miércoles, 23 de agosto de 2023

Casi todo sobre mi Mulholland Drive (y 2)


Así que nos encontramos con una película que bascula permanentemente entre una narración clásica (EC), fuertemente anclada en géneros tradicionales y en muchos de sus recursos de estilo habituales, y por otro lado en un estilo posclásico (EP), que prioriza el desorden de los acontecimientos y obliga al espectador a reconstruir la cronología, las causas y las consecuencias (sin ofrecer el mínimo imprescindible de pistas, a veces). Otra facción de fans y exégetas pasan de puntillas ante esta tensión entre modos de narración antagónicos y prefiere condensar la mayor parte de su valor cinematográfico en las incontrovertibles muestras de antinarratividad del relato; y para dar más empaque a su opinión, enlazan esas muestras con el surrealismo, el expresionismo, incluso con estados de alteración de conciencia (al estilo del trance etnográfico). Y lo cierto es que, en Mulholland Drive, hay una deliberada disolución de las marcas de realidad, las del sueño, fantasías, alucinaciones y/o proyecciones de la subjetividad de un personaje, ejerciendo como disolvente del relato, de una forma muy similar a El año pasado en Marienbad (1961), Ocho y medio (1963) o Persona (1966), con la diferencia de que las marcas que introduce Lynch amenazan directamente a la comprensión de la historia. A quienes admiran por encima de todo la película consideran que hay que explicar estas dificultades lógicas insalvables como una nueva y original aportación al arte cinematográfico vanguardista y no-narrativo, una especie de salida digna cuando la verosimilitud no es suficiente para explicar lo visto; a veces también echando mano de un elaborado despliegue poético, lírico, alegórico, metafórico, simbólico... lo que haga falta.

Sin dudarlo me alineo entre quienes defienden que Mulholland Drive es, por encima de todo, un filme narrativo perfectamente armado a partir de recursos y vuelcos deliberados de pura coherencia no-narrativa. Y además estoy persuadido de que el marco mental (aka teoría del encuadre) que ofrece el guionista José Ortuño, descifrando el filme en un vídeo de apenas cuatro minutos (y que inserté en la primera parte de este texto), actúa como una auténtica navaja de Ockham explicativa: sencillez, brevedad, sentido común, sin dejar ningún cabo suelto del guión y, además, permitiendo localizar --sin contradecir su significado-- las arriesgadas y demoledoras decisiones que tomó Lynch para, en el último tercio del filme, transformar la lógica de una historia sin necesidad de prescindir de las libertades no-narrativas que venía utilizando en los dos primeros. Ya no soy capaz de ver Mulholland Drive fuera de este esquema, no puedo admirarla de otra forma. No descarto que aparezcan interpretaciones mejores y más deslumbrantes, pero yo me quedo con esta.


Advertencia: todo lo que viene a continuación está repleto de espoilerazos; si sigues leyendo lo haces bajo tu responsabilidad. Mulholland Drive es el sueño de una suicida --una magistral vuelta de tuerca al narrador-cadáver de El crepúsculo de los dioses (1950)--: una joven aspirante a actriz que llega a Los Angeles acaba descubriendo que el mundo del cine es como un iceberg en el que la parte sumergida es un pozo oscuro y terriblemente sórdido. Los dos personajes clave de la historia están respectivamente desdoblados (el de Naomi Watts en Betty/Diane; el de Laura Harring en Rita/Camila), un recurso que Lynch ya había empleado en un filme anterior --Carretera perdida (1997)-- pero exactamente al revés. El primero de cada pareja de personajes protagonizan el sueño (que ocupa la mayor parte de la historia) y los otros dos el de la vigilia, donde se recombinan algunos de los elementos del sueño, de modo que permitan una reconstrucción de la cadena de acontecimientos (imprevista, dolorosa, brutal) de la historia, así como detectar los elementos que, convenientemente deformados, han sido tomados de esa realidad a la que accedemos a posteriori. Pero lo más increíble es que esa reconstrucción no contradice lo esencial de lo soñado por Betty/Diane.

