sábado, 29 de enero de 2022

El mundo perfecto (e inatacable) de la ficción (Bergman island)

Con el paso del tiempo todo se diluye, los significados se desgastan y mutan; los temas pierden importancia y/o interés, la prioridades se invierten de forma súbita e impensable. Esto es así porque cada generación tiene su arte, se vuelve incomprensible --o requiere iniciación y ganas de profundizar en él-- cuando ya no viven sus creadores y quienes lo vieron nacer. De eso (y de unas cuantas cosas más) va Bergman island (2021), lo nuevo de mi admirada Mia Hansen-Løve; como mínimo es un interesante ajuste de cuentas con el arte sagrado en el que se forjó su cinefilia, pero presentado como si el tiempo hubiera transformado aquella adoración acrítica hacia determinados grandes maestros en una locura de la juventud, un forma de encajar entre sus mentores, también el descuento del IVA a una obsesión del pasado que ha perdido su influencia sobre nuestros actos e inclinaciones sentimentales. Bergman island se toma una cierta distancia generacional y abre el foco para ver qué piensa y qué tiene que decir sobre el director más influyente del cine europeo una juventud a la que --con suerte-- le suena el nombre y el título alguna de sus películas más conocidas.

Dividida en dos partes bien diferenciadas, recrea --respectivamente-- el día a día de ciertos creadores culturetas que (de alguna retorcida manera) asumen la tradición de un cine espeso y el de las ficciones que produjo/produce; quizá la misma herencia que la propia Hansen-Løve defendió en algún momento de su vida, marcado por un inexplicado elitismo intelectual y la necesidad --a partir de cierta edad y/o contexto vital-- de dar con un cine que proporcione a la juventud un acercamiento más sensorial y anímico a los temas trascendentes. Y para llevarlo a la pantalla escoge un ingenioso truco de guión que entremezcla con pasmosa naturalidad los dos objetivos, dejando bien claro lo que es la realidad de la película y la de la película dentro de la película. Se acabaron las ambigüedades estilísticas de los antepasados; lo importante es conectar con el tiempo que te ha tocado vivir y con cuanta más gente mejor... Sin declararlo abiertamente, es una dura impugnación a la vida y la obra del intocable Bergman.


Es precisamente esa ficción dentro de la ficción la que revela lo que ha quedado de la fascinación por los artistas viejunos, la que nos permite calar la distancia que separa el presente --sentimental y tecnológico-- de una nueva generación, una que se decanta por otro icono (aunque igualmente embalsamado en tópicos), más acorde con sus obsesiones, del grupo musical sueco más famoso de la historia. Para los erasmus actuales y los que ya se han convertido por edad en auténticos milenials (los mismos que durante su etapa universitaria tantearon el sueño de convertirse en artistas o --como mal menor-- en críticos), Bergman es un simple hashtag pasado de moda, una marca con la que justificar unas vacaciones y dar nombre a lugares, paisajes o rodajes de visita obligada... Bergman, a estas alturas de milenio, es una rareza, una excusa que sólo atrae a unos pocos interesados, a esos fetichistas que aún ansian habitar el mismo espacio euclidiano que su ídolo. Para la gran mayoría, en cambio, Bergman es apenas una excusa para asistir a la boda de una antigua amiga, para reencontrarse con un antiguo amor y recrear en clave actual (sin saberlo) muchos de los conflictos que obsesionaron al cineasta sueco y que no sospechan que son temas, problemas y obsesiones universales (o generacionales, que viene a ser lo mismo).

Pero claro, como todo homenaje cinéfilo, Hansen-Løve se siente impelida a hacer su propia crónica del desencuentro conyugal, ese que sobreviene tras unos años de intensa, sexual (y egoísta) atracción entre personas en distintas fases de sus respectivas carreras creativas y con una diferencia de edad que les hace ver las cosas de muy distinta forma. El filme retrata el mismo proceso de corrupción de la intimidad que diseccionaba Bergman, pero usando un estilo y un tono modernos, cotidianos, prácticos, huyendo de simbolismos paisajísticos o de escenas que suelen fabricarse como abstracciones de sentimientos no confesados; algo que sin duda rechazaría la mayoría de públicos por pedante y obsoleto.

