Muy adentro se le debió quedar el gusanillo del cine a Paul Auster después de haber colaborado en el guión de Smoke (1995) y de encargarse en la práctica --debido a una neumonía que impidió a Wayne Wang estar durante su breve rodaje-- de la dirección de Blue in the face (1995). También pudo ser que todo ese cúmulo de circunstancias despertara en él un interés dormido, un anhelo largamente meditado de probar suerte en otro medio, ciertamente paralelo al de la literatura en muchos de sus entresijos. Quizá ya fuera un relato que tenía a medio escribir, o que dormía hacía tiempo en su cajón, la cosa es que unos años después compuso el guión y dirigió Lulu on the bridge (1998), una película que desprende un raro encanto (tan raro como ciertos detalles de su desarrollo argumental), pero a la vez cercana y atractiva.
La película es una precisa traslación cinematográfica de los relatos y novelas de Auster. Su literatura siempre se ha caracterizado por las anécdotas mínimas, sucesos extraños o traumáticos que ponen en marcha la acción y se desarrollan a base de darle la vuelta a los escasos elementos y personajes del argumento, tramas que quedan interrumpidas sin más, motivos que nunca se explicitan (una ausencia que permite a Auster introducir los giros que le dan la gana en sus relatos, por increíbles que parezcan) y un final tan inesperado como ambiguo. Lulu on the bridge es una muestra perfecta del estilo de Auster; lo único que falta es que se hubiera situado él mismo en la trama (ya sea como actor o a través de un personaje con su nombre), o citándose a sí mismo de pasada. Por todas estas razones, la película apenas contiene momentos cinenatográficos, el peso del argumento lo soportan las escenas en las que el diálogo constituye todo el material dramático. Arrancan por lo general en la localización donde se desarrollará la acción, donde se encontrarán los personajes para hablar (una casa donde suena el teléfono o aparece alguien de pronto, o un restaurante, o una extraña sala de interrogatorios). No es algo casual, sino que esta elección formal --que recuerda mucho a los tableaux vivants del primer cine mudo-- es la que mejor se adapta a la forma en la que Auster cuenta sus historias. Auster no arriesgó precisamente con esta película, más bien quiso probar y ver cómo quedaban sus relatos en imágenes en lugar de palabras.
Mira Sorvino --que sustituyó en el último momento a Juliette Binoche-- está deslumbrante y perturbadora como nunca en esta película, interpretando un personaje entrañable, sencillo, amoroso... Una mujer directa y sin dobleces que se hace dueña de cada plano en el que aparece. Destaco especialmente la escena de la terraza, donde Keitel y ella prolongan su recién descubierto amor, disfrutando del bienestar inmediato e inexplicable que han sentido ambos a partir un incidente con un objeto fantástico (que no es, ni mucho menos, el centro de la trama). Adoro esta escena porque aúna el tipo de sensualidad que me desarma en una mujer, la clase de belleza que me encandila y el subidón mental y hormonal que provocan los primeros contactos de una relación. Me gusta porque expresa --quizá con involuntaria contundencia--la sensación inefable que provoca en los hombres una mujer que nos está comenzando a querer: la fascinación personal, la querencia del contacto, los mimos, las miradas, las caricias... Es uno de mis imprevistos momentos cenitales del cine: ahora --cuando escribo esto después de ver la película por segunda vez-- porque soy capaz de verbalizar mis sensaciones, y entonces --la primera vez-- porque coincidió con un estado de mi espíritu marcado por la tristeza y la decepción tras un fracaso sentimental. En mi recuerdo siempre estaba el convencimiento íntimo de que la película me había parecido mejor de lo que era debido a esa predisposición mía, pero no, en realidad se debía a que el mundo ficticio de Auster --ya he leído unos cuantos libros y relatos suyos-- encaja con mi idea de la ficción literaria, aunque sólo sea por determinadas obsesiones formales y estilísticas.
En lo cinematográfico, Lulu on the bridge no es nada del otro mundo: técnicamente está resuelta con los elementos imprescindibles (encuadre, iluminación, fotografía); sin embargo, en lo argumental, y tratándose de un director sin apenas experiencia en el oficio, despliega con asombrosa habilidad el sugerente y ambiguo mundo dramático con el que nos hace disfrutar el Auster escritor.
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