jueves, 21 de marzo de 2024

Brillante y descompensada (La zona de interés)

«El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es triste, monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador» (Simone Weil).


De breve e irregular filmografía, la de Jonathan Glazer, sin embargo, ha reunido una numerosa legión de admiradores, especialmente atraídos por interesantes hallazgos formales (consistentes, las más de las veces, en inocular abundantes dosis de realismo documental en medio de la ficción), aunque lamentablemente no acompañados de guiones a la altura. La zona de interés (2023) no es --en conjunto-- una excepción a esta pauta creativa; pero sí supone un gran acierto parcial que se extiende durante la primera mitad de la película. A diferencia de títulos anteriores, esta vez Glazer ha tirado de un recurso más clásico y, a la vez, infrautilizado en el cine, y que le ha valido un merecido Oscar al mejor sonido (no por su calidad técnica, sino por su uso narrativo, como debería ser siempre). Esta vez sí, La zona de interés le ha colocado por méritos propios en el mapa de las audiencias y los planetarios.

Adaptación muy libre del libro de Martin Amis --en la que Glazer ejerce de director y guionista-- se ha centrado únicamente en uno de los tres personajes principales de la novela, el que mayor impacto dramático puede tener para el público. No es una mala decisión (no sé si consciente o no), aunque su efecto tiene un alcance limitado, debido muy probablemente a la abundancia de películas sobre la Solución Final y a que los espectadores estamos bastante acostumbrados (si no anestesiados) para las imágenes que auguran. La cosa es que la historia se despliega con aplomo y comprendemos de inmediato cuál es el efecto que quiere provocar su director y cómo quiere lograrlo. Pero es como si el recurso se agotara en sí mismo en busca de un final adecuado, así que le sigue una segunda mitad que se desparrama por derroteros con escaso interés dramático (o demasiado vistos, que viene a ser lo mismo), hasta que llega un punto en que es fácil perder de vista el sentido global de la película.


El filme arranca con un larguísimo fundido en negro que funciona como una transición sensorial hacia la película: su duración exagerada tiene por objetivo atraer nuestra atención y, una vez despistados por la deliberada ausencia de imagen, focalizar nuestro oído (precisamente la clave sensorial del filme), obligándonos a estar atentos a cualquier indicio que sirva de explicación. Ese indicio son los ruidos del campo de exterminio. Una vez asimilada esta clave, surgen las imágenes y el significado estalla en nuestra mente. Será esa disociación entre imagen y sonido fuera de campo (introducido en posproducción, para que los actores actuaran como realmente se suponía que lo hacían las personas a las que interpretan) la que concentra todo el valor de la película. Se trata de un recurso similar al que empleaba otra película sobre los campos de exterminio y que no tuvo tanto éxito de audiencia, pero sí de crítica: El hijo de Saúl (2015).

En las dos películas el planteamiento, tan arriesgado como eficaz, es la renuncia: en el caso de László Nemes a enfocar directamente lo que tiene que ver el protagonista (a quien la cámara sigue a todas partes en planos largos mientras realiza su trabajo en las cámaras de gas); en el de Glazer a ignorar los sonidos que harían imposible la vida familiar en condiciones normales. El objetivo es mostrar precisamente lo que no interesa, lo que tiene lugar justamente al lado del horror, a continuación del horror. De esa negación de la mirada directa surge la mejor metáfora cinematográfica sobre el Holocausto: la imposibilidad de ver lo que ya sólo conoceremos por testimonios legados, pero también describe la actitud de mirar hacia otro lado de quienes no creyeron en su momento que aquellas cosas estaban sucediendo tan cerca de sus casas y de quienes todavía hoy niegan que algo así haya existido. Este acercamiento formal al horror del exterminio me parece la manera más radical pero a la vez didáctica de plantear el tema a audiencias que empiezan a olvidar y/o ignorar lo que sucedió en Europa entre 1941 y 1945. Este impresionante primer bloque finaliza con un fundido en rojo, después de una casi sarcástica yuxtaposición de flores donde la banda de sonido se sitúa nuevamente en primer plano... Hasta ahí, obra maestra. Luego, otra ficción más sobre Auschwitz.

El tema del Holocausto en el cine sigue gozando de una reverencia y un respeto que no veo, por ejemplo, en otros conflictos y dramas bélicos mucho más recientes y vigentes, rodeado de un aura sagrada que sólo constato casi en unanimidad para las ficciones sobre el drama judío durante la Segunda Guerra Mundial. No digo que se les considere automáticamente buenos filmes por decreto, ni se se los valore por encima de sus méritos, pero sí son preferentemente atendidos respecto a otros más actuales. Quizá haya detrás un interés legítimo o simple curiosidad ante un nuevo acercamiento a un aspecto inédito y/o no tratado aún, no lo sé. Y por descontado, también se da ese inefable morbo que atrae a las audiencias ante la reconstrucción de un mal absoluto del que es inevitable que surja un drama maniqueo, inimpugnable y al que se tolera una carga dramática adicional que no se considera de mal gusto. Esa licencia para el exceso es la que Spielberg dejó establecida para la ficción comercial en La lista de Schindler (1993), y aunque Glazer no le compra el pack completo, sí se recrea en las comparaciones silenciosas (palabras, gestos y acciones de los protagonistas de buscan, por contraste, potenciar una respuesta indignada en los espectadores).

Así que sí, La zona de interés es una buena película que se merece los premios y la atención que recibe, pero no es un hito en la filmografía esencial sobre el Holocausto. Y Glazer se mantiene fiel a su pauta artistica, igualmente brillante y descompensada.

No hay comentarios: