viernes, 29 de marzo de 2024

Más reivindicación cívica que cine (Los niños de Winton)

La BBC es de las pocas cadenas públicas de televisión que todavía sigue fiel al compromiso de servicio público (informativo, cultural y de entretenimiento). Sus reportajes y documentales tienen fama de rigurosos, y no se suelen cortar a la hora de apuntar con sus críticas, ni siquiera si van dirigidas contra el Estado, el mismo que les financia. En cuanto a la ficción, sus guiones se aferran a los géneros consolidados y obtienen buenos resultados: Nuestro último verano en Escocia (2014) es un buen ejemplo, con ese humor negro tan británico que siempre se las apaña para aflorar en situaciones perfectamente encajadas en el guión, evitando tener que recurrir a la caricaturización facilona de los personajes; incluso se atreven con formatos menos convencionales, como la intensa Aftersun (2022). En cambio, cuando toca drama, aprovechan para ilustrar o reivindicar determinados momentos de progreso de la historia patria, que es precisamente el objetivo principal de todo cine cívico financiado con fondos públicos que se precie. Los niños de Winton (2023) de James Hawes es un ejemplo canónico de esta clase de filmes.

Esta vez le ha tocado el turno a un episodio prácticamente desconocido que tuvo lugar en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: un corredor de bolsa londinense, tras una breve colaboración sobre el terreno con refugiados en Checoslovaquia, acaba implicado en cuerpo y alma en el rescate de los niños, a quienes buscará familias en Gran Bretaña que se hagan cargo de su manutención. Todo ello sin desfallecer ni desmoralizarse ante las dificultades que encuentra a su paso (financiación, incomprensión, funcionarios). Y es que todo en Los niños de Winton es ejemplar y eficaz, empezando por los protagonistas --sin titubeos ni zonas oscuras (incluso los estirados y renuentes funcionarios británicos acaban convertidos a la causa)--, continuando con la selección de los momentos definitorios y finalizando con una narración expositiva, sin excesos estéticos o dramáticos, maximizando la comprensión y la identificación con el protagonista y con la historia. Además, la parte más dura del drama (el desamparo de unos menores que se ven separados de sus padres, aunque sea por una buena causa) está debidamente esbozado, sin recrearse en lo lacrimógeno. Un argumento que recuerda inevitablemente a La lista de Schindler (1993), pero sin la habitual carga trágica que suele añadir Spielberg, porque la intención es reivindicar la gesta de Winton y demostrar que se reconoció en vida su hazaña, incluso en la oscura Gran Bretaña de Margaret Thatcher.


Un filme, en definitiva, sin sorpresas ni imprevistos (excepto todo lo que tiene que ver con la explosión de emotividad del tercio final), enteramente al servicio de la rehabilitación pública de un héroe olvidado, exponiendo de paso la cohesión, la solidaridad y el sentido de comunidad de la sociedad británica. Se supone que las audiencias saldrán confortadas en lo sentimental y reforzadas en sus convicciones éticas tras esta experiencia repleta de buenas sensaciones. Al menos eso, porque de entretenimiento poco o nada habrán podido obtener.

jueves, 21 de marzo de 2024

Brillante y descompensada (La zona de interés)

«El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es triste, monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador» (Simone Weil).


De breve e irregular filmografía, la de Jonathan Glazer, sin embargo, ha reunido una numerosa legión de admiradores, especialmente atraídos por interesantes hallazgos formales (consistentes, las más de las veces, en inocular abundantes dosis de realismo documental en medio de la ficción), aunque lamentablemente no acompañados de guiones a la altura. La zona de interés (2023) no es --en conjunto-- una excepción a esta pauta creativa; pero sí supone un gran acierto parcial que se extiende durante la primera mitad de la película. A diferencia de títulos anteriores, esta vez Glazer ha tirado de un recurso más clásico y, a la vez, infrautilizado en el cine, y que le ha valido un merecido Oscar al mejor sonido (no por su calidad técnica, sino por su uso narrativo, como debería ser siempre). Esta vez sí, La zona de interés le ha colocado por méritos propios en el mapa de las audiencias y los planetarios.

