domingo, 30 de julio de 2023

Casi todo sobre mi Mulholland Drive (1)

A pesar de haber dejado de hacer largometrajes hace años (hoy se dedica básicamente a realizar cortos y a la televisión), David Lynch es un cineasta que sigue ejerciendo una considerable influencia en cineastas de todo el mundo. Autor de títulos mayores como Terciopelo azul (1986) o la serie Twin Peaks (1989-1991, 2017), que fue el auténtico Big Bang de las series en el que hoy vivimos inmersos (y que su mismo creador se resiste a cerrar a base de añadir secuelas y subproductos, en diferentes formatos y aproximaciones narrativas); esta serie se considera de forma casi unánime un hito televisivo capaz de lograr una primera sincronización planetaria de las audiencias (todavía con meses de diferencia debido al retraso del estreno en diferentes países, pero desde entonces con una tendencia imparable a reducirse drásticamente estos tiempos. La primera vez que se alcanzó el estreno simultáneo en tiempo prácticamente real fue con Perdidos (2004-2010), aunque fuera a costa de bajarse los subtítulos para no tener que esperar a la versión doblada). Autor también de títulos medianos como Corazón salvaje (1990) y Carretera perdida (1997), de títulos secundarios como Dune (1984) o Inland Empire (2006) y, por supuesto, títulos prometedores y/o que demostraron la capacidad de Lynch para tirar de oficio cuando fue necesario: Cabeza borradora (1977), El hombre elefante (1980) o The straight story: Una historia verdadera (1999). También están las películas que le ofrecieron dirigir y que rechazó (o para las que fue vetado), como El imperio contrataca (1980), la secuela de algo que intentaba convertirse en una saga y que, con su aportación, sin duda habría sido otra cosa muy diferente (ni siquiera una saga, quizá una saga con una perla negra). Sin embargo, sigue siendo Mulholland Drive (2001) su obra más admirada y analizada, un filme donde se propone un relato coherente y lleno de tensión, el cual su director prefiere trufar con situaciones oníricas y absurdas perfectamente encajadas en el relato, y al que aparentemente se le impide desplegar en su totalidad. Se trata de un esquema que ya había presentado en títulos anteriores, pero esta vez no solo la historia, sino el formato elegido para contarla, ofrecen un todo coherente. Esta vez los característicos momentos surreales y de humor absurdo no son lo más destacable, sino la habilidad para abrirse paso en una película donde Lynch no renuncia a la lógica interna del relato en ningún momento.


Buena parte del público suele considerarla una obra desequilibrada o inacabada, un filme fallido; en cambio, los expertos siguen insistiendo en todos estos «defectos» como su principal mérito. Por ejemplo, Steven Willemsen y Miklós Kiss Last Year at Mulholland Drive. Ambiguous Framings and Framing Ambiguities (2019) siguen asumiendo que hay dos modos opuestos de (re)construir la película: como un rompecabezas a la espera de ser descifrado (y que es a lo que invitan los primeros dos tercios de película, con una historia que se despliega de forma impecable), pero también como un relato con una fuerte determinación antinarrativa (el tercio final). Quienes se decantan por lo primero consideran Mulholland Drive un experimento que no acabó de cuajar, el esbozo de un filme que nunca llegó a existir; mientras que los defensores de lo segundo defienden a ultranza las trampas y las dificultades de la narración para no dejar al descubierto el relato, una obra maestra a la que no le faltaría ni le sobraría nada. En cualquier caso, el hecho de que no haya un consenso mayoritario sobre su valor y su significación no hacen más que incrementar su aura de obra maestra. Sin disponer de ninguna información previa sobre el filme, nuestra impresión primera dependerá de cual de las dos estrategias prioricemos: la que busca motivar artísticamente ciertas incoherencias, concentradas en una serie de escenas perfectamente identificables, y cuyo ejemplo más contundente es la visita nocturna al club Silencio, en la que el argumento que más o menos ha sostenido el relato hasta ese momento parece quebrarse y desaparecer completamente; o la que busca captar la complejidad y la ambigüedad de una historia explicada desde una narratividad posclásica. La escena inicial --mi favorita-- es la que mejor ejemplifica esta estrategia narrativa, perfectamente alineada con una de las obsesiones habituales de Lynch: enganchar al espectador con un arranque percutante, en la mejor tradición del cine negro, montado al más puro estilo EP (excepto por una anomalía de raccord en el momento culminante). Se trata de una situación banal que se convierte en algo angustioso y violento sin que se nos ofrezca ninguna pista que permita contextualizarla y/o explicarla (de hecho, es lo único que hemos visto, así que intuimos que esta escena es la que va a marcar el tono de la película). Como espectadores, no nos resulta preocupante, ya que estamos habituados a este tipo de inicios; la costumbre nos lleva a esperar que, más adelante, la historia se encargará de suministrar las claves necesarias para rellenar con causas y motivaciones a algo que, de entrada, no es más que una mera sucesión de imágenes. Desde el punto de vista narrativo, la presentación de los personajes y la dosificación de la información, el comienzo de Mulholland Drive es un calco de lo que ya hizo para poner en marcha Twin Peaks.


