viernes, 24 de mayo de 2013

El libro de estilo del encanto y la delicadeza (Desayuno con diamantes)

«No entregues nunca tu corazón a un ser salvaje, porque si lo haces, más fuerte se vuelve. Hasta que tiene la suficiente fuerza para volver al bosque o volar hacia un árbol. Y luego a otro más alto hasta que desaparece».

Es difícil hacer un elogio de una película que tanta gente antes que tú ha puesto por las nubes y aun así crees que se han quedado cortos. No hay prácticamente espacio para añadir algo nuevo que además suene divertido, mantenga un cierto tono legendario --acorde con su categoría de clásico-- y no pierda de vista un cierto toque personal e intimista. Y por si no fuera suficiente, que de paso resulte motivador para el lector que no la ha visto. Pero hay que intentarlo, porque --al igual que con Casablanca (1942)-- necesito dejar por escrito todo lo que Desayuno con diamantes (1961) supone en mi biofilmografía.

Tras decenas de visionados, en las más diversas edades y situaciones sentimentales, y después de leer tres veces el libro me he dado cuenta de un detalle sorprendente que me había pasado inadvertido hasta que he terminado la tercera lectura: la mayoría de la ficción que suelo escribir son variaciones implícitas del magistral relato de Truman Capote (Desayuno en Tiffany's, publicado en 1958). La elección del narrador y del punto de vista, la selección --entre irrepetible y doméstica-- de sucesos y anécdotas (algo que, en ocasiones, alcanza incluso a las crónicas de algunos de los filmes que comento), incluso del estilo entre directo y delicado, buscan el mismo equilibrio imperfecto entre una ficción reconstruida a base de fragmentos de realidad tomados aquí y allá y una considerable acumulación de momentos curiosos y definitorios que puedan desprender (aunque sea leve y/o tangencialmente) algo de encanto. Ahora que me he formulado este pensamiento y lo he revisado retrospectivamente, comprendo que mi tema y mi objetivo están estrechamente vinculados a la anécdota y al estilo del original literario de Capote, tratando de alcanzar, dentro de mis posibilidades, la misma perfección que roza Desayuno en Tiffany's, con el propósito de dar con mi propia versión de realidad mejorada.



En primer lugar, la estructura del cuento: el protagonista/narrador evoca, en un tono entre nostálgico y sutilmente analítico, un tiempo pasado --cuando era un joven aspirante a escritor recién llegado a Nueva York-- que, por atribución posterior, él mismo considera de una felicidad pasajera, sembrada de detalles y decisiones que luego resultaron definitorios de un presente que nunca se acaba de detallar en el relato. Es importante el matiz: mientras es testigo de los acontecimientos que narra (nunca participando directamente, apañándoselas para estar siempre presente o, si acaso, influyendo con sus actos y sus palabras en los personajes principales) no es consciente de su importancia, de los efectos que iban a tener en su manera de ser y ver las cosas. No es hasta años después, cuando ya nada tiene remedio, cuando decide ponerlo por escrito, para otorgarle a cada instante el valor que debió tener. Pero además de todos esos méritos, está la calculada ambigüedad del autor para no contradecir con sus palabras lo que, para muchos, es un hecho implícito, no revelado de forma consciente: que Paul (un trasunto del propio Capote, un inadecuadísimo George Peppard en la película) es gay y, en realidad, no está enamorado de Holly. Si no fuera por ese detalle, Desayuno en Tiffany's sería un relato romántico al estilo clásico; pero es esta mínima decisión formal, el uso milimétrico de las palabras para no tener que llamar a las cosas por su nombre, no tener que revelar la parte que desea mantener oculta y la manera magistral de Capote de impedir que ese escamoteo deliberado entre en contradicción con los sucesos y los sentimientos del relato; es la combinación de estas tres decisiones la que, a mi juicio, hace de este texto algo irrepetible. Hasta tal punto me ha influenciado su universo que (no sé si por un requisito estético o biográfico) mis textos reproducen, casi inconscientemente, esa misma combinación narrativa, optando casi siempre por protagonistas que escamotean --sutil y deliberadamente-- una parte de sus sentimientos y opiniones, incluso para algunos de los acontecimientos narrados, porque no encajan con el punto de vista que ha decidido adoptar al contarlos.