Adaptación muy libre del libro de Martin Amis --en la que Glazer ejerce de director y guionista-- se ha centrado únicamente en uno de los tres personajes principales de la novela, el que mayor impacto dramático puede tener para el público. No es una mala decisión (no sé si consciente o no), aunque su efecto tiene un alcance limitado, debido muy probablemente a la abundancia de películas sobre la Solución Final y a que los espectadores estamos bastante acostumbrados (si no anestesiados) para las imágenes que auguran. La cosa es que la historia se despliega con aplomo y comprendemos de inmediato cuál es el efecto que quiere provocar su director y cómo quiere lograrlo. Pero es como si el recurso se agotara en sí mismo en busca de un final adecuado, así que le sigue una segunda mitad que se desparrama por derroteros con escaso interés dramático (o demasiado vistos, que viene a ser lo mismo), hasta que llega un punto en que es fácil perder de vista el sentido global de la película.


El filme arranca con un larguísimo fundido en negro que funciona como una transición sensorial hacia la película: su duración exagerada tiene por objetivo atraer nuestra atención y, una vez despistados por la deliberada ausencia de imagen, focalizar nuestro oído (precisamente la clave sensorial del filme), obligándonos a estar atentos a cualquier indicio que sirva de explicación. Ese indicio son los ruidos del campo de exterminio. Una vez asimilada esta clave, surgen las imágenes y el significado estalla en nuestra mente. Será esa disociación entre imagen y sonido fuera de campo (introducido en posproducción, para que los actores actuaran como realmente se suponía que lo hacían las personas a las que interpretan) la que concentra todo el valor de la película. Se trata de un recurso similar al que empleaba otra película sobre los campos de exterminio y que no tuvo tanto éxito de audiencia, pero sí de crítica: El hijo de Saúl (2015).

En las dos películas el planteamiento, tan arriesgado como eficaz, es la renuncia: en el caso de László Nemes a enfocar directamente lo que tiene que ver el protagonista (a quien la cámara sigue a todas partes en planos largos mientras realiza su trabajo en las cámaras de gas); en el de Glazer a ignorar los sonidos que harían imposible la vida familiar en condiciones normales. El objetivo es mostrar precisamente lo que no interesa, lo que tiene lugar justamente al lado del horror, a continuación del horror. De esa negación de la mirada directa surge la mejor metáfora cinematográfica sobre el Holocausto: la imposibilidad de ver lo que ya sólo conoceremos por testimonios legados, pero también describe la actitud de mirar hacia otro lado de quienes no creyeron en su momento que aquellas cosas estaban sucediendo tan cerca de sus casas y de quienes todavía hoy niegan que algo así haya existido. Este acercamiento formal al horror del exterminio me parece la manera más radical pero a la vez didáctica de plantear el tema a audiencias que empiezan a olvidar y/o ignorar lo que sucedió en Europa entre 1941 y 1945. Este impresionante primer bloque finaliza con un fundido en rojo, después de una casi sarcástica yuxtaposición de flores donde la banda de sonido se sitúa nuevamente en primer plano... Hasta ahí, obra maestra. Luego, otra ficción más sobre Auschwitz.