En mi opinión, a pesar de las apariencias externas y de las tendencias autodestructivas del relato que exhibe a ratos, la película está firmemente anclada en los recursos de la narración clásica y posclásica. Y eso aleja cualquier sospecha de lo que pasará más adelante: la historia, la causalidad y las motivaciones van a ser reventadas desde dentro de una forma tan inédita como radical, sin avisar, sin enfatizar el recurso empleado, sin molestarse en despejar ambigüedades ni ofrecer asideros alternativos que permitan reconstruir las partes sin sentido y, lo que es aún peor, sin tener en cuenta para nada los devastadores efectos que provoca inevitablemente en la comprensión del espectador. Durante más de una hora de película, éste ha ido completando los huecos del relato sin problema, sabiendo que las dos principales líneas de acción acabarán convergiendo. En caso de dificultades, ha recurrido a situaciones vistas en otras películas (del mismo género o del propio Lynch), o simplemente renunciando a conocer todos los detalles para explicarse lo básico. Sin embargo, cuando la coherencia salta por los aires y es imposible encajar las piezas sin prescindir de las leyes de la termodinámica, el riesgo de perder el interés es más que probable por culpa de una historia que no se deja aprehender ni anticipar. Todo esto es especialmente aplicable para los que no han visto otros filmes de Lynch, pero quienes saben cómo funciona su cine, quedan deslumbrados por su habilidad para hacer emerger momentos oníricos o propios de una extraña realidad amputada en el interior de situaciones completamente verosímiles y coherentes con el tono de la historia. Lo que sí es inédito en Lynch es que la voladura de los cimientos de la narración (continuidad, lógica, coherencia) sea tan salvaje e intencionada; de hecho, es una intervención directa desde el exterior de la ficción, una decisión tan consciente de su director, que le hace visible y parte integrante de la historia. La narración no suele resistir un mazazo de semejante calibre, pero Mulholland Drive, contra todo pronóstico, lo consigue.

Las películas narrativas se consideran autoexplicativas cuando su relato es comprendido sin dificultad por audiencias mínimamente competentes; pero si la narración escala en dificultad y la extracción de sentido y significación se vuelven demasiado exigentes (hasta el punto de impedirnos disfrutar de la historia), es normal que necesitemos asideros externos al filme (una crítica, un comentario preliminar, una pauta que defina la anécdota general). De manera que, o eres un crack y lo pillas sin ayuda o necesitas un marco conceptual como guía para ubicar cada elemento de la película. Nos damos por satisfechos cuando, al terminar, vemos que todo encaja más o menos y obtenemos una historia coherente con lo que hemos visto. Aunque las retinas entrenadas y/o intuitivas puedan pillarla a primera y quedar inevitablemente deslumbradas, con Mulholland Drive es probable que necesitemos esa revelación externa. A partir de ahí, entran en juego la lotería del interés personal en desvelar una historia, nuevos visionados y --por descontado-- el puro azar...