Bergman island es un curioso homenaje, también una desmitificación y una puesta al día de un cineasta muy influyente sobre el que inevitablemente el tiempo ha hecho mella. Y puesto que sus guiones están obsoletos, al menos que brillen como nunca sus --todavía vigentes-- hallazgos formales, los mismos a los que rinde un inteligente y práctico homenaje Hansen-Løve.

lunes, 10 de enero de 2022

La marca de la casa Murakami (Drive my car)

Para buena parte de la crítica profesional, Drive my car (2021) ha sido la mejor película del año recién terminado
. Este galardón podría significar cualquier cosa para encandilar con tanta unanimidad (sobre todo a los estadounidenses): un estilo intenso y/o novedoso, una historia que engancha, un tema polémico o en el candelero...; a mí me bastó para fijarme en ella que era una adaptación --parece que la industria del cine comienza fijarse en este autor-- de un cuento de Murakami. Esta vez se trata del relato del mismo título que abre Hombres sin mujeres (2014), centrado --como el resto del libro-- en las soledades y en las costosas digestiones de los amores que acaban abruptamente. Murakami no es un autor fácil de trasladar en imágenes, ya sea por lo marcadamente reflexivo y anclado en lo cotidiano de sus historias, o por su ausencia de hitos que puntúen un relato al estilo convencional (no hay crescendos, ni giros inesperados, ni golpes de efecto, tanto solo recuerdos y el constante fluir de los días y los pensamientos). Con todo, un cuento como Quemar graneros (1993) se convirtió en una magnífica película --Burning (2018)--, así que ¿por qué no podía funcionar igual de bien con Drive my car? Además, su director --Ryûsuke Hamaguchi-- acaba de estrenar su desigual La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021) y en ella destaca (entre otras virtudes) por su capacidad para levantar escenas tan imprevisibles como sensuales (en el sentido más verbal que puedas imaginar).

En Drive my car, Hamaguchi ha optado por desmontar el relato de Murakami y recolocar las piezas de manera que encajen en un molde al que los no-lectores de Murakami estén más familiarizados (ese despiece le ha valido varios premios al guión, uno de ellos en Cannes). No es que con una adaptación literal se perdiera la anécdota o el significado originales, es que obligaría a un formato mucho menos llevadero para audiencias mayoritarias. Es cosa de Murakami, de nadie más. Y aunque el resultado es fiel al tema principal, se toma una licencia fundamental: modifica sustancialmente la digestión del dolor que experimenta el protagonista, culmina la historia de una forma muy diferente. Salvo este detalle, todo lo demás funciona bastante bien en la película: la fotografía, el tempo, los diálogos, las situaciones...


La película posee todas las virtudes de un buen trabajo de adaptación cinematográfica, pero deja fuera un recurso que podría haber aportado más intensidad: la introspección, el estilo directo y en primera persona tan característico de Murakami, el mismo que --insisto una vez más-- obligaría a un cambio de estilo bastante radical (voz en off, contemplación en lugar de mostración, desviaciones menores...). Sin embargo, hay formas de sortear este reto: Burning lo conseguía yendo más allá del original literario, buscando un final acorde con las pocas pistas fehacientes que ofrece el relato. En cambio, Drive my car se limita a ordenar cronológicamente los sucesos del relato y a disponer los elementos de un drama catártico que se ve venir.

