Antes que nada, debo advertir que --en su día-- fui a ver The wall (El Muro) (1982) de Alan Parker con los sentidos incrementados y con unas expectativas altísimas. Cada escena, cada fotograma, cada elección, cada puesta en imágenes era minuciosamente cotejada con las que yo mismo había ido forjando cada vez que escuchaba el álbum de 1979. Incluso creo que algunos fragmentos musicales inspiraron uno de mis primeros intentos de componer algo así como un relato de ficción. El muro de Pink Floyd ya formaba parte de mi educación sentimental y musical cuando vino a sumarse el filme. Lo único que me impidió disfrutarlo con plenitud fue que, en aquellos años, estaba en pleno auge el absurdo debate acerca de la conveniencia o no de asociar imágenes a canciones, una ridícula teoría que afirmaba que estos audiovisuales --y, por extensión, el largometraje de Alan parker-- eran una manera de limitar nuestra imaginación, de ceder la primacía de la música a unas imágenes impuestas externamente. Eran los ochenta, estábamos cargados de puñetas y en esto el tiempo también nos ha quitado la razón.
El muro --el álbum-- narra una historia deprimente y depresiva, tangencialmente inspirada en la vida de Waters --Gilmour apenas colaboró en un par de temas-- y en el momento de su publicación se consumió y se alabó como una crónica alienante del mundo contemporáneo, de ciertas neurosis que afectan a los cantantes de rock de éxito planetario y adictos a las drogas... Pero sobre todo como una crónica de los lastres de la infancia (padres freudianamente ausentes, madres sobreportectoras y castrantes, entornos socialmente hostiles...) que cortocircuitan con severidad el trato natural con las demás mujeres e inducen una reacción a medio camino entre el cooconing y la violencia fascista. El muro que da título al álbum se supone que es una barrera mental que va construyendo el protagonista y que le sirve para aislarse del mundo, hasta que --en un extraño proceso judicial-- es condenado a destruirlo y enfrentarse a él. Se trata de un producto propio de los nefastos setenta desde el punto de vista de la ideología y la política, un álbum conceptual --como todos los que compuso Waters para Pink Floyd-- carente de escenificación (al contrario que la ópera-rock) que demandaba a gritos una traslación en imágenes.
Este álbum doble no se diferencia en lo fundamental del resto de obras previas de Pink Floyd (tema central y único, canciones que hilvanan un tenue pero reconocible relato, algunas informaciones complementarias ofrecidas por el propio Waters a toro pasado); sin embargo, en el contexto de la historia del rock, es la culminación de una forma de entender la música como introspección y hasta como narración. Además, posee la ventaja de que su metáfora central (el muro) resulta tan contundente como vigente.
Alan Parker rodó The wall (El Muro) (1982) --con guión del propio Waters-- cuando el disco estaba en pleno proceso de conversión en referencia generacional, pero también cuando el videoclip arrasaba en la televisión y sacudía los cimientos de la narración audiovisual tradicional. Había curiosidad por saber qué imágenes escogía Parker para asociarlas a determinados fragmentos musicales. Por otro lado, la película no desmerece en absoluto la habilidad de los artistas británicos para meter los dedos en todas las llagas y, de paso, hacer autocrítica sincera y formalmente impecable de nulas o escasas consecuencias: Waters y Parker supieron incorporar a una banda sonora que ya funcionaba sola con una banda-imagen que, por lo menos, no restaba ni desmerecía fuerza, más bien reforzaba su significación. El conjunto resultante es bastante correcto, aunque el paso del tiempo le ha hecho perder eficacia y vigencia a su crítica y al mundo que retrata. Hoy su argumento --al menos verosímil y con una base real-- no pasa de ser una fábula convertida en tópico: el declive de una estrella de la música por culpa del aislamiento, los intereses creados y el consumo de drogas que ayuden a sobrellevar todo eso. El componente biográfico queda claro en el primer tercio del filme y del álbum, mientras que los dos siguientes se centran en el día a día del show business y la manifestación del fondo fascistoide reprimido y/o reactivo del protagonista.
La película, vista con suficiente distancia, permite calibrar los cambios, más bien el desplazamiento, de temas y puntos de vista de este tipo de cine: mantiene su valor como compendio semicrítico de los excesos del rock setentero (drogas, sexo con groupies, cambios de humor, depresiones), de la dificultad de mantener la coherencia en un mundo cada vez más dominado por el dinero, y finalmente un inconsciente filonazi que justificó en su día determinados excesos ochenteros, aunque sólo fuera por puro postureo y/o estética.
