viernes, 22 de diciembre de 2023

Destilar la verdad y los hechos para obtener un relato (Anatomía de una caída)

Anatomía de una caída (2023) de la francesa Justine Triet sigue su fulgurante carrera comercial gracias a la gasolina de los numerosos premios que recibe (máximo galardón en Cannes, seis premios del Cine Europeo y van 36, de momento...), imponiéndose a las audiencias por su escrupulosa pulcritud en la exposición y desarrollo de un suceso mínimo pero impactante, y todo ello sin necesidad de contar con un guión de hierro forjado o, por lo menos, redondo; ni siquiera exhibiendo la contundencia narrativa que se esperaría de una historia como esta. Sin embargo, el filme resulta inapelable en la disposición del drama, luciendo en todo su esplendor en lo formal, en los diálogos y en ciertas situaciones perfectamente planificadas y expuestas. Con eso basta para quedar atrapado.

El suceso central deja claro en los cinco primeros minutos que la cosa irá de la típica película judicial en la que todo se juega a la última carta: saber si Sandra --acusada del asesinato de su marido y con un hijo ciego-- es culpable o no, si hubo un montaje imposible de detectar y nada ni nadie es lo que parece. Es un género al que nos tiene muy bien malacostumbrados el cine estadounidense (incluyendo toda clase de giros estrambóticos en el último cuarto). Pero no, Anatomía de una caída no va exactamente de eso, sino de cómo Triet es capaz de desplegar una autopsia cinematográfica de la caída a la que alude el título: no sólo desde el punto de vista científico-forense (que por supuesto acapara buena parte del interés, y que hace sentirse cómodas a las audiencias ante estas exposiciones ordenadas y previsibles), sino también del social y humano: Sandra es una conocida escritora y, a raíz del juicio, su obra se reinterpreta en una obscena búsqueda de indicios que anuncien su predisposición al asesinato. Pero lo peor en estos casos es siempre la exposición pública e insensible del mundo íntimo de la pareja, hecho normalmente de secretos, engaños, microvenganzas y miserias que se niegan siempre y en todo lugar, excepto en un estrado... Y luego está Daniel, el hijo de ambos: afectado desde niño por una severa pérdida de visión a causa de un accidente, deberá enterarse sin rodeos ni filtros de toda esa parte de la vida que todos padres ocultamos deliberadamente a nuestros hijos. Es en este punto donde la película se desvía del género estadounidense en el que creíamos estar inmersos, apostando todo al complicado juicio que trata de extraer una verdad que, además, sea un relato coherente en el que insertar los hechos probados por la lógica y/o la ciencia (las únicas que se supone que facultan para apuntalar una condena por asesinato).


A ese relato se dedica por entero la segunda parte de la película y, para ello, se ve obligada a quebrar la estricta cronología de la historia e introducir flashbacks. Pero, para no rebajar la contundencia de la crónica, Triet deja claro que no se trata de saltos al pasado fruto de una narración cuya planificación y dosificación no tenemos manera de conocer, sino de reconstrucciones de pruebas documentales que se presentan en la sala. Excepto el último, que incorpora una audaz manipulación técnica que dice mucho acerca del significado de la escena y del posicionamiento de la narradora respecto a la historia (teóricamente neutra hasta entonces). Es en estos fragmentos recreados donde se concentra la máxima tensión de la historia, así como en los intercambios entre las partes en el juicio, presentados mediante diálogos brillantes y unos protagonistas secos, distantes, cartesianos en sus manifestaciones, justo lo que se espera de una película así.

Reconozco que las críticas previas me habían provocado unas expectativas muy altas, y es verdad que, una vez vista, me han encantado el tono y el tempo escogidos para narrarla, logrando casi siempre un difícil equilibrio entre intensidad y tensión. Quizá los personajes y un desarrollo dramático prácticamente impuestos por el género y el tipo de historia hayan rebajado mi valoración global, pero merece que le dediquemos el tiempo que tarda en sacudirnos, despistarnos y conmovernos sin que apenas lo veamos venir...

jueves, 14 de diciembre de 2023

Dar con el punto exacto donde todo funciona (Wonka)

De entrada hay unos requisitos comerciales: audiencia prioritariamente infantil, pero también atractiva para los adultos acompañantes; canciones y números musicales; sentido del humor suave al estilo Pixar (tontito pero con una pizca de ironía, para no ofender a nadie y complacer a todas las edades); fantasía desbordada y, por tanto, profusión de efectos digitales explícitamente propiciados por el guión... En cuanto al guión, salvo los must have mencionados, pues no es imprescindible que haya un historia potente detrás (basta con recopilar aquí y allá elementos, personajes, situaciones y/o ambientes prestados de obras bien conocidas: Oliver Twist, Annie...). Lo que sí es altamente recomendable es que los protagonistas caigan bien (el principal acierto del filme). Al tratarse de un precuela, la película que el público tiene en mente como marco mental es, inevitablemente Charlie y la fábrica de chocolate (2005) de Tim Burton, pero podría ser también la adaptación de una versión anterior --Un mundo de fantasía (1971)-- o el propio original literario de Roald Dahl, publicado en 1964--, así que lo lógico sería esperar que la historia encajase todas o algunas piezas del relato con sus predecesoras temporales y/o sucesoras argumentales, por coherencia, por un simple juego diegético para crear saga cinematográfica. Pero no es así. Y es que Wonka (2023) no se siente obligada en absoluto a incorporar nada de la trágica infancia del maestro chocolatero imaginada por Burton, marcada por un terrorífico padre dentista ciertamente conectado con el que interpretó Laurence Olivier en Marathon man (1976). Nada de esto, ni siquiera cualquier atisbo de secuela por unos sucesos que ni se nombran pero podríamos imaginar integrados en el personaje de Wonka (brillantemente interpretado por Timothée Chalamet, que supera con nota los diferentes registros que exige la historia), asoma ni se deduce en ningún plano, situación o diálogo de la película de Paul King.


La cosa es que, desde el minuto uno, se nota que su director se ha sacudido de encima toda responsabilidad respecto al universo creado por Burton, y que lo que le preocupa es hacer una película brillante, divertida, deslumbrante, comercial, complaciente. El primer acierto: el propio Wonka, con la dosis justa de ingenuidad infantil, fina ironía y sensibilidad encantadora; y que Chalamet clava en todos los aspectos. A modo de comparsas, una galería de secundarios muy bien escogidos y perfilados que sirven de contrapunto en cada escena (los amigos de Wonka, los villanos ridículos pero desopilantes por caracterización y réplicas) y tenues referencias formales a otras películas (bastantes planos frontales me recordaban inevitablemente a Wes Anderson). Todo ello espolvoreado --ya que la película va de recetas chocolateras-- con unas cuantas canciones y números musicales sencillos pero vistosos, en la más pura tradición clásica, y unos pocos gags ciertamente originales. Pero sobre todo, sobre todo, el principal mérito de la película es el ritmo impecable: sin dramatismos ni monólogos descaradamente enfatizados, sin detalles que ralenticen la historia o desplieguen subramas inútiles. La narración, siempre directa al grano, brincando de un suceso a otro sin remilgos ni temor a dejar a nadie del público atrás. Y si aun así, alguien se pierde, pues que disfrute de los efectos digitales (una ciudad ideal recreada a partir de joyas arquitectónicas europeas), la música o del apetitoso chocolate que lo inunda todo.

En definitiva, un filme que no es redondo, pero que encandila --incluso a los escépticos como yo-- por su apreciable nivel en casi todos los aspectos. Quizá del éxito de esta estudiada fórmula comercial dependerá que haya o no una nueva precuela que deje la historia del ingenuo Wonka en el momento en el que la tomó Burton. De momento, vale la pena dejarse llevar por un cine escapista que no deja un regusto ñoño ante el exceso de azúcar ni un leve poso de amargor ante un espectáculo previsible a todas luces, porque el camino no se hace largo ni pesado.


sábado, 11 de noviembre de 2023

Balance de sombra y sueño (El chico y la garza)

Por segunda vez, Miyazaki ha ignorado sus propósitos declarados y ha vuelto a estrenar en salas un largometraje. Un adicto al trabajo como él es poco probable que deje de crear, así que tendremos suerte si todavía vemos algunos fragmentos de su inimitable arte en formatos menos trabajosos de producir. Lo que doy por casi seguro es que no veremos otro largometraje estrenado en cines (ójala me equivoque). A sus 82 años, El chico y la garza (2023) sí que tiene aires de despedida del largometraje, y la verdad es que, después de verla, creo que él mismo sabía que lo era.

Los temas de fondo que fluyen bajo el argumento resultan obvios: la tristeza ante la evidencia de que el tiempo que no se detendrá, la decadencia física, el desapego ante un mundo que ya se no reconoce porque han desaparecido los valores que guiaron una vida y una obra. Es fácil detectarlos todos en cuanto asoman en los momentos cruciales de la película, y entonces --al menos a mí, como rendido fan de Miyazaki-- me invade una melancolía tremenda ante la perspectiva de un planeta sin él. La cosa es que fui a ver la película con un espíritu de fin de ciclo plenamente consciente, dispuesto a disfrutar cada plano.

Normalmente Miyazaki parte de un original literario que le sirve de columna vertebral para el guión de la película, pero añadiendo siempre sus propios temas, hallazgos y obsesiones. No ha sido diferente con El chico y la garza: basada en un clásico juvenil de la infancia del director --¿Cómo vives? (1937) de Genzaburo Yoshino--, en la película apenas queda el esquema central de la relación de un chico de 15 años con su tío materno a través de un diario. A partir de esa premisa mínima, Miyazaki desarrolla su estilo de ficción característico (detalles sutiles, sensibilidad, puertas a mundos fantásticos, descubrimiento de saberes tradicionales y/o revelados). Pero esta vez hay más que en sus anteriores filmes: no solamente la exhibición desacomplejada de un profundo dominio de todas las técnicas de la animación artesanal, y también, por supuesto, su narración desparramada y fantástica imposible de anticipar; aquí lo nuevo es un prólogo de estilo expresionista para presentar el trauma de la muerte de la madre del protagonista, un recurso inédito en la filmografía del maestro japonés, abonado desde siempre a una línea clara de inspiración realista.



