jueves, 31 de diciembre de 2020

Decálogos para el cine. ¿Éste es el camino?

Aquí van unas cuantas reflexiones y preguntas que me planteo a raíz del decálogo de buenas prácticas para combatir el sexismo que ha compartido la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales (CIMA). Cuestiones que lanzo no porque considere que los objetivos profesionales de esta asociación sean ilegítimos o irrelevantes, al contrario, son coherentes y muy necesarios, sino porque el decálogo, aunque busca hacerse eco y alinearse con una causa justa, da por sentado que la ficción cinematográfica es un medio que debe transmitir, entre otras cosas y en un grado bastante explícito, valores y modelos de socialización. Lo que viene a continuación no va en contra de este decálogo en concreto, por su labor de refuerzo y visibilización de las mujeres, sino para quitar el IVA a la dimensión pedagógica del cine, que debe existir indudablemente en determinados géneros (como el infantil/juvenil).

Este espíritu crítico no tiene nada que ver con los esfuerzos de asociaciones como CIMA (que en su caso persigue la incorporación de las mujeres, en condiciones de igualdad, en todos los ámbitos técnicos y artísticos del cine, una labor que cuenta con todo mi apoyo). Y aunque el tono general de este texto pueda parecer un ataque rancio a la corrección política en el mundo audiovisual, lo que pretendo es repasar las propuestas del decálogo y poner en contexto cómo pueden tener repercusiones en la creatividad, la diversidad de puntos de vista y las posibilidades críticas del medio.

El decálogo asume como ciertas (sin mencionarlas explícitamente) algunas premisas sobre el valor y la función del medio cinematográfico en la sociedad occidental: la primera y más importante que el cine es un referente importante para las audiencias, más aún, un potente agente de cambios socioculturales. El argumento --en este decálogo y en otros con recomendaciones similares sobre lo que debería ser una ficción cinematográfica virtuosa-- es que una presencia suficiente en pantalla y un adecuado refuerzo positivo de determinados tipos humanos propiciará una modificación de valores, el refuerzo de otros en consolidación, la abolición o el desuso de ciertos prejuicios y, ya puestos, el establecimiento y la difusión de nuevos modelos, menos lastrados por inercias del pasado, más sanos y mejor alineados con los valores vigentes. En definitiva, el clásico círculo virtuoso del reformismo progresista.

Hacer esto me parece que sobrevalora la capacidad del cine para influir en la sociedad, o por lo menos prioriza en exceso un posible uso didáctico y pedagógico de todas las películas; y no precisamente a partir de relatos, discursos complejos y/o razonamientos argumentados, sino por mera admiración, fascinación e imitación. Es decir, se acepta que las audiencias responden mayoritariamente a estímulos primarios; y que es suficiente con activar mecanismos como el gregarismo, la identificación primaria o fomentar determinados modelos de éxito (en la ficción, no lo olvidemos) para lograr que sientan que debe modificar ciertas pautas y valores. Esto, además de echarse pisto a costa del oficio, es tirar de lo rápido y eficaz apoyándose en exceso en unas capacidades que poseemos como especie, incorporando a la ecuación los de sobra conocidos efectos del cine propagandístico (habrá quien argumente que ahora el objetivo son cambios positivos, pero es que las ideologías del siglo XX que usaron el cine como arma también defendían exactamente lo mismo).

Vale, aceptemos que me he pasado en la comparación, pero ¿cómo es posible que para los fans de la saga Star Wars Darth Vader sea, de largo, su personaje favorito? No es precisamente un modelo de conducta, ni como pareja, ni como padre ni como compañero... ¿Cómo es que nos fascina alguien tan lamentable? ¿No será que la identificación que esperan quienes fomentan estos usos pedagógicos de la ficción cinematográfica no funciona exactamente como ellos creen? Más bien creo que la respuesta del cine más reciente ante la presión por incorporar nuevos modelos y referentes femeninos tiene poco que ver con lo que propone el decálogo... Es cierto, estos filmes suelen presentar a las mujeres como personas fuertes, independientes y seguras de sí mismas, dominadoras incluso en ambientes típicamente masculinos, pero en el fondo lo único que hacen es darle la vuelta al calcetín, encajándolas sin matices en el arquetipo clásico del héroe patriarcal. ¿Es esta estrategia la que trata de corregir este decálogo? ¿Estamos seguros de que la presencia y el protagonismo en pantalla son los únicos factores que propician la identificación y el refuerzo positivo? Es muy difícil saber a priori qué personajes obtendrán el favor del público; incluso en caso de acertar, no existe la certeza de que la identificación se realizará en la dirección prevista. Estamos hartos de ver secuelas que introducen importantes cambios en los personajes favoritos del público para no defraudarle y, de paso, prolongar su éxito. En corto y claro: la rentabilidad y la función dentro del relato siempre suelen estar por encima de cualquier otra consideración.



Al menos consideremos la posibilidad de que las propuestas del decálogo, a pesar de su pertinencia y buenas intenciones, implican distorsiones y cambios en la forma de crear, percibir y entender las películas de ficción:

1. Las mujeres son el 52% de la población. Si la presencia, visibilidad y protagonismo se justifican de esta manera, el cine debería centrar sus argumentos de forma abrumadora en la pobreza, las desigualdades y el infinito deseo de entretenimiento, romance y gratificación inmediata que nos mueve como especie. ¿La representatividad y la visibilidad en la pantalla deben ser proporcionales a las realmente existentes?

2. Incluir mujeres en los relatos y diversificar los modelos. ¿Esto debería cumplirse incluso pasando por encima de las premisas y necesidades del propio relato? Si la respuesta es «No» esta recomendación no pasa de ser la formulación de un buen deseo; si la respuesta es «Sí» volvemos a la consideración errónea de un cine didáctico por encima de todo. Si la respuesta es «Ambos requisitos se pueden cumplir sin afectar al guión ni hacer que se resienta», ¿cuándo sabremos que está justificado saltarse esta norma? Hagamos lo que hagamos, ¿no habrá siempre una voz discordante para acusarnos de incorrección o de emplear referentes negativos, caducados o directamente a evitar?

3. Sexualización de las mujeres. Este es un problema con una base real tan cierta como lamentable en la realidad y en el cine; y en la que éste último no puede eludir cierta parte de responsabilidad. Y una vez asumido el diagnóstico, ¿cuál ha sido la reacción de la industria? Pues corregir el desequilibrio cargando el peso en una masculinización descarada de los modelos femeninos. No es, desde luego, la solución más madura y responsable, pero su eficacia podría demostrarse analizando si esta sobrecompensación ha demostrado efectos positivos en los ambientes reales que recrean las películas. Es pronto para aventurar una respuesta...

4. Mostrar a mujeres de edades que van más allá de las preferencias del cine comercial. Otra realidad de la industria estrechamente vinculada con el punto anterior. Nada que añadir a un problema que atañe exclusivamente a la industria y a su distorsionado concepto de la realidad social. ¿Logrará una nueva generación de cineastas ampliar este repertorio marcado por la juventud y la belleza física?

5. Si los personajes femeninos son diversos la historia también lo será y los referentes positivos también. Si aceptamos esta premisa, no puede haber buen cine si detrás no hay --como poco-- un relato que busque primero enseñar y luego entretener, ni tampoco denuncia sin alternativas (ojo, este matiz es fundamental). Esa diversidad, además, deberá ser étnica, de clase, laboral, generacional... ¿Cuántos guiones podrán cumplir con la mitad de estas recomendaciones sin resentirse? Esto supone un reto y una dificultad muy grandes para las películas que prioricen la quiebra de las normas desde fuera de la corrección política. No serán pocos títulos, por cierto...

6. Priorizar la diversidad de actividades, ambientes y espacios. ¿Eso significa que las películas que no lo hagan serán menos verosímiles, menos «ejemplarizantes», que trabajan menos para corregir las desigualdades y/o la normalización? ¿Y las que se autolimitan en ubicaciones y personajes? ¿No basta simplemente con presentar, concienciar o remover? ¿El hoyo (2016) es menos buena por no mostrar referentes y resultar crítica sin aportar otros modelos positivos, esperanzadores? ¿La ficción debería hacer todo esto y además entretener?

7. No fomentar actitudes machistas ni violentas hacia las mujeres. Como propósito es intachable, un objetivo político y pedagógico de primer orden, pero como premisa para la ficción cinematográfica puede tener consecuencias: ¿no se deberían rodar entonces películas ambientadas en épocas patriarcales, machistas y/o violentas hacia las mujeres sin incorporar un modelo combativo o esperanzador? Si no se hace como opción narrativa, ¿hay que justificar su ausencia de alguna manera? ¿El cine que habla del pasado debería incorporar de alguna manera los valores vigentes en el momento del rodaje?

8. Evitar el humor sexista, la desvalorización, la violencia simbólica. Una recomendación que profundiza lo mencionado en el punto anterior. La pregunta es la misma: ¿si una película no lo hace así deberá justificarlo de alguna forma a través del relato? ¿No podrán quedar sin una valoración negativa las actitudes a combatir? ¿Qué pasa con las películas que no encajen con este marco mental? ¿Ya no se podrá usar en pantalla el humor transgresor, incorrecto y/o sexista sin justificación argumental? ¿Acaso las audiencias que lo valoran no lo disfrutan precisamente porque conocen las fronteras que transgrede? En cambio, las que no lo hacen, ¿son víctimas potenciales de una mala interpretación y de un refuerzo negativo por tomarlo en su literalidad? Francamente, no comparto este terror social a la incorrección política...

