En Perfect days (2023) convergen muchos de los temas y puntos de vista del cine de Wim Wenders, los cuales hemos podido conocer a través de su filmografía. Ahora, a sus 79 años, con casi todo visto y rodado, nos ofrece una historia que es difícil no ver y entender como propuesta, aspiración y/o actitud vital. Para empezar, está su fascinación por la cultura japonesa, especialmente los espacios ultraurbanizados de Tokio, que ya sirvieron de escenario al curioso experimento documental que fue Tokio-Ga (1985); también su predilección por protagonistas afásicos, deliberadamente autoposicionados en las orillas de la sociabilidad --como Travis en Paris, Texas (1984) o Howard en Llamando a las puertas del cielo (2005)--; su tendencia casi connatural por los argumentos mínimos, rodados al estilo documental, sin apenas diálogos. Sin pretenderlo o no, también quizá con los pulcros, educados y ordenados protagonistas masculinos de las novelas de Murakami. La cosa es que Perfect days se parece mucho a un testamento cinematográfico, una invitación a adoptar una disposición ante la vida que nos aporte serenidad, evite conflictos y nos relacione con nuestros semejantes lo justo y necesario, sin renunciar a ayudar a los raros y a los desconocidos (un posicionamiento cercano a los postulados de la doctrina católica, que influenció bastante al joven Wenders y que se aprecia en bastantes de sus películas y protagonistas).
Hirayama es un hombre que trabaja limpiando los famosos y vistosos servicios públicos de Tokio, realizando su tarea con una pulcritud y una perfección envidiables, excesiva para un trabajo considerado menor (que evoca claramente a El último (1924) de F. W. Murnau). Apenas deja entrever su contrariedad antes las adversidades del día a día o los cambios de humor y de parecer de las personas con las que se cruza. Muy pocos imprevistos alteran su rutina diaria: su protocolo desde que se levanta hasta que sale de casa y coge el coche, su almuerzo siempre en el mismo parque, sus paseos en bicicleta, su escaso ocio social y sus noches dedicadas a la lectura hasta que cae rendido de sueño (en esa avidez lectora, constante y autodidacta, me veo absolutamente reflejado). Eso y la fascinación por los árboles, la luz y el cielo, que no deja de capturar en fotos que acumula en casa en cajas de metal. Aunque esto es prácticamente toda la película, no estoy arruinando la experiencia a quienes no la hayan visto, porque mientras la cámara sigue a Hirayama pasan cosas, muchas cosas. Nada excepcional, nada terrible (o casi), tan sólo sucesos y situaciones con los que todos nos hemos topado en algún momento de nuestras existencias.
No debe extrañar la buena acogida de público y de crítica con la que ha sido recibida Perfect days, puesto que Wenders se atreve con un anhelo que late detrás de todo nuestro estrés: insatisfacción permanente, pensamiento positivo obligatorio, mindfulness, consejos del buen vivir, escapadas no masificadas con encanto, discursos terapéuticos y demás ideologías del supuesto bienestar (de cuyas bondades muy pocos parecen beneficiarse, un claro indicador del estado de nervios y desorientación que hemos alcanzado). En cambio, cosas como lograr la tranquilidad de espíritu, aprender a conducirnos por la vida sin preocuparnos de su inevitable final y dejar de lado toda ambición material, todo eso son los días perfectos a los que alude el título, esos en los que Hirayama se arrebuja en su futón y comprende que no ha habido nada que le haya provocado dolor, tristeza o decepción. Al fin y al cabo, a estas alturas, ¿quién no desea algo así? Perfect days logra condensar, a pesar de su estilo (consecuente e inevitablemente pausado y detallista), lo que es sin duda una aspiración personal del propio cineasta, pero también un anhelo prácticamente universal de nuestra civilización, lo que explica su éxito entre bastantes no fans de Wenders. Quienes hemos seguido de cerca sus filmes, ya estábamos rendidos de antemano después de ver el avance...
No hay comentarios:
Publicar un comentario