Por lo demás, El chico y la garza depara pocas sorpresas en lo cinematográfico: arranque lento, tomándose su tiempo para presentar al protagonista y su entorno (familiar, natural y sobrenatural), sin miedo a perder espectadores por el camino (ya estamos entregados de antemano), una historia que se extiende imparable como líquido sobre una superficie sintética, diseñada específicamente para dejar resbalar la acción, sin plan preconcebido, sin dosificación ante cada revelación parcial ni preocupación por las consecuencias sobre el relato. Miyazaki en estado puro. Para entonces, debido al comodín de fin de ciclo vital que nos atenaza como espectadores, ya pocas cosas nos sorprenden, así que hay tiempo para dedicarse a identificar los detalles monos y las referencias a títulos anteriores (hay bastantes).

Así que, por segunda vez (y a la espera de una tercera): hasta siempre señor Miyazaki, y gracias por todo.

miércoles, 1 de noviembre de 2023

El último eslabón en una larga decadencia (El gato conoce al asesino)

No soy un experto en cine negro, aunque sí me considero un aficionado leal, debido a la influencia que ejerció en mis años de consolidación cinéfila (y seguramente sentimental también). No partía de cero, ya que me crié en un hogar repleto de literatura negra. A mi padre también le gustaba mucho ese tipo de películas, aunque solo fuera porque eran una derivación de su verdadera pasión: la novela policíaca y de misterio, de la que reunió una notable selección de autores y títulos. Como todo género, el cine negro conoció un ciclo de consolidación, esplendor y decadencia, y aunque sus motivaciones principales fueran el entretenimiento a base de personajes y situaciones al límite de lo legal (paradójicamente rodados por unos estudios y productoras bastante conservadores), hoy pocos niegan el componente social que latía tras sus tramas y argumentos. Para mí, lo más curioso es comprobar cómo su alargada sombra se extiende aún hoy en toda clase de filmes y cineastas por todo lo largo y ancho del planeta (incluso en filmografías muy alejadas culturalmente), pero no sólo de la generación que sucedió a los grandes pioneros y maestros, sino que dos generaciones después aún podemos constatar un deseo de experimentación sobre los estilos y recursos que sirvieron de seña de identidad al género negro. Todos los indicadores apuntan que este cine, terriblemente mutado desde sus primeros éxitos, pero aún perfectamente reconocible, goza de buena salud.

En los años setenta (a dos décadas de distancia de los años de máximo esplendor del género) los autores e intérpretes de sus títulos mayores estaban al final de su carrera, pero buena parte del público seguía deseando verlos trabajar. Por eso desde 1960 --año oficial del colapso del sistema de estudios-- se recuperaron obras, argumentos, actores y ambientaciones que permitieran mantener el espejismo de un cine creativa y biológicamente agotado, tratando de encajar sus historias en una sociedad completamente diferente, con nuevos rostros, manteniendo únicamente la columna vertebral de una investigación criminal. Fue un fenómeno que traspasó fronteras: en Francia destaca A pleno sol (1960), adaptando una historia de Patricia Highsmith, o la inclasificable y atemporal Lemmy contra Alphaville (1965) de Godard. En EE UU las nuevas estrellas y los gustos del público determinaron en gran parte el estilo y los argumentos, sin alejarse demasiado del nuevo género --el thriller-- recién inventado por Hitchcock (precisamente en 1960): Bullit (1968), con sus escenas de acción y persecuciones en coche para lucimiento de Steve McQueen; Detective (1968), una historia clásica a la medida de Frank Sinatra; Harper, investigador privado (1966), el intento más serio de reunir todos los elementos básicos del género (Ross Macdonald como autor adaptado, Paul Newman como estrella del momento y guión con todos los hitos habituales del trabajo detectivesco) o En el calor de la noche (1967), que se abre a nuevas localizaciones y temas (ambientación rural, el racismo...) y además se llevó cinco Oscar.

Sin embargo, en los setenta todas las grandes novelas tenían su versión en la gran pantalla y las estrellas de Hollywood no se sentían demasiado atraídas por el personaje del detective privado ambiguo y tiradete; quizá por eso se introdujeron grandes cambios: Las noches rojas de Harlem (1971) abrió el género a un protagonista afroamericano; Harry el sucio (1971) puso en primer plano la violencia y el tempo del western, Contra el imperio de la droga (1971) incrementó exponencialmente las dosis de acción de Bullit, Paul Newman volvió a meterse en la piel del detective Lee Harper en Con el agua al cuello (1975), esta vez rodeado de amigos y esposa. Pero el público se decantaba claramente hacia nuevos géneros, marcados por la acción, los efectos especiales, fenómenos paranormales, el terror y un incipiente escepticismo cool que treinta años después de aquello se ha convertido en el estilo dominante para caracterizar personajes y diálogos. Aun así, estos años alumbraron obras maestras indiscutibles como El padrino (1972) de Coppola o Chinatown (1974) de Polanski. Finalmente, el género se apagó con dos títulos menores que anunciaban su cierre definitivo, centrados --como no podía ser de otra manera-- en la investigación privada, sendos intentos fuera de tiempo por poner al día uno de sus personajes canónicos (Philip Marlowe): Un largo adiós (1973) con Elliot Gould y Adiós muñeca (1975) con Robert Mitchum. A partir de ahí, salvo contadas excepciones, todo lo que ha producido el cine han sido homenajes o variaciones con nuevos materiales.

Inexplicablemente, en mi mente ha pervivido un extraño recuerdo: era adolescente y una tarde fui a una sesión continua en un cine de mi barrio. Entré en la sala a oscuras en plena proyección mientras terminaba la película de relleno del programa doble (yo quería ver la que venía a continuación, cuyo título, curiosamente, he olvidado). Sin embargo, recuerdo perfectamente la escena que me tocó ver: a pesar tratarse del final y de mi corta edad, comprendí intuitivamente de qué iba la película, a qué género pertenecía y en qué momento de la historia se encontraba (cuando el detective reconstruye todo el caso y acaba con el culpable). Me sorprende hasta qué punto tenía ya interiorizados los recursos y tics del cine negro. Aquella película era El gato conoce al asesino (1977) de Robert Benton y, por culpa de esa anécdota, he decidido considerarla la última película del cine negro, la que cerraba definitivamente su etapa de decadencia. Su título original --The late show-- define perfectamente esa sensación que trato de explicar; no obstante, por esta vez, prefiero el título que se le impuso en el doblaje, porque remite perfectamente a los grandes títulos del pasado en los que se inspira.

Robert Benton ha sido un cineasta sin demasiada suerte: su exigua filmografía contiene algunos aciertos parciales, pero ningún título redondo, aunque sí un clásico popular incontestable: Kramer contra Kramer (1979), el filme que visibilizó el tema del divorcio ante las clases medias, hablando con sinceridad --y bastantes dosis de drama patriarcal barato, de ahí buena parte de su éxito-- de las miserias que impone el final del matrimonio (con hijos). Hoy, la sociedad y el cine lo han naturalizado, matizado, banalizado y/o ridiculizado lo suficiente como para resituarlo en el lugar que debe ocupar en la ficción, pero es verdad que Benton fue el que lo situó por primera vez en el centro de un guión comercial. Como artista, Benton ha sido mejor guionista que director y, aparte de Kramer contra Kramer, su mejor trabajo es sin duda el de la película que escribió y dirigió justo antes: El gato conoce al asesino.


La película se atreve con todos los requisitos del género: un guión enrevesado como los de Raymond Chandler, repleto de nombres que se suceden a toda velocidad (los cuales se supone que dan coherencia a la trama, aunque no podamos ni queramos cuadrar las pistas), con todas las escenas que suele incluir el desarrollo la investigación de un detective en las fronteras de la legalidad borrachín y medio jubilado (lealtad a un socio muerto, peleas, trucos del oficio, psicología social, chistes malos, cinismo de buen fondo...) y una galería de secundarios muy bien retratada que dan lo mejor de Benton. Pero también nuevos elementos: localizada en el Los Angeles de los setenta, con protagonistas ancianos --ni atractivos ni divertidos ni encantadores-- que se mueven en unos ambientes en desaparición (timadores de medio pelo, asesinos a sueldo, mafiosos de tercera...) y, por supuesto, la protagonista femenina (una loca de la vida que no sabe donde se mete y que se ve obligada a contratar un detective que le cae mal  y con el que acaba asociada para resolver su caso). Momentos chuscos, diálogos que reúnen a los diferentes bandos en liza y le obligan a actuar, recuerdos del pasado... No hay ninguna escena de la película que cualquier aficionado no pueda anticipar o situar dentro del esquema narrativo del género, pero aun así se disfruta porque es una buena recreación. Es cierto que le falta encanto, pero esa es precisamente su apuesta: ese tipo de cine agoniza porque ya no resulta estimulante ni, probablemente, creíble en términos clásicos. Puede que Benton quisiera revitalizar este tipo de historias, o pasárselo bien sin más rodándola, pero la cosa es que con El gato conoce al asesino se cerró un ciclo con una rareza que con los años incrementa su valor porque está --ya lo estaba en el momento de su estreno-- repleta de nostalgia.

En los tiempos que corren el cine negro no admite homenajes que apelen al clasicismo, y si no, ahí está el tremendo fracaso de Marlowe (2022); sin embargo, sigue admitiendo muchas variantes (formales y de contenido), incluso sobrevive parasitando otros géneros, viejos y nuevos, a los que aporta aplomo e interés. Además, las audiencias reconocen con facilidad la fuente en la que se inspiran y/o un claro homenaje sin necesidad de más énfasis del necesario. Incluso surgen de tanto en tanto pequeñas joyas que cautivan por su habilidad para hacer algo nuevo y divertido con viejos materiales. Y si no, ahí está la prometedora Drive-away dolls (2023) de Ethan Coen, que sólo con el avance demuestra que la mejor manera de rodar cine negro hoy día es sacudirse la presión de hacer una película que pueda cargar con semejante etiqueta.