(continuará)

jueves, 13 de julio de 2023

Todos quieren vivir en el mundo brillante e irreal de Wes Anderson (Asteroid City)

Wes Anderson inauguró su filmografía con la originalísima Bottle rocket (1996), interpretada por algunos de los actores que se convertirían en fetiche de sus siguientes películas, en la que destacaba una cuidada mezcla de humor sutil y surreal y un guión que no es que fuera de hierro forjado, pero que era suficientemente sólido como para soportar las escenas aparentemente deslavazadas y desopilantes que lo componían. Life aquatic (2004) culminaría esta primera etapa de exploración de las posibilidades del absurdo a todos los niveles (argumento, personajes, situaciones, diálogos) y reunió al primero de sus repartos repletos de primeras estrellas (y que, con los años, ha ido a más). Por otro lado, su siguiente largometraje --Viaje a Darjeeling (2007)-- me parece la mejor simbiosis entre relato y humor sutil y a la contra lograda por Anderson hasta ahora. Luego vinieron un par de experimentos con stop motion y, desde Moonrise kingdom (2012), estamos en una nueva etapa (en la que todavía estamos inmersos), en la que Anderson apuesta cada vez más por ciertos rasgos de estilo y recursos técnicos que se han convertido en las señas de identidad inconfundibles de su cine: encuadres simétricos, planos frontales que parecen recrear los tableaux vivants del cine mudo, movimientos de cámara laterales y perpendiculares hasta la exasperación, un gusto delicado y refinado por la estilización de todo lo que aparece en pantalla y que, con los años, está rozando la pura abstracción. No encuentro ningún demérito en esta deriva creativa y en la evolución de su estilo, pero debo decirlo de una vez: Wes Anderson hace tiempo que ha perdido de vista el relato.


Porque Asteorid City (2023) muestra principios de atrofia en cada uno de estos rasgos definitorios que han ido incorporándose a su filmografía. El primero y más importante, los decorados; hasta el punto de que la película no contiene un solo exterior natural, ya que toda la película ha sido rodada en un set en el que se combinan detalles de exquisito gusto con algunos añadidos digitales (y no para pasar desapercibidos, al contrario, con el objetivo de que se vean como efectos especiales vintage, homenaje a una época tecnológicamente superada; uno de los elementos que componen la nostalgia buscada de sus historias). Y es que el control de Anderson sobre la imagen y cualquier otro aspecto de la producción es absoluto. El segundo es la insistencia en un reparto coral (excepto Bill Murray, que se ha autoexpulsado de los rodajes debido a sus comportamientos inaceptables): no entiendo por qué Hollywood pierde el culo por aparecer en los filmes de Anderson (en los noventa la moda era salir en los de Woody Allen y luego la cosa fue exactamente al revés: huir de ellas como de la peste), el caso es que la reacción de la audiencia no falla: se pasa el cuarto de hora inicial completando la lista de apariciones estelares, un juego tan viejo como el star system.

Como es habitual, los momentos absurdos y el humor socarrón están potenciados al máximo: en los diálogos, en bastantes situaciones, en ciertos detalles en el segundo plano de la imagen (cuando lo hacía en sus primeros títulos era para introducir otros gags, mientras que ahora suelen ser referencias culturetas o comentarios y variaciones sobre obras de arte. Finalmente Anderson ha perdido el miedo a ser pedante). Y luego está el relato: localización única, evento tan verosímil como improbable, ambientación en los cada vez más mitificados años cincuenta del siglo XX y una galería de tipos extraños y ridículos que se entrecruzan sin apenas interactuar ni modificarse mutuamente. No existe linealidad ni acumulación, tan solo intervenciones que incrementan la sensación de lejanía de cualquier punto conocido en el cine de Anderson. Insisto: no es un demérito, simplemente una elección estética que a mí me da que está dando sus primeros síntomas de agotamiento por falta de algo que le sirva de contrapeso.