9. Crear nuevos referentes femeninos que derriben los estereotipos machistas. Una recomendación que debería hacerse primero y directamente a familias, escuelas, gremios, sindicatos, consejos de administración, cámaras de comercio, asociaciones con o sin ánimo de lucro, partidos políticos, instituciones..., y luego al cine. No hay que confundir las preferencias del público respecto a algún personaje con su consideración de referente. La mayoría de las veces ambas cosas no coinciden. Otra vez Darth Vader... Pero vayamos más allá del caso de las mujeres: ¿qué pasa con esos filmes de acción trepidante en los que los héroes/heroínas nunca matan a nadie en sus peleas y tiroteos? Destrozan instalaciones, edificios, barrios, vehículos... pero nunca vemos que haya víctimas mortales como consecuencia. Se trata de dejar fuera de la ecuación a la muerte (injusta) de inocentes, manteniendo sólo los efectos espectaculares de toda destrucción a base de efectos. ¿Pero acaso toda esa acción no sigue mostrando violencia, no representa una forma ilegítima de restaurar injusticias? El hecho de que los protagonistas no maten a nadie no significa que no hagan uso de la violencia. El argumento de que se ven obligados por las circunstancias a muy pocos les importa. Admitamos al menos que la violencia no ha abandonado el lugar preferente que ya disfrutaba en la era patriarcal y que esto no va a cambiar en la pantalla a pesar de la aparición de nuevos referentes.

10. Nuevos referentes masculinos. Hacer películas con personajes masculinos no machistas, con referentes distintos de los del patriarcado, con profesiones no masculinizadas. ¿Cómo otorgar notoriedad a estos referentes --también femeninos-- sin enfatizarlos en los guiones? ¿O acaso esperamos que «calen» en las audiencias de forma sutil e implícita, formando parte de la diégesis, y mostrando ambientes, sociedades, incluso continentes enteros, donde tod@s actúan como referentes positivos? Si se trata de normalizar estos roles por la vía de naturalizarlos en la ficción el choque con la realidad puede resultar ser devastador para algun@s...


Después de leer esto habrá quien busque rebajar tanta crítica diciendo que el decálogo es una guía de recomendaciones, no un conjunto de normas que se deban aplicar en todos los guiones, los cuales se seguirán escribiendo como siempre, fruto de la inspiración y las experiencias personales. En definitiva, que son una serie de buenas prácticas para hacer más conscientes a los creadores y que no se aferren (por comodidad, por inercia) a los arquetipos tóxicos de siempre, buscando de paso nuevos modelos que puedan servir de referente positivo a las audiencias, aportando su granito a ese cambio que se le exige a la sociedad.

La renovación de roles femeninos en el cine es obvio que ya ha comenzado, pero ciertamente no en la línea que apunta este decálogo; como tampoco lo hace en cuanto a la representación de la violencia, la sexualidad o los géneros. Hay más mujeres protagonistas, es verdad, de la misma manera que se impone la acción sin muertos o la diversidad de sexualidades y géneros (autopercibidos o no). Los cambios que hacen falta en la sociedad no siempre tienen su reflejo exacto en la ficción cinematográfica.

Me pregunto por qué se da por sentado que el cine de ficción debe incorporar esa función pedagógica y priorizar modelos positivos para la sociedad que lo produce. No veo que se actúe con la misma intensidad sobre los formatos de no-ficción --con discursos bastante más elaborados y que permiten una transmisión de ideología más explícita--, la televisión o la literatura. ¿Hace falta el nuevo género histórico que parecen sugerir estas buenas prácticas que, además de recrear pasados --patriarcales, injustos, violentos-- incorpore personajes y principios de progreso? ¿Un cine que incluya situaciones y personajes impugnadores que hablen desde el presente de producción y con los cuales se puedan identificar/tranquilizar las audiencias, como la adaptación del texto de Jane Austen que hizo Emma Thompson en Sentido y sensibilidad (1995)? ¿No basta con una inmersión en épocas totalmente diferentes y desconocidas y una mostración cruda y sin pedagogías para tomar conciencia de dónde venimos y dónde estamos? ¿Y qué pasa con el cine que escandaliza a conciencia, el que pone al descubierto marcos mentales que suponíamos naturalizados, el que busca referentes más allá de los institucionalizados? ¿Por qué el cine sólo debe transmitir valores sancionados social y políticamente y no funcionar a veces como locomotora? Ahí va otro ejemplo: ¿Cómo debemos explicar/valorar ahora un filme como Lazos ardientes (1996) de los (entonces) hermanos Wachowski? ¿Puede servir de referente femenino positivo a pesar de toda la violencia que incluye? ¿Qué debe pesar más en su valoración global?

Pero vayamos más allá: ¿qué pasará cuando, por ejemplo, el poliamor sea una opción de vida aceptada mayoritariamente y todo el cine anterior hasta ese momento quede automáticamente desfasado, se convierta incluso en reprobable? No sólo deberemos asistir al derrumbe consciente de los filmes que se promocionaron como modélicos, y que fueron interiorizados como tales, sino que deberemos sentirnos mal por haber dejado fuera lo que aún no sabíamos que también era justo y bueno. Y vuelta a empezar: a producir nuevas películas que incorporen las novedades, igual que sucede con los libros de texto cada curso... ¿Es esto responsabilidad de la industria? No entro a valorar lo absurdo y la imposibilidad de completar semejante proyecto...

Así pues, ¿qué hacemos? ¿aceptar sin más las prioridades y esperar que los cambios sociales logren penetrar en la sensibilidad de la industria? ¿Renunciar a cualquier clase de iniciativa desde fuera? Con legislación y recomendaciones es complicado y tiene efectos limitados. Mi opción es abrir el foco y fomentar la diversidad, fomentar el acceso a cinematografías de otros países, con otras costumbres, otros valores, otros roles, otros modelos combativos/a extinguir? Me parece una forma más natural de observar las diferencias, de calibrar cambios y de aislar referentes parciales. Todas las películas son igual de imperfectas, vigencia limitada y grados distintos de bondad en cuanto a utilidad pedagógica, de manera que la comparación es preferible a la búsqueda de la película perfecta y atemporal que no existe ni existirá. Hay cinematografías menos conscientes del sexismo como problema, pero otras nos pueden enseñar mejor las implicaciones cotidianas y las secuelas de la violencia. También hay mujeres cineastas comprometidas con su causa, mientras que otras aportan su propio punto de vista en relatos de géneros completamente testosterónicos. ¿Realmente las audiencias son tan vulnerables a la sutilidad pedagógica que se asume/recomienda a las películas? A mí me parece que reaccionan más bien a lo obvio y a lo extremo, y que son los expertos quienes compiten para demostrar su capacidad en la detección de detalles.

No puedo entender qué aporta este cine de refuerzo, de referentes, de transmisión de valores, a la tranquilidad de algunos sectores políticos y biempensantes. Quedan aún muchas leyes injustas, temarios escolares, convenios colectivos y estatutos de entidades por revisar antes de que los contenidos del cine sean tan prioritarios. Que no sea vea en la pantalla no significa que esté erradicado de la realidad social.

martes, 29 de diciembre de 2020

Todos los viajes son a Ítaca (The trip to Greece)

El curioso experimento actoral que fue la serie y el filme The trip (2010) acabaron convirtiéndose --a través de sus sucesivas prolongaciones-- en una rutina que amenazaba con matar de agotamiento a todas las partes. Después del viaje inicial por Reino Unido, con su interesante combinación de alta gastronomía y conversaciones ridículas con ínfulas culturetas, el mismo equipo se reunió para repetir la misma película en Italia y en España: mismo esquema argumental, mismos personajes secundarios, mismos enredos mínimos, mismos diálogos entre Coogan y Brydon que no llevan a ninguna parte y que cada vez resultan más tediosos... Casi parecía que Winterbottom y su equipo se lo tomaban como un encargo, sin entusiasmo, y que todo consistía en dejar a los protagonistas que fueran los personajes que simulaban ser en la realidad y luego pasar por caja...

Y así, cuando parecía que la trilogía difícilmente podía caer más bajo, aparece The trip to Greece (2020) con su inequívoco objetivo de servir de cierre definitivo para una serie no planificada (ahora ya tetralogía). Quizá por esa presión de final de ciclo el director esta vez ha intentado ofrecer algo más que en las dos entregas anteriores; dejar de lado tanta cháchara insustancial y dar una buena impresión gracias a un final donde la ficción y ciertos recursos de lo más eficaces hacen que quienes hemos seguido los otros tres trips recuperemos algo de la ilusión perdida.



