
Se trata de un filme de puro entretenimiento hecho para recaudar mucho dinero; puede que no de la mejor calidad pero sí suficiente para los no tan jóvenes que nos enganchamos al personaje en la veintena, y puede que también para alguno más que lo descubra ahora --convenientemente digitalizado, signo de los tiempos-- sin haber visto los otros tres precedentes analógicos. También es un completo repertorio de los tics argumentales y obsesiones estilísticas de Spielberg, encadenados unos y otras sin pausa y sin medida: bichos asquerosos por todas partes (por suerte para los actores esta vez son digitales), mecanismos ocultos entre las piedras que abren pasadizos y cámaras secretas, persecuciones trepidantes --esta vez exageradas sin remedio y sin que parezca importarle la verosimilitud--, y también ese retroceso y ese desplazamiento lateral de cámara tan característicos del cineasta. Se trata de un rasgo de estilo equivalente al de un escritor al que, pongamos por caso, le encantara narrar a base de oraciones de relativo: en el primero la cámara retrocede, adelantándose al recorrido previsto del actor, para ir descubriendo al espectador poco a poco, sin necesidad de cambio de plano, aquello que mira atemorizado o sorprendido (el personaje sabe más que la cámara); en el segundo es lo contrario: un desplazamiento lateral de la cámara --de forma rutinaria y no especialmente enfatizada-- en el que de pronto aparece algo amenazador, disonante, y que supone un elemento de tensión desconocida por los personajes (la cámara sabe más que el personaje). Son las dos formas preferidas de Spielberg para introducir el suspense, y cuando os dé por revisar su filmografía no tendréis que hacer un gran esfuerzo para comprobar que son dos elementos clave de su estilo narrativo, que se repiten en todas sus películas y siempre con la misma eficacia.
Indiana Jones está cansado, las aventuras le arrastran contra su voluntad (esta vez le toca enfrentarse a los soviéticos), y su única motivación es el daño que pueden recibir antiguos amigos. Hasta el segundo tercio de película no hay acción con mayúsculas, tan solo breves apuntes sobre los que pasar de puntillas con un toque irónico y un oportuno frigorífico (escena rara donde las haya). Pero lo que más he echado de menos es el prólogo, ese sumergirse desde el minuto cero en una montaña rusa --nunca mejor dicho--, que te deja sin aliento, haciéndote olvidar de golpe cualquier incertidumbre sobre las expectativas iniciales y todo lo que no tenga que ver con el entretenimiento. Creo que de todas las secuencias iniciales la de En busca del arca perdida (1981) sigue siendo insuperable, probablemente porque era la primera vez que veíamos semejante tratamiento de la aventura cinematográfica; y aunque en la segunda también acertó con el número musical y el vodevil del antídoto, yo me quedo con la enorme bola rodante a punto de aplastar a Indy. En cambio, el comienzo de la acción en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal se hace esperar y está resuelto deprisa y corriendo. Ahí si que se nota que el tiempo ha pasado para mal.
Ahora sólo espero que Spielberg y Lucas tengan la suficiente valentía como para convertir su producto en una saga al estilo Bond: actores que se suceden en el tiempo, directores y guionistas que se alternan... A mí me gustaría anclar definitivamente sus aventuras en los años treinta del siglo XX, pero sé que es imposible y que la casquería digital abre unas inmensas posibilidades para sumergirse en la arqueología más espectacular: quizá lleguemos a ver a Indy descubriendo la Atlántida, o excavando en Marte los restos de alguna misión fallida... No lo descartemos tan pronto. De momento recomiendo que se vaya a ver acompañado de mucha gente de la misma generación porque es la mejor forma de disfrutarla sin complejos.