Están la música, los videoclips, las modas y algunas películas emblemáticas que cambiaron la historia del cine. También un comportamiento superficial como actitud vital, de dejar hacer, de todo vale, de estar permanentemente abiertos a descubrimientos desprejuiciados... El tópico de los ochenta tiene una base muy real, pero también tiene un lado bastante oscuro, asomando de refilón en esas mismas músicas, videoclips, modas y películas: ropa hortera, bebidas artificiales supuestamente bajas en calorías, peinados estrambóticos, una ética del capitalismo desbocado, la conquista de un espacio propio para la adolescencia, reivindicándose como grupo social --una vez alcanzado el estatus de grupo de consumo-- independiente e incomprensible para quienes no pertenecen a él, familias desestructuradas por todo lo anterior... La adolescencia como etapa que nos resistiremos toda la vida a abandonar mental y sentimentalmente. Colores chillones, un inexplicable terror a toda clase de holocaustos sobrevenidos (naturales, estéticos, industriales, generacionales), auge de los Cultural Studies (el insoportable sarampión de las universidades)... En definitiva, visto con la perspectiva de los años, no pasa de ser una mezcla donde cada cual extrae lo mejor y lo peor en base a intereses y preferencias propios. Nada que no pueda concluirse de cualquier otra época de la historia marcada por profundos cambios sociales y de mentalidad. Los ochenta no inventaron nada nuevo, si acaso una singular expresión material y teórica de todo ese desbarajuste que sigue fascinando.
Noah Baumbach se ha sumergido en esa década rara, repleta de claroscuros y un tanto esperpéntica que le tocó vivir en su juventud; y lo hace guiado por la novela de Don DeLillo, publicada en pleno apogeo de lo ochentero (lo que da la medida de la capacidad de anticipación paródica y crítica de su autor). El libro y la película son un catálogo de todo tipo de paranoias y obsesiones, fruto de una época política y económica marcada por la desregulación, que se despliega en una anécdota verosímil en la que, cada dos por tres, asoman situaciones ridículas, teorías conspiranoides avant la lettre, toneladas de tópicos, desinformación segada y/o inventada... A un espectador que no haya vivido aquella época, probablemente todo lo que lea/vea le resulte ajeno, exagerado, disparatado, gratuito, pasado de moda incluso; una ficción que --para ellos-- ha quedado desconectada de la realidad que la inspiró.
Sin embargo, en Ruido de fondo (2022) me ha dado la impresión de que Baumbach se ha atrevido a contar su historia habitual (reflexiones punzantes y distantes respecto a la existencia, la cultura y la sociedad de consumo usando como portavoces a personajes incompletos o deformados) usando un género que no es el suyo. Y aunque he detectado elementos tomados de aquí y allá --planos calcados a Weekend (1967) de Godard, el retrato caótico de las familias de clase media de las películas de Spielberg, el cine catastrofista tardosetentero--, no le he notado cómodo con los recursos que se ha visto obligado a utilizar. Como por ejemplo con la dilatación del tiempo de la historia (él, precisamente, que se caracteriza por su velocidad expositiva), sin apenas tiempo para dejar caer sus puyitas como remate en escenas desopilantes. Seguramente por eso aparecen todas de golpe en un epílogo forzado y trivial que suena a autoparodia involuntaria (y que no recuerdo en el libro, francamente). Un último cuarto de película no ayuda precisamente a prepararnos para ese colofón: la historia se precipita sin interés, con una pareja protagonista experimentando una catarsis excesiva, dispersa y cansina (no exenta de algunas píldoras de humor geniales).
Ruido de fondo puede que haya supuesto un reto justo y necesario para Baumbach, también incluso para nuestra generación, pero para todas las demás audiencias el filme no pasa de ser una excentricidad, una comedia alocada que no pierde la oportunidad de colar unas dosis de filosofía vital que no destacan como la auténtica voz de su director. Quizá él las vea como cargas de profundidad que relativicen o pongan en evidencia la fascinación que aún hoy despierta lo ochentero, pero lo cierto es que apenas cala entre los que nos reconocemos como fans de Baumbach. Así que, para quienes no lo son, la impresión final es imprevisible: extrañeza, humor raruno, pastiche, imitación, homenaje... Cualquier cosa excepto la verdad sobre los ochenta.
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