Se ha montado un buen revuelo por La peor persona del mundo (2021), una película que estoy casi convencido que se rodó teniendo en mente el marco mental de un género muy distinto del que críticos, expertas y audiencias usan para consumir y analizar. En este artículo tienes una buena muestra: su protagonista --Julie, una mujer joven, brillante y atractiva-- es confrontada con otros modelos cinematográficos, como la Frances de Frances Ha (2012), la distante y enmarañada Fleabag de Fleabag (2016-2019), incluso con la lejana --y casi ya inexplicable en términos actuales-- Annie de Annie Hall (1977). Lo único que tienen en común todas ellas es que el nombre del personaje principal forma parte del título (muy revelador) y que son personas de difícil acercamiento, trato y comprensión para los hombres. De ese finísimo hilo rojo, extraer una evolución y una teoría sociológica plausible me parece muy arriesgado. No por lo que pueda surgir, sino porque todo se basa en ficción comercial, no lo olvidemos...
La cosa es que, en estos tiempos de reivindicación positiva y rebelde, en cuanto un personaje femenino exhibe fuertes dosis de desinhibición sexual, el mismo comportamiento depredador y egoísta de los hombres hacia las mujeres (pero al revés, claro) y unas escogidas declaraciones en momentos definitorios que sirvan para reventar, poner al límite o desbordar el mansplaining, es casi inevitable asignar a esa ficción una responsabilidad social, una lectura en clave de activismo político, un modelo de cambio que conviene recomendar y divulgar entre las generaciones jóvenes. Y, por supuesto, el problema de la instancia que materializa y selecciona los sucesos de la historia, lo que en la terminología contemporánea se denomina la voz desde la que nos habla la película, a la que se somete a un exhaustivo --casi paranoico-- análisis y desmenuzamiento en busca de cualquier falla o contradicción que rebaje su índice de legitimidad, que se presupone íntegro y sin la más mínima tacha u olvido. Cuando todo esto concurre, la narración, la historia, los recursos dramáticos, quedan en un injusto segundo plano; lo llenan todo los posicionamientos (explícitos o intuidos), las impugnaciones (preferiblemente subversivas) a los modelos dominantes y/o acomodados y la visibilización de una autoridad masculina que sigue marcando los límites del terreno de juego y las normas del combate (sin duda lo que más regocijo produce a l@s convencid@s de antemano). Resulta revelador que personajes femeninos tan poliédricos y que han suscitado tanto debate mediático sean producto de la creatividad masculina (en este caso de Joachim Trier, director y guionista, y de Eskil Vogt, coguionista). Para bastante gente, ese simple detalle implica una desautorización completa de todo el filme, para otros tantos, un defecto no necesariamente estructural y, para unos pocos raros, una agradable sorpresa que devuelve a los narradores la potestad de hablar más allá de su género, circunstancia y/o experiencia vital. Seguimos atascados en una época en la que resulta herético escribir, componer o filmar sobre cosas no directamente vividas o que no se conocen de primera mano. Seguimos olvidando que lo que se juzga es el resultado de estos testimonios --de ficción, no hay que olvidarlo-- no el expediente vital y personal del creador/a. Ser hombre, mujer, cualquier posicionamiento en el espectro de género, pertenecer a una minoría, ser víctima o superviviente, no garantiza ni legitima la verdad y vigencia inatacable de sus discursos y argumentaciones. Como tampoco lo hace pertenecer al grupo mayoritario, dominante, enquistado en el poder o que carga con una tradición patriarcal, colonialista y/o imperialista.