Se sigue escribiendo y rodando cine negro: cosas raras, intentos fallidos de resucitarlo, trasplantes geniales --Blade runner (1982), L.A. Confidential (1997), Huérfanos de Brooklyn (2019)-- en otros moldes, pero no hemos de olvidar que son productos de segunda generación: versiones, reconstrucciones, parodias, reinterpretaciones, variaciones, extensiones... Ninguna película que se atreva con este género podrá ya lucir la misma denominación de origen de una época de esplendor que comenzó en los años cuarenta, dio sus mejores frutos en los cincuenta, conoció una larga decadencia en los sesenta y se disolvió habiéndolo dicho casi todo en 1977, justo después del estreno de El gato conoce al asesino. Justo a tiempo de entregar el testigo al cine ochentero: ese mismo año se estrenaba La guerra de las galaxias.

martes, 10 de octubre de 2023

Asco, miedo y vergüenza (Comportarse como adultos)

Los indicadores macroeconómicos pueden matar a la gente. No directamente, pero sí como consecuencia de decisiones de gobiernos e instituciones, que los modifican a peor con medidas fuera de la realidad. Esos gobiernos e instituciones son responsables indirectos del empobrecimiento, la desigualdad, la desesperación, la pobreza, incluso la muerte por falta de acceso a una sanidad pública, gratuita y universal. Suena a panfleto, es verdad, pero es algo que han experimentado dolorosamente varios países europeos en los últimos tiempos, aunque quizá el caso que provocó mayor indignación y escándalo por su magnitud fue el de Grecia en 2015, agravado por el enrocamiento de las elites políticas en su cerrada defensa del gran capital privado, pero sobre todo por la insensibilidad y la inhumanidad que demostraron durante meses en sus deliberaciones al más alto nivel. Ya me despaché a gusto a propósito de la lamentable política exterior europea en los últimos cien años cuando escribí sobre Vals con Bashir (2008); ahora toca añadir otro eslabón en esta cadena de la indignidad a costa de la política económica por culpa del tercer rescate griego y la crónica que de él hace Comportarse como adultos (2019) de Costa-Gavras, basada en el libro del mismo título publicado en 2017 por uno de sus protagonistas, el ministro griego de finanzas Yanis Varoufakis.

En enero de 2015 ganó las elecciones Alexis Tsipras, líder de la coalición izquierdista SYRIZA, sustituyendo a un gobierno socialista que tuvo el valor de reconocer públicamente que durante años Grecia había falseado los datos de su deuda a la UE, provocando un escándalo mayúsculo. La principal consecuencia fue que empeoró aún más la situación económica que estalló tras la crisis sistémica de 2008, viéndose forzada a aceptar dos rescates financieros que impusieron medidas draconianas a su economía (con el objetivo último, decían, de salvarlos para el euro). Dos rescates (2010 y 2011) con dinero de bancos privados --franceses y alemanes sobre todo-- debido a que la UE no disponía entonces de ninguna cláusula que permitiera rescatar con sus fondos propios a países miembros. Para cuando SYRIZA se hizo cargo del gobierno, ya estaba en marcha un tercer rescate, aún más monumental y repleto de requisitos --el Memorándum de Entendimiento (MoU)-- que impactaban directamente en las condiciones de vida de la población, además de hacer inviable el pago de la deuda porque se cargaba del todo las fuentes de generación de riqueza de su economía. En ese contexto, la película relata los meses que Tsipras y Varoufakis pasaron tratando de renegociar las cláusulas del MoU, intentando convencer a Bruselas, el BCE y el FMI (la famosa troika, encastillada en que las deudas se debían pagar sí o sí, excepto si los afectados eran ellos mismos y/o el euro) de que ese tratado significaba condenar a todo el país, durante años, a una pobreza injusta.


Comportarse como adultos es un filme narrado con aplomo, sin tiempos muertos ni florituras ni tramas añadidas, rodado en un estilo documental que hace que las audiencias no pierdan de vista en ningún momento los detalles del argumento y los principales actores queden retratados en sus posicionamientos. Diálogos eficaces, creíbles, sin sensiblerías que ablanden a los interlocutores o propicien reacciones populistas por culpa de ciertos enfrentamientos tensos (básicamente con los alemanes y el BCE). Como es lógico, Varoufakis --que apenas duró cinco meses en el cargo, cuando la troika consiguió eliminarlo de toda negociación-- es el personaje central de la historia, quien va acumulando simpatías y solidaridad en sus constantes e infructuosos intentos por modificar la postura inamovible de los países acreedores.

No es una casualidad que el griego Costa-Gravas haya dirigido esta película, que sin duda busca convertirse en una durísima reacción popular ante la escandalosa hipocresía de la Unión Europea en la crisis griega. Su incontrovertible experiencia en el cine político se adapta con profesionalidad el tema central, a los elementos que aportan más verismo e información. El resto llega solo: indignación ante una enervante mezcla de tecnocracia y asepsia que no es otra cosa que puro egoísmo y ceguera ante una realidad social. En corto y claro: no estamos en manos de buenos gobernantes.

Y sin embargo el tiempo parece haber dado la razón a los intransigentes de la troika, blanqueando en parte la gravedad de las posturas que sostuvo en 2015: la economía griega remontó contra todo pronóstico e hizo viable un pago sostenido de la deuda, que prácticamente quedó liquidada en 2022. Para ello, Grecia tuvo que pasar por el aro y avenirse a las inhumanas condiciones de devolución. Aun así, a pesar de la recuperación, los costes humanos siguen pasando factura al país (el PIB griego continúa hoy muy por debajo de los niveles previos a 2008; ese diferencial es el precio que la gente se ha visto obligada a pagar para que los bancos no tengan que perder ni un céntimo de lo prestado). Tal como han ido las cosas, esos mismos intransigentes creen que su actitud inmovilista (los pactos se deben cumplir a toda costa) y la apuesta por la austeridad (el dogma económico que sumió a Europa en la recesión) eran correctas; que ellos tenían razón: podía acometerse la recuperación y conseguir que los acreedores cobraran la totalidad del dinero. Pero también ha habido otro coste, el de unas terribles consecuencias sociales y humanas --en esto, Varoufakis llevaba razón desde el principio, y el tiempo no se la ha quitado-- por culpa del inmenso chantaje infligido para que unos bancos --privados, no lo olvidemos-- recuperaran lo prestado a costa de lo que sea y de quien sea.

jueves, 21 de septiembre de 2023

Ese cine cartesiano que confía en las personas para mejorar el mundo (Las dos caras de la justicia)

Jeanne Herry demuestra una facilidad pasmosa para transmitir intensidad; estados de sentimiento tan directos, claros e inapelables que desarma hasta las defensas misántropas más preparadas. No le hacen falta giros ni complejidades de guión, revelaciones ni paradojas rebuscadas o perfectamente encajadas; le basta con centrarse en determinadas situaciones de la vida de la gente, escenas en las que cualquiera nos podemos encontrar de repente sin comerlo ni beberlo. Aunque creo que el secreto de su estilo está en el gran trabajo de anulación de la distancia que hace Herry: el espectador está tan cerca de los personajes que sus palabras y sus reacciones nos involucran empáticamente, y es entonces cuando no basta con ponerse a tragar saliva como un poseso (como hacemos siempre que nos pillan desprevenidos). Y si no, que se lo digan al equipo de rodaje de En buenas manos (2018), que estropeaba las tomas cada dos por tres por los continuos sollozos que les provocaban las situaciones ficticias que estaban filmando y sin embargo les conmovían como reales. En este caso hay que decir que el tema --la adopción de niños no deseados a través de los servicios sociales-- predisponía sin duda, pero el trabajo de guión y dirección esplenden cuando termina la película y comprendes que sí, que tal vez la directora ha cargado las tintas, pero en lo básico no se ha pasado de frenada ni ha caído en tópicos y/o amaneramientos.

Ahora le ha tocado el turno a la justicia restaurativa, una rama de la justicia tan embrionaria como desconocida y cuestionada por la mayoría. En este enlace tienes una definición enciclopédica de la que puedes extraer los conceptos básicos, pero si ves la primera escena de Las dos caras de la justicia (2023) comprenderás de forma sencilla e instintiva de qué se trata en la práctica cotidiana, además de quedar irremediablemente enganchado al filme.


Al igual que En buenas manos, no se trata de un cine que explota ciertos dilemas morales ni una aséptica didáctica de los procesos judiciales al estilo de El acusado (2021), sino ante una exposición cotidiana, cronológicamente ordenada --quizá idealizada lo justo-- de cómo se prepara y se intenta obtener el clima propicio para algo muy difícil de lograr a la vez: la redención de la culpa para los reclusos y la superación de los traumas para las víctimas. Se intenta con delitos comunes (como los robos con violencia), pero también con sucesos incómodos en los que es difícil no sentir repugnancia o deseos de decantarse en uno de los bandos. Dos tramas, personajes esbozados con sencillez y lo justo para expresar lo que necesita el filme: fomentar la empatía y, de paso, mostrar cómo es posible mejorar el mundo. Sin paternalismos, sin impugnaciones revolucionarias, sin jerga de expertos... Se trata de plantar la cámara y dejar que lo que sucede en la pantalla nos atrape por su autenticidad y sinceridad.

El cine de Herry me parece una digna --e inusual-- reivindicación de lo público, de todas esas instituciones y direcciones generales que habitualmente vemos como devoradoras de recursos sin retorno, las cuales --a pesar del descrédito y de los tópicos sobre el funcionariado y el mercadeo político-- presentan una versión modélica de su voluntad de servicio: restaurar heridas, ayudar a las personas a retomar sus vidas. Que sí, que la película se limita estrictamente a un relato funcional, directo y sin los inevitables tiempos muertos y rodeos que la realidad impone, pero es que de otra manera estaríamos hablando de una ficción comercial, más o menos interesante, más o menos progresista, más o menos entusiasta; pero en ningún caso tan conmovedora como esta. Y si además salimos de la película renovando (aunque sea levemente) nuestra fe en el género humano, pues me parece suficiente y mucho...

domingo, 10 de septiembre de 2023

Matar a nuestro dios interior (Godland)

Hace años que huyo de todo lo que atufe a religión, convencido por esa máxima incontrovertible que predice que cualquiera de ellas exigirá el sacrificio de tu inteligencia. Seguramente por eso no soy muy fan de Dreyer --excepto de Dies irae (1943), que descubrí en la asignatura de cine de la universidad y todavía hoy sigo asociando al aroma y la luminosidad de ciertas mañanas de sábado de octubre--, pero la cosa es que no entro en la profundidad de sus dilemas morales ni en la trabajada abstracción que buscan expresar algunas de sus imágenes. Y aun así, a muchos les encandila, hasta el punto de considerarlo como el canon de lo que debería ser el auténtico cine. Casi es una constante en la historia del cine: una mezcla de tema religioso, estilo pausado y afásico y cuidada fotografía que suele triunfar bastante en los festivales. Algo de todo esto revive de forma consciente o casual Godland (2022), del islandés Hlynur Pálmason.

