sábado, 23 de septiembre de 2017

Tan atractiva como inclasificable (Lulu on the bridge)

Muy adentro se le debió quedar el gusanillo del cine a Paul Auster después de haber colaborado en el guión de Smoke (1995) y de encargarse en la práctica --debido a una neumonía que impidió a Wayne Wang estar durante su breve rodaje-- de la dirección de Blue in the face (1995). También pudo ser que todo ese cúmulo de circunstancias despertara en él un interés dormido, un anhelo largamente meditado de probar suerte en otro medio, ciertamente paralelo al de la literatura en muchos de sus entresijos. Quizá ya fuera un relato que tenía a medio escribir, o que dormía hacía tiempo en su cajón, la cosa es que unos años después compuso el guión y dirigió Lulu on the bridge (1998), una película que desprende un raro encanto (tan raro como ciertos detalles de su desarrollo argumental), pero a la vez cercana y atractiva.



La película es una precisa traslación cinematográfica de los relatos y novelas de Auster. Su literatura siempre se ha caracterizado por las anécdotas mínimas, sucesos extraños o traumáticos que ponen en marcha la acción y se desarrollan a base de darle la vuelta a los escasos elementos y personajes del argumento, tramas que quedan interrumpidas sin más, motivos que nunca se explicitan (una ausencia que permite a Auster introducir los giros que le dan la gana en sus relatos, por increíbles que parezcan) y un final tan inesperado como ambiguo. Lulu on the bridge es una muestra perfecta del estilo de Auster; lo único que falta es que se hubiera situado él mismo en la trama (ya sea como actor o a través de un personaje con su nombre), o citándose a sí mismo de pasada. Por todas estas razones, la película apenas contiene momentos cinenatográficos, el peso del argumento lo soportan las escenas en las que el diálogo constituye todo el material dramático. Arrancan por lo general en la localización donde se desarrollará la acción, donde se encontrarán los personajes para hablar (una casa donde suena el teléfono o aparece alguien de pronto, o un restaurante, o una extraña sala de interrogatorios). No es algo casual, sino que esta elección formal --que recuerda mucho a los tableaux vivants del primer cine mudo-- es la que mejor se adapta a la forma en la que Auster cuenta sus historias. Auster no arriesgó precisamente con esta película, más bien quiso probar y ver cómo quedaban sus relatos en imágenes en lugar de palabras.



Mira Sorvino --que sustituyó en el último momento a Juliette Binoche-- está deslumbrante y perturbadora como nunca en esta película, interpretando un personaje entrañable, sencillo, amoroso... Una mujer directa y sin dobleces que se hace dueña de cada plano en el que aparece. Destaco especialmente la escena de la terraza, donde Keitel y ella prolongan su recién descubierto amor, disfrutando del bienestar inmediato e inexplicable que han sentido ambos a partir un incidente con un objeto fantástico (que no es, ni mucho menos, el centro de la trama). Adoro esta escena porque aúna el tipo de sensualidad que me desarma en una mujer, la clase de belleza que me encandila y el subidón mental y hormonal que provocan los primeros contactos de una relación. Me gusta porque expresa --quizá con involuntaria contundencia--la sensación inefable que provoca en los hombres una mujer que nos está comenzando a querer: la fascinación personal, la querencia del contacto, los mimos, las miradas, las caricias... Es uno de mis imprevistos momentos cenitales del cine: ahora --cuando escribo esto después de ver la película por segunda vez-- porque soy capaz de verbalizar mis sensaciones, y entonces --la primera vez-- porque coincidió con un estado de mi espíritu marcado por la tristeza y la decepción tras un fracaso sentimental. En mi recuerdo siempre estaba el convencimiento íntimo de que la película me había parecido mejor de lo que era debido a esa predisposición mía, pero no, en realidad se debía a que el mundo ficticio de Auster --ya he leído unos cuantos libros y relatos suyos-- encaja con mi idea de la ficción literaria, aunque sólo sea por determinadas obsesiones formales y estilísticas.

En lo cinematográfico, Lulu on the bridge no es nada del otro mundo: técnicamente está resuelta con los elementos imprescindibles (encuadre, iluminación, fotografía); sin embargo, en lo argumental, y tratándose de un director sin apenas experiencia en el oficio, despliega con asombrosa habilidad el sugerente y ambiguo mundo dramático con el que nos hace disfrutar el Auster escritor.



martes, 12 de septiembre de 2017

Disección parcial de la generación milenial (Tiny furniture)

Como buena artista del milenio, Lena Dunham utiliza su propia experiencia vital como combustible para el cine y la escritura que produce. No es una mala estrategia, por mucho que ya lo hayamos visto, puesto que lo importante es el resultado. Sucede que, en creadores jóvenes, el punto de vista, el mundo que retratan estas primeras obras, es inevitable que incluya de serie una más o menos contundente y verídica reacción crítica hacia el establishment artístico de la generación de sus mayores. Pero (y ahí está lo interesante) también apunta hacia un universo ético alternativo, una actitud y un posicionamiento diferentes --e incomprensible para sus mayores-- respecto a ese narcisismo que llena las redes sociales y los lugares que frecuentan los jóvenes y que alcanza inevitablemente al arte cinematográfico (de hecho, una versión bastante más conservadora de este modelo sigue proporcionando grandes taquillazos a Hollywood). Un punto de vista que abarca una nueva visión del sexo, la búsqueda del amor estable, el trato con la generación de los padres y la de los hermanos menores... y una curiosa percepción del mundo contemporáneo, que parecen concebir como un continuo extremadamente complejo e imposible de abarcar y/o definir. Quizá por ese motivo siempre hacen referencia a él de modo tangencial, metonímico, aludiendo a la ínfima parte que les afecta como si fuera la materia de la que está hecho el universo entero.