El tema del Holocausto en el cine sigue gozando de una reverencia y un respeto que no veo, por ejemplo, en otros conflictos y dramas bélicos mucho más recientes y vigentes, rodeado de un aura sagrada que sólo constato casi en unanimidad para las ficciones sobre el drama judío durante la Segunda Guerra Mundial. No digo que se les considere automáticamente buenos filmes por decreto, ni se se los valore por encima de sus méritos, pero sí son preferentemente atendidos respecto a otros más actuales. Quizá haya detrás un interés legítimo o simple curiosidad ante un nuevo acercamiento a un aspecto inédito y/o no tratado aún, no lo sé. Y por descontado, también se da ese inefable morbo que atrae a las audiencias ante la reconstrucción de un mal absoluto del que es inevitable que surja un drama maniqueo, inimpugnable y al que se tolera una carga dramática adicional que no se considera de mal gusto. Esa licencia para el exceso es la que Spielberg dejó establecida para la ficción comercial en La lista de Schindler (1993), y aunque Glazer no le compra el pack completo, sí se recrea en las comparaciones silenciosas (palabras, gestos y acciones de los protagonistas de buscan, por contraste, potenciar una respuesta indignada en los espectadores).

Así que sí, La zona de interés es una buena película que se merece los premios y la atención que recibe, pero no es un hito en la filmografía esencial sobre el Holocausto. Y Glazer se mantiene fiel a su pauta artistica, igualmente brillante y descompensada.

miércoles, 13 de marzo de 2024

¿Mirada pedagógica limpia de moralinas aleccionadoras? (How to have sex)

La verdad es que Molly Manning Walker sabe de lo que habla porque lo ha vivido; no como una experiencia traumática, sino como parte del paisaje de su juventud. Pertenece a la última hornada de la generación milenial que inventó la diversión extrema en localizaciones turísticas hiperespecializadas (Malta, Ibiza, Magaluf, Malia), la misma que luego los centenials han convertido en rito de paso y/o expresión de vida intermitente, elevándola prácticamente hasta las mismísimas puertas de la seña de identidad. Playas espectaculares y cálidas, hoteles ultrapermisivos y securizados, infinitos locales de consumo y diversión, ausencia total de horarios, acceso ilimitado a toda clase de estimulantes y narcotizantes, lucha contra el aburrimiento a través de retos y desafíos... Es el montaje socioeconómico más parecido a la detención del tiempo que hayamos construido en la Tierra. En corto y claro, como decía la canción: Que no pare la fiesta.

Por lo visto, la idea seminal de la película le llegó a su directora cuando contempló cómo una chica le hacía una felación a un desconocido en lo alto del escenario de una discoteca. Icono del desfase total al que muchos aspiran, síntoma de descontrol y decadencia social para otros. Le bastó esa imagen para salir de su burbuja del exceso fiestero, tomar distancia y comenzar a experimentar ese mismo entorno como una pura locura marciana, un mundo al revés de cómo se lo habían vendido. Quienes --por edad y gazmoñería artificialmente inducida-- hemos aspirado a divertirnos de esa manera pero no nos hemos atrevido y/o sabido hacerlo, es casi inevitable que censuremos tales excesos (aunque en el fondo, los envidiemos). Así que películas como How to have sex (2023) las vemos desplegarse como un aviso a navegantes; como mucho, en este caso, el relato de una conversa que ha comprendido que el placer sin contención, límite ni medida es una aspiración imposible. Y entonces, quizá como contrapeso (o porque no quiere parecer una aguafiestas al estilo viejuno), se centra en las consecuencias para quienes, inmersos en el desfase, acaban siendo víctimas de acoso, abuso y más cosas...