Unas inexistentes placas fotográficas tomadas por un sacerdote danés a finales del siglo XIX son el elemento que pone en marcha una historia de evocación de un pasado fabuloso, épico y/o idealizante. Aun así, no estamos ante un filme histórico, sino ante la crónica de un hombre tozudo que se enfrenta a una tierra desconocida en un viaje iniciático y, por descontado, un itinerario moral que le cambiará de arriba abajo. Sin duda, un homenaje a Islandia, a los sentimientos que surgen de los detalles pequeños y a los profundos cambios que provoca una evangelización forzada. Un filme donde el tema religioso --el protagonista es Lucas, un sacerdote danés encargado de construir una iglesia en unas tierras lejanas y desconocidas-- añade un barniz filosófico, de reflexión inducida por una narración mínima y unos silencios que funcionan como enunciados. Sin esta capa de misticismo y devoción, las audiencias recibirían Godland como una agradable experiencia sensorial y reflexiva gracias a unos paisajes abrumadores y una fotografía espectacular, sin toda esa carga de sufrimiento y espiritualidad que enseguida asociamos a la calidad cinematográfica.



A base de panorámicas y travellings laterales muy al estilo Miklós Jancsó, Pálmason se las apaña para armar un cuidado relato sobre un hombre que se deja por el camino el símbolo de su fe y poco a poco se despoja de creencias y valores que él creía firmes, todo por culpa de un viaje duro, una tierra inhóspita y unas gentes que no comprende ni le comprenden. Y cuando finalmente llega a destino, además de tener que establecer su autoridad en una comunidad que no le esperaba, se topa de bruces con el universo femenino, que le acaba de desmontar interiormente. Una historia explicada a base de momentos definitorios y sutiles que marcan la conversión de Lucas en un ser que quizá llevaba dentro desde siempre y que su fe mantenía a raya.

Godland se alinea con ese cine que se autodefine como solemne, que busca en el pasado ciertos aspectos de modernidad (un sacerdote que viaja con una cámara), atrapar momentos en el tiempo y transmitir intensidad al espectador. Lo hace con una cuidada combinación de la increíble belleza natural de la remota Islandia y de situaciones paradigmáticas que construyen de un drama apenas explicitado, lo justo para deducir el fracaso de una vida, ese tránsito tan humano como antiguo desde que asesinamos a nuestro dios interior y liberamos las pasiones reprimidas y bla, bla, bla... Para muchos se trata de algo muy serio y meritorio desde el punto de vista cinematográfico. Para mí es una película que apenas me conmueve y altera.

domingo, 3 de septiembre de 2023

Comedia con intenciones (¡Salta!)

Debut en el largometraje de la gallega Olga Osorio, que llevaba velando armas en el cortometraje y el vídeo desde 2014. Tinder time (2019) --su último corto ante de dar el salto a la gran pantalla-- ya demostraba una gran madurez narrativa, además de anunciar algunos de los temas y recursos que caracterizan su cine. En el caso de Osorio parece ser que uno de sus temas favoritos es el de los saltos en el tiempo, puesto que lo ha utilizado de nuevo en ¡Salta! (2023). En cuanto a géneros, detecto una marcada preferencia por la comedia amable para todos los públicos; cómoda de ver, pero también fácil de anticipar.

La película presenta una historia compleja sobre el papel, con agujeros de gusano, física cuántica y toda la pesca, pero es sólo la excusa para poner en marcha un enredo humorístico-sentimental que atraiga a adolescentes y padres a los que todavía les suenen las cosas de los ochenta. Así que el guión despacha todos esos detalles científicos con rapidez y sin preocuparse demasiado por la coherencia (al parecer, en 2022, un físico teórico todavía utiliza pizarras de tiza para escribir fórmulas en lugar de un ordenador), para centrarse en las situaciones divertidas que puede propiciar (cambios de localización, gags verbales a costa de acontecimientos aún por suceder, reivindicación de pasados militantes...).


El resultado es un filme amable, sin altibajos, con un guión que parece renunciar a explorar todas las consecuencias de su planteamiento inicial y una historia a la que le cuesta encontrar el ritmo, incluso una vez desplegado el enredo principal, el que se supone que proporcionará los mejores momentos. En definitiva, película de debut, hito profesional para su directora y coguionista; sin embargo, para las audiencias, pocas sorpresas y menos sobresaltos...

miércoles, 23 de agosto de 2023

Casi todo sobre mi Mulholland Drive (y 2)


Así que nos encontramos con una película que bascula permanentemente entre una narración clásica (EC), fuertemente anclada en géneros tradicionales y en muchos de sus recursos de estilo habituales, y por otro lado en un estilo posclásico (EP), que prioriza el desorden de los acontecimientos y obliga al espectador a reconstruir la cronología, las causas y las consecuencias (sin ofrecer el mínimo imprescindible de pistas, a veces). Otra facción de fans y exégetas pasan de puntillas ante esta tensión entre modos de narración antagónicos y prefiere condensar la mayor parte de su valor cinematográfico en las incontrovertibles muestras de antinarratividad del relato; y para dar más empaque a su opinión, enlazan esas muestras con el surrealismo, el expresionismo, incluso con estados de alteración de conciencia (al estilo del trance etnográfico). Y lo cierto es que, en Mulholland Drive, hay una deliberada disolución de las marcas de realidad, las del sueño, fantasías, alucinaciones y/o proyecciones de la subjetividad de un personaje, ejerciendo como disolvente del relato, de una forma muy similar a El año pasado en Marienbad (1961), Ocho y medio (1963) o Persona (1966), con la diferencia de que las marcas que introduce Lynch amenazan directamente a la comprensión de la historia. A quienes admiran por encima de todo la película consideran que hay que explicar estas dificultades lógicas insalvables como una nueva y original aportación al arte cinematográfico vanguardista y no-narrativo, una especie de salida digna cuando la verosimilitud no es suficiente para explicar lo visto; a veces también echando mano de un elaborado despliegue poético, lírico, alegórico, metafórico, simbólico... lo que haga falta.

Sin dudarlo me alineo entre quienes defienden que Mulholland Drive es, por encima de todo, un filme narrativo perfectamente armado a partir de recursos y vuelcos deliberados de pura coherencia no-narrativa. Y además estoy persuadido de que el marco mental (aka teoría del encuadre) que ofrece el guionista José Ortuño, descifrando el filme en un vídeo de apenas cuatro minutos (y que inserté en la primera parte de este texto), actúa como una auténtica navaja de Ockham explicativa: sencillez, brevedad, sentido común, sin dejar ningún cabo suelto del guión y, además, permitiendo localizar --sin contradecir su significado-- las arriesgadas y demoledoras decisiones que tomó Lynch para, en el último tercio del filme, transformar la lógica de una historia sin necesidad de prescindir de las libertades no-narrativas que venía utilizando en los dos primeros. Ya no soy capaz de ver Mulholland Drive fuera de este esquema, no puedo admirarla de otra forma. No descarto que aparezcan interpretaciones mejores y más deslumbrantes, pero yo me quedo con esta.


Advertencia: todo lo que viene a continuación está repleto de espoilerazos; si sigues leyendo lo haces bajo tu responsabilidad. Mulholland Drive es el sueño de una suicida --una magistral vuelta de tuerca al narrador-cadáver de El crepúsculo de los dioses (1950)--: una joven aspirante a actriz que llega a Los Angeles acaba descubriendo que el mundo del cine es como un iceberg en el que la parte sumergida es un pozo oscuro y terriblemente sórdido. Los dos personajes clave de la historia están respectivamente desdoblados (el de Naomi Watts en Betty/Diane; el de Laura Harring en Rita/Camila), un recurso que Lynch ya había empleado en un filme anterior --Carretera perdida (1997)-- pero exactamente al revés. El primero de cada pareja de personajes protagonizan el sueño (que ocupa la mayor parte de la historia) y los otros dos el de la vigilia, donde se recombinan algunos de los elementos del sueño, de modo que permitan una reconstrucción de la cadena de acontecimientos (imprevista, dolorosa, brutal) de la historia, así como detectar los elementos que, convenientemente deformados, han sido tomados de esa realidad a la que accedemos a posteriori. Pero lo más increíble es que esa reconstrucción no contradice lo esencial de lo soñado por Betty/Diane.

Este esquema explica lo esencial del relato cuya coherencia y lógica narrativa podemos contrastar a partir de las diferentes escenas (siempre a toro pasado y/o con nuevos visionados que sirvan de verificación). Sin embargo hay dos momentos únicos, no sólo por la función que cumplen dentro de la película, sino porque son dos recursos absolutamente radicales e inéditos en un filme que no quiere dejar de ser narrativo, y que sirven para marcar el brusco tránsito del sueño a la vigilia y, de paso, provocar una formidable sacudida al espectador, que asiste atónito a semejante temeridad:

1. La escena inmediatamente posterior al intento de asesinato de Rita que sirve de arranque a la película (el sueño de Dan). Si ya estamos enganchados después de ver cómo intentan matarla sin causa aparente (para nosotros) tal como ha sido mostrado y concluido, lo que viene a continuación es una auténtica rareza, algo que luego --cuando finalice el sueño-- la lógica del relato reconstruido nos permitirá tomar como un sueño dentro del sueño de Betty/Diane, y que quizá exprese algunos de los terrores más profundos de su personaje. Es una escena en un café típicamente estadounidense, agradable y luminoso (el cual, por supuesto, vuelve a aparecer en la parte «real») en la que dos hombres se encuentran y uno --Dan-- le cuenta al otro que siente una amenaza terrible e inminente. No tenemos manera de saber de parte de cuál de los dos se situará el relato (de hecho, podrían ser los protagonistas, o tener un papel clave en el argumento, ni idea, es la primera aparición de ambos) y, para complicar la cosa, ni una sola línea del diálogo revela ninguna marca que permita distinguir el estatuto de esas imágenes respecto a la historia, cualquier detalle que permita intuir de qué va todo eso. No sabemos qué está pasando, pero seguimos intrigados, igual que con la escena anterior. La tensión aumenta, contenemos la respiración cuando vemos el terror inexplicable y sin amenazas visibles de por medio que se apodera de Dan, cómo se dirigen a la parte de atrás de la cafetería (que también volverá a salir en el fragmento final, en un contexto muy diferente), atraídos inexplicablemente por un deseo que sabemos que les resultará terrible en su revelación. Porque algo va a pasar, seguro. Es un fragmento completamente descontectado del resto de la película, magistralmente planificado y montado, con ese aura de tiempo indefinible que tan bien sabe componer Lynch. Una sinécdoque precisa y reveladora de todo lo que veremos a continuación.