Este esquema explica lo esencial del relato cuya coherencia y lógica narrativa podemos contrastar a partir de las diferentes escenas (siempre a toro pasado y/o con nuevos visionados que sirvan de verificación). Sin embargo hay dos momentos únicos, no sólo por la función que cumplen dentro de la película, sino porque son dos recursos absolutamente radicales e inéditos en un filme que no quiere dejar de ser narrativo, y que sirven para marcar el brusco tránsito del sueño a la vigilia y, de paso, provocar una formidable sacudida al espectador, que asiste atónito a semejante temeridad:

1. La escena inmediatamente posterior al intento de asesinato de Rita que sirve de arranque a la película (el sueño de Dan). Si ya estamos enganchados después de ver cómo intentan matarla sin causa aparente (para nosotros) tal como ha sido mostrado y concluido, lo que viene a continuación es una auténtica rareza, algo que luego --cuando finalice el sueño-- la lógica del relato reconstruido nos permitirá tomar como un sueño dentro del sueño de Betty/Diane, y que quizá exprese algunos de los terrores más profundos de su personaje. Es una escena en un café típicamente estadounidense, agradable y luminoso (el cual, por supuesto, vuelve a aparecer en la parte «real») en la que dos hombres se encuentran y uno --Dan-- le cuenta al otro que siente una amenaza terrible e inminente. No tenemos manera de saber de parte de cuál de los dos se situará el relato (de hecho, podrían ser los protagonistas, o tener un papel clave en el argumento, ni idea, es la primera aparición de ambos) y, para complicar la cosa, ni una sola línea del diálogo revela ninguna marca que permita distinguir el estatuto de esas imágenes respecto a la historia, cualquier detalle que permita intuir de qué va todo eso. No sabemos qué está pasando, pero seguimos intrigados, igual que con la escena anterior. La tensión aumenta, contenemos la respiración cuando vemos el terror inexplicable y sin amenazas visibles de por medio que se apodera de Dan, cómo se dirigen a la parte de atrás de la cafetería (que también volverá a salir en el fragmento final, en un contexto muy diferente), atraídos inexplicablemente por un deseo que sabemos que les resultará terrible en su revelación. Porque algo va a pasar, seguro. Es un fragmento completamente descontectado del resto de la película, magistralmente planificado y montado, con ese aura de tiempo indefinible que tan bien sabe componer Lynch. Una sinécdoque precisa y reveladora de todo lo que veremos a continuación.



2. Las marcas fílmicas que emplea Lynch para expresar el tránsito del sueño a la realidad y dan paso al indeterminado lapso de tiempo en el que Diane despierta y rememora los acontecimientos que la van a llevar al suicidio. Son unos minutos desconcertantes en los que Lynch decide echar mano de recursos que potencien al máximo el extrañamiento y el desconcierto del espectador. El efecto es tan inesperado y radical que mucha gente da por hecho que la película no tiene sentido y renuncia a buscárselo. Y es que de pronto, sin avisar ni deslizar previamente un indicio en el relato que lo justifique o anuncie, Lynch prescinde completamente del raccord (uno de los principios fundamentales de la coherencia en el cine narrativo), pero no uno cualquiera, sino de uno que contradice las leyes mismas de la termodinámica: Betty y Rita se han hecho con una misteriosa caja azul que parece abrirse con la llave que llevaba Rita cuando intentaron asesinarla. Vuelven a casa y Rita va con Betty a la habitación para sacar la llave del armario, la cámara sigue el desplazamiento de Rita --apenas dos pasos-- hacia el armario, dejando a Betty momentáneamente fuera de plano menos de dos segundos. Cuando regresa con la llave Betty ha desaparecido. No ha habido corte en el plano, porque esa es la manera de evidenciar al espectador que no es un error de montaje no corregido, sino una decisión consciente del director. Es una desaparición inconcebible, físicamente inexplicable en tan poco tiempo. Aunque luego sepamos por qué gracias al marco mental que nos sirve de guía (Betty está saliendo de su propio sueño), el impacto es desolador. A pesar de este suceso inverosímil (es un sueño, no lo olvidemos), Rita abre la caja con la llave, la cámara se introduce en su interior y vemos caer la caja abierta al suelo. Ahora no hay nadie en la habitación, Rita tampoco está. No hay cambio de plano, la cámara enfoca la puerta y aparece la tía de Betty (la que se marchaba de viaje al principio de la película), que observa el vacío y el orden silencioso en que encuentra todo. No hay rastro de Betty ni de Rita. Fundido a otra habitación similar, en otra casa: uno de los personajes que hemos visto antes (un extravagante cowboy) le dice a la mujer que duerme en la cama que despierte (la mujer parece Rita, acostada en la misma posición en que, en una escena anterior, la vimos echarse a descansar. Podría ser un enlace a ese momento de la historia, podría incluso estar muerta). Nuevo cambio de plano a la misma habitación, a otra mujer dormida en la misma posición pero con otro vestido, despertándose también. No lo sabemos aún, pero esa mujer es Diane y está saliendo del sueño en el que la película (y nosotros) hemos estado inmersos sin saberlo; atribuyendo todas las rarezas y momentos absurdos al estilo peculiar de Lynch, que ha conseguido que nos quedemos tan despistados y extrañados como Diane. Una exhibición impecable de oficio cinematográfico; un momento cenital de la historia del cine, como las escaleras de Odessa en El acorazado Potemkin (1925) y otros ejemplos por el estilo.

