martes, 16 de mayo de 2023

Arqueología de un género muy exigente (Marlowe)

Neil Jordan es un cineasta que triunfó en los ochenta y los noventa --En compañía de lobos (1984), Mona Lisa (1986), Juego de lágrimas (1992)-- gracias a dramas intensos y originales. Su nacionalidad irlandesa sin duda le abrió bastantes puertas y puso de cara a bastantes críticos y expertos estadounidenses. Y aunque no he revisado ninguno de los títulos mencionados, mi intuición me dice que el paso del tiempo ha hecho mella en ellos. No trato de restar méritos a su filmografía ni a la reacción favorable que obtuvieron en el momento de su estreno, pero lo que ha tratado de hacer ahora con Marlowe (2022) ha sido como sumergirse de pronto en una especie de Metaverso en el que recrear un cine que fue y difícilmente volverá a hacerse realidad.

Basada en la novela La rubia de ojos negros (2014) del también irlandés John Banville (las novelas de Marlowe aún no son del dominio público, pero nadie se quejó por esta resurrección del personaje por otro autor), con guión del propio Jordan y de William Monahan --ganador de un Oscar por el guión de Infiltrados (2006)-- la apuesta no podía ser más arriesgada: revivir los argumentos complejos e imperfectos de Raymond Chandler, la recreación del Los Angeles a comienzos de la Segunda Guerra Mundial y un protagonista universal de aquellos tiempos (en realidad, de cualquier tiempo marcado por la incertidumbre). Y es que con el detective Philip Marlowe, su autor sintetizó --quizá sin proponérselo-- un personaje de ficción repleto de contradicciones, anhelos y defectos que roza la perfección: borrachín, mujeriego, íntegro incluso en los momentos de mayor peligro, idealista a tiempo parcial y, sobre todo, calculadamente ambiguo, no sólo para resolver sus casos, sino para sobrevivir en la jungla humana que le ha tocado en suerte, en una sociedad donde la corrupción es la principal moneda de curso legal.


Por desgracia, los desaciertos en algunas elecciones cruciales de Marlowe se hacen palpables desde el primer tercio de película: largas escenas dialogadas (que emulan bastante bien las del propio Chandler), pero sin intercalar momentos chuscos o imprevistos, esos en los que el detective hacía gala de sus dotes de sicología social y de pura y simple picaresca para obtener pistas y/o testimonios a la contra. También se echan de menos los excesos etílicos (que dejan entrever un pasado doloroso nunca verbalizado), las mañanas de resaca, el trato paternal y atento con su secretaria y, por supuesto, breves e intensos fogonazos de violencia y acción (los setenta años de Liam Neeson no ayudan aquí). Los admiradores del personaje lo que deseamos por encima de todo es ver cómo salen a la luz sus contradicciones humanas, cómo le atizan cuando no da su brazo a torcer, cómo le da la vuelta a las situaciones, cómo prepara sus artimañas, cómo le cuidan algunas mujeres (casi siempre las atractivas mujeres que le contratan)... Marlowe es el primer antihéroe de la literatura contemporánea. Y aunque Jordan intenta meter en su película casi todos estos ingredientes, lo que le falla es la dosificación y el ritmo en la mezcla, las que distinguieron mundialmente al cine negro de entreguerras. No lo llaman cine clásico por nada...

El título de la película es su principal acierto: atrae inevitablemente a las generaciones que disfrutaron (y disfrutan) con el género (literario y cinematográfico), también la curiosidad por volver a disfrutar de una narración mejorada, con un guión enrevesado, humor, ironía, desencanto reflexiones sobre la vida, la condición humana y el amor también... Un reto complicado y difícil para salir airoso con una película nueva capaz de entroncar con una tradición muy potente, influyente y... extinguida. Con este Marlowe no pudo ser. Aun así, gracias por intentarlo, Neil...

lunes, 1 de mayo de 2023

Cualquier cosa excepto la verdad sobre los ochenta (Ruido de fondo)

