Los indicadores macroeconómicos pueden matar a la gente. No directamente, pero sí como consecuencia de decisiones de gobiernos e instituciones, que los modifican a peor con medidas fuera de la realidad. Esos gobiernos e instituciones son responsables indirectos del empobrecimiento, la desigualdad, la desesperación, la pobreza, incluso la muerte por falta de acceso a una sanidad pública, gratuita y universal. Suena a panfleto, es verdad, pero es algo que han experimentado dolorosamente varios países europeos en los últimos tiempos, aunque quizá el caso que provocó mayor indignación y escándalo por su magnitud fue el de Grecia en 2015, agravado por el enrocamiento de las elites políticas en su cerrada defensa del gran capital privado, pero sobre todo por la insensibilidad y la inhumanidad que demostraron durante meses en sus deliberaciones al más alto nivel. Ya me despaché a gusto a propósito de la lamentable política exterior europea en los últimos cien años cuando escribí sobre Vals con Bashir (2008); ahora toca añadir otro eslabón en esta cadena de la indignidad a costa de la política económica por culpa del tercer rescate griego y la crónica que de él hace Comportarse como adultos (2019) de Costa-Gavras, basada en el libro del mismo título publicado en 2017 por uno de sus protagonistas, el ministro griego de finanzas Yanis Varoufakis.
En enero de 2015 ganó las elecciones Alexis Tsipras, líder de la coalición izquierdista SYRIZA, sustituyendo a un gobierno socialista que tuvo el valor de reconocer públicamente que durante años Grecia había falseado los datos de su deuda a la UE, provocando un escándalo mayúsculo. La principal consecuencia fue que empeoró aún más la situación económica que estalló tras la crisis sistémica de 2008, viéndose forzada a aceptar dos rescates financieros que impusieron medidas draconianas a su economía (con el objetivo último, decían, de salvarlos para el euro). Dos rescates (2010 y 2011) con dinero de bancos privados --franceses y alemanes sobre todo-- debido a que la UE no disponía entonces de ninguna cláusula que permitiera rescatar con sus fondos propios a países miembros. Para cuando SYRIZA se hizo cargo del gobierno, ya estaba en marcha un tercer rescate, aún más monumental y repleto de requisitos --el Memorándum de Entendimiento (MoU)-- que impactaban directamente en las condiciones de vida de la población, además de hacer inviable el pago de la deuda porque se cargaba del todo las fuentes de generación de riqueza de su economía. En ese contexto, la película relata los meses que Tsipras y Varoufakis pasaron tratando de renegociar las cláusulas del MoU, intentando convencer a Bruselas, el BCE y el FMI (la famosa troika, encastillada en que las deudas se debían pagar sí o sí, excepto si los afectados eran ellos mismos y/o el euro) de que ese tratado significaba condenar a todo el país, durante años, a una pobreza injusta.
Comportarse como adultos es un filme narrado con aplomo, sin tiempos muertos ni florituras ni tramas añadidas, rodado en un estilo documental que hace que las audiencias no pierdan de vista en ningún momento los detalles del argumento y los principales actores queden retratados en sus posicionamientos. Diálogos eficaces, creíbles, sin sensiblerías que ablanden a los interlocutores o propicien reacciones populistas por culpa de ciertos enfrentamientos tensos (básicamente con los alemanes y el BCE). Como es lógico, Varoufakis --que apenas duró cinco meses en el cargo, cuando la troika consiguió eliminarlo de toda negociación-- es el personaje central de la historia, quien va acumulando simpatías y solidaridad en sus constantes e infructuosos intentos por modificar la postura inamovible de los países acreedores.
No es una casualidad que el griego Costa-Gravas haya dirigido esta película, que sin duda busca convertirse en una durísima reacción popular ante la escandalosa hipocresía de la Unión Europea en la crisis griega. Su incontrovertible experiencia en el cine político se adapta con profesionalidad el tema central, a los elementos que aportan más verismo e información. El resto llega solo: indignación ante una enervante mezcla de tecnocracia y asepsia que no es otra cosa que puro egoísmo y ceguera ante una realidad social. En corto y claro: no estamos en manos de buenos gobernantes.
Y sin embargo el tiempo parece haber dado la razón a los intransigentes de la troika, blanqueando en parte la gravedad de las posturas que sostuvo en 2015: la economía griega remontó contra todo pronóstico e hizo viable un pago sostenido de la deuda, que prácticamente quedó liquidada en 2022. Para ello, Grecia tuvo que pasar por el aro y avenirse a las inhumanas condiciones de devolución. Aun así, a pesar de la recuperación, los costes humanos siguen pasando factura al país (el PIB griego continúa hoy muy por debajo de los niveles previos a 2008; ese diferencial es el precio que la gente se ha visto obligada a pagar para que los bancos no tengan que perder ni un céntimo de lo prestado). Tal como han ido las cosas, esos mismos intransigentes creen que su actitud inmovilista (los pactos se deben cumplir a toda costa) y la apuesta por la austeridad (el dogma económico que sumió a Europa en la recesión) eran correctas; que ellos tenían razón: podía acometerse la recuperación y conseguir que los acreedores cobraran la totalidad del dinero. Pero también ha habido otro coste, el de unas terribles consecuencias sociales y humanas --en esto, Varoufakis llevaba razón desde el principio, y el tiempo no se la ha quitado-- por culpa del inmenso chantaje infligido para que unos bancos --privados, no lo olvidemos-- recuperaran lo prestado a costa de lo que sea y de quien sea.
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