miércoles, 1 de noviembre de 2023

El último eslabón en una larga decadencia (El gato conoce al asesino)

No soy un experto en cine negro, aunque sí me considero un aficionado leal, debido a la influencia que ejerció en mis años de consolidación cinéfila (y seguramente sentimental también). No partía de cero, ya que me crié en un hogar repleto de literatura negra. A mi padre también le gustaba mucho ese tipo de películas, aunque solo fuera porque eran una derivación de su verdadera pasión: la novela policíaca y de misterio, de la que reunió una notable selección de autores y títulos. Como todo género, el cine negro conoció un ciclo de consolidación, esplendor y decadencia, y aunque sus motivaciones principales fueran el entretenimiento a base de personajes y situaciones al límite de lo legal (paradójicamente rodados por unos estudios y productoras bastante conservadores), hoy pocos niegan el componente social que latía tras sus tramas y argumentos. Para mí, lo más curioso es comprobar cómo su alargada sombra se extiende aún hoy en toda clase de filmes y cineastas por todo lo largo y ancho del planeta (incluso en filmografías muy alejadas culturalmente), pero no sólo de la generación que sucedió a los grandes pioneros y maestros, sino que dos generaciones después aún podemos constatar un deseo de experimentación sobre los estilos y recursos que sirvieron de seña de identidad al género negro. Todos los indicadores apuntan que este cine, terriblemente mutado desde sus primeros éxitos, pero aún perfectamente reconocible, goza de buena salud.

En los años setenta (a dos décadas de distancia de los años de máximo esplendor del género) los autores e intérpretes de sus títulos mayores estaban al final de su carrera, pero buena parte del público seguía deseando verlos trabajar. Por eso desde 1960 --año oficial del colapso del sistema de estudios-- se recuperaron obras, argumentos, actores y ambientaciones que permitieran mantener el espejismo de un cine creativa y biológicamente agotado, tratando de encajar sus historias en una sociedad completamente diferente, con nuevos rostros, manteniendo únicamente la columna vertebral de una investigación criminal. Fue un fenómeno que traspasó fronteras: en Francia destaca A pleno sol (1960), adaptando una historia de Patricia Highsmith, o la inclasificable y atemporal Lemmy contra Alphaville (1965) de Godard. En EE UU las nuevas estrellas y los gustos del público determinaron en gran parte el estilo y los argumentos, sin alejarse demasiado del nuevo género --el thriller-- recién inventado por Hitchcock (precisamente en 1960): Bullit (1968), con sus escenas de acción y persecuciones en coche para lucimiento de Steve McQueen; Detective (1968), una historia clásica a la medida de Frank Sinatra; Harper, investigador privado (1966), el intento más serio de reunir todos los elementos básicos del género (Ross Macdonald como autor adaptado, Paul Newman como estrella del momento y guión con todos los hitos habituales del trabajo detectivesco) o En el calor de la noche (1967), que se abre a nuevas localizaciones y temas (ambientación rural, el racismo...) y además se llevó cinco Oscar.

Sin embargo, en los setenta todas las grandes novelas tenían su versión en la gran pantalla y las estrellas de Hollywood no se sentían demasiado atraídas por el personaje del detective privado ambiguo y tiradete; quizá por eso se introdujeron grandes cambios: Las noches rojas de Harlem (1971) abrió el género a un protagonista afroamericano; Harry el sucio (1971) puso en primer plano la violencia y el tempo del western, Contra el imperio de la droga (1971) incrementó exponencialmente las dosis de acción de Bullit, Paul Newman volvió a meterse en la piel del detective Lee Harper en Con el agua al cuello (1975), esta vez rodeado de amigos y esposa. Pero el público se decantaba claramente hacia nuevos géneros, marcados por la acción, los efectos especiales, fenómenos paranormales, el terror y un incipiente escepticismo cool que treinta años después de aquello se ha convertido en el estilo dominante para caracterizar personajes y diálogos. Aun así, estos años alumbraron obras maestras indiscutibles como El padrino (1972) de Coppola o Chinatown (1974) de Polanski. Finalmente, el género se apagó con dos títulos menores que anunciaban su cierre definitivo, centrados --como no podía ser de otra manera-- en la investigación privada, sendos intentos fuera de tiempo por poner al día uno de sus personajes canónicos (Philip Marlowe): Un largo adiós (1973) con Elliot Gould y Adiós muñeca (1975) con Robert Mitchum. A partir de ahí, salvo contadas excepciones, todo lo que ha producido el cine han sido homenajes o variaciones con nuevos materiales.