Sin embargo, Walker sabe que esa mirada de denuncia no es suficiente, que la de los viejunos es una deformación debido a su oportunidad perdida y ella --como buena milenial que es-- cree que debe aportar algo más, un conocimiento directo, un análisis más profundo del fenómeno; así que intenta abrir el foco y mostrar el paisaje completo. Porque en esos destinos de diversión hay de todo: aprovechad@s, ingenu@s, egoístas y, sobre todo, sobre todo, gente que mira para otro lado. Cada minuto y cada escena de How to have sex demuestra un afán por retratar el día a día de unos jóvenes que quieren experimentar con los límites y que, además, no saben detectar cuándo una persona lo está pasando mal. Hay miserias, cansancio, momentos de hastío, agobio, sueño, gente pesada, imprevistos, malas decisiones... Y también miedo a expresar un estado de ánimo que no encaja para nada con el ambiente, a sincerarse, a señalar al culpable. La edad, la falta de experiencia, la lucha interior por encajar en un arquetipo imposible; todo se conjura para provocar más sufrimiento a la protagonista --Tara-- que ha sido forzada a una relación sexual no deseada y no sabe romper el bucle de su agobio interior. Por eso la historia se desarrolla sin anticipar conflictos ni las reacciones apropiadas de cualquier libro de texto al uso, huyendo de admoniciones y moralinas. Walker defiende en todo momento una diversión incomprensible que sigue aportando más ventajas que inconvenientes, y que además es legítima y no destructora. Viene a decir que, por suerte, no todos los centenials están zumbados ni son unos kamikazes; al contrario, algunos quieren disfrutar sin restricciones, pero sin molestar ni destrozarse, sabiendo que volverán a lo acogedor conocido. Porque a esa edad empiezan a intuir que la vida es esfuerzo, trabajo, sacrificio, renuncia... y por eso unas dosis de desfase para sobrellevarla no viene mal de vez en cuando. La película no llega a incorporar todo esto como parte del relato, pero las acciones y diálogos de algunos personajes los sugieren claramente. Sin embargo, un tic propio del cine británico encuentro que rebaja un tanto la impresión global del filme: rodar un filme cuyo argumento casi obliga a mostrar abundantes conductas poco ejemplares, desnudez y/o sexo explícito, pero negarse (por el motivo que sea) a mostrarlo sin tapujos y resolver bastantes momentos de forma antinatural (a veces forzada), me parece que resta fuerza a esas mismas imágenes que buscan el impacto en las audiencias. Al margen de eso, How to have sex no es una película redonda, así que adoptar un estilo pureta no es un demérito determinante.

Es difícil no encasillar How to have sex entre las típicas películas que buscan dar un buen susto a progenitores con descendientes menores de edad. El tema y el tono narrativo hacen difícil escapar a esa tendencia: provocan un cierto revuelo, quizá un debate estructurado y realista, pero poco más (hasta el siguiente título). Sin embargo, lo que casi nadie echa en falta es una devastadora crítica al descarado y abusivo negocio que fomenta este microclima fiestero de consecuencias peligrosamente disfuncionales; nadie señala la doble moral y la depredación extractiva de agencias de viajes, touroperadores, empresarios del ocio... eso sin mencionar los posibles delitos contra la salud pública, los efectos en las poblaciones de destino o la degradación medioambiental... Todos ellos alimentan y mantienen vivo el espejismo de un ocio infinito y sin secuelas físicas ni sicológicas porque es un método brutal de amasar dinero. Y, por supuesto, la exhibición de los cuerpos las 24 horas, no como recurso para una sensualidad desbordante ni como antesala del sexo, sino porque es el uniforme de la fiesta (otra cosa que tampoco entenderemos nunca). En este sentido, la primera escena de la película es la materialización de esta contradicción irresoluble: para mi generación es una invitación a sumergirse en lo prohibido; para las protagonistas, en cambio, es simplemente una chicas que quieren divertirse, sin más. Con todo, lo que me gusta más de How to have sex es que defiende que la juventud no está acabada ni desnortada sin remedio; lo que pasa es que --como nos ha pasado a todos-- coquetea con unos límites que no conoce, pensando quizá que sabrá detectarlos y sortearlos a tiempo. Aunque eso sea precisamente lo que no puede hacer Tara, la protagonista de la película.

jueves, 7 de marzo de 2024

¿La culminación de un proyecto cinematográfico (y de vida)? (Perfect days)