El primer impacto que me ha producido la película es el deseo de volver a Grecia (el verano pasado visité Creta y quedé fascinado por su paisaje y su ambiente de lugar por descubrir/destrozar); el segundo es el --previsible y difícilmente evitable-- acierto del guión al encajar el itinerario de Steve y Rob no sólo en la ruta geográfica de su protagonista, sino en el esquema narrativo y sentimental de la Odisea. The trip to Greece es ese viaje a Ítaca que hacemos todos los seres humanos alguna vez en la vida, o por lo menos la inevitable tentación de explicarnos nuestra vida como si fuera equiparable al periplo mítico de Odiseo/Ulises. No falta la misma inestable amistad entre Coogan y Brydon, su choque de egos, su vanidad, su papanatismo; esta vez también --quizá como solamente en la primera película-- ese toque de realidad hiriente (cuando acompañan a un amigo al campo de refugiados de Lesbos) que pone en su sitio su viaje elitista y pedante; y sobre todo recurrir a fondo y sin complejos a la ficción para obtener un final que sea emotivo y que proporcione a esos públicos a los que, como a mí, les gusta saborear finales de película, uno que además sea un final de ciclo sugerido y siempre sugerente. Bravo por esta muestra de elegancia y oficio señor Winterbottom.

Así que, si no has visto los tres títulos anteriores o no te van los experimentos fílmicos, ahórrate The trip to Greece. Ahora bien, si estás en esa fase en la que todo viaje te inspira un balance o te gusta el estilo que los británicos se gastan para narrar el mundo, hazte con una copia de la tetralogía y disfruta de sus altibajos.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Todas las películas están mal (2)

Todas las películas están mal (1)

«El burgués desea que el arte sea voluptuoso y la vida ascética; lo contrario seria preferible» (Theodor Adorno).

«Tiene poco sentido que esperemos una transformación verdadera de las relaciones de dominación basándonos en una simple conversión de los espíritus» (Laurent Jullier, 2006).


Entre la primera parte de este texto y esta de ahora han pasado por mis manos tres libros que han ampliado considerablemente mi planteamiento inicial del tema; aunque no han variado en lo esencial mis supuestos previos, que han salido reforzados: Qué es una buena película (Laurent Jullier, 2002), Los tres usos del cuchillo (1998) y Dirigir cine (1991), los dos últimos de David Mamet. Asumo la responsabilidad de lo que viene a continuación, pero no la idea que podamos hacernos de los respectivos autores basándonos en mis argumentos y comentarios.

Y entonces, si resulta que todas las películas están mal y es inevitable que --tarde o temprano-- todas acaben estando mal, ¿por qué nos preocupa tanto priorizar y/o establecer clasificaciones? ¿Por qué nos obsesiona la corrección política que desprenden? ¿Por qué las usamos para ejemplarizar, para exhibir, para reivindicar? ¿Por qué, en determinadas circunstancias y según nuestro estado de ánimo, tratamos de aminorar su valor cinematográfico, señalar defectos, errores y/o inconsistencias que no se deben al contenido del filme o a su proceso de producción, sino pura y simplemente al paso inevitable del tiempo, la distancia y/o la perspectiva con las que revisamos? Y ya puestos, ¿por qué nos empeñamos en descubrir detalles que las conecten con ciertos marcos de referencia vigentes en nuestro presente, como si ello fuera un mérito consciente de sus creadores, prolongara su vigencia, las pusiera a salvo de críticas y/o les otorgara el derecho a permanecer por siempre en los catálogos de las plataformas audiovisuales?

Se pueden hacer muchas cosas con las películas que cada cual tiene por sus favoritas: ponerlas por las nubes en la intimidad familiar, clasificarlas por pura diversión, explicarlas a todo aquel que se ponga a tiro o tratar de analizarlas en todos sus pormenores. Y luego está la crítica cinematográfica (apresurada y coyuntural) y los análisis de expertos universitarios o ensayistas pedantes que recalan por casualidad en el ámbito cinematográfico. Todos tenemos algo que decir sobre las películas; sin embargo, eso no significa que debamos respetar todas las opiniones (aunque sí respetamos a todas las personas), sino acordar criterios intersubjetivos que midan el valor de las películas más allá de su argumento y su vigencia política, social o cultural; criterios que nos permitan señalar como clásicos unas, como bodrios infumables otras y un montón más de categorías entre ambas. Ahí va un ejemplo: hay cineastas que son verdaderos cafres, tiranos y racistas que sin embargo son capaces de rodar películas sensibles y tiernas. Cuidado con lo que desprecias, puede volverse en tu contra una tarde de domingo cualquiera, en plena postsobremesa, solo o acompañado...

El relativismo es uno de esos criterios, y con bastantes defensores por cierto, pero contiene un grave defecto: no puede ir más allá de su mera formulación de igualdad. El relativismo hace que al final encuentres a alguien que sitúe la física cuántica y Star Wars: La amenaza fantasma (1999) al mismo nivel de credibilidad y verdad. Pero que nadie piense que por haber dado con esta (o con cualquier otra inconsistencia lógica similar) ya ha desmontado a los relativistas, ya que a sus adeptos estas evidencias menores se las traen floja: usan la misma estrategia que los políticos hiperventilados que superponen capas y capas de interiorización cínica, que consiste en seguir argumentando y actuando de la misma manera aunque deban enfrentarse a cualquier dificultad o razonamiento en contra. Dan por hecho que, en un momento indeterminado y nunca explicitado momento del pasado, ya desmontaron nuestro argumento y no es necesario volver a verbalizarlo. Tratar de rebatir a los relativistas ortodoxos es perder el tiempo. No entremos al trapo.



Pero es verdad que las películas exhiben infinidad de enfoques, puntos de vista, filias y fobias, y cada cual --aficionado/a o experto/a-- las utiliza a su antojo, en dosis, intensidad y coherencia cambiantes. Lo único que tienen en común todas estas aproximaciones es que NUNCA exponen los criterios y preferencias que guían sus halagos y castigos. Es lo que Pierre Bourdieu denominó la falacia del gusto natural y que consiste básicamente en enmascarar juicios estéticos y personales con argumentos lógicos que sirven de distinción respecto a los no convencidos. Cuando este truco falla, asoma el espectro del gusto personal --disfrazado de gusto natural, de belleza inmanente, de experiencia biográfica--, la auténtica motivación de nuestra defensa, con su estética personal nunca declarada (sólo asoma parcialmente cuando conviene o por desesperación), imperativos prácticos, influencias y, sobre todo, orgullo de pertenencia a una élite superior a la que damos por supuesto que pertenece la audiencia a la que nos dirigimos. De ahí nace el uso frecuente de la ironía y el sarcasmo en la crítica cinematográfica, con la ventaja de que revela indirecta y sutilmente nuestro ingenio y nuestro background cultural, así, como de pasada, como si no hubiera costado ningún esfuerzo adquirirlo...

En otro punto indeterminado del espectro se encuentran esos análisis y opiniones sesgados por una perspectiva cool de las cosas: una combinación insoportable de cinismo, sensualidad impostada, narcisismo, distanciamiento irónico y cruel, placer inmediato, indiferencia social y hedonismo. La autenticidad --especialmente la que tienden a exhibir el romance y el drama sin sofisticación ni referencias ocultas-- es como la luz para los vampiros de antes de Crepúsculo (2008, 2009, 2010, 2011, 2012); así que la evitan por encima de todo, incluso mencionarla (no puedo evitar recurrir a la ironía al escribir esto, lo que indica hasta qué punto está enraizada en esta clase de textos). En cuanto algo en un filme no da a entender un segundo nivel de significación o no permite detectar un asidero que permita al crítico distanciarse de lo que ve, el estilo cool entra de lleno en la parodia, la dilución, la burla, el artificio... Es una curiosa derivada literaria que yo creo que ha acabado por imponer una serie tan exitosa como Los Simpson (1989- ), donde --a fuerza de temporadas y de insistir en los mismos recursos-- llega un momento en que el comentario de la narración adquiere más importancia que la propia narración (Bordwell dixit). Forma parte del estilo del mundo, expresa el temor y el desapego ante cualquier asomo de trascendencia y/o ñoñería (sólo se admite en la que se dirige específicamente a la juventud). La actualidad está marcada por este punto de vista cool, que también apesta a elitismo, a anhelo infinito de diversión y a indiferencia ante todo lo ajeno (Dick Pountain y David Robins: Cool Rules: Anatomy of an Attitude, 2000).

Frente a la superficialidad cool está la subversión, pero no como impugnación ni combate, sino como recurso formal. Adopta formas vanguardistas y no narrativas, realiza comparaciones arriesgadas y minoritarias. Un ejemplo: ¿Qué diferencia hay entre los filmes de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX y los videoclips musicales del XXI? La aceptación y la audiencia: los primeros eran rarezas ignoradas, mientras que los segundos se consumen y se imitan en todo el planeta. La subversión termina ahí, en la mera formulación; no suele entrar en detalles menores que puedan poner en peligro el pedestal desde el que se expresan: el gran público disfruta con estos audiovisuales no-narrativos y tremendamente experimentales, los hace suyos y los comprende instintivamente porque los consume ubicua y gratuitamente en toda clase de dispositivos, discotecas y locales de ocio; mientras que las películas vanguardistas se exhiben en museos, centros culturales y filmotecas donde se suele exigir el pago de una entrada y un ceremonial para iniciados. En este caso, la subversión formal acepta o esconde ese factor económico que no aporta casi nada a la audacia de su comparación pero sí puede explicar la diferencia de éxito...