A continuación, el estilo inimitable de Capote: un autor dotado como pocos para la narración, capaz de entremezclar con maestría amigos y conocidos reales, personajes públicos parcialmente retratados, anécdotas, detalles biográficos, ocurrencias, invenciones y toda clase de materiales de ficción con una verosimilitud sin fisuras. Por encima de todo admiro su capacidad para definir lo más profundo de sus personajes mediante situaciones cotidianas no exentas de singularidad. Al leer el libro descubrí que la mayoría de las frases y réplicas antológicas de la película no eran fruto del guionista (George Axelrod, nominado al Oscar en 1962), sino que ya estaban en el original literario; en cualquier caso, el mérito del adaptador consistió en haber sabido localizarlas y redistribuirlas con ingenio en las escenas importantes:

«Se tarda exactamente cuatro segundos para ir de aquí a la puerta. Yo le doy dos».

«¡Es un canalla corriente, ni siquiera es un supercanalla!»

«Dame el bolso cariño, no se puede leer algo así sin llevar los labios pintados... Léemelo ¿quieres? Yo no podría hacerlo.»

«Estoy cansada de esta ciudad; hay ciertos tonos de luz del alumbrado que estropean el cutis. No podría ir a ninguna parte sin que se fijaran en mí»
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En tercer lugar, todo lo demás: el protagonista que escribe los primeros relatos, que marcarán su trayectoria posterior (y que se da por supuesta en el presente indefinido desde el que cuenta la historia); la calculada galería de secundarios que entran y salen, sintética y magistralmente esbozados; la delicada combinación de intimidad doméstica con otros momentos únicos que escapan al control de los protagonistas... Todo esto acierta la película de Blake Edwards a condensarlo y reordenarlo sin que se pierda de vista el armazón principal del relato, modificando el ambiente y el tono narrativo gracias a nuevas escenas que, sin modificar el sentido original de la historia, la convierten en algo distinto y nuevo. El más importante: transformar una historia entre triste, nostálgica y desencantada en una comedia agridulce, mucho más digerible para el gran público. Además, el filme elimina la ambigüedad narrativa que le imprimió Capote, el retrato de Nueva York en plena guerra y las referencias explícitas al sexo y a las drogas, pero mejora y condensa otros igualmente fundamentales: la cita entre Paul y Holly en la que cada cual propone alternativamente algo para hacer o visitar juntos (convertida desde entonces en mi ideal hacia el que debe tender toda relación); el caos de la fiesta en casa de Holly --un borrador de El guateque (1968), del mismo Edwards--; la canción Moon river, interpretada una tarde cualquiera en la escalera de incendios, que supone el comienzo de una nueva intimidad entre Holly y Paul; la forma natural y única que tiene Holly de fascinar a los hombres (especialmente a Paul) con sus comentarios o sus imprevistos (un regalo, una visita a una prisión, dormir abrazados, una solemne declaración de principios... de vigencia semanal).

También los personajes sufren las modificaciones necesarias para hacerlos compatibles con el género cinematográfico: Paul pasa de ser un tipo solitario a convertirse en el mantenido de una esposa rica y cosmopolita; mientras que a Holly se le extirpa --aunque no en su totalidad-- el fondo de tristeza y soledad existencial que destila su personalidad (y que, curiosamente, es lo que la hace tan atractiva, lo suficiente para haberla convertido en un arquetipo universal femenino todavía vigente) para ofrecer una cara más superficial y alocada, acorde con el tono de comedia. El filme, en definitiva, se las apaña para reconducir los elementos conflictivos del relato en una parte menor del argumento, a la vez que sitúa en primer plano todo aquello que suene a comedia romántica con protagonistas heterosexuales. Aun así, Desayuno con diamantes juguetea peligrosamente con las fronteras de la indecencia que se permitía mostrar Hollywood en aquellos años, pero sabe salir airosa gracias a ese final modificado y al humor con que se resuelven la mayoría de las situaciones potencialmente escandalosas.