A partir de ese momento y hasta el final de la película, el espectador que no se ha rendido ni se ha perdido, tiene la oportunidad de reelaborar todo lo que ha visto y encajarlo en un relato que, esta vez sí, no contiene concesiones hacía lo irreal o el humor surreal, pero sí una intensidad perfectamente justificada y elaborada. Es más, a medida que se pueden detectar los simbolismos, deformaciones, permutaciones y tranformaciones del sueño de Diane (todos ellos fabricados por Lynch), el relato confirma que todo eso sirve para explicar y justificar la cadena de acontecimientos que la película ha sabido ocultar tan hábilmente (una realidad que no era la del mundo de la película, sino la de alguien que dormía un sueño atormentado). Y así, volvemos a ver una versión mucho más anodina e inofensiva (aunque igualmente traumática) del intento de asesinato inicial, pero comprendemos que esa experiencia soñada es lo que en realidad siente Diane cuando la llevaban en limusina a la fiesta en la que se completaría la traición de su amiga. O el extraño fundido desde esa fiesta (cuando ya hemos entendido lo principal del drama) a la misma cafetería del sueño de Dan, y ver que fue allí donde Diane contrató a alguien para matar a Camila (Rita en el sueño, examante y la que le ha robado el papel que era para ella y que encima se va a casar con el director de la película). El asesino también aparece en el sueño, montando una divertidísma carnicería debido a su torpeza. Además, la camarera que les atiende se llama Betty (Diane se fija en la placa del uniforme, y seguramente por eso ella adopta ese nombre en su sueño). Todos estos elementos, tanto en la vigilia como en el sueño dentro del sueño, se alinean en un mismo significado fundamental para la película: el terror que está a punto de irrumpir en la vida de Diane en cuanto mate a Camila y que ella misma intuye que la devorará. Desde el punto de vista de manipulación de la historia, Mulholland Drive amplifica y añade una dificultad casi literaria al truco de guión que nos había dejado pasmados hacía bien poco en El sexto sentido (1999); y lo mismo cabe decir respecto al recurso que utilizó Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo (1977), en el que dos actrices (Carole Bouquet y Ángela Molina) interpretaban las dos caras irreconciliables de un mismo personaje, para despiste de audiencias y regocijo de críticos.


Como suelo decir a estas alturas de mis textos sobre filmes complicados o crípticos, Mulholland Drive exige un importante derroche de paciencia e interés por parte de quienes se acercan a ella. Como es habitual, de entrada, cualquier suceso sin explicación lo asociamos al planteamiento de un enigma que se resolverá más adelante, de modo que el extrañamiento provocado sirve de acicate; pero sin ayudas intermedias (Lynch las escamotea todas) la experiencia puede ser frustrante, y más si la narración nos arrastra hasta las fronteras exteriores del Territorio del cine. El filme tampoco es ajeno, durante los años previos a su estreno, a una singular evolución de la complejidad narrativa --además de El sexto sentido, Sospechosos habituales (1995), Memento (2000)-- y del desorden temporal --Doce monos (1995), Donnie Darko (2001)--, a la que sin duda la madurez de las audiencias contribuyó. La diferencia es que este tipo de películas incluían marcas bastante evidentes antes de desordenar la historia (o facilitaban una inequívoca clave al final). Sin embargo, a Lynch no le preocupa perder a la audiencia con un salto sin red y sin avisar, y disfruta haciéndolo mediante recursos «prohibidos».