Un pulgar hacia arriba o hacia abajo no equivalen a un juicio estético, artístico o de mérito para las películas ni para nada. Apelar a lo instintivo y/o al impacto sensorial son los últimos baluartes de la individualidad subjetiva donde nos atrincheramos cuando vienen mal dadas o nadie nos hace caso. Porque lo que acojona por encima de todo a la crítica es no saber reconocer a tiempo y en su tiempo las obras maestras del mañana, convertirse en la misma clase de ignorantes que despreciaron a Mozart o a Van Gogh; pero a la vez quieren seguir siendo una élite, la minoría que las encumbra contra corriente cuando la mayoría las desprecia o las ignora. Si no existiera semejante presión el gremio no interpondría tantos estilos, capas o recursos y se dejaría llevar por el momento o sus estados de ánimo.

(continuará)

domingo, 13 de diciembre de 2020

Esa Francia que todavía cree en el cine de clases medias (Quisiera que alguien me esperara en algún lugar)

El cine de/para clases medias es un cine en vías de extinción por dos motivos obvios: 1) la preocupante desaparición de este grupo social en Occidente por culpa de la polarización de los ingresos y las desigualdades; 2) la madurez de unas audiencias que no sólo constatan y rechazan un cine con el que ya no conectan ni les interpela en la risa ni en el llanto (porque los tipos que protagonizan esas películas ya sólo existen en la pantalla), sino porque cada vez resulta más difícil comulgar con relatos corales que culminan con una --cada vez más difícil de armar y escasamente creíble-- promesa de reconciliación, confianza en el futuro y felicidad familiar. A pesar de tantos condicionantes en contra, Arnaud Viard --un veterano actor en su tercer largometraje como director-- ha sabido captar el valor del original literario de Anna Gavalda, el cual incluye cuentos y situaciones que son toda una tentación para quienes buscan inspiración en la buena literatura. Así que si la película habla de clases medias (como grupo social autopercibido siempre tendemos a identificarnos con el grupo inmediatamente superior, es una inexplicable ley no escrita de la sicología) es porque ese retrato ya viene de serie con ésta y con las demás obras de la autora; y probablemente sea ese uno de los motivos de su éxito en Francia (otro seguramente tendrá que ver con la intensidad). Si hoy poca gente lee lo más inteligente será escribir para esos pocos que aún abren un libro o consumen audiovisuales en el transporte público. Gavalda y Viard parecen haberlo comprendido a la perfección.

Quisiera que alguien me esperara en algún lugar (2019) es una adaptación muy libremente inspirada en los cuentos del libro del mismo título: Viard y su equipo de guionistas han seleccionado los mejores momentos de cada historia y, sobre la anécdota principal de uno en concreto, los han entremezclado en la película usando como armazón dramático a una familia de cuatro hermanos (que no existe ni por asomo en el libro), encajándolas con naturalidad y sin que desentonen demasiado los diferentes grados de importancia. Enseguida se capta qué personajes son cruciales y cuáles un mero complemento cómico-romántico; el día a día, las llamadas, las discusiones y los hitos del calendario con las reuniones familiares hace el resto. Y aunque esa misma coralidad es la que chirría a más de uno y a otro menguante sector del público aún le resulta atractiva y consoladora, el conjunto resultante sigue logrando su objetivo para aquellos predispuestos a asistir a otra fábula sobre la conciliación de deseos y realidad. Esta es, sin duda alguna, una de las señas del cine francés con el que algunos hemos crecido y conseguido que nos encandile.



Filme correcto, consolador, exagerado y desequilibrado a veces, pero bien dosificado en lo dramático, lo sentimental y lo divertido. Puede que al final ya no haya clases medias que retratar ni a las que dirigirse, pero esa triple combinación seguirá calando en quienes quieran que sean los que todavía le den una oportunidad a los largometrajes de ficción.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

No abortar en Pensilvania (Nunca, casi nunca, a veces, siempre)

Eliza Hittman tiene en su haber la dirección de dos episodios de la polémica serie Por trece razones (2017-2020) y dos largometrajes previos: It felt like love (2013) y la multipremiada Beach Rats (2017). A estas alturas queda claro que su prioridad y su querencia natural parecen ser las situaciones y las existencias juveniles al límite, siempre en un tono crudo, distante y contenido a la vez. Un cóctel perfecto para atraer miradas adultas, esas que todavía intentan comprender en clave generacional a sus descendientes. Su tercer largometraje, por lo pronto, no termina de quebrar en lo básico este esquema en lo argumental y en el estilo: Nunca, casi nunca, a veces, siempre (2020) eleva considerablemente el componente dramático y --esta vez de forma sorprendente e inevitable por el tema-- político (aunque este aspecto valga solamente para la parte adulta de las audiencias).

De anécdota y desarrollo mínimos y deconstrucción de cada elemento del relato completamente cartesiana, Nunca, casi nunca, a veces, siempre es un descenso al infierno que deben atravesar las adolescentes estadounidenses que desean interrumpir un embarazo no deseado. Es cierto que Hittman se guarda hasta el momento crucial algunos comodines que compensen las actitudes y reacciones radicales o extrañas de la protagonista, pero lo importante es el torbellino de negación, silencio, desinformación, incomprensión, manipulación, soledad y dolor por el que pasan las chicas que desean abortar y, para acabar de complicar la cosa, en un estado como Pensilvania, donde este tipo de intervención sólo es legal si el embarazo es fruto de una violación/incesto y los padres siempre deben dar su consentimiento expreso. La película no sólo retrata la presión y las humillaciones que deben soportar estas jóvenes por el mero hecho de ser jóvenes y bonitas, sino el sometimiento día sí día también al juicio egoísta, baboso y/o interesado de los hombres en general. Por eso mismo la protagonista --ante tanta desigualdad y la consideración social tan disímil entre sexos-- llega a decir que no hay día en que desee ser un chico.



Nunca, casi nunca, a veces, siempre es una cronología real y absolutamente cotidiana sobre lo que debe hacer una menor que quiera abortar y apenas tenga dinero para costear la intervención y los gastos que acarrea (en su caso, ir hasta Nueva York, visto el paternalismo cristiano que anula la capacidad de decisión de la mujer y que es lo único que le ofrecen en los centros de salud su pueblo): el viaje, las horas muertas, la imposibilidad de pagar un alojamiento, las idas y venidas, los encuentros, los silencios, los desencuentros... Todo narrado en primerísimos planos de las actrices y en ausencia total de planos de situación que la hagan más digerible al espectador (de hecho, ese es el objetivo: incomodar, tensionar). La historia está completamente focalizada en el punto de vista y en los sentimientos de la pareja protagonista: tanto Sidney Flanigan --la debutante que interpreta a Autumm-- como Talia Ryder --la prima alocada y resultona que la acompaña en su viaje-- revelan buenas maneras en un tipo de interpretación francamente compleja. No estamos ante la clásica narración incremental del cine comercial donde las protagonistas descubren fortalezas, valores y/o vínculos y salen airosas y reforzadas de la experiencia; tampoco hay progresión dramática ni itinerario moral previsible y/o anunciado en detalles codificados genéricamente. Tan solo unas citas a las que asistir y unas horas que llenar sin apenas dinero. Pocos detalles escapan a la directora en este proceso: el trato exquisito y la corrección irreprochable del lenguaje empleado por las profesionales sociosanitarias, el tono completamente realista --y, por extensión, triste-- de las entrevistas, el periplo administrativo, las tretas a las que ambas chicas deben recurrir para aguantar en Nueva York los dos días que dura el tratamiento, incluyendo el test previo a la intervención al que es sometida Autumn --y cuyas posibles respuestas son las que dan título a la película--, la auténtica y verdadera piedra angular del filme; un largo plano sostenido donde la emoción desborda ambos lados de la pantalla.

No es solamente la carga política y humana del filme, es también una reivindicación directa del ambiente realmente existente en el que se mueven las chicas de una sociedad que busca erradicar un problema que se encuentra precisamente en el origen del drama que presenta. No hay que ver la película --yo al menos no lo hago-- como un aviso a navegantes, una advertencia para adolescentes que se lanzan al sexo sin precaución; es exactamente lo contrario: una denuncia sin tapujos de las condiciones en las que esas mujeres deben llevar a cabo decisiones que les afectan en lo más íntimo de sus cuerpos y sobre los que, por increíble que parezca, aún no tienen la última palabra. Filme intenso, revelador, incómodo, que no pierde de vista en ningún momento de quién, de qué y para quién habla.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Después de Tokio (On the rocks)

La tentación era demasiado grande. Sofia Coppola no podía no hacerlo: completar un retrato y un relato inacabados, sumergirse de nuevo en las innegables miserias del declive masculino. Me admira cómo esta mujer es capaz de calarnos a base de historias mínimas que expresan mucho más de lo que significan. On the rocks (2020) --diecisiete años después de la consagración internacional de madurez que supuso Lost in translation (2003), hoy prácticamente convertido en un filme de culto millenial-- es una ampliación del personaje que interpretó Bill Murray junto a Scarlett Johansson, pero con dos añadidos que introducen altas dosis de comicidad a la historia: un padre ligoncete en pleno declive físico que intenta encajar en un mundillo inédito para él hasta entonces: la familia.

