sábado, 6 de junio de 2020

La vida soñada de la soledad (La virgen de agosto)

No habrían hecho falta las declaraciones y explicaciones de su director --Jonás Trueba--, para que quedaran claras las fuentes de las que bebe La virgen de agosto (2019). Saltan a la vista en planos, organización del argumento y elección de situaciones entre otros detalles, al menos para quien conozca a los cineastas y títulos parafraseados/citados/involucrados. Así que, de entrada, estamos ante un proyecto artístico bien fundamentado y coherente. La segunda cosa a destacar es la adscripción explícita que el mismo Trueba hace de su película --y que coincide casi palabra por palabra con una de mis ideas-fuerza sobre determinadas películas, razón por la cual me reafirma aún más-- sobre esa selecta y reconocible lista de títulos rodados en grandes capitales del hemisferio norte en lo más caluroso y solitario de sus veranos. Un manojo de filmes que están a las puertas de conformar, por derecho propio, todo un género cinematográfico. Al cual por cierto soy adicto.

Empecemos por la segunda de sus virtudes. La comparación con Vacaciones de Ferragosto (2008) es inevitable: coinciden ambas en las fechas en las que se sitúa la acción (en el centro neurálgico del verano que supone el 15 de agosto), pero son lo opuesto en cuanto a planteamiento, personajes, anécdota central y retrato en escorzo de la ciudad donde se localizan (Roma y su mítica fiesta de origen romano; Madrid y sus verbenas populares). Mientras que di Gregorio usa la ciudad eterna como bambalina casi borrosa, Trueba quiere que Madrid supure por entre los planos donde se desarrolla su exiguo argumento. Ninguno tiene interés en mostrar las ciudades desiertas y abrasadas que todos imaginamos, pero mientras uno la usa para explicar algunas conductas de sus protagonistas, este de ahora prefiere que esa presencia no filmada ni verbalizada influya en sus personajes. El problema es que lograr esto último es bastante difícil y requiere una escenificación artificial técnica y artística que además no debe trascender al espectador para parecer natural; además, es poco probable que lo consigas si renuncias a manipular dramáticamente del guión, que es lo que establece Trueba desde un principio.

Vamos ahora con el cineasta que sirve de triple inspiración (formato, tono y tema) a La virgen de agosto. Es, nada más y nada menos, que el Rohmer de uno de sus filmes más delicados e incomprendidos: El rayo verde (1986), una historia que casi materializa en su protagonista femenina la esencia de aquellos/as ochenteros/as que no se sentían parte de su generación y anticipaban sin saberlo la marea indie que arrasó en los noventa y en la que muy probablemente habrían encajado. La película de Trueba adopta la estructura en forma de calendario (rótulos que marcan el paso de los días y del relato, un rasgo de estilo muy habitual en Rohmer), el itinerario espiritual de la protagonista en plena soledad canicular que --y aquí es donde Trueba decide explícitamente no seguir a su modelo-- busca (re)encontrarse en el corazón de su ciudad natal, en plena concatenación de verbenas populares/patronales, celebraciones que dejan asomar la parte más pueblerina y entrañable de una urbe que parece haber olvidado sus orígenes (Trueba dixit). Estas premisas obligan a la narración a permanecer a ras de suelo, a renunciar a las habituales convenciones dramáticas y a recrearse en momentos aparentemente vacíos, reflexivos, anodinos; en callejones sin salida argumental ni propósito al servicio de un relato que no se materializa con el paso de las escenas. No se facilita al espectador una pauta deducible de los verdaderos --y nunca enfatizados-- centros de gravedad de la historia.



La diferencia con Rohmer es que éste manipula un relato con un objetivo moral y narrativo, aceptando los requisitos que implica, la pérdida de naturalidad, la dosificación artificial y subjetiva de escenas orientadas a un objetivo superior... Mientras que Trueba está convencido de que es posible establecer una serie de hitos argumentales mínimos y que la cámara, el reparto y el ambiente creativo del equipo y las localizaciones hagan el resto. Es cierto que el resultado se puede considerar un híbrido entre ficción y documental, fascinante y resistente al etiquetado unívoco, pero no estoy seguro de que eso por sí solo sea una virtud. No comunica, no transmite una diégesis coherente de la experiencia retratada. Para quien esto escribe, si renuncias a manipular la historia y lo dejas todo en manos de otra instancia que no sea la narradora (inspiración, estado sentimental), estás jugando a la lotería, esperando que al otro lado de la pantalla se produzca la misma secuencia subjetiva que puso en marcha el guión y el rodaje. Es ambicioso, pero también una apuesta que difícilmente llega a cubrirse.

Un lugar común de la crítica cinematográfica sostiene que si el/la protagonista no cae bien, es extremadamente raro/a o inasible es casi imposible que el espectador entre en la película. Otro defiende que es necesario un mínimo de manipulación de los acontecimientos para que el público los perciba como un relato. No basta con poner la cámara, porque entonces todo queda fiado a la situación, a la probabilidad, a la casualidad. Rodar y luego decidir rodar otras cosas porque lo anterior ha ido en una dirección no es un guión, es una improvisación que luego no siempre es posible reconducir en la mesa de montaje. Un tercero recomienda ir al grano en relatos contemplativos que buscan aislar algunas paradojas de la vida y el amor también, porque si demoras en exceso los planos mostrativos el espectador no siempre profundizará en la dirección prevista por el equipo artístico; podría experimentar un efecto de irrealidad, desapego o esnobismo letales. Y por último, y no me canso de repetirlo: o buena parte de los actores y actrices españoles necesitan un logopeda que les ayude a vocalizar o los responsables del sonido directo no emplean la mejor tecnología disponible en el mercado. Sí, es cierto, el sonido ambiente es un puntazo, ayuda a entrar en situación, da autenticidad, pero si impide entender los diálogos es como la potencia sin control: no sirve de nada.

Si los millenials culturetas de comienzos del XXI son mayoría tal como los retrata La virgen de agosto estamos aviaos (como se suele decir por la Meseta), porque están sorprendentemente vinculados a numerosas señas de identidad ochenteras, como prestadas o heredadas a la fuerza de sus padres (los auténticos ochenteros nativos). ¿Podrá sobrellevar esta juventud el enorme peso de semejantes #hashtags socioculturales? El quinto largometraje de Trueba supone un derrape importante respecto a la ya lejana y prometedora Los exiliados románticos (2015), donde tampoco es que hubiera un relato pormenorizado, pero sí protagonistas divertidos y sinceros y un objetivo que trascendía los límites de la escena. No puedo terminar sin destacar una virtud innegable a La virgen de agosto: los detalles de autenticidad que va dejando por el camino, un mérito indudable de su equipo técnico y artístico.

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