Están la música, los videoclips, las modas y algunas películas emblemáticas que cambiaron la historia del cine. También un comportamiento superficial como actitud vital, de dejar hacer, de todo vale, de estar permanentemente abiertos a descubrimientos desprejuiciados... El tópico de los ochenta tiene una base muy real, pero también tiene un lado bastante oscuro, asomando de refilón en esas mismas músicas, videoclips, modas y películas: ropa hortera, bebidas artificiales supuestamente bajas en calorías, peinados estrambóticos, una ética del capitalismo desbocado, la conquista de un espacio propio para la adolescencia, reivindicándose como grupo social --una vez alcanzado el estatus de grupo de consumo-- independiente e incomprensible para quienes no pertenecen a él, familias desestructuradas por todo lo anterior... La adolescencia como etapa que nos resistiremos toda la vida a abandonar mental y sentimentalmente. Colores chillones, un inexplicable terror a toda clase de holocaustos sobrevenidos (naturales, estéticos, industriales, generacionales), auge de los Cultural Studies (el insoportable sarampión de las universidades)... En definitiva, visto con la perspectiva de los años, no pasa de ser una mezcla donde cada cual extrae lo mejor y lo peor en base a intereses y preferencias propios. Nada que no pueda concluirse de cualquier otra época de la historia marcada por profundos cambios sociales y de mentalidad. Los ochenta no inventaron nada nuevo, si acaso una singular expresión material y teórica de todo ese desbarajuste que sigue fascinando.

Noah Baumbach se ha sumergido en esa década rara, repleta de claroscuros y un tanto esperpéntica que le tocó vivir en su juventud; y lo hace guiado por la novela de Don DeLillo, publicada en pleno apogeo de lo ochentero (lo que da la medida de la capacidad de anticipación paródica y crítica de su autor). El libro y la película son un catálogo de todo tipo de paranoias y obsesiones, fruto de una época política y económica marcada por la desregulación, que se despliega en una anécdota verosímil en la que, cada dos por tres, asoman situaciones ridículas, teorías conspiranoides avant la lettre, toneladas de tópicos, desinformación segada y/o inventada... A un espectador que no haya vivido aquella época, probablemente todo lo que lea/vea le resulte ajeno, exagerado, disparatado, gratuito, pasado de moda incluso; una ficción que --para ellos-- ha quedado desconectada de la realidad que la inspiró.



Sin embargo, en Ruido de fondo (2022) me ha dado la impresión de que Baumbach se ha atrevido a contar su historia habitual (reflexiones punzantes y distantes respecto a la existencia, la cultura y la sociedad de consumo usando como portavoces a personajes incompletos o deformados) usando un género que no es el suyo. Y aunque he detectado elementos tomados de aquí y allá --planos calcados a Weekend (1967) de Godard, el retrato caótico de las familias de clase media de las películas de Spielberg, el cine catastrofista tardosetentero--, no le he notado cómodo con los recursos que se ha visto obligado a utilizar. Como por ejemplo con la dilatación del tiempo de la historia (él, precisamente, que se caracteriza por su velocidad expositiva), sin apenas tiempo para dejar caer sus puyitas como remate en escenas desopilantes. Seguramente por eso aparecen todas de golpe en un epílogo forzado y trivial que suena a autoparodia involuntaria (y que no recuerdo en el libro, francamente). Un último cuarto de película no ayuda precisamente a prepararnos para ese colofón: la historia se precipita sin interés, con una pareja protagonista experimentando una catarsis excesiva, dispersa y cansina (no exenta de algunas píldoras de humor geniales).

Ruido de fondo puede que haya supuesto un reto justo y necesario para Baumbach, también incluso para nuestra generación, pero para todas las demás audiencias el filme no pasa de ser una excentricidad, una comedia alocada que no pierde la oportunidad de colar unas dosis de filosofía vital que no destacan como la auténtica voz de su director. Quizá él las vea como cargas de profundidad que relativicen o pongan en evidencia la fascinación que aún hoy despierta lo ochentero, pero lo cierto es que apenas cala entre los que nos reconocemos como fans de Baumbach. Así que, para quienes no lo son, la impresión final es imprevisible: extrañeza, humor raruno, pastiche, imitación, homenaje... Cualquier cosa excepto la verdad sobre los ochenta.