2. Las marcas fílmicas que emplea Lynch para expresar el tránsito del sueño a la realidad y dan paso al indeterminado lapso de tiempo en el que Diane despierta y rememora los acontecimientos que la van a llevar al suicidio. Son unos minutos desconcertantes en los que Lynch decide echar mano de recursos que potencien al máximo el extrañamiento y el desconcierto del espectador. El efecto es tan inesperado y radical que mucha gente da por hecho que la película no tiene sentido y renuncia a buscárselo. Y es que de pronto, sin avisar ni deslizar previamente un indicio en el relato que lo justifique o anuncie, Lynch prescinde completamente del raccord (uno de los principios fundamentales de la coherencia en el cine narrativo), pero no uno cualquiera, sino de uno que contradice las leyes mismas de la termodinámica: Betty y Rita se han hecho con una misteriosa caja azul que parece abrirse con la llave que llevaba Rita cuando intentaron asesinarla. Vuelven a casa y Rita va con Betty a la habitación para sacar la llave del armario, la cámara sigue el desplazamiento de Rita --apenas dos pasos-- hacia el armario, dejando a Betty momentáneamente fuera de plano menos de dos segundos. Cuando regresa con la llave Betty ha desaparecido. No ha habido corte en el plano, porque esa es la manera de evidenciar al espectador que no es un error de montaje no corregido, sino una decisión consciente del director. Es una desaparición inconcebible, físicamente inexplicable en tan poco tiempo. Aunque luego sepamos por qué gracias al marco mental que nos sirve de guía (Betty está saliendo de su propio sueño), el impacto es desolador. A pesar de este suceso inverosímil (es un sueño, no lo olvidemos), Rita abre la caja con la llave, la cámara se introduce en su interior y vemos caer la caja abierta al suelo. Ahora no hay nadie en la habitación, Rita tampoco está. No hay cambio de plano, la cámara enfoca la puerta y aparece la tía de Betty (la que se marchaba de viaje al principio de la película), que observa el vacío y el orden silencioso en que encuentra todo. No hay rastro de Betty ni de Rita. Fundido a otra habitación similar, en otra casa: uno de los personajes que hemos visto antes (un extravagante cowboy) le dice a la mujer que duerme en la cama que despierte (la mujer parece Rita, acostada en la misma posición en que, en una escena anterior, la vimos echarse a descansar. Podría ser un enlace a ese momento de la historia, podría incluso estar muerta). Nuevo cambio de plano a la misma habitación, a otra mujer dormida en la misma posición pero con otro vestido, despertándose también. No lo sabemos aún, pero esa mujer es Diane y está saliendo del sueño en el que la película (y nosotros) hemos estado inmersos sin saberlo; atribuyendo todas las rarezas y momentos absurdos al estilo peculiar de Lynch, que ha conseguido que nos quedemos tan despistados y extrañados como Diane. Una exhibición impecable de oficio cinematográfico; un momento cenital de la historia del cine, como las escaleras de Odessa en El acorazado Potemkin (1925) y otros ejemplos por el estilo.

A partir de ese momento y hasta el final de la película, el espectador que no se ha rendido ni se ha perdido, tiene la oportunidad de reelaborar todo lo que ha visto y encajarlo en un relato que, esta vez sí, no contiene concesiones hacía lo irreal o el humor surreal, pero sí una intensidad perfectamente justificada y elaborada. Es más, a medida que se pueden detectar los simbolismos, deformaciones, permutaciones y tranformaciones del sueño de Diane (todos ellos fabricados por Lynch), el relato confirma que todo eso sirve para explicar y justificar la cadena de acontecimientos que la película ha sabido ocultar tan hábilmente (una realidad que no era la del mundo de la película, sino la de alguien que dormía un sueño atormentado). Y así, volvemos a ver una versión mucho más anodina e inofensiva (aunque igualmente traumática) del intento de asesinato inicial, pero comprendemos que esa experiencia soñada es lo que en realidad siente Diane cuando la llevaban en limusina a la fiesta en la que se completaría la traición de su amiga. O el extraño fundido desde esa fiesta (cuando ya hemos entendido lo principal del drama) a la misma cafetería del sueño de Dan, y ver que fue allí donde Diane contrató a alguien para matar a Camila (Rita en el sueño, examante y la que le ha robado el papel que era para ella y que encima se va a casar con el director de la película). El asesino también aparece en el sueño, montando una divertidísma carnicería debido a su torpeza. Además, la camarera que les atiende se llama Betty (Diane se fija en la placa del uniforme, y seguramente por eso ella adopta ese nombre en su sueño). Todos estos elementos, tanto en la vigilia como en el sueño dentro del sueño, se alinean en un mismo significado fundamental para la película: el terror que está a punto de irrumpir en la vida de Diane en cuanto mate a Camila y que ella misma intuye que la devorará. Desde el punto de vista de manipulación de la historia, Mulholland Drive amplifica y añade una dificultad casi literaria al truco de guión que nos había dejado pasmados hacía bien poco en El sexto sentido (1999); y lo mismo cabe decir respecto al recurso que utilizó Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo (1977), en el que dos actrices (Carole Bouquet y Ángela Molina) interpretaban las dos caras irreconciliables de un mismo personaje, para despiste de audiencias y regocijo de críticos.


Como suelo decir a estas alturas de mis textos sobre filmes complicados o crípticos, Mulholland Drive exige un importante derroche de paciencia e interés por parte de quienes se acercan a ella. Como es habitual, de entrada, cualquier suceso sin explicación lo asociamos al planteamiento de un enigma que se resolverá más adelante, de modo que el extrañamiento provocado sirve de acicate; pero sin ayudas intermedias (Lynch las escamotea todas) la experiencia puede ser frustrante, y más si la narración nos arrastra hasta las fronteras exteriores del Territorio del cine. El filme tampoco es ajeno, durante los años previos a su estreno, a una singular evolución de la complejidad narrativa --además de El sexto sentido, Sospechosos habituales (1995), Memento (2000)-- y del desorden temporal --Doce monos (1995), Donnie Darko (2001)--, a la que sin duda la madurez de las audiencias contribuyó. La diferencia es que este tipo de películas incluían marcas bastante evidentes antes de desordenar la historia (o facilitaban una inequívoca clave al final). Sin embargo, a Lynch no le preocupa perder a la audiencia con un salto sin red y sin avisar, y disfruta haciéndolo mediante recursos «prohibidos».

Una vez desvelada la clave de la historia, se abre un inmenso universo de detalles menores que nos interpelan acerca de la manera en que los elementos supranarrativos (opciones estéticas, decisiones narrativas) se apropian del relato, quizá con el propósito de demostrar que también la forma cinematográfica puede imponerse al contenido; que el cine también puede aspirar es a ser un arte abstracto (la imagen cinematográfica es, por definición, concreta, específica, determinada e individual). No me refiero a la forma en el sentido de la narración paramétrica (NP), donde ciertos elementos formales (encuadre, lente, color) constituyen una pauta interna dentro del relato al estilo de la poesía (como una métrica o una rima específica de la película), sino más bien marcas técnicas que se sitúan en primer plano de la narración y modifican deliberadamente el desarrollo dramático de la acción y, de paso, nuestra impresión de la película sin remedio.

No debo terminar este texto sin dedicar unas líneas a Naomi Watts, debutante en un papel protagonista absoluto, en una valiente apuesta de Lynch que salió redonda. Empezó su carrera en 1986, y durante diez años alternó series de televisión y pequeños papeles en largometrajes; desde 1996, fue escalando posiciones en el reparto --La sombra del intruso (1996), Strange planet (1999)-- sin demasiado éxito. Así que cuando la llamó Lynch para rodar el piloto para una futura serie de televisión, Watts ya poseía experiencia, pero era una completa desconocida. Cuando la serie se canceló por causa de la miopía de la productora, Lynch añadió un final y la convirtió en largometraje y dio el salto a la gran pantalla (aunque quizá eso fue algo bueno, porque no se caracteriza precisamente por su brillantez a la hora de cerrar tramas). Sin duda Naomi Watts ofrece un impresionante recital interpretativo en cuanto a registros: al principio la vemos como la chica ingenua, soñadora y amable que busca triunfar en Hollywood, pero a medida que se despliega la historia cumple con las exigencias del personaje (en la prueba para una película demuestra cómo sabe aguantar los primeros planos en una tórrida escena, igual que en la fiesta del final su rostro desborda dolor y tristeza), así como en las escenas de sexo (acompañada o autogestionado) o cuando hacia el final su vida se derrumba y se muestra como un ser lleno de odio, deseos de venganza y vulnerabilidad extrema. Esta película sin duda supuso el despegue de una carrera en la que ha demostrado su talento en toda clase de géneros y registros. Pero es que además es imposible no quedar enganchado por la perturbadora belleza que desprende en la pantalla: la mirada, el peinado, los gestos, el vestuario... Desde la primera vez que la vi se ganó un puesto de honor en mi galería de fetiches cinematográficos. Ay, en fin, Naomi...