No se vayan todavía, aún hay más: desde que hay ficción ha habido héroes (sí, en masculino): hombres fuertes, valientes, atractivos, seguros y resolutivos que fueron creando durante siglos un arquetipo narrativo cuya función principal ha sido la de supeditarse a un relato, no convertirse obligatoriamente en un modelo a imitar/admirar. En ese esquema, por fortuna, van entrando cada vez más géneros, minorías y víctimas de toda clase. Ese proceso de apertura comenzó en las postrimerías del siglo XX: los héroes ya no eran vistos como simples agentes de una historia, sino productos de una cultura patriarcal, caucásica, imperialista, violenta y/o racista que pedía a gritos una vuela al calcetín. Surgieron entonces los antihéroes (todavía masculinos, sí), contratipos cuidadosamente escogidos que ofrecían más matices y contradicciones que los petrificados héroes clásicos: debilitos, temerosos, majetes, dubitativos, pardillos, sensibles... En el cine la tendencia se inició tímidamente en los ochenta --Indiana Jones, la saga del Corazón verde (1984, 1985), Han Solo--, y se hizo hegemónica a principios de los dos mil. En la siguiente década el modelo incorporó mujeres, minorías, etnias, orientaciones sexuales y, por suerte, ya no hay posibilidad de vuelta atrás. Un efecto colateral de esta evolución imprevisible es que ya no queda sitio para arquetipos clásicos, masculinos o sin aristas; ya no aceptamos así como así --a no ser que haya un conflicto de posicionamiento automático que lo justifique-- la heroicidad sin matices ni fisuras. Ahora todos estos héroes y heroínas deben hacerse un hueco mediático como antihéroes, referentes que --por mucho que no se mencione-- no se explican sin sus predecesores patriarcales, machistas, violentos e imperialistas. Y ahí estamos, atascados en pleno pifostio acerca de la legitimidad y la detección de incoherencias en los antiguos modelos y principios de progreso del pasado. Hoy es imposible extirpar la parte de reivindicación, visibilidad y representación en las ficciones que se designan como arquetípicas o impugnadoras. Eso es exactamente lo que le ha pasado a Julie, la protagonista de La peor persona del mundo (2021).
Si hacemos un esfuerzo por abstraer todo esto como parte de un contexto coyuntural y con caducidad garantizada, la película me parece un drama original protagonizado por una persona que no acaba de caer bien, egoísta, inestable emocionalmente y con ciertos momentos de lucidez. Julie no es perfecta, al contrario, es un dechado de contradicciones, como tanta gente con la que nos hemos topado en nuestras vidas. Una historia con dos partes bien diferenciadas: una en la que Julie no termina de encajar en muchos de los tópicos sobre la vida y el amor que asignamos de serie a las treintañeras de carácter fuerte, la que ofrece los momentos más intensos y divertidos; y una segunda en la que el drama previsible y anticipable oscurece los logros de la primera, y en la que la protagonista nos parece más insoportable. Un filme original que no está a la altura de la polvareda que ha levantado, signo de los tiempos de mala conciencia que nos gastamos...
Y si es casi obligatorio encontrar a toda costa un hilo rojo que una a todos los personajes femeninos y complejos en el cine, ¿por qué no ampliar el foco y buscarlo en filmografías y etapas que se consideran superadas, contaminadas, fuera de los parámetros actuales en cuanto a discurso igualitario? Incluyamos también a los que, de entrada, nos parecen poco ejemplarizantes, no posicionados en contra o al margen del patriarcalismo vigente en su momento. Me refiero a la inefable Holly Golightly de Desayuno con diamantes (1961), a la Summer de (500) días juntos (2009), incluso a la falsa feminista Maddie Hayes de Luz de luna (1985-1989). ¿Acaso Julie no ha heredado algún rasgo de todas ellas? ¿La coherencia de su modelo de vida y de actitud en su tiempo debe ser el único criterio de valoración? ¿Qué debería pesar más: que la voz que hay detrás sea masculina o el efecto final de la historia sobre las audiencias?
Estoy persuadido de que no hay que ver La peor persona del mundo como un juicio neorrancio ni como una reivindicación orgullosa y militante de las treintañeras postmillenials --aka Generación Z-- con su necesariamente desigual mezcla de valentía y neuras. ¿Que resulta que a las personas como Julie no hay por dónde cogerlas, no caen bien, no saben lo que quieren y, si lo saben, no lo expresan debidamente y a tiempo? Pues igual resulta que es la trayectoria vital (y no un posicionamiento ideológico; un aspecto que la película renuncia a poner en primer plano, por cierto) lo que provoca que no que haya bastante de todo eso en los deseos, pensamientos y actos de Julie. ¿Que además resulta incómoda y/o hace que los hombres perdamos interés? ¿No será más bien un síntoma de la sociedad de los intercambios tinderizados en la que estamos empantanados, que afecta a hombres y mujeres por igual, y no un problema de actitud? No lo descartemos tan rápidamente...
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