En Perfect days (2023) convergen muchos de los temas y puntos de vista del cine de Wim Wenders, los cuales hemos podido conocer a través de su filmografía. Ahora, a sus 79 años, con casi todo visto y rodado, nos ofrece una historia que es difícil no ver y entender como propuesta, aspiración y/o actitud vital. Para empezar, está su fascinación por la cultura japonesa, especialmente los espacios ultraurbanizados de Tokio, que ya sirvieron de escenario al curioso experimento documental que fue Tokio-Ga (1985); también su predilección por protagonistas afásicos, deliberadamente autoposicionados en las orillas de la sociabilidad --como Travis en Paris, Texas (1984) o Howard en Llamando a las puertas del cielo (2005)--; su tendencia casi connatural por los argumentos mínimos, rodados al estilo documental, sin apenas diálogos. Sin pretenderlo o no, también quizá con los pulcros, educados y ordenados protagonistas masculinos de las novelas de Murakami. La cosa es que Perfect days se parece mucho a un testamento cinematográfico, una invitación a adoptar una disposición ante la vida que nos aporte serenidad, evite conflictos y nos relacione con nuestros semejantes lo justo y necesario, sin renunciar a ayudar a los raros y a los desconocidos (un posicionamiento cercano a los postulados de la doctrina católica, que influenció bastante al joven Wenders y que se aprecia en bastantes de sus películas y protagonistas).


Hirayama es un hombre que trabaja limpiando los famosos y vistosos servicios públicos de Tokio, realizando su tarea con una pulcritud y una perfección envidiables, excesiva para un trabajo considerado menor (que evoca claramente a El último (1924) de F. W. Murnau). Apenas deja entrever su contrariedad antes las adversidades del día a día o los cambios de humor y de parecer de las personas con las que se cruza. Muy pocos imprevistos alteran su rutina diaria: su protocolo desde que se levanta hasta que sale de casa y coge el coche, su almuerzo siempre en el mismo parque, sus paseos en bicicleta, su escaso ocio social y sus noches dedicadas a la lectura hasta que cae rendido de sueño (en esa avidez lectora, constante y autodidacta, me veo absolutamente reflejado). Eso y la fascinación por los árboles, la luz y el cielo, que no deja de capturar en fotos que acumula en casa en cajas de metal. Aunque esto es prácticamente toda la película, no estoy arruinando la experiencia a quienes no la hayan visto, porque mientras la cámara sigue a Hirayama pasan cosas, muchas cosas. Nada excepcional, nada terrible (o casi), tan sólo sucesos y situaciones con los que todos nos hemos topado en algún momento de nuestras existencias.

No debe extrañar la buena acogida de público y de crítica con la que ha sido recibida Perfect days, puesto que Wenders se atreve con un anhelo que late detrás de todo nuestro estrés: insatisfacción permanente, pensamiento positivo obligatorio, mindfulness, consejos del buen vivir, escapadas no masificadas con encanto, discursos terapéuticos y demás ideologías del supuesto bienestar (de cuyas bondades muy pocos parecen beneficiarse, un claro indicador del estado de nervios y desorientación que hemos alcanzado). En cambio, cosas como lograr la tranquilidad de espíritu, aprender a conducirnos por la vida sin preocuparnos de su inevitable final y dejar de lado toda ambición material, todo eso son los días perfectos a los que alude el título, esos en los que Hirayama se arrebuja en su futón y comprende que no ha habido nada que le haya provocado dolor, tristeza o decepción. Al fin y al cabo, a estas alturas, ¿quién no desea algo así? Perfect days logra condensar, a pesar de su estilo (consecuente e inevitablemente pausado y detallista), lo que es sin duda una aspiración personal del propio cineasta, pero también un anhelo prácticamente universal de nuestra civilización, lo que explica su éxito entre bastantes no fans de Wenders. Quienes hemos seguido de cerca sus filmes, ya estábamos rendidos de antemano después de ver el avance...