Mulholland Drive puede considerarse como el nuevo 2001: una odisea espacial (1968) del siglo XXI, y prácticamente por los mismos motivos: filme críptico y pedante que llama la atención y no se deja descifrar. También encaja en el tópico de filme alabado por una cinefilia sesuda frente a una legión de no iniciados que no se engancharon con ella. Una rareza incasificable, enigmática, fascinante, inabarcable, inagotable... Pura lógica onírica. En mi caso, lo que me deslumbra es que, sin saberlo, desciframos la historia sumidos en plena inmersión onírica, y lo que nos resulta chocante, raro, grotesco y/o desopilante lo descartamos como parte del esqueleto narrativo diciéndonos que son las típicas obsesiones de su director. Y cuando creemos haberle pillado el truco a la película, entonces va Lynch y nos arroja sin compasión a la realidad; y nos damos cuenta de la gran cantidad de verdades que contenía el sueño, y que en la narración, como en otro iceberg, la parte onírica que confundimos con lo real es mucho mayor de lo que imaginábamos. Pero por encima de todo está la idea más desconcertante que consigue deslizar Lynch: la facilidad con la que una azarosa mezcla de certezas y ensoñaciones puede llegar a suplir, sin darnos cuenta, nuestra sensación de realidad.

jueves, 10 de agosto de 2023

Tomarle el pulso al planeta en una sola película (Barbie)

¿En qué universo paralelo cabría imaginar que mi admirada Greta Gerwig se iba a convertir en la primera cineasta en alcanzar hitos impensables para las mujeres en el testosterónico mundo de Hollywood? ¿Ni que establecería récords de recaudación con una película que no renuncia o al menos es coherente con los puntos de vista que le conocemos? Pues ha sido en Este Universo, mira tú qué bien... Espero que este éxito sirva para que de una vez le otorguen ese Oscar a la mejor dirección que ya se viene mereciendo al menos desde Mujercitas (2019), y para que la gente descubra esas adorables películas (las que ha interpretado, escrito, coescrito y dirigido) que la han llevado hasta donde está ahora. La clave probablemente ha estado en no cerrarse en banda a ninguna oferta, ni a cultivar en exclusiva el género en el que se encuentra más cómoda, o en dirigir sólo los guiones que (co)escribe. Igual que hizo Chloé Zhao --que al año siguiente de petarlo con Nomadland (2020) en los circuitos independientes, se lanzó sin complejos a dirigir Eternals (2021), un producto en las antípodas del estilo que muchos la presuponían y que aspiraba a grandes audiencias planetarias y comerciales. Es así como una mujer --y también un hombre-- se hace un hueco en un gremio tan cerrado como el suyo, adquiere prestigio y se da a conocer a públicos que ni se acercarían a ver uno de sus primeros filmes aunque les pagaran una buena suma. No me parece que esto equivalga a venderse o plegarse a una industria cisheteropatriarcal, al contrario, abre una importante grieta en géneros que hasta hace bien poco se presuponían exclusivamente masculinos, aportando experiencias, puntos de vista, temas e inquietudes desde el lado femenino de la humanidad. Y si no, que se lo digan a Kathryn Bigelow, Jennifer Lee --codirectora de las dos partes de Frozen (2013, 2019)--, las hermanas Lana y Lilly Wachowski, Nancy Meyers, Jennifer Yuh Nelson o Anna Boden. Bienvenida a la elite, Greta.

Lo primero de todo: Barbie (2023) es una superproducción, con un equipo técnico y artístico de primera categoría, con una campaña de lanzamiento que se imitará y estudiará durante años en las universidades. En este complejo industrial-financiero Gerwig y su pareja Noah Baumbach --con quien ha coestrito el guión-- han tenido que lidiar en un entorno nuevo (quizá hostil), intentando que la película supusiera un cambio de calado en cuanto al mensaje, la historia y la inevitable pedagogía social... Me da la impresión, por las entrevistas que he leído/visto estos días, que han optado por un discurso crítico-humanista no revolucionario pero sí potente que --quizá por su radical novedad-- no ha acabado de encajar entre quienes ponían la pasta para la película. Desde luego, para audiencias entrenadas, el experimento exhibe grandes incoherencias, que Gerwig conoce, detecta y afronta de forma totalmente consciente y valiente, pero hay momentos en que la cosa hace aguas por todas partes.


La muñeca Barbie --uno de los principales iconos del consumismo capitalista-- arrastra unas cuantas apariciones en la pantalla, todas ellas en dibujos animados y explícitamente dirigidas al público infantil y femenino: para empezar, una saga de largometrajes sobre la muñeca protagonizando toda clase de cuentos clásicos --desde Barbie en El cascanueces (2001) hasta Barbie en La bailarina mágica (2013)--, dos series prácticamente calcadas --Barbie: la vida en la casa de sus sueños (2012-2015) y Barbie: la casa de tus sueños (2018–2020)-- un aluvión de comedias adolescentoides en plan Barbie: moda mágica en París (2010) o Barbie: la princesa y el cantante (2012) que han seguido engordando un mito de feminidad tóxica sin que a Mattel --ahora tan woke ella-- le suponga ningún problema; para culminar con un documental enteramente adulto --Desmontando a Barbie (2018)-- que busca poner en contexto un producto que se apunta a todas la modas y discursos dominantes, sin importar las contradicciones que revela la secuencia histórica. Quizá por eso, en su primera versión cinematográfica en acción real, aunque busque dar un brusco giro a una tendencia descaradamente ñoña, no ha sabido escapar del todo al esquema infantilode y patriarcal que ha arrastrado durante dos décadas. En su película, Gerwig no renuncia a esa tradición, aunque sea añadiendo un puntito de ironía, pero además pretende incorporar a mujeres y hombres de toda edad y condición, incluso a quienes la muñeca les resulta completamente ajena biográfica e ideológicamente. La apuesta era altamente arriesgada y aun así el objetivo consistía en un único mensaje que funcionara para públicos completamente diferentes. La manera de garantizarlo ha sido simplificando de tal manera el argumento que el resultado no se distingue de las historias simplonas y maniqueas del género infantil y juvenil de toda la vida (quienes han acompañado a sus descendientes a ver esta clase de películas saben perfectamente a qué me refiero). Echo de menos en Barbie --la película-- la rapidez expositiva, los diálogos ágiles, sin tiempo para digerir su efecto, el sarcasmo sin condescendencia ni concesión a cualquier clase de pedagogía obligada y/o signo de los tiempos que caracteriza el cine de Gerwig y Baumbach. Apenas dejan caer dos perlas magistrales, muestra inequívoca de su talento y tono habituales: la primera, un comentario en off de la directora sobre un diálogo del personaje de Barbie --inesperado, demoledor, desopilante-- al más puro estilo Ettore Escola en La noche de Varennes (1982); y el segundo, el desenlace de la escena final (aunque más de una y más de uno lo interpreten en clave simbólico-antropológica y de transformación interior, a mí me parece una boutade a la altura de lo visto).

Aun así, no podemos exigir a la película que reniegue de su condición de superproducción capitalista y se convierta en un discurso crítico y a la contra respecto a unos cuantos valores tradicionales en grado extremo. Es imposible, ya que eso anularía su mera existencia como filme. De entrada, porque Mattel produce la película, y por tanto no podemos esperar algo así por simple principio de realidad (hay un objetivo declarado de llegar y gustar al máximo de públicos posibles para obtener rendimiento en taquilla). Lo que sí es un mérito indiscutible de su directora es que haya sabido colar unos cuantos detallitos incómodos para el conservadurismo en auge y unas cuantas cargas de profundidad al patriarcado (la aparición de toda la galería de muñecas descatalogadas es un equivalente simbólico de esas otras feminidades que el icono Barbie ha eclipsado durante toda su existencia comercial). Esto demuestra la capacidad infinita del capitalismo para soportar discursos críticos, incluso los que apuntan directamente a lo más sagrado: el capital; y todo sin que se llegue a resentir la marca ni la taquilla; al contrario, el mercado está experimentando un repunte increíble de ventas de todo lo que tenga que ver --de cerca o de lejos-- con el fenómeno Barbie (o simplemente la obsesión por las prendas de color rosa). El verano de 2023 será recordado por esta moda tan planetaria como efímera y sin consecuencias --como cualquier otro acontecimiento viral, de hecho-- y el redescubrimiento inducido de un juguete para niñas que hasta ayer mismo era el epítome de la feminidad imposible (delgada, pecho abundante ¡y sin rodillas!) que sabe lo que quiere ser (doctora, exploradora, científica...) y lo expresa mediante una infinita gama de modelitos y accesorios que hay que comprar y el capitalismo provee.

La verdad es que no me molesta --como sí parece que lo hace a algunos exégetas, expertos y parte de la audiencia masculina que va a verla-- tanta hagiografía del mundo femenino (como tampoco entiendo todos esos minutos dilapidados por la inexplicada y ridícula crisis de identidad de Ken; sin duda una estúpida concesión a la masculinidad derribada por el filme); pero realmente --y aquí hago un salto de fe-- me pregunto si ellas no se dan cuenta de que el discurso es insultantemente plano, como si un conflicto de este tipo no pudiera presentarse con más matices. ¿A quién se dirige la película? ¿A un público adolescente de chicas en plena formación con un marco mental que hay que derribar, ofreciendo a cambio una guía para el Nuevo Mundo? ¿A madres, solteras, ancianas, toda clase de adultas empoderadas? ¿Realmente era necesario rebajar tanto el nivel del discurso? Me parece que este es el error más grave que comete Barbie.