En definitiva, un filme interesante, muy bien realizado, pero que renuncia a la intensidad (no hacen falta tres horas para contar la historia) en beneficio del drama analítico. Drive my car sin duda llama la atención de las audiencias, cautiva por su aplomo narrativo y exhibe unos personajes interesantes al filo de lo creíble, pero su principal defecto es que renuncia a la ambigüedad, a la correlación de indeterminaciones, y que son, sin duda, la marca de la casa Murakami.

lunes, 3 de enero de 2022

El combustible vital de las personas sensibles (Paterson)

Gracias a Amazon, Jim Jarmusch ha podido rodar el filme que le ha dado la gana, bastante alejado de sus tics argumentales y del estilo irónico que le caracteriza y por el que le identificamos sus rendidos fans. Desde Flores rotas (2005), su penúltimo intento de reencontrar el manantial de sus primeros éxitos, ha pendulado entre el minimalismo más absoluto --Los límites del control (2009)-- y una historia barrocamente intensa --Sólo los amantes sobreviven (2013)--, para, después del título que me dispongo a comentar, lanzarse sin vergüenza ajena a un homenaje genérico entre el aprendiz de Tarantino de Grindhouse: Planet terror-Grindhouse: Death proof (2007) y su universo de personajes y entornos habituales: Los muertos no mueren (2019). En cambio, con Amazon pudo colar una historia realmente difícil de vender fuera de las plataformas, y encima rodarla con un estilo contemplativo que sí, que se acerca bastante a su punto de vista cinematográfico (la mostración pura y dura), pero que esta vez le ha quedado más cerca de Bresson y de Dreyer que de Bajo el peso de la ley (Down by law) (1986), seguramente por el tema central.

Paterson (2016) es una historia que rebosa sensibilidad, y aunque tenemos muy arraigada esa irritante tendencia a detectar deixis que revelen distanciamiento en argumentos simples y sin segundas intenciones, anhelando cualquier detalle que pueda tomarse como una parodia o sarcasmo (el cine al que nos tiene habituados Jarmusch hace que ese esfuerzo sea mayor), lo cierto es que la historia se acaba imponiendo por méritos propios. Aun así, si conseguimos superar ese obstáculo, debemos deshacernos también de otra rutina aún más fuertemente enraizada (pues viene casi de serie con el Estilo Clásico): dejar de esperar que la descripción de una apacible rutina se quiebre de pronto de forma inesperada y/o cruel, poniendo en marcha una historia más convencional.


Y es que en cuanto Paterson se afianza como la crónica semanal de un sencillo y anónimo conductor de autobús (cuyo apellido es el mismo que el del pueblo que da título al filme), nos damos cuenta de cómo, a base de sucesos menores, un hombre pasa la vida encauzando su sensibilidad y, de paso, sobrelleva su existencia sin sobresaltos ni épica de ninguna clase. Las situaciones en las que se ve envuelto no son sinécdoques que buscan transmitir un significado más allá del suceso en sí, ni siquiera una reivindicación de viejos valores, sino la certeza de que hay muchas personas que, como Paterson, vuelcan sus pensamientos y vivencias en cuadernos, reelaborando, expandiendo, su existencia a base de percepción y reflexión, sintiendo una extraña e imperiosa necesidad de fijar las cosas por escrito. Y también, por qué no, dando cauce a una sensibilidad natural que, como el agua, busca vías para desbordarse. Y sí, también hay parejas que se aman con la naturalidad y la intensidad de los protagonistas, disfrutando de las cosas que están a su alcance, y que es el verdadero centro de gravedad de la película: una imparable emanación de los sentidos que, para la gente como Paterson (fantástico Adam Driver de nuevo), es la gasolina que les permite seguir adelante sin pudrirse por dentro. Ni siquiera un increíblemente optimista final empaña las buenas sensaciones del resto de la película.

Paterson revela a un Jarmusch sensible y delicado, fijando su mirada en esa humanidad que pasa la vida convirtiendo su rutina en parte del material que le sirve de inspiración. Y no puedo no incorporar también mi entusiasmo añadido por el hecho de verme tangencialmente retratado en el filme: la introspección, la curiosa digestión de los días, los hábitos contemplativos, la placidez de los sentimientos correspondidos... Todo un homenaje a lo cotidiano, el mineral con el que Jarmusch siempre ha construido su filmografía, solo que esta vez ha decidido prescindir de toda distancia e ironía.