domingo, 3 de marzo de 2024

Reivindicación de la dignidad desde lo más profundo de la inhumanidad (Yo capitán)

La sobreproducción de ficción, especialmente de series, está provocando curiosos efectos sobre las audiencias. Uno de ellos, el que más cerca queda de este blog, apuntó maneras con la generación milenial, pero ha acabado estallando en toda su perplejidad con los centenials: la ficción comercial, incluso el documental de divulgación, se ha convertido, por decisión popular (y también, por qué no decirlo, por abandono de toda contrastación), en la verdad canónica, en la solidificación de las verdades sobre el pasado (por muy abrasador y conflictivo que aún resulte). Ni monografías ni reportajes ni testimonios directos: la actualidad política, nuestras convicciones sentimentales, hasta una especie de alternativa moderna a la teoría del conocimiento al estilo de la filosofía clásica, todo eso se da por bueno cuando una serie o una película de suficiente éxito lo explica de forma dramatizada y con gente guapa. Todo lo demás son visiones parciales e interesadas. Suena increíble, marciano, conspiranoide; pero está pasando.

En este río revuelto, Yo capitán (2023) de Matteo Garrone --candidata por Italia a Película Internacional en los Oscar-- me parece un intento casi consciente de dar por buena esa legitimidad no buscada ni pedida del audiovisual para convertirse es esa verdad a la que las audiencias esperan y conceden crédito. Y estoy seguro de que no lo hace para imponer un punto de vista sobre la emigración, ni para arrasar en taquilla, sino para sacudir las adormecidas conciencias de esa generación que, en menos de lo que canta un gallo, estará al frente de gobiernos y toda clase de instituciones multilaterales. ¿No les gusta leer? ¿No se fían de los medios de comunicación pero sí de los influencers? Pues ahí va una película clara y directa sobre esas personas que se juegan la vida en su viaje hacia Europa. Con su puntito de humanidad, con su narración que no mira para otro lado, mostrando lo que hay sin necesidad de insistir en el drama. Garrone ha buscado para su película el estilo que al parecer debe adoptar hoy la comunicación para ser atendida (no digo siquiera recibida): una ficción que entre directamente en vena y extienda ante la mirada todo lo que hay detrás de una travesía por mar en la que hay que jugarse la vida. La noticia del desembarco o del naufragio es la noticia, pero ese es el desenlace de un viaje que dura meses y en la que hay de todo: desde lo más repugnante a lo más solidario y desinteresado. Eso es lo que cuenta Yo capitán.


No estoy frivolizando ni mucho menos el tono de la película, me limito a poner en contexto el intento de un cineasta por mostrar una realidad ignorada, por poner en primer plano el sufrimiento, las miserias y la violencia de un viaje desde Senegal a las costas italianas, protagonizado por dos muchachos a quienes deslumbra la vaga promesa de la abundancia occidental al alcance de la mano. Garrone no busca indagar en lo que hay detrás de todo el panorama que expone (mafias, corrupción, el desprecio absoluto por la vida), sino acompañar al protagonista en su asalto a las costas europeas. Sin paternalismos ni embates ideológicos; el mero testimonio de la cámara debe bastar para evidenciar lo bajo que puede caer la especie humana. Ni siquiera sucumbe a la tentación de lanzar una carga de profundidad política contra Meloni y compañía: no se ceba más que lo justo cuando toca mostrar cómo la Guardia Costera italiana se pone de perfil ante las desesperadas llamadas de auxilio de una nave sin recursos y en serio peligro de naufragio.

Yo, capitán fía su eficacia y su éxito a una narración pura y directa, sin momentos definitorios ni florituras narrativas o técnicas. Apostar por la estética o por un relato no cronológico sonaría a pedante, colonialista y condescendiente. A pesar de todas las precauciones y renuncias que se toma su director, me da que la sinceridad descriptiva de la película no bastará para lograr su objetivo y calar como verdad en unas audiencias escépticas por definición.