Inexplicablemente, en mi mente ha pervivido un extraño recuerdo: era adolescente y una tarde fui a una sesión continua en un cine de mi barrio. Entré en la sala a oscuras en plena proyección mientras terminaba la película de relleno del programa doble (yo quería ver la que venía a continuación, cuyo título, curiosamente, he olvidado). Sin embargo, recuerdo perfectamente la escena que me tocó ver: a pesar tratarse del final y de mi corta edad, comprendí intuitivamente de qué iba la película, a qué género pertenecía y en qué momento de la historia se encontraba (cuando el detective reconstruye todo el caso y acaba con el culpable). Me sorprende hasta qué punto tenía ya interiorizados los recursos y tics del cine negro. Aquella película era El gato conoce al asesino (1977) de Robert Benton y, por culpa de esa anécdota, he decidido considerarla la última película del cine negro, la que cerraba definitivamente su etapa de decadencia. Su título original --The late show-- define perfectamente esa sensación que trato de explicar; no obstante, por esta vez, prefiero el título que se le impuso en el doblaje, porque remite perfectamente a los grandes títulos del pasado en los que se inspira.

Robert Benton ha sido un cineasta sin demasiada suerte: su exigua filmografía contiene algunos aciertos parciales, pero ningún título redondo, aunque sí un clásico popular incontestable: Kramer contra Kramer (1979), el filme que visibilizó el tema del divorcio ante las clases medias, hablando con sinceridad --y bastantes dosis de drama patriarcal barato, de ahí buena parte de su éxito-- de las miserias que impone el final del matrimonio (con hijos). Hoy, la sociedad y el cine lo han naturalizado, matizado, banalizado y/o ridiculizado lo suficiente como para resituarlo en el lugar que debe ocupar en la ficción, pero es verdad que Benton fue el que lo situó por primera vez en el centro de un guión comercial. Como artista, Benton ha sido mejor guionista que director y, aparte de Kramer contra Kramer, su mejor trabajo es sin duda el de la película que escribió y dirigió justo antes: El gato conoce al asesino.


La película se atreve con todos los requisitos del género: un guión enrevesado como los de Raymond Chandler, repleto de nombres que se suceden a toda velocidad (los cuales se supone que dan coherencia a la trama, aunque no podamos ni queramos cuadrar las pistas), con todas las escenas que suele incluir el desarrollo la investigación de un detective en las fronteras de la legalidad borrachín y medio jubilado (lealtad a un socio muerto, peleas, trucos del oficio, psicología social, chistes malos, cinismo de buen fondo...) y una galería de secundarios muy bien retratada que dan lo mejor de Benton. Pero también nuevos elementos: localizada en el Los Angeles de los setenta, con protagonistas ancianos --ni atractivos ni divertidos ni encantadores-- que se mueven en unos ambientes en desaparición (timadores de medio pelo, asesinos a sueldo, mafiosos de tercera...) y, por supuesto, la protagonista femenina (una loca de la vida que no sabe donde se mete y que se ve obligada a contratar un detective que le cae mal  y con el que acaba asociada para resolver su caso). Momentos chuscos, diálogos que reúnen a los diferentes bandos en liza y le obligan a actuar, recuerdos del pasado... No hay ninguna escena de la película que cualquier aficionado no pueda anticipar o situar dentro del esquema narrativo del género, pero aun así se disfruta porque es una buena recreación. Es cierto que le falta encanto, pero esa es precisamente su apuesta: ese tipo de cine agoniza porque ya no resulta estimulante ni, probablemente, creíble en términos clásicos. Puede que Benton quisiera revitalizar este tipo de historias, o pasárselo bien sin más rodándola, pero la cosa es que con El gato conoce al asesino se cerró un ciclo con una rareza que con los años incrementa su valor porque está --ya lo estaba en el momento de su estreno-- repleta de nostalgia.

En los tiempos que corren el cine negro no admite homenajes que apelen al clasicismo, y si no, ahí está el tremendo fracaso de Marlowe (2022); sin embargo, sigue admitiendo muchas variantes (formales y de contenido), incluso sobrevive parasitando otros géneros, viejos y nuevos, a los que aporta aplomo e interés. Además, las audiencias reconocen con facilidad la fuente en la que se inspiran y/o un claro homenaje sin necesidad de más énfasis del necesario. Incluso surgen de tanto en tanto pequeñas joyas que cautivan por su habilidad para hacer algo nuevo y divertido con viejos materiales. Y si no, ahí está la prometedora Drive-away dolls (2023) de Ethan Coen, que sólo con el avance demuestra que la mejor manera de rodar cine negro hoy día es sacudirse la presión de hacer una película que pueda cargar con semejante etiqueta.


Se sigue escribiendo y rodando cine negro: cosas raras, intentos fallidos de resucitarlo, trasplantes geniales --Blade runner (1982), L.A. Confidential (1997), Huérfanos de Brooklyn (2019)-- en otros moldes, pero no hemos de olvidar que son productos de segunda generación: versiones, reconstrucciones, parodias, reinterpretaciones, variaciones, extensiones... Ninguna película que se atreva con este género podrá ya lucir la misma denominación de origen de una época de esplendor que comenzó en los años cuarenta, dio sus mejores frutos en los cincuenta, conoció una larga decadencia en los sesenta y se disolvió habiéndolo dicho casi todo en 1977, justo después del estreno de El gato conoce al asesino. Justo a tiempo de entregar el testigo al cine ochentero: ese mismo año se estrenaba La guerra de las galaxias.

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