¿Que no es agotamiento? Bueno, pues entonces será aburrimiento...

viernes, 7 de julio de 2023

Memorias de un animalillo del Verdi

La primera vez que fui al cine Verdi aún vivía en Sant Andreu (Barcelona), y no conocía las calles de Gràcia que hoy ya son mías. Por eso, la primera vez que decidí ir me aseguré (mirándolo en la guía urbana de la ciudad que tenía mi padre) cómo llegar una vez que bajaba en el metro de Fontana. Pocas veces más hice ese recorrido. Años después, y cambios de vivienda mediantes, me cambié al recorrido desde Joanic. Incluso, durante trece privilegiados años, lo tuve a seis minutos andando desde casa. A medida que iba perfilando mis gustos cinematográficos, el Verdi (y también el Verdi Park) acabó convirtiéndose en prácticamente el único cine que frecuentaba (excepto cuando me apuntaba a una salida con otra gente y, lógicamente, debía adaptarme a la película y al cine). Cuando vivía en Gràcia, no era raro que pasara por delante, de ida o de vuelta hacia otra parte, y me detuviera a echar un vistazo a la cartelera. Al principio escogía las películas con antelación, guiándome por el calendario de estrenos (tal o cual director, tal o cual título), pero luego me acostumbré a entrar para ver una película cualquiera de la cartelera, una que, por ejemplo, de tanto verla anunciada, me picara la curiosidad. Mi anécdota favorita, la que explico siempre que puedo (aunque quienes me conocen están hartos de oírla) es una vez que olvidé que llevaba la compra y a la salida todos los congelados se habían echado a perder. Con el tiempo, hubo semanas en las que había visto todo lo que ponían en todas las salas. Fueron mis años dorados de cinefilia desatada...

El hábito de asistencia dio paso a las manías: en cada una de sus salas tenía que sentarme siempre por la misma zona o en la misma butaca (el Verdi entonces era de los últimos cines donde las entradas no eran numeradas): en la sala principal, tenía que ser una butaca que diera al pasillo de la izquierda, más o menos hacia la mitad; en las del Verdi Park, siempre en las que quedaban a la derecha del pasillo central, en la penúltima butaca de cualquier fila hacia la mitad, dejando siempre libre la que quedaba a mi derecha y que tocaba a la pared (ideal para dejar el bolso y el abrigo). En la sala de arriba de la principal está mi favorita: cualquiera de las butacas que hay justo encima de la puerta de acceso. Tienen espacio para estirar las piernas, una barra de hierro para apoyar los pies y no hay peligro de que nadie te estorbe la visión de la pantalla. Me di cuenta de que era una auténtica rareza cuando lo verbalizaba sin darle importancia al ir acompañado. Tener que explicarlo en voz alta fue definitivo.



Al Verdi he ido para todo: distraerme, evadirme, aprender, olvidar... Por ejemplo, después de alguna discusión conyugal, iba a serenarme y dejar de lado el mundo y sus miserias; o cuando un acontecimiento local polarizaba tanto la atención que, la víspera o mientras tenía lugar, me refugiaba en la oscuridad de una expectación que no comprendía del todo. También me gusta ir en pleno agosto, cuando ya he regresado de mis vacaciones, para retomar mis hábitos, sobre todo porque en esos días ir al cine suele ser la última de las opciones de ocio y se puede disfrutar de una película prácticamente en soledad. Cuando vivía por el barrio me presentaba a la primera sesión y a la salida me perdía por las calles adyacentes, rebosantes de actividad: un paseo, un rato en una terraza (la del Virreina es mi favorita, aunque también donde es más difícil encontrar hueco) macerando mis impresiones sobre la película. En esos instantes, si lo visto me ha gustado mucho o impactado por algún motivo inesperado o cercanamente biográfico, observo a mi alrededor con los sentidos incrementados (me sucede lo mismo al terminar lecturas que me sacuden interiormente), procesando la conmoción de algunos pensamientos nuevos, la enumeración de los detalles que luego mencionaré en Sesión discontinua o, simplemente, me puede la curiosidad por saber cómo le irá a unos protagonistas que casi me han parecido reales. Es un estado de excitación sensorial y anímica que me hace sentir que estoy a punto de alcanzar una revelación, una verdad, una interacción genial acerca de algo que hasta entonces no he logrado concretar con palabras. No siempre es así, por descontado, y entonces me basta con impregnarme del ambiente a mi alrededor (sonidos, conversaciones, la luz, el pulso de una ciudad que se prepara para ir de cena y luego de copas), y siento que ha merecido la pena. Luego dejo pasar una hora o así y, cuando noto que desciende mi pulso interior, decido volver a casa...