Una vez desvelada la clave de la historia, se abre un inmenso universo de detalles menores que nos interpelan acerca de la manera en que los elementos supranarrativos (opciones estéticas, decisiones narrativas) se apropian del relato, quizá con el propósito de demostrar que también la forma cinematográfica puede imponerse al contenido; que el cine también puede aspirar es a ser un arte abstracto (la imagen cinematográfica es, por definición, concreta, específica, determinada e individual). No me refiero a la forma en el sentido de la narración paramétrica (NP), donde ciertos elementos formales (encuadre, lente, color) constituyen una pauta interna dentro del relato al estilo de la poesía (como una métrica o una rima específica de la película), sino más bien marcas técnicas que se sitúan en primer plano de la narración y modifican deliberadamente el desarrollo dramático de la acción y, de paso, nuestra impresión de la película sin remedio.

No debo terminar este texto sin dedicar unas líneas a Naomi Watts, debutante en un papel protagonista absoluto, en una valiente apuesta de Lynch que salió redonda. Empezó su carrera en 1986, y durante diez años alternó series de televisión y pequeños papeles en largometrajes; desde 1996, fue escalando posiciones en el reparto --La sombra del intruso (1996), Strange planet (1999)-- sin demasiado éxito. Así que cuando la llamó Lynch para rodar el piloto para una futura serie de televisión, Watts ya poseía experiencia, pero era una completa desconocida. Cuando la serie se canceló por causa de la miopía de la productora, Lynch añadió un final y la convirtió en largometraje y dio el salto a la gran pantalla (aunque quizá eso fue algo bueno, porque no se caracteriza precisamente por su brillantez a la hora de cerrar tramas). Sin duda Naomi Watts ofrece un impresionante recital interpretativo en cuanto a registros: al principio la vemos como la chica ingenua, soñadora y amable que busca triunfar en Hollywood, pero a medida que se despliega la historia cumple con las exigencias del personaje (en la prueba para una película demuestra cómo sabe aguantar los primeros planos en una tórrida escena, igual que en la fiesta del final su rostro desborda dolor y tristeza), así como en las escenas de sexo (acompañada o autogestionado) o cuando hacia el final su vida se derrumba y se muestra como un ser lleno de odio, deseos de venganza y vulnerabilidad extrema. Esta película sin duda supuso el despegue de una carrera en la que ha demostrado su talento en toda clase de géneros y registros. Pero es que además es imposible no quedar enganchado por la perturbadora belleza que desprende en la pantalla: la mirada, el peinado, los gestos, el vestuario... Desde la primera vez que la vi se ganó un puesto de honor en mi galería de fetiches cinematográficos. Ay, en fin, Naomi...

Mulholland Drive puede considerarse como el nuevo 2001: una odisea espacial (1968) del siglo XXI, y prácticamente por los mismos motivos: filme críptico y pedante que llama la atención y no se deja descifrar. También encaja en el tópico de filme alabado por una cinefilia sesuda frente a una legión de no iniciados que no se engancharon con ella. Una rareza incasificable, enigmática, fascinante, inabarcable, inagotable... Pura lógica onírica. En mi caso, lo que me deslumbra es que, sin saberlo, desciframos la historia sumidos en plena inmersión onírica, y lo que nos resulta chocante, raro, grotesco y/o desopilante lo descartamos como parte del esqueleto narrativo diciéndonos que son las típicas obsesiones de su director. Y cuando creemos haberle pillado el truco a la película, entonces va Lynch y nos arroja sin compasión a la realidad; y nos damos cuenta de la gran cantidad de verdades que contenía el sueño, y que en la narración, como en otro iceberg, la parte onírica que confundimos con lo real es mucho mayor de lo que imaginábamos. Pero por encima de todo está la idea más desconcertante que consigue deslizar Lynch: la facilidad con la que una azarosa mezcla de certezas y ensoñaciones puede llegar a suplir, sin darnos cuenta, nuestra sensación de realidad.

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