Producida por Apple TV, la película propone --como es habitual en la directora-- un divertimento menor que incorpora de serie una tenue moraleja/reconvención tras cada momento definitorio: en esta ocasión se trata de un retrato del amor en el peor momento de toda relación, cuando los hijos requieren prácticamente toda atención y esfuerzo de los adultos, lo que implica hibernar los objetivos y deseos propios (a riesgo de perderlos para siempre). On the rocks nos cuenta la historia de un matrimonio con dos hijas cuyos padres son esos personajes que se mueven cómodamente entre el tópico y la individuación a costa de unos gustos y puntos de vista muy personales, con esa ética entre nihilista e indie tan propia de las crónicas urbanas que ambientan los mejores guiones de esta mujer y que nos encanta a sus fans.



Felix --interpretado por Bill Murray-- es un gigolo que se ha movido con soltura y éxito en ambientes sofisticados; es culto, divertido y sociable y, por supuesto, siente una irresistible atracción por las mujeres bonitas. Sabe cómo halagarlas, seducirlas, darles conversación, hacerlas reír y, a veces, quedar en ridículo ante ellas. Lo que no sabe --o admite-- es que su tiempo ha pasado y debe afrontar el inevitable declive físico, ese que coindice con la evidencia de que sus gustos están pasados de moda. Y por si esto no fuera suficiente, aterriza en un ambiente que es exactamente lo opuesto a lo que ha conocido: el de unas nietas (a las que no sabe cómo tratar) y una hija en plena histeria porque cree que su marido la engaña. A partir de ese momento, el padre arrastra a su hija a las paranoias propias de su generación y que proporcionan los mejores momentos de la película: situaciones hilarantes, al límite de la corrección social, instructivas y, de paso, el fortalecimiento de un vínculo que nunca había sido demasiado fuerte. Nada que un público enseñado no pueda prever ni disfrutar, porque lo importante es el viaje y cómo se cuenta.

A Coppola se la ve cómoda en estas historias con protagonistas que se mueven en los márgenes de la vida, ya sea por circunstancias buscadas o imprevistas o porque su estado de sentimientos les impide encajar en las existencias en las que ellos mismos se han encerrado. Esta mujer ha conseguido dar con el tono y la anécdota precisos para expresar la desazón de unos jóvenes que han dejado de serlo y en parte se odian por haberse convertido en lo que, quizá durante una noche de juerga, juraron no ser nunca. Divertimento apreciable marca de la casa.

miércoles, 28 de octubre de 2020

Cronología de la supervivencia (El pan de la guerra)

La cineasta irlandesa Nora Twomey finalmente debuta en solitario en la dirección de un largometraje animado. Si no es fácil para las mujeres dirigir cine en general, parece que este género incorpora una serie de obstáculos adicionales: Twoney ha tenido que demostrar su talento codirigiendo El secreto del libro de Kells (2009) antes de hacerse un hueco en el panorama de la animación cinematográfica mundial con El pan de la guerra (2017). Basada en la novela del mismo título, publicada en 2002, de la escritora canadiense Deborah Ellis, fruto de sus entrevistas a mujeres refugiadas en Pakistán y Rusia. Por su experiencia directa sobre el terreno y los testimonios que reúne, no se puede decir que esta activista antibelicista no sepa de lo que habla, y lo que trasciende en el libro y en la película --por muy ficcionado que esté-- tiene el aplomo triste de un estado de las cosas tan sencillo de explicar como complicado de modificar. Lo digo porque las audiencias occidentales suelen desconfiar de los relatos ambientados en sociedades alejadas culturalmente y que proponen diagnósticos críticos tan directos y sencillos como este de ahora. Tendemos a pensar que la realidad no puede ser tan simple y que el drama maniqueo no encaja bien con la denuncia política. Pues no; a veces es al contrario, como lo demuestra El pan de la guerra.

El filme relata la debacle social e individual --especialmente para la mujeres-- que se le vino encima a Afganistán con el régimen de los talibanes: no le bastó al país con las invasiones extranjeras o las guerras civiles que lo arrasaron, sino que encima debe hacer frente a una paranoia religiosa y a un poder omnímodo y discrecional ejercido por una patulea de cafres. La anécdota que pone en marcha la película lo expresa todo esto de una manera mucho más directa e intuitiva: Parvana es una adolescente que decide jugarse la vida y disfrazarse de chico para poder trabajar y dar de comer a su madre y hermanos tras la injusta detención de su padre. El pan de la guerra no busca convencer a base de escenas ni momentos definitorios, es simplemente una cronología de la desesperación cotidiana, de la lucha por sobrevivir de cualquier manera: sortear la muerte, comer y trabajar para ganar algo de dinero. Y una mínima esperanza de encontrar a su padre con vida. Cualquier otra anécdota que no entrara en este esquema sería considerada pura estética o concesión al drama.



Película directa, sencilla, relato muy bien estructurado, preparando al público para el gran final --con justificables licencias dramáticas incluidas-- que, sin anular la impresión general, sorprende por el punto en el que deja la historia. Sin embargo, me parece una buena manera de ofrecer un final de ficción digno y a la altura de un conflicto real y sangrante que sabemos perfectamente que no ha terminado.

viernes, 9 de octubre de 2020

Inapelable. Previsible. De limitados (y de sobra conocidos) efectos (Guapis (Cuties))

Es imposible ver Guapis (Cuties) (2020) y no pensar en o comparar con Euphoria (2019), Spring breakers (2012), El profesor (2011), Thirteen (2003) o Kids (1995)... La lista --incluso la que compongo para cada filme del mismo estilo que comento-- es cada vez más larga. Y más reveladora... Lo sorprendente es que aún se puedan encontrar matices y escándalos para un universo tan pequeño como el de los adolescentes supuestamente descontrolados y salidos.

Guapis (Cuties) es otro de esos filmes que produce sin pausa y con notable mérito Netflix, y también es el debut en la dirección de la francesa de origen senegalés Maïmouna Doucouré, ganadora de un César por el cortometraje Maman (2015). Como suele ser habitual en estos debuts, es notable la aportación de elementos biográficos o ambientales de primera mano; y aquí es donde Doucouré exhibe un póker ganador: mujer, musulmana, raíces migrantes y a medio camino entre dos culturas. No, todavía mejor, un repóker definitivo si añadimos un retrato de su propia adolescencia atravesado por todas esas etiquetas en conflicto. A los que estamos fuera de ese ambiente nos resulta difícil encajar todos los elementos del drama (nuestro marco mental hecho de sociología occidental nos impide ver más allá del retrato de la pobreza, la discriminación y bla, bla, bla...). Para nosotros resulta intolerable (entre otras cosas por el atrevimiento con que lo presenta el filme) la sexualización precoz de unas niñas que aún no saben con qué armas están jugando. Sin embargo, Guapis (Cuties) también plantea la rebeldía familiar de una generación musulmana criada y educada en igualdad formal de género, completamente occidentalizada en cuanto a consumismo, indiferentes a ciertos tabúes religiosos o tradicionales y que por encima de todo desea encajar en grupos de edad mayoritariamente compuestos por personas del clúster sociocultural dominante. No puedo decirlo con mayor corrección y pedantería aséptica... El resultado es un filme crudo, dirigido sin complejos contra el estómago del público, que obliga a mantener la mirada sobre detalles y sucesos que normalmente no nos gusta contemplar sin el filtro del sentimentalismo, pero que aun así no dejamos de comentar superficialmente en nuestras sobremesas a partir de mínimos atisbos en redes sociales.



Me pregunto --después de ver Guapis (Cuties)-- qué queda por decir de los desastres que provoca una precariedad económica compatible con un acceso (fomentado incluso) sin trabas ni control a las redes sociales. A estas alturas ya tenemos identificados todos los problemas de base, las reacciones, los escándalos calculados, el efecto en audiencias marinadas de antemano en el tema... ¿Qué opciones le quedan entonces al cine de ficción para presentar los hechos de forma nueva y militante? Apenas la capacidad de escandalizar, de encontrar un tono y un equilibrio que sean capaces de alterar conciencias de progenitores (no es difícil hoy día). Hacerlo con buen cine y altas dosis de experiencias personales es lo difícil: los mensajes pedagógicos resultan a estas alturas contraproducentes. A posicionarse, hablar o actuar sólo impelen relatos marcados por sentimientos en bruto. Quizá haga falta un nuevo estilo para atraer nuestra decreciente capacidad de concentración. Aun así, Guapis (Cuties) merece algo de ese remanente de atención que nos queda.

martes, 22 de septiembre de 2020

Aprender con la ficción (Uno para todos)

Vivimos en sociedades marinadas en sentimentalismo. Y estoy persuadido de que es una consecuencia imprevista debido a la ingesta descontrolada y excesiva de ficciones que buscan a toda costa las reacciones sensoriales del público, su posicionamiento automático, una reacción primaria ante el dolor y/o la injusticia. Llevamos unos cuantos años así, lo cual ha dado tiempo para que los jugadores de este juego detecten qué relatos, qué argumentos y qué recursos resultan más efectivos --situaciones, elementos, personajes, géneros-- y obtienen respuestas más intensas del público. Todo vale: dramas de superación (si son con menores muchísimo mejor), realities, momentos perfectos o imprevistos, triunfos a contra corriente... En definitiva, vale todo aquello que demuestre su capacidad para conmover y/o extraer lágrimas fáciles y, por tanto, el favor del público. Nos hemos acostumbrado tanto a esta forma de presentación narrativa que enseguida vemos venir el tsunami de intensidad dramática igual que una manada de ñúes en plena migración; y aunque en la mayoría de ocasiones funciona, algunos necesitamos algo más elaborado que diluya tanta sensibilidad en bruto y airee un ambiente cargado de tanta sensiblería básica.