Si es cierto que la muñeca Barbie nació, además de como entretenimiento y juego simbólico, para contribuir a que las niñas creyeran en sí mismas y se empoderaran desde 1959, la verdad es que, en todo este tiempo, apenas ha logrado arañar la superficie del patriarcado dominante. Por ahí poco puede presumir Mattel... ¿No estaremos sobrevalorando la capacidad de este juguete, de todos los juguetes, para impeler cambios sociales de un calado que sólo la política y la educación pueden lograr? ¿No habremos olvidado que hacen falta cosas más importantes, cercanas y reales, como por ejemplo padres, criadores, tutores, familiares y todo tipo de entornos socializadores? ¿No estaremos, simplemente, ante un filme que trata de blanquear, a base de risas y espectáculo, a una muñeca que necesita urgentemente desaparecer de los catálogos de Navidad y del imaginario de las niñas? ¿No habrá sucumbido el filme de Gerwig a esa imparable ola de cine-como-libro-de-texto, obligado a servir de enseñanza y modelo irreal antes que de diversión y transgresión? Echa un vistazo a la pasta invertida, a la recaudación y a la reacción del público en todo el planeta y ya tienes tu respuesta...

domingo, 30 de julio de 2023

Casi todo sobre mi Mulholland Drive (1)

A pesar de haber dejado de hacer largometrajes hace años (hoy se dedica básicamente a realizar cortos y a la televisión), David Lynch es un cineasta que sigue ejerciendo una considerable influencia en cineastas de todo el mundo. Autor de títulos mayores como Terciopelo azul (1986) o la serie Twin Peaks (1989-1991, 2017), que fue el auténtico Big Bang de las series en el que hoy vivimos inmersos (y que su mismo creador se resiste a cerrar a base de añadir secuelas y subproductos, en diferentes formatos y aproximaciones narrativas); esta serie se considera de forma casi unánime un hito televisivo capaz de lograr una primera sincronización planetaria de las audiencias (todavía con meses de diferencia debido al retraso del estreno en diferentes países, pero desde entonces con una tendencia imparable a reducirse drásticamente estos tiempos. La primera vez que se alcanzó el estreno simultáneo en tiempo prácticamente real fue con Perdidos (2004-2010), aunque fuera a costa de bajarse los subtítulos para no tener que esperar a la versión doblada). Autor también de títulos medianos como Corazón salvaje (1990) y Carretera perdida (1997), de títulos secundarios como Dune (1984) o Inland Empire (2006) y, por supuesto, títulos prometedores y/o que demostraron la capacidad de Lynch para tirar de oficio cuando fue necesario: Cabeza borradora (1977), El hombre elefante (1980) o The straight story: Una historia verdadera (1999). También están las películas que le ofrecieron dirigir y que rechazó (o para las que fue vetado), como El imperio contrataca (1980), la secuela de algo que intentaba convertirse en una saga y que, con su aportación, sin duda habría sido otra cosa muy diferente (ni siquiera una saga, quizá una saga con una perla negra). Sin embargo, sigue siendo Mulholland Drive (2001) su obra más admirada y analizada, un filme donde se propone un relato coherente y lleno de tensión, el cual su director prefiere trufar con situaciones oníricas y absurdas perfectamente encajadas en el relato, y al que aparentemente se le impide desplegar en su totalidad. Se trata de un esquema que ya había presentado en títulos anteriores, pero esta vez no solo la historia, sino el formato elegido para contarla, ofrecen un todo coherente. Esta vez los característicos momentos surreales y de humor absurdo no son lo más destacable, sino la habilidad para abrirse paso en una película donde Lynch no renuncia a la lógica interna del relato en ningún momento.


Buena parte del público suele considerarla una obra desequilibrada o inacabada, un filme fallido; en cambio, los expertos siguen insistiendo en todos estos «defectos» como su principal mérito. Por ejemplo, Steven Willemsen y Miklós Kiss Last Year at Mulholland Drive. Ambiguous Framings and Framing Ambiguities (2019) siguen asumiendo que hay dos modos opuestos de (re)construir la película: como un rompecabezas a la espera de ser descifrado (y que es a lo que invitan los primeros dos tercios de película, con una historia que se despliega de forma impecable), pero también como un relato con una fuerte determinación antinarrativa (el tercio final). Quienes se decantan por lo primero consideran Mulholland Drive un experimento que no acabó de cuajar, el esbozo de un filme que nunca llegó a existir; mientras que los defensores de lo segundo defienden a ultranza las trampas y las dificultades de la narración para no dejar al descubierto el relato, una obra maestra a la que no le faltaría ni le sobraría nada. En cualquier caso, el hecho de que no haya un consenso mayoritario sobre su valor y su significación no hacen más que incrementar su aura de obra maestra. Sin disponer de ninguna información previa sobre el filme, nuestra impresión primera dependerá de cual de las dos estrategias prioricemos: la que busca motivar artísticamente ciertas incoherencias, concentradas en una serie de escenas perfectamente identificables, y cuyo ejemplo más contundente es la visita nocturna al club Silencio, en la que el argumento que más o menos ha sostenido el relato hasta ese momento parece quebrarse y desaparecer completamente; o la que busca captar la complejidad y la ambigüedad de una historia explicada desde una narratividad posclásica. La escena inicial --mi favorita-- es la que mejor ejemplifica esta estrategia narrativa, perfectamente alineada con una de las obsesiones habituales de Lynch: enganchar al espectador con un arranque percutante, en la mejor tradición del cine negro, montado al más puro estilo EP (excepto por una anomalía de raccord en el momento culminante). Se trata de una situación banal que se convierte en algo angustioso y violento sin que se nos ofrezca ninguna pista que permita contextualizarla y/o explicarla (de hecho, es lo único que hemos visto, así que intuimos que esta escena es la que va a marcar el tono de la película). Como espectadores, no nos resulta preocupante, ya que estamos habituados a este tipo de inicios; la costumbre nos lleva a esperar que, más adelante, la historia se encargará de suministrar las claves necesarias para rellenar con causas y motivaciones a algo que, de entrada, no es más que una mera sucesión de imágenes. Desde el punto de vista narrativo, la presentación de los personajes y la dosificación de la información, el comienzo de Mulholland Drive es un calco de lo que ya hizo para poner en marcha Twin Peaks.


En mi opinión, a pesar de las apariencias externas y de las tendencias autodestructivas del relato que exhibe a ratos, la película está firmemente anclada en los recursos de la narración clásica y posclásica. Y eso aleja cualquier sospecha de lo que pasará más adelante: la historia, la causalidad y las motivaciones van a ser reventadas desde dentro de una forma tan inédita como radical, sin avisar, sin enfatizar el recurso empleado, sin molestarse en despejar ambigüedades ni ofrecer asideros alternativos que permitan reconstruir las partes sin sentido y, lo que es aún peor, sin tener en cuenta para nada los devastadores efectos que provoca inevitablemente en la comprensión del espectador. Durante más de una hora de película, éste ha ido completando los huecos del relato sin problema, sabiendo que las dos principales líneas de acción acabarán convergiendo. En caso de dificultades, ha recurrido a situaciones vistas en otras películas (del mismo género o del propio Lynch), o simplemente renunciando a conocer todos los detalles para explicarse lo básico. Sin embargo, cuando la coherencia salta por los aires y es imposible encajar las piezas sin prescindir de las leyes de la termodinámica, el riesgo de perder el interés es más que probable por culpa de una historia que no se deja aprehender ni anticipar. Todo esto es especialmente aplicable para los que no han visto otros filmes de Lynch, pero quienes saben cómo funciona su cine, quedan deslumbrados por su habilidad para hacer emerger momentos oníricos o propios de una extraña realidad amputada en el interior de situaciones completamente verosímiles y coherentes con el tono de la historia. Lo que sí es inédito en Lynch es que la voladura de los cimientos de la narración (continuidad, lógica, coherencia) sea tan salvaje e intencionada; de hecho, es una intervención directa desde el exterior de la ficción, una decisión tan consciente de su director, que le hace visible y parte integrante de la historia. La narración no suele resistir un mazazo de semejante calibre, pero Mulholland Drive, contra todo pronóstico, lo consigue.

Las películas narrativas se consideran autoexplicativas cuando su relato es comprendido sin dificultad por audiencias mínimamente competentes; pero si la narración escala en dificultad y la extracción de sentido y significación se vuelven demasiado exigentes (hasta el punto de impedirnos disfrutar de la historia), es normal que necesitemos asideros externos al filme (una crítica, un comentario preliminar, una pauta que defina la anécdota general). De manera que, o eres un crack y lo pillas sin ayuda o necesitas un marco conceptual como guía para ubicar cada elemento de la película. Nos damos por satisfechos cuando, al terminar, vemos que todo encaja más o menos y obtenemos una historia coherente con lo que hemos visto. Aunque las retinas entrenadas y/o intuitivas puedan pillarla a primera y quedar inevitablemente deslumbradas, con Mulholland Drive es probable que necesitemos esa revelación externa. A partir de ahí, entran en juego la lotería del interés personal en desvelar una historia, nuevos visionados y --por descontado-- el puro azar...


(continuará)

jueves, 13 de julio de 2023

Todos quieren vivir en el mundo brillante e irreal de Wes Anderson (Asteroid City)

Wes Anderson inauguró su filmografía con la originalísima Bottle rocket (1996), interpretada por algunos de los actores que se convertirían en fetiche de sus siguientes películas, en la que destacaba una cuidada mezcla de humor sutil y surreal y un guión que no es que fuera de hierro forjado, pero que era suficientemente sólido como para soportar las escenas aparentemente deslavazadas y desopilantes que lo componían. Life aquatic (2004) culminaría esta primera etapa de exploración de las posibilidades del absurdo a todos los niveles (argumento, personajes, situaciones, diálogos) y reunió al primero de sus repartos repletos de primeras estrellas (y que, con los años, ha ido a más). Por otro lado, su siguiente largometraje --Viaje a Darjeeling (2007)-- me parece la mejor simbiosis entre relato y humor sutil y a la contra lograda por Anderson hasta ahora. Luego vinieron un par de experimentos con stop motion y, desde Moonrise kingdom (2012), estamos en una nueva etapa (en la que todavía estamos inmersos), en la que Anderson apuesta cada vez más por ciertos rasgos de estilo y recursos técnicos que se han convertido en las señas de identidad inconfundibles de su cine: encuadres simétricos, planos frontales que parecen recrear los tableaux vivants del cine mudo, movimientos de cámara laterales y perpendiculares hasta la exasperación, un gusto delicado y refinado por la estilización de todo lo que aparece en pantalla y que, con los años, está rozando la pura abstracción. No encuentro ningún demérito en esta deriva creativa y en la evolución de su estilo, pero debo decirlo de una vez: Wes Anderson hace tiempo que ha perdido de vista el relato.


Porque Asteorid City (2023) muestra principios de atrofia en cada uno de estos rasgos definitorios que han ido incorporándose a su filmografía. El primero y más importante, los decorados; hasta el punto de que la película no contiene un solo exterior natural, ya que toda la película ha sido rodada en un set en el que se combinan detalles de exquisito gusto con algunos añadidos digitales (y no para pasar desapercibidos, al contrario, con el objetivo de que se vean como efectos especiales vintage, homenaje a una época tecnológicamente superada; uno de los elementos que componen la nostalgia buscada de sus historias). Y es que el control de Anderson sobre la imagen y cualquier otro aspecto de la producción es absoluto. El segundo es la insistencia en un reparto coral (excepto Bill Murray, que se ha autoexpulsado de los rodajes debido a sus comportamientos inaceptables): no entiendo por qué Hollywood pierde el culo por aparecer en los filmes de Anderson (en los noventa la moda era salir en los de Woody Allen y luego la cosa fue exactamente al revés: huir de ellas como de la peste), el caso es que la reacción de la audiencia no falla: se pasa el cuarto de hora inicial completando la lista de apariciones estelares, un juego tan viejo como el star system.