Por encima de todas estas virtudes y aciertos, lo más importante del libro y de la película, aquello que los hace universales y mantiene su aura mítica, es el personaje de Holly Golightly, la quintaesencia de la mujer atractiva, divertida, espontánea, capaz de atraer y decepcionar a la vez; un ser que quiere resultar inalcanzable, incluso para los más próximos a ella, pero no por un prurito de elitismo, sino por miedo a perder su esencia y su libertad. Para Holly la dependencia --especialmente la que implica una relación sentimental-- es una debilidad, un lastre que impide disfrutar la vida sin trabas. Por eso Holly desea, por encima de todo, encontrar un marido rico, muy rico, que le permita rodearse de posesiones que, finalmente, pueda llamar «suyas» (y no los pocos objetos que tiene en su casa mientras lo encuentra), porque para ella las personas, por definición, son (deben ser) inasibles, mantenerse en el lado salvaje de una existencia libre. Lo sintetiza magníficamente uno de los personajes (su agente O.J. Berman, interpretado por Martin Balsam), una de las muchas personas que, tras conocerla, desea retenerla pero debe rendirse a su encanto y, finalmente, tras haber quedado fascinado por su estilo y su forma de ser, se ve obligado a dejarla pasar: «es una farsante, pero es auténtica». El hecho de que Audrey Hepburn (en el mejor personaje de su carrera) interpretara y pusiera rostro al personaje de Holly Golightly ha impedido que existan nuevas versiones cinematográficas de este clásico único (un poco como sucedió con Psicosis (1962), hasta que en 1998 Van Sant quiso estrellarse contra el muro que todos veían menos él). Hepburn completa, con su imagen y su actuación, el personaje literario, dotándolo de una concreción que no anula --ni siquiera parcialmente-- todos los matices no románticos que contenía el texto. La Holly Golightly de Audrey ha acabado convertida en un arquetipo universal de delicadeza, encanto y una sutil y atemporal atracción sexual. No estamos ante un caso de éxito no previsto o de significación pública diferente a la inicialmente pensada por el autor, sino de un personaje antológico creado por la literatura indudablemente potenciado y mejorado por el cine. No es casualidad que buena parte del aura mítica de la actriz se debe sin duda a esta película, pero también el hecho de que, aun habiendo transcurrido tantos años desde su muerte, sigan surgiendo nuevos fans de la actriz, atraídos tanto por su inimitable estilo como por el texto de Capote y el filme de Edwards.



La adaptación cinematográfica de Desayuno en Tiffany's demuestra que un mismo texto admite cambios selectivos que potencien su esencia porque descubren posibilidades no exploradas: el relato de Capote es una evocación realista de una época concreta, sin escatimar detalles escabrosos, mientras que el filme es un argumento romántico que pasa de puntillas por los elementos moralmente conflictivos para la época, pero demostrando que el encanto de la protagonista puede quedar intacto sin perjudicar la fidelidad al original. Alguno puede considerar un fraude el final feliz de la película, o el hecho de ocultar o modificar deliberadamente toda referencia a la sexualidad, las drogas o cualquier actitud que resulte incómoda desde el punto de vista conservador, pero es innegable que mantiene los rasgos fundamentales que aportan sentido al argumento, revelando que se trata de un proceso consciente durante la adaptación, sin perder de vista el valor del material que se manejaba (escenas y diálogos). Es más, las dos aportaciones cruciales del filme, aparte de la elección de la protagonista femenina, son dos escenas que no aparecen en el cuento: la que abre la película, con Audrey Hepburn admirando, en una desierta Quinta Avenida, los escaparates de Tiffany's tras una juerga nocturna (una imagen que forma parte de la leyenda neoyorquina); y la que transcurre en el interior de la joyería, culminada con el impagable diálogo con uno de los encargados:

-Diez dólares es el máximo que podemos gastar.
-¿Tiene usted algo por esa cantidad?
-Francamente, la selección de mercancía por ese precio es muy limitada... Y ya sé que ustedes tienen de todo, pero esta maravilla en plata de ley para marcar los números de teléfono sólo cuesta 6,60.
-El precio está bien pero yo quería algo más sentimental...
-Tiene usted razón, me tendría que pasar la vida telefoneando para recordarle y sería antieconómico...
-Lo comprendo...


Audrey Hepburn es la razón principal de que Desayuno con diamantes sea, todavía hoy, una película adorable en toda la extensión de su término. Su figura y su estilo tratan de ser imitados, de la misma manera que su aspecto y su moda siguen manteniendo un cierto aspecto moderno. Su delgadez, pero también sus elegantes movimientos, su carácter alegre y controladamente zumbado (hasta el punto de que uno se pregunta si es sincera o no) hacen de ella y de la película algo cercano e inasequible a la vez, exactamente como quería Holly.




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