Y entonces llegan cineastas como David Ilundain que, después debutar en el largometraje con un interesante experimento de cine político --B, la película (2015)--, se enfrentan a todo ese tráfico en contra con un argumento que maneja muchas y matizadas sensaciones. Desde el primer minuto se nota que el estilo dominante de Uno para todos (2020) va a ser la contención (del reparto, de las escenas clave, de las reacciones), dejando bien claro que su objetivo es demostrar que hay margen para emocionar sin tener que arrojar al espectador toneladas de compasión, conmiseración, conmoción, afecto, piedad, ternura, dolor, tristeza, pesar, delicadeza o pasión. En este caso, nos encontramos con un argumento donde todos los personajes tienen sus contradicciones y mochilas emocionales, donde los conflictos no se plantean de forma binaria ni todas las tramas secundarias acaban perfectamente encauzadas o definidas, y sin romances que sirvan como casi único motor de la historia... En todas estas apuestas sale claramente ganadora Uno para todos. El reverso oscuro de este envite es que quizá Ilundain ha rehuido tanto la tentación fácil de los sentimientos que en los momentos culminantes esa contención de convierte en un desapego excesivo; empezando por el personaje protagonista (demasiado cerrado, sin evolución durante toda la película, sin aportar detalles al inequívoco conflicto interno que arrastra). Quizá sólo al final, cuando es inevitable recomponer el equilibro, Ilundain opta por una estrategia opuesta a la que ha marcado toda su película, asimilándose peligrosamente a esos otros relatos sentimentalistas de los que ha tratado de distinguirse a todas costa.



El resultado es un filme entretenido, interesante, detallista y bienintencionado, aunque fabricado básicamente con un único ingrediente: la cotidianidad; un filme que huye de cualquier elemento que pueda suponer un reto o una impugnación a la corrección. Ante todo, Uno para todos es un drama sencillo que no busca alimentar conciencias revolucionarias ni abrir nuevos territorios a la reflexión, sino una crónica alternativa de esas mismas pedagogías y clases medias que tienen secuestradas --casi monopolizadas-- los relatos del sentimentalismo obvio.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Hipermemento: todos los tiempos el tiempo (Tenet)

En la narración todo vale porque cada relato se construye a partir de sus propias premisas: no sólo la selección y el orden de los sucesos, no sólo los personajes, también el universo ficticio sobre el que todo eso se sostiene. Tenet (2020) no es una excepción, pero Nolan prescinde de todo esto a las primeras de cambio (puede que más de cuatro lo consideren un fraude puro y duro), y lo más sorprendente es que no se molesta en poner parches o reconstruirlas para que el público pueda seguir orientándose en un filme difícil, difícil... La cosa empieza mal porque con este movimiento tan arriesgado pierde a una parte de la audiencia que, a partir de ese momento, va a rastras y se mira todo cada vez con más distancia y escepticismo.

Tenet es, por encima de cualquier otra consideración, un derroche: de presupuesto, de efectos, de paradojas visuales, de espectáculo visual y sonoro, de narración autorrecursiva... También dilapida autosuficiencia: la película avanza sin introducir redundancias o aminorar la velocidad en ciertos momentos para recuperar a los rezagados. En eso sí se mantiene firme Nolan, ya que hacer esa concesión supondría bajar el ritmo y añadir escenas donde la acción no es el ingrediente fundamental (eso sí, a Michael Caine le regala unos minutitos al estilo tradicional del diálogo plano-contraplano, una evidente concesión a su avanzada edad). Tenet arranca con un prólogo que promete espectacularidad, pero enseguida se revela como una excusa barata para introducir la escena realmente importante, la de las explicaciones sobre la entropía invertida que servirán para explicar todo lo que vendrá a continuación. Admito que se me pasaron detalles fundamentales en estos primeros minutos (me enteré después leyendo algunas críticas) debido al montaje acelerado, lo cual me hace sentir fuera del público objetivo del filme. Claves argumentales a toda pastilla sin importar las implicaciones, personajes tan arquetípicos que parecen de plástico, ausencia absoluta de escenas explicativas...: en su lugar todo lo ocupa la tensión a base de ritmo, música percutante y acción. Nolan parece no calibrar que tanta contundencia trascendente acaba cansando o resultando irreal...



Y por supuesto, el tema favorito de Nolan, la auténtica piedra angular de su contribución cinematográfica: el tiempo. Cómo enrevesarlo, cómo desdoblarlo, como encontrar nuevos usos narrativos que puedan potenciar el interés desde un punto de vista formal (y también argumental). Nolan lo quiere todo, pero me da la sensación de que ya nos ha regalado sus títulos más originales y equilibrados: en Memento (2000) deslumbró con una premisa narrativa desplegada con la contundencia de una apisonadora y una historia perfectamente escogida que se retorcía y se las apañaba para encajar magníficamente en semejante molde de relato inverso (que no invertido); en Origen (2010) se sacó de la manga una extensibilidad para un recurso clásico --que luego explotó con más desacierto que interés en Dunkerque (2017)-- asignando diferentes cadencias y duraciones temporales a cada línea argumental. Interstellar (2014) supuso el primer coqueteo de Nolan con la física teórica, que culmina ahora en Tenet con una reformulación imposible de la Segunda Ley de la termodinámica. Y aunque para este guión haya contado con el asesoramiento de todo un premio Nobel, la cosa queda en una anécdota menor que sostiene un cruce de escenas ya vistas con otras nuevas que revelan y complican la trama. Velocidad, espectacularidad y complejidades pueden enmascarar perfectamente un guión poco trabajado. Nolan nunca se ha caracterizado por la profundidad e imperfección de sus personajes, pero aquí creo que se ha desentendido completamente de humanizar y contrapesar una historia excesivamente artificial.

Y no, Tenet no me ha gustado demasiado porque su director y guionista ha prescindido del público y se ha zambullido de lleno en un relato que alimente su prestigio como artífice de grandes taquillazos; cuando la mayoría pensábamos que la película era de las otras, de las experimentales. No es un reproche, es simplemente la confesión de un espectador despistado que se perdió por el camino más o menos hacia la mitad...


viernes, 21 de agosto de 2020

Esa pulsión intensa y fugaz que nos sincroniza como especie (Depeche Mode: Spirits in the forest)


Los momentos finales de la gira de 2017 de Depeche Mode han merecido un documental a la altura de la trayectoria de este grupo incombustible
(en activo desde 1981). Y por ese motivo han confiado su dirección al holandés Anton Corbijn, un viejo conocido de la banda que ha contribuido a incrementar su leyenda gracias a unos cuantos videoclips (concretamente desde 1986, cuando dirigió el de A question of time). El documental se titula Depeche Mode: Spirits in the forest (2019), y ha sido liberado en las plataformas viejunas tras exhibirse hace un año en 2.400 salas de cine del planeta. Desde el primer visionado quedé hipnotizado, no sólo por la posibilidad de deleitarme ante una nueva interpretación de sus grandes éxitos ante sus rendidos fans (las imágenes corresponden a los dos conciertos de final de gira en Berlín, la capital mundial Depeche Mode, del 23 y 25 de julio de 2018), sino por el formato elegido: las canciones se intercalan con vivencias y reflexiones muy personales de seis fans de todo el mundo (Perpiñán, Bogotá, Bucarest, Los Angeles, Berlín, Ulan Bator), y que incluyen amnesia sobrevenida, lejanía forzosa de los hijos, florecimiento de la identidad sexual, descubrimiento de otro mundo más allá de los límites impuestos por el totalitarismo, lucidez y apoyo durante una descomposición familiar y, la más conmovedora para mí --porque se acerca bastante a mi forma de disfrutar de su música--: crecer como persona al lado de ellos, balizar mi vida con el lanzamiento de sus álbumes, (re)descubrir canciones a toro pasado, comprender finalmente sus letras, añadirles significados íntimos... Después de haber visto varias veces el documental no puedo evitar escribir esta crónica para dar rienda suelta a mis emociones.

Para empezar, Corbijn consigue ese inefable equilibro argumental entre lo universal y lo personal que sólo los británicos saben presentar sin resultar sonrojantes, moralizantes ni excesivamente sensibleros, un tono muy parecido al que logró perturbarme en Roger Waters The Wall (2014). Lo consigue por un simple recurso estándar de montaje, rodeando cada canción --casi siempre un fragmento, excepto en los grandes temas al final-- de un relato, de una revelación bien escogida y presentada. El resultado es una nueva prueba definitiva de cómo la música modifica las vidas humanas de forma impensada, tremenda, convirtiéndolas en algo diferente por el simple hecho de haberlas escuchado. Cada fragmento de vida compartido se ve potenciado por el extracto de los momentos cenitales de la canción que acaban de mencionar; y de paso es un sencillo y efectivo método para extraer --gracias a las imágenes y a la espectacular escenografía del directo-- una épica casi nueva a algunos de esos acordes miles de veces escuchados.