Por lo que respecta al estilo cinematográfico, se basa en una serie de recursos dramáticos y humorísticos, no completamente inéditos (Woody Allen resuena con fuerza en buena parte del humor cínico de Dunham) de cuya combinación sale algo inevitablemente atractivo, nuevo y divertido. Pero no nos engañemos: la de Dunham no es una voz que represente a toda una generación (la milenial), sino que su discurso exhibe unas características cinematográficas muy bien adaptadas al microcosmos de neoyorquinos nacidos en los ochenta de padres acomodados y con profesiones creativas que se acaban de licenciar en la universidad y quieren igualar a sus padres en lo artístico (o superarles, en todo caso de forma diferente). Demasiado concreto para que guste a todos, pero el retrato de la juventud y el factor Nueva York son suficientes para encandilar a buena parte de Occidente. Por encima de todo, el cine de Dunham es una metonimia increíblemente precisa de un segmento muy concreto de la humanidad.



Dunham es ahora archiconocida gracias a la serie Girls (2012–2017), una mirada desde Brooklyn mucho más cotidiana, humilde y contradictoria que la que acabó mostrando Sexo en Nueva York (1998–2004), que no salía del glamour de Manhattan. Sin embargo, los temas y el enfoque de la serie ya estaban en el filme previo que hizo que Judd Apatow se fijara en ella: Tiny furniture (2010). El guión se sustenta --cómo no-- en numerosos elementos autobiográficos: madre fotógrafa de éxito, despiste posgraduación de la protagonista, complejo ante los enormes logros artísticos maternos, hermana menor más inteligente (interpretada por la propia hermana de la directora)... Por ese lado no estamos ante una obra primeriza que se salga de lo habitual; sin embargo, aporta el punto de vista de una juventud que interesa a sus mayores como experimento sociológico, con la sana curiosidad de ver cómo se desenvuelven en el mundo digitalizado que les vamos a legar.

Lo más atractivo de Tiny furniture (y que también se puede disfrutar en Girls) es su estilo narrativo desigual, errático, altamente resistente al encasillamiento: escenas sin conexión causal y/o motivacional, sin una trama que destaque sobre las otras (los diferentes momentos del filme ilustran otros tantos estados de ánimo de la protagonista), cierres abruptos de escena con el casi seguro objetivo de impedir cualquier lectura metafórica al uso clásico... Pero sobre todo destaca la difícil empatía hacia la protagonista. No lo menciono como un demérito, y que conste que ya he quitado el IVA de mi propio rechazo como miembro de la generación precedente a la de Dunham: sus vaivenes absurdos (a veces ridículos e infantiles), su carácter inestable (se nota que está demasiado preparada desde el punto de vista teórico, el que se ha acostumbrado a usar en la universidad, siempre entre iguales, que sirve de poco fuera de la reserva protegida de los recintos estudiantiles), imposibilitan que se la pueda considerar una protagonista al uso. Probablemente sus contradicciones y errores sólo sirven para que se identifiquen quienes se encuentren en su misma edad y situación familiar-sentimental. Con todo, Tiny furniture revela a una cineasta original e inteligente --lo ha demostrado con creces en Girls-- por su tratamiento nuevo y despreocupado de la narración y su gran sentido del humor; aunque tarde o temprano habrá de desprenderse de su vivero biográfico de argumentos para demostrar que sigue creciendo como artista.

A los milenial también se les suele llamar generación Peter Pan por su tendencia a demorar ciertos ritos de paso (trabajo, vivienda, estabilidad sentimental), aunque creo que en esa demora también tiene mucho que ver el casi nulo espacio que nosotros les dejamos para crecer y dar el salto a la madurez en unas condiciones similares a las que obtuvimos nosotros. En el caso de Dunham, esa misma demora puede acabar afectando a su crecimiento como cineasta. De momento demuestra grandes dotes de observación en el retrato poco complaciente de su generación, en las antípodas de la que le sucederá, marcada por el conservador y mojigato fenómeno High School Musical; una juventud que demuestra un prodigioso sentido del darwinismo adaptativo al encontrar sus propios espacios para crecer con lo poco que les dejamos: bares, teatros, fiestas, toda clase de servicios online gratuitos, apoyo de amigos, conocidos y extraños, una sexualidad desinhibida, sin criterio y confusa; pero sobre todo un deseo, nunca declarado en voz alta porque lo encuentran vergonzoso, la constatación de una rendición: admitir que, por encima de todo, buscan desesperadamente la misma estabilidad sentimental que creen ver en sus padres. En definitiva, una generación atascada en un limbo sentimental y social en el que alternan rasgos de increíble madurez con otros de espantosa ingenuidad. Todo esto es lo que Dunham exorciza en Tiny furniture, un retrato entre divertido y dramático de su lugar en el mundo.