de duelo de interpretaciones en el que cortocircuitaban ficción y realidad; y fue como si de pronto Bergman hubiera optado --sin renunciar a sus temas y dramas de siempre-- por tratar de encajarlos en una narración que rehuyera los simbolismos, los experimentos, las rarezas y las exégesis filosóficas, dejando que se expresaran esta vez a través de ambientes y personas accesibles, cercanas a las audiencias que desconocían y/o despreciaban su cine y con las que --¡por fin!-- se podían identificar. No es que Bergman no supiera ser directo y sencillo, es que no había sentido la necesidad de hacerlo hasta entonces.

Lo que sucede es que ese trabajo de depuración y de traslación a situaciones y anécdotas menos atormentadas y complejas ha acabado por dar lugar a una idea del drama cinematográfico que hoy es casi un lugar común en determinado cine occidental. No me refiero a los dilemas ni a las discusiones de los protagonistas de Sonata de otoño, sino a la forma que tiene Bergman de presentar los distintos elementos del drama. Destacaré los dos hallazgos que me parecen más importantes por su vigencia actual: 1) la preferencia por la toma larga y el plano corto para favorecer el trabajo actoral, dejando que los intérpretes demuestren su técnica y su preparación del personaje, permitiendo que la interacción entre ellos y hasta la improvisación surjan si es necesario; 2) los insertos sin transición que suponen un salto en el espacio y el tiempo e ilustran excursos dramáticos (recuerdos, explicaciones, divagaciones) de las actrices. Son cambios bruscos que ya no extrañan ni suponen ningún problema para la inmensa mayoría de las audiencias.

Unos cuantos fundamentos del drama actual están ahí, consolidados, en Sonata de otoño, un estilo a disposición de quienes busquen todavía un drama sustentado en las interpretaciones y no tanto de las situaciones. Podemos seguir su alargada sombra incluso en la filmografía de cineastas que no se consideran a sí mismos pedantes ni complejos, y aun así recurren a algunas de las reglas propias del drama bergmaniano. Es indudable que hoy día no se ruedan así los dramas que se buscan intensos, ni siquiera las escenas centrales de la historia, pero en Sonata de otoño ya se detecta como un recurso consciente esa cercanía de los rostros, esa expresividad sin palabras de los que escuchan confidencias finalmente reveladas, esa forma de exprimir a los actores. En este sentido, la película es la culminación de un proceso de maduración creativa que abarca, al menos, cinco años.

La vigencia estilística de Sonata de otoño no oculta la realidad de un guión antiguo, fruto de dinámicas y obsesiones de otro tiempo, las de nuestros mayores cuando se enfrentaban sus mayores, fuertemente anclada en el freudianismo más rancio y obsoleto, inevitables trazas de machismo sociológico o la superación de traumas religiosos y sexuales al modo catártico y lacrimógeno que hoy identificamos indebidamente como un invento de Oprah. Visto con la suficiente perspectiva, el cine de Bergman explica los males del siglo XX desde una conjunción de complejos (seguramente los que él mismo arrastraba), (auto)inducidos o heredados. El lado moderno y vigente de esa perspectiva superada de las cosas es que su cine anuncia la decadencia incontrovertible del patriarcado, cuyas grietas se hacían entonces visibles y hoy se muestran como simas infranqueables que alimentan el debate político y social pero --y eso es lo bueno-- impiden cualquier vuelta atrás. En definitiva, drama emético que huele a naftalina en cuya narración se verifica constantemente la influencia que ejerce --no como título aislado, sino como resultado de un proyecto estilístico que abarca casi una filmografía-- en el cine actual, ya sea sesudo, comercial, independiente o vanguardista.