Es lógico que a los fans les dé igual, pero visto desde fuera, hay que admitir que el fenómeno Depeche Mode lleva congelado unos cuantos años. Sus álbumes más recientes no despiertan demasiado interés, pero sirven de excusa para poner en marcha su principal activo: una nueva gira que permitirá volver a verlos en directo. El segundo es que su dilatada carrera --repleta de éxitos incontestables durante al menos dos décadas-- les ha permitido convertirse en un fenómeno generacional (los hijos/as de sus fans han acabado accediendo a su propia versión de Depeche Mode, tal como se encarga de mostrar el documental). Sin embargo, como en todo fenómeno de tan largo recorrido, acaban surgiendo ciertos tics de grupo pastoso que conoce y exhibe una y otra vez aquello que anhela su público. No es algo sorprendente ni malo, simplemente es normal; sucede en todos los ámbitos (literatura, cine...); la incógnita es saber, en cada gira, cómo han logrado hacerlo divertido sin dejar de ser espectacular y que parezca nuevo (aunque no lo sea).

A pesar de lo que me gusta su música, Dave Gahan no es mi artista favorito sobre el escenario (aunque le reconozco tanto o más carisma que a Freddie Mercury), pero admito que sus patochadas y sus movimientos torpes encajan a la perfección con el nuevo prestigio y el significado que han adquirido sus letras y lo que espera su público. Quien en realidad me fascina es --como siempre-- el autor de prácticamente todas las canciones: Martin Gore, su presencia estática sobre el escenario, su rostro impenetrable, aportando su voz cuando el directo lo requiere, recordando a todos los que lo sepan que nada de todo eso sería posible sin su inspiración y su talento (paso por alto el inexplicado ninguneo del tercer miembro del grupo: Andrew Fletcher). Sus canciones fueron auténticos llenapistas en nuestra juventud, así que hoy, cuando vamos a verles con nuestros descendientes, la experiencia debe incrementar su significado, básicamente porque ya no bailamos como entonces...

Corbijn lo sabe y de ahí las entrevistas a los fans cuidadosamente elegidos: hace que se sientan importantes pidiéndoles su opinión, que compartan sus pensamientos (muy pocas veces nos lo piden), y luego intercala imágenes de ellos disfrutando del concierto. La identificación del público es inevitable al verles dejándose ir, sin importar que les vean ni que les graben. Es un recurso tremendamente sencillo y eficaz, por eso el plano del padre divorciado al borde de las lágrimas escuchando Precious nos conmueve, porque sabemos la historia que hay detrás (la ha compartido justo antes y siempre le recordará a esa época en que reconstruyó la relación con sus hijos). Y así con todas y cada una de las personas que asisten a todos los conciertos de la gira. ¿Quién sabe que infinidad de momentos y sentimientos provocan cada nota de cada canción de Depeche Mode? Podemos llegar a imaginarlo, pero conocerlos es algo que excede nuestra capacidad y nuestra existencia...

Soy muy previsible: mi canción favorita de Depeche Mode es Enjoy the silence, y normalmente es el clímax del recital, pero en Depeche Mode: Spirits in the forest Corbijn ha querido desplazar ligeramente el campo gravitacional de la emoción, centrándose en Personal Jesus (la confesión introductoria a la canción que hace la chica de Mongolia es, sencillamente, desarmante, delicada en extremo; no sólo por su sinceridad, sino por lo que da a entender que aún queda oculto, por las palabras que elige para hacerlo. A continuación, al escuchar la canción, el nivel de la emoción sube sin remedio), para culminar --como no podía ser de otra manera-- con Just can't get enough (compuesta por Vince Clarke, no por Martin Gore, en los inicios de la trayectoria del grupo y poco antes de abandonarlo. Cada vez que la interpretan Vince, esté donde esté, se lleva una pasta). Se trata del final perfecto: un exitazo incontestable que remite a los orígenes divertidos, superficiales e incontaminados de la banda cuyos acordes siguen sin pasar de moda. Sin embargo, el verdadero agujero negro que lo atrapa todo es Never let me down again.

 


Dejando de lado el hecho de que, a estas alturas, cualquier concierto de Depeche Mode es un espectáculo que funciona con la exactitud de un reloj atómico, resulta anecdótico que en el documental Never let me down again no se interprete completa, porque su fuerza reside en la perfomance de Dave, y en la habilidad del director para acentuarla con simplicidad y elegancia, liberando además la energía que desprenden unos pocos planos bien escogidos. Son tres planos separados en tiempo real por unos pocos segundos y cuya yuxtaposición me recuerda al montaje de los leones de piedra en El acorazado Potemkin (1925): 1) cuando Dave sincroniza a todo el auditorio con un simple gesto respondido en un nanosegundo (el público lo espera), 2) cuando se para a contemplar lo que ha provocado y 3) cuando el propio Dave alucina extasiado con el espectáculo --las manos entrelazadas en la cabeza-- del público reproduciendo ese simple gesto suyo. No me canso de ver esta escena; siento envidia del torpe Dave, de su poder omnímodo, por vivir y provocar esos instantes privilegiados. La situación, no obstante, también me recuerda a V de vendetta (2005): la escenografía con las masas exaltadas, dirigidas por el líder, la reacción automática a estímulos... Resulta apabullante desde un punto de vista sensorial y anímico, pero da que pensar...

Cuando te atreves a descender hasta las vidas de las personas debes ser respetuoso y cuidadoso, hacerles sentir importantes, escucharles. Si lo consigues ellos te regalarán lo que consideran más preciado: sus vivencias, sus sentimientos más íntimos. Y ahí es donde muchas veces encontraremos la música, la de Depeche Mode o la de quien sea. Una vez conseguido, las reacciones ante semejante alud de sinceridad siempre serán auténticas, irremplazables. ¿Acaso no es cierto que, al salir de un concierto salimos convencidos de que han interpretado nuestra canción favorita para nosotros, sólo para nosotros?

Aunque no seas un fan de la banda británica, vale la pena ver Depeche Mode: Spirits in the forest por su cuidada presentación y su emotividad a flor de piel.

jueves, 13 de agosto de 2020

El breve espacio en el que todo encaja (¡Que suene la música!)

Una conjunción demasiado forzada concurre en ¡Que suene la música! (2019) --título original Military wives-- de Peter Cattaneo: una serie televisiva previa --The choir: military wives (2011)-- que fue todo un éxito de audiencia (incluyendo la venta de la banda sonora con las canciones); un elenco de personajes que busca representar diferentes generaciones y orientaciones (que yo recuerde, un único plano da a entender que una de las esposas del coro es lesbiana, pero cuenta como corrección política); un guión sencillo, previsible y repleto de humor, drama y superación. Y, por si todo esto no fuera suficiente, asocia descaradamente su trama y su tono coral a otro título popular (testosterónico por excelencia, aunque de buen recuerdo entre las audiencias femeninas del momento) del mismo director --Full Monthy (1997)--, pero esta vez, como marcan los tiempos, destacando y valorizando las iniciativas de las mujeres en un ambiente masculino (el militar). Una receta con demasiados ingredientes transgénicos, conservantes y edulcorantes para dos simples y obvios objetivos: entretener y recaudar en estos tiempos pandémicos.

La cosa es que ¡Que suene la música! no hace un retrato irreal o sesgado del complicado entorno de las esposas de militares que ven partir a sus cónyuges a una misión peligrosa y pasan los días en la base, rodeadas de otras mujeres en la misma situación;lo que sí hace es pasar de puntillas por los momentos más duros, porque lo exige el género.;Por su parte, los dos personajes protagonistas (Kristin Scott Thomas y Sharon Horgan) son personajes fuertes, opuestos en carácter y estatus social, pero tienen en común el dolor y el miedo a la pérdida, y su relación y su interpretación sostienen todo lo demás. El público sabe perfectamente cómo funcionan estos filmes de buen rollo, qué reivindican, qué hitos las señalan y hacia dónde llevan su argumento; lo único que los puede diferenciar es la calidad de los gags y la contundencia de los personajes. Por desgracia, en ninguno de los dos ámbitos la película de Cattaneo sale muy bien parada, aunque logra disimular bastante bien sus carencias gracias a las canciones, en la que se incluye un buen puñado de éxitos ochenteros (como también al parecer marcan los tiempos).