Y ahora viene cuando hablo de las mujeres a las que he arrastrado al Verdi: algunas me lo sugirieron, otras no pusieron ninguna pega (de entrada) y a unas pocas he tenido que convencerlas. Mujeres que he conocido por internet, otras que ya conocía y unas pocas a las que se lo pedí sin más y aceptaron. A todas ellas las sometí, por supuesto sin ellas saberlo, a «la prueba del Verdi», no tanto por la película elegida (procuraba que no fuera de las excesivamente raras), sino por su reacción a los subtítulos. Son curiosas esas sesiones de cine con semidesconocidas en las que, de alguna manera, deseas que dejen de serlo (o que al menos alcancen a ser de esas de hasta que el amanecer nos separe). Más de una vez he tenido la sensación de estar reviviendo la canción aquella de Els Amics de les Arts. Incluso reanudé una relación en una de sus salas (rupturas no, pero no lo descartemos tan rápidamente): ella me invitó a un inocente Verdi tras un tiempo sin vernos ni hablarnos; pero cuando a mitad de película me besó, comprendí que me conocía a la perfección y sabía lo que hacía cuando me lo propuso. Recordé entonces que en nuestra primera cita llevó chocolate y me lo introdujo en la boca justo antes de meterme la lengua hasta el fondo (viendo Chocolat (2000), claro, en el desaparecido Casablanca, no en el Verdi).



Con mi hija, la cosa no podía haber empezado peor: una de las primeras veces que me acompañó la película elegida no podía resultarle más ajena --Hannah Arendt (2012) de Margarethe von Trotta--, pero luego, gracias a la apertura del Verdi hacia estrenos más comerciales, pudimos disfrutar juntos de El viento se levanta (2014) o de Star Wars VII. El despertar de la fuerza (2019).

Y entonces parpadeas y te plantas en esos años en los que --al menos para mi generación-- el cine es una excusa ideal para reencontrarte con esa gente a la que, por pereza o agendas repletas, no ves cuanto deberías. Quedas para hacer un Verdi y luego a tomar algo para ponernos al día. Mi hermano, mis hermanas, mis cuñados, amigos/as de esos que no mezclas con ningún otro de tus grupos de referencia, visitas de familiares y amigos desde otras ciudades... Una vez, después de quedar con una de mis hermanas para ver una película pactada de antemano, la convencí, justo antes de comprar las entradas, para ver otra de la que no tenía referencia alguna pero hubo algo en el argumento que me atrajo (hoy sigo la carrera de su director a pesar de que sigue sin convencerme). A ninguno nos gustó nada, y ella continúa recordándome de tanto en tanto aquel acto descarado de manipulación. Me doy cuenta de que ha hecho falta que cada uno de nosotros haya completado su recorrido vital hasta una especie de madurez y/o calma sentimental, para que la película ya no sea un problema; más bien al contrario, una excusa perfecta para entablar una conversación que nos llevará a repasar nuestras vidas y nuestros amores también...

Hubo un tiempo, a poco de mudarme a Gràcia, cuando todavía no había interiorizado lo de ir al cine sin haberlo planificado antes, en que notaba que mi gusto cinematográfico se alejaba de los que conocía en mis grupos de referencia. Tenía la sensación de vivir en una especie de reserva cinéfila, a salvo de la presión de los taquillazos gracias a todo ese cine raro que me servía de arrecife y de biota. En esos años, me definía a mí mismo como un animalillo del Verdi, una especie protegida que, muy probablemente, no sería capaz de sobrevivir sin protección en la cartelera. Pero gracias al Verdi podía aventurarme sin temor en esas otras salas, donde era yo quien se dejaba arrastrar, sabiendo que días después regresaría a mi microclima cinéfilo, a mis adoradas películas raras.

Y así vamos pasando la vida, señora jueza: y aunque ahora vivo algo más lejos del Verdi, intento regresar de tanto en tanto. Lo hago por algún título especial, por la cena de después, por la copa de antes, por los reencuentros que propicia, por ser uno de los lugares donde, cada vez que voy, se completa mi educación sentimental. Es el lugar donde he descubierto el cine que me gusta y donde he adquirido material de primera para mis locas teorías, esas que disfruto escribiendo y exponiendo para provocar y divertir. Dicen que a leer se aprende, y que luego aprendemos a aprender leyendo. Sucede exactamente igual con el cine.