Como es habitual, los momentos absurdos y el humor socarrón están potenciados al máximo: en los diálogos, en bastantes situaciones, en ciertos detalles en el segundo plano de la imagen (cuando lo hacía en sus primeros títulos era para introducir otros gags, mientras que ahora suelen ser referencias culturetas o comentarios y variaciones sobre obras de arte. Finalmente Anderson ha perdido el miedo a ser pedante). Y luego está el relato: localización única, evento tan verosímil como improbable, ambientación en los cada vez más mitificados años cincuenta del siglo XX y una galería de tipos extraños y ridículos que se entrecruzan sin apenas interactuar ni modificarse mutuamente. No existe linealidad ni acumulación, tan solo intervenciones que incrementan la sensación de lejanía de cualquier punto conocido en el cine de Anderson. Insisto: no es un demérito, simplemente una elección estética que a mí me da que está dando sus primeros síntomas de agotamiento por falta de algo que le sirva de contrapeso.

¿Que no es agotamiento? Bueno, pues entonces será aburrimiento...

viernes, 7 de julio de 2023

Memorias de un animalillo del Verdi

La primera vez que fui al cine Verdi aún vivía en Sant Andreu (Barcelona), y no conocía las calles de Gràcia que hoy ya son mías. Por eso, la primera vez que decidí ir me aseguré (mirándolo en la guía urbana de la ciudad que tenía mi padre) cómo llegar una vez que bajaba en el metro de Fontana. Pocas veces más hice ese recorrido. Años después, y cambios de vivienda mediantes, me cambié al recorrido desde Joanic. Incluso, durante trece privilegiados años, lo tuve a seis minutos andando desde casa. A medida que iba perfilando mis gustos cinematográficos, el Verdi (y también el Verdi Park) acabó convirtiéndose en prácticamente el único cine que frecuentaba (excepto cuando me apuntaba a una salida con otra gente y, lógicamente, debía adaptarme a la película y al cine). Cuando vivía en Gràcia, no era raro que pasara por delante, de ida o de vuelta hacia otra parte, y me detuviera a echar un vistazo a la cartelera. Al principio escogía las películas con antelación, guiándome por el calendario de estrenos (tal o cual director, tal o cual título), pero luego me acostumbré a entrar para ver una película cualquiera de la cartelera, una que, por ejemplo, de tanto verla anunciada, me picara la curiosidad. Mi anécdota favorita, la que explico siempre que puedo (aunque quienes me conocen están hartos de oírla) es una vez que olvidé que llevaba la compra y a la salida todos los congelados se habían echado a perder. Con el tiempo, hubo semanas en las que había visto todo lo que ponían en todas las salas. Fueron mis años dorados de cinefilia desatada...

El hábito de asistencia dio paso a las manías: en cada una de sus salas tenía que sentarme siempre por la misma zona o en la misma butaca (el Verdi entonces era de los últimos cines donde las entradas no eran numeradas): en la sala principal, tenía que ser una butaca que diera al pasillo de la izquierda, más o menos hacia la mitad; en las del Verdi Park, siempre en las que quedaban a la derecha del pasillo central, en la penúltima butaca de cualquier fila hacia la mitad, dejando siempre libre la que quedaba a mi derecha y que tocaba a la pared (ideal para dejar el bolso y el abrigo). En la sala de arriba de la principal está mi favorita: cualquiera de las butacas que hay justo encima de la puerta de acceso. Tienen espacio para estirar las piernas, una barra de hierro para apoyar los pies y no hay peligro de que nadie te estorbe la visión de la pantalla. Me di cuenta de que era una auténtica rareza cuando lo verbalizaba sin darle importancia al ir acompañado. Tener que explicarlo en voz alta fue definitivo.



Al Verdi he ido para todo: distraerme, evadirme, aprender, olvidar... Por ejemplo, después de alguna discusión conyugal, iba a serenarme y dejar de lado el mundo y sus miserias; o cuando un acontecimiento local polarizaba tanto la atención que, la víspera o mientras tenía lugar, me refugiaba en la oscuridad de una expectación que no comprendía del todo. También me gusta ir en pleno agosto, cuando ya he regresado de mis vacaciones, para retomar mis hábitos, sobre todo porque en esos días ir al cine suele ser la última de las opciones de ocio y se puede disfrutar de una película prácticamente en soledad. Cuando vivía por el barrio me presentaba a la primera sesión y a la salida me perdía por las calles adyacentes, rebosantes de actividad: un paseo, un rato en una terraza (la del Virreina es mi favorita, aunque también donde es más difícil encontrar hueco) macerando mis impresiones sobre la película. En esos instantes, si lo visto me ha gustado mucho o impactado por algún motivo inesperado o cercanamente biográfico, observo a mi alrededor con los sentidos incrementados (me sucede lo mismo al terminar lecturas que me sacuden interiormente), procesando la conmoción de algunos pensamientos nuevos, la enumeración de los detalles que luego mencionaré en Sesión discontinua o, simplemente, me puede la curiosidad por saber cómo le irá a unos protagonistas que casi me han parecido reales. Es un estado de excitación sensorial y anímica que me hace sentir que estoy a punto de alcanzar una revelación, una verdad, una interacción genial acerca de algo que hasta entonces no he logrado concretar con palabras. No siempre es así, por descontado, y entonces me basta con impregnarme del ambiente a mi alrededor (sonidos, conversaciones, la luz, el pulso de una ciudad que se prepara para ir de cena y luego de copas), y siento que ha merecido la pena. Luego dejo pasar una hora o así y, cuando noto que desciende mi pulso interior, decido volver a casa...

Y ahora viene cuando hablo de las mujeres a las que he arrastrado al Verdi: algunas me lo sugirieron, otras no pusieron ninguna pega (de entrada) y a unas pocas he tenido que convencerlas. Mujeres que he conocido por internet, otras que ya conocía y unas pocas a las que se lo pedí sin más y aceptaron. A todas ellas las sometí, por supuesto sin ellas saberlo, a «la prueba del Verdi», no tanto por la película elegida (procuraba que no fuera de las excesivamente raras), sino por su reacción a los subtítulos. Son curiosas esas sesiones de cine con semidesconocidas en las que, de alguna manera, deseas que dejen de serlo (o que al menos alcancen a ser de esas de hasta que el amanecer nos separe). Más de una vez he tenido la sensación de estar reviviendo la canción aquella de Els Amics de les Arts. Incluso reanudé una relación en una de sus salas (rupturas no, pero no lo descartemos tan rápidamente): ella me invitó a un inocente Verdi tras un tiempo sin vernos ni hablarnos; pero cuando a mitad de película me besó, comprendí que me conocía a la perfección y sabía lo que hacía cuando me lo propuso. Recordé entonces que en nuestra primera cita llevó chocolate y me lo introdujo en la boca justo antes de meterme la lengua hasta el fondo (viendo Chocolat (2000), claro, en el desaparecido Casablanca, no en el Verdi).



Con mi hija, la cosa no podía haber empezado peor: una de las primeras veces que me acompañó la película elegida no podía resultarle más ajena --Hannah Arendt (2012) de Margarethe von Trotta--, pero luego, gracias a la apertura del Verdi hacia estrenos más comerciales, pudimos disfrutar juntos de El viento se levanta (2014) o de Star Wars VII. El despertar de la fuerza (2019).

Y entonces parpadeas y te plantas en esos años en los que --al menos para mi generación-- el cine es una excusa ideal para reencontrarte con esa gente a la que, por pereza o agendas repletas, no ves cuanto deberías. Quedas para hacer un Verdi y luego a tomar algo para ponernos al día. Mi hermano, mis hermanas, mis cuñados, amigos/as de esos que no mezclas con ningún otro de tus grupos de referencia, visitas de familiares y amigos desde otras ciudades... Una vez, después de quedar con una de mis hermanas para ver una película pactada de antemano, la convencí, justo antes de comprar las entradas, para ver otra de la que no tenía referencia alguna pero hubo algo en el argumento que me atrajo (hoy sigo la carrera de su director a pesar de que sigue sin convencerme). A ninguno nos gustó nada, y ella continúa recordándome de tanto en tanto aquel acto descarado de manipulación. Me doy cuenta de que ha hecho falta que cada uno de nosotros haya completado su recorrido vital hasta una especie de madurez y/o calma sentimental, para que la película ya no sea un problema; más bien al contrario, una excusa perfecta para entablar una conversación que nos llevará a repasar nuestras vidas y nuestros amores también...

Hubo un tiempo, a poco de mudarme a Gràcia, cuando todavía no había interiorizado lo de ir al cine sin haberlo planificado antes, en que notaba que mi gusto cinematográfico se alejaba de los que conocía en mis grupos de referencia. Tenía la sensación de vivir en una especie de reserva cinéfila, a salvo de la presión de los taquillazos gracias a todo ese cine raro que me servía de arrecife y de biota. En esos años, me definía a mí mismo como un animalillo del Verdi, una especie protegida que, muy probablemente, no sería capaz de sobrevivir sin protección en la cartelera. Pero gracias al Verdi podía aventurarme sin temor en esas otras salas, donde era yo quien se dejaba arrastrar, sabiendo que días después regresaría a mi microclima cinéfilo, a mis adoradas películas raras.

Y así vamos pasando la vida, señora jueza: y aunque ahora vivo algo más lejos del Verdi, intento regresar de tanto en tanto. Lo hago por algún título especial, por la cena de después, por la copa de antes, por los reencuentros que propicia, por ser uno de los lugares donde, cada vez que voy, se completa mi educación sentimental. Es el lugar donde he descubierto el cine que me gusta y donde he adquirido material de primera para mis locas teorías, esas que disfruto escribiendo y exponiendo para provocar y divertir. Dicen que a leer se aprende, y que luego aprendemos a aprender leyendo. Sucede exactamente igual con el cine.