 


En definitiva, una película para adentrarse en un ambiente tan real como escasamente conocido y cuyo tratamiento tolera con dificultad ironías, parodias o sarcasmos, y por eso ¡Que suene la música! apuesta fuerte por lo que queda: el humor amable, el drama pedagógico y la música.

domingo, 2 de agosto de 2020

Todas las películas están mal (1)

Están mal. Todas. Empezando, por ejemplo, por las que retratan central o tangencialmente culturas precapitalistas, las que exploran la posibilidad de alcanzar un contacto interpersonal al margen del origen cultural, legislaciones injustas, negacionistas o a la contra de los usos y costumbres. Están mal no solo por su más o menos inexacta reconstrucción del pasado, sino por las deixis ideológicas que hacen referencia --voluntariamente o no, inconscientemente o no-- al presente en el que se filmaron, y no al tiempo en el que se ambienta la historia. Incluso cuando ambos tiempos coinciden, se cuelan esos elementos que son fruto de un objetivo artístico, político o social del momento, no al servicio del relato. Son esos principios de progreso del pasado (o de un futuro al que el presente debería tender) que trata de destacar, rescatar o forzar un guión que ha sido ambientado en una época diferente de la que se ha escrito. Es algo inevitable, y se produce porque el marco de valores de referencia del equipo creativo y técnico y de los acontecimientos del filme no coinciden (o no se quiere que coincidan por motivos extracinematográficos), lo que sucede prácticamente el 99,9% de las veces.

Están mal todas las películas porque, al revisarlas pasado un tiempo, aunque superaran la prueba del retrato del pasado o de la verosimilitud del presente, siempre detectaremos algún aspecto que demuestre que ciertas premisas sicológicas, sociales, culturales, políticas o ideológicas son producto de marcos de referencia obsoletos, de puntos de vista superados respecto a la identidad, las relaciones o las acciones humanas. Siempre habrá detalles que evidencien una pérdida de vigencia: perspectiva de género sesgada, manipuladora o negacionista; marginación de minorías étnicas y/o culturales; desprecio o negación de identidades alternativas... No he acabado aún: también encontraremos importantes defectos funcionales en la definición de los personajes (mujeres sumisas, objetualizadas, villanos caracterizados por rasgos de identidad personal o cultural muy determinados, naturalización de jerarquías, estereotipos culturales, todos ellos supeditados a un relato en el que únicamente el/los protagonista(s) se muestran como personajes claros, directos, positivos y/o complejos). Ninguna película se libra ni se librará. También afirmo desde ahora que estarán mal las películas que hoy priorizan heroínas femeninas fuertes e independientes: con el tiempo habrá quien detecte que siguen recurriendo a una sensualidad que las objetualiza (aunque sea mucho más selectivamente), o que perpetúan una réplica del retrato masculino sin apenas modificaciones (heteronormativas, sin presencia de otras orientaciones), o de alguna cosa de la que todavía no nos hemos dado cuenta...

Están mal todas las películas que trataron de visibilizar a colectivos y/o minorías, aun cuando su objetivo original fuera reinvindicarlos positivamente o denunciar su discriminación. Y también está mal el montón de películas que contribuyeron a invisibilizar estas mismas situaciones, a diluir su importancia, a defender situaciones y actitudes insostenibles. Estos títulos exhiben un marco de referencia, aunque sea en detalles menores del argumento o la historia, que está superado, equivocado o es un puro disparate. Están mal definidos los personajes: basados en tópicos, dando por buena su ignorancia o la posición que ocupan en la sociedad, sirviendo de contrapunto humorístico a base de exageraciones, deformando la identidad que se les atribuye desde fuera para justificar sus acciones y servir al propósito general del relato (el negro cachondo, el gay inconsciente con mucha pluma, los asiáticos mudos y obsesivos, los clanes de ítalo-estadounidenses o de irlandeses regidos por sus propias leyes, las personas con diversidad funcional y un sentido del humor autodestructivo, las que fueron discriminadas por una enfermedad aún no diagnosticada o desconocida...). Están mal todas las que consideran el abuso, la violación, el acoso, el maltrato o la explotación sexual de menores como etapas en el acceso a unos conocimientos amatorios superiores o como elementos intrínsecos de una pasión sexual sólo al alcance de una minoría de iniciados por encima del bien y del mal. También están mal las que atribuyen a una belleza adolescente precoz y desasosegante los padecimientos que sufren quienes han sido agraciados/as con semejante premio de la lotería genética, obviando y/o minimizando el hecho de que los verdaderos responsables son los adultos incontinentes y sin escrúpulos con los que se topan.

Está mal todo el cine romántico que objetualiza a la mujer, que la representa sumisa, anclada a determinados roles, necesitada de una relación estable para ser ella misma y, por si esto no fuera bastante, funcionalmente estereotipada respecto al argumento. Están mal las que asumen que sólo nos realizamos como personas a través de una relación romántica, heterosexual, monógama y orientada a la reproducción. Están mal las que dan por universalizados o naturalizados ciertos modelos de familia, jerarquías entre géneros, grupos de edad o asignan/asumen determinadas identidades sexuales a estereotipos. Están mal las que hacen apología de la maternidad como la meta vital más importante a la que puede aspirar una mujer, pero también las que hacen una defensa orgullosa del individualismo a ultranza, cuyas infinitas opciones son la mejor expresión de una vida libremente elegida.

Todas mal, con independencia del género, la temática, los personajes, la época o el año de producción. Mal las rodadas hace diez, cinco o dos años, las estrenadas este año, y las del año que viene también; y las de dentro de dos, cinco o diez años. Así, a bote pronto, se me ocurre que El nacimiento de una nación (1915), El gabinete del Dr. Caligari (1920), Octubre (1927), Amanecer (1927), King Kong (1933), La diligencia (1939), Casablanca (1942), Breve encuentro (1945), Las minas del rey Salomón (1950), La ventana indiscreta (1954), El hombre del brazo de oro (1955), Viridiana (1961), El milagro de Ana Sullivan (1962), Mary Poppins (1964), El graduado (1967), La naranja mecánica (1971), Alicia en las ciudades (1974), Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), Saló o los 120 días de Sodoma (1975), La piel dura (1976), En busca del fuego (1981), Pauline en la playa (1983), Tras el corazón verde (1984), Una habitación con vistas (1985), El declive del imperio americano (1986), La lista de Schindler (1993), El banquete de boda (1993), Forrest Gump (1994), Sentido y sensibilidad (1995), Barrio (1998), El diario de Bridget Jones (2001), Expiación (2007), la saga James Bond, la saga Rocky, la de Star Wars, la de Indiana Jones, la del Sr. Anillos o la de Marvel están mal. Tooooooodas están o estarán mal.

¿Y entonces?

(continuará)

lunes, 20 de julio de 2020

Pudrirse por dentro (¿Dónde estás, Bernadette?)

Basada en el libro de Maria Semple, que fue un éxito en 2012, cuenta una historia alocada, explicada a una velocidad considerable, sin dejar que el público se recree en lo que está viendo, un poco al estilo Noah Baumbach. ¿Dónde estás, Bernadette? (2019) es un guión que tiene muchas cosas que decir, muchas puyitas que soltar, muchas reflexiones que sugerir, pero a ninguna de estas cosas se les concede el privilegio del tiempo y de los detalles. A estas alturas sabemos de qué se está hablando y podemos aplicarnos el cuento sin que se resienta demasiado nuestra conciencia. En la nueva película de Linklater la historia tiene muchas cosas que decir, pero el argumento planea sobre todas ellas sin priorizar dramas ni tramas. Además, el guión posee ese punto de rareza o extrañamiento, esa falta --al principio, como es lógico-- de elementos clave sobre la vida de la protagonista que lo hacen todo más raro aún. A medida que vamos conociendo la vida de Bernadette entendemos sus excentricidades, su carácter, sus sacrificios... Está claro que no todas las mujeres son genios como la protagonista de la película, pero la misma secuencia de prioridades vitales la podemos encontrar en muchas de ellas.

La rivalidad de Bernadette con la excéntrica vecina (que proporciona los momentos más divertidos de la película); sus dificultades para encajar en un barrio ultrapastoso de Seattle, cuyo retrato de conjunto me recuerda mucho a las existencias falsas y grotescas que provoca vivir en una burbuja de dinero y que mostraba con otra intención Big little lies (2017-2019); la revelación de un pasado fascinante voluntariamente enterrado por el cuidado de una hija frágil e inteligente; la lucidez suficiente para anticipar los pasos de un marido en lo relativo a deseos sobrevenidos... a costa del sufrimiento propio. Todo este mosaico diverso compone la vida de Bernadette, pero al espectador le faltan los motivos --porque Linklater los escamotea conscientemente-- y la gracia de la película consiste en que los vaya descubriendo de la forma más insospechada, incluso exagerada: viajes a lugares remotos, revelaciones de sobremesa en montaje paralelo, vídeos de Internet en la madrugada, secundarios con un punto adorable entre borde y gracioso... Y así, también un poco a la manera alocada que tiene Wes Anderson de encadenar secuencias (aunque sin esos encuadres "teatrales" que le caracterizan), Linklater lleva la película a un final previsible construido a la manera tradicional (catarsis, sinceridad, momentos perfectos), pero manteniendo un toque distante e irónico a los diálogos, prácticamente la única forma que existe de escapar a determinados tópicos dramáticos.



Y así, sin dejar que la corriente del drama se lleve por delante el sentido de una historia que permanece oculta durante gran parte del relato, ¿Dónde estás, Bernadette? se pasa sin darse cuenta. Y sólo cuando el espectador es devuelto a la realidad, es consciente de las vueltas y revueltas a las que ha sido sometido sin darse cuenta. Así de metido estaba en la vida de unos seres de ficción... Como debe ser. Para mí, este es su filme más redondo desde algunos momentos perfectos que nos regaló en su trilogía Antes de... (1995, 2004, 2013).