También permite medir la enorme distancia entre lo que en los ochenta --y quizá una década antes también-- se consideraba una ficción comprometida, experimental y nada servil, y lo que queda hoy, a comienzos del siglo XXI, de ese estilo: la pose estética se superpone y oculta parcialmente el crudo retrato de ciertos excesos, el mantenimiento de un hilo no tan invisible que enlaza actitudes y reacciones del protagonista con algunos complejos freudianos clásicos. Hoy todo esto estaría diluido en una historia socializadora sobre la superación de ciertos reveses vitales. No es sólo que el mercado de la música ha cambiado, es que el público ya no toma en serio el tránsito personal que presenta la película de Alan Parker, ni el tono tremendista y hasta apocalíptico que preside el filme. Eso sí, nos queda la espectacularidad de algunas escenas, así como su habilidad para hilvanar las diversas tramas a través de la música (incluidos por supuesto las voces y sonidos que no formaban parte de la partitura en el álbum y que la película integra con calculada naturalidad). Desgraciadamente, el tiempo ha rebajado el calibre y la carga crítica que proponía la ficción, que sólo asoma en documentales y reportajes televisivos. Otros elementos, en cambio, mantienen toda su potencia visual y conceptual: la escena en que las flores se convierten en órganos sexuales y su macabra danza en una cópula (obra del ilustrador Gerald Scarfe, autor también de la imagen del álbum original) sería difícil de encontrar en un filme actual. Dudo mucho que, además, se hubiera rodado hoy día con dibujos animados.
La casualidad hizo que, con la caída del muro de Berlín en 1989, el álbum acumulara un significado adicional --el único visible para la generación de jóvenes que fue testigo del derrumbe comunista-- que le proporcionó unos cuantos años más de vigencia al relato central y, de paso, una mayor aura mítica que alargó su carrera comercial bastante más allá de lo previsto. Aun aceptando esto, El muro de Pink Floyd, digan lo que digan las generaciones que no vivieron su lanzamiento, es una obra musical fruto de una década ultraideologizada, una respuesta que se pretendía menos ingenua que la del universo hippie que le precedió, un intento de encarar (más bien de alertar, de dejarse tentar por) un futuro sombrío. Unos pocos años antes el punk ya había empezando a demoler esta estética de aparente lucidez malditista --o quizá a darle la razón-- incorporando un toque de extremismo político tan radical y atractivo como simplista e inane. Pero eso ya es otra historia...
Roger Waters lo vio claro, aprovechó el momento y al año siguiente organizó un concierto en las mismas ruinas del muro de Berlín al que asistieron 300.000 personas (superando de largo el de Pink Floyd que casi hunde Venecia en julio de 1989, unos meses antes de la debacle de los regímenes comunistas). De forma casi natural, como demostrando una versatilidad nunca antes explícitamente reconocida, El muro se apropió de una segunda capa de significado: un relato acerca de los abusos gubernamentales en nombre de la democracia, sobre las injusticias cometidas en nombre de las ideologías y un incontestable homenaje a las víctimas de cualquier represión política. Nada que ver con la alienación lisérgica que inspiró el álbum original; da igual, la metáfora del muro era demasiado obvia y compleja como para no aprovecharla. Gracias a esto, la obra ha adquirido una vigencia que la mantiene en la brecha, incluso para la generación nacida después de 1989.
Entre 2010 y 2012, Waters realizó una gira mundial en la que interpretó íntegramente El muro (el único álbum de Pink Floyd, además de la figura del cerdo flotante, sobre el que conserva los derechos tras su traumática salida del grupo en 1985) con ayuda de una espectacular escenografía de luz, imágenes y sonido. Un auténtico show total propio del siglo XXI. La crónica de esa gira, más una serie de momentos relacionados con su pasado, interpretados por el propio Waters, es lo que se puede ver en Roger Waters The Wall (2014), una impresionante puesta al día de la idea que inspiró la obra musical. Un concierto que convierte una experiencia personal en una denuncia progresista y crítica de los abusos de la política, un relato socializador que invita a la implicación subversiva de una juventud a la que, a no ser que ya conozca el álbum o se haya documentado un poco, le parecerá completamente original y moderna. La película de Waters muestra cómo es posible reciclar una historia de represión freudiana en un relato político y reivindicativo completamente mainstream. En cambio, quienes, por edad y gustos musicales, hemos asistido a este proceso de mutación/acumulación, quedamos desilusionados (que no insensibles) ante los cambios introducidos en este deslumbrante espectáculo audiovisual.
Pero eso no es todo: en la película Waters echa el resto y se atreve a incorporar una tercera capa de significado, mucho más personal y coherente, que complementa (esta vez sí) a la que tuvo inicialmente el álbum. Quizá precisamente la parte que le faltó entonces para rozar la perfección. Además de al concierto completo, rodado en las diferentes ciudades donde se desarrolló la gira, asistimos a un intenso viaje al centro del pasado de Waters, a los dos sucesos que probablemente le han convertido en lo que es y le han llevado a escribir las canciones que ha escrito: la muerte de su padre en la batalla de Anzio en 1944 --cuando él apenas tenía dos meses-- y la de su abuelo en la Primera Guerra Mundial. Tres generaciones de una misma familia que no se han conocido por culpa de los dos conflictos bélicos más traumáticos del siglo XX (éste es el verdadero trauma que debería haber desarrollado El muro). El filme intercala momentos del viaje --solo, acompañado de sus hijos o de amigos-- a los lugares donde reposan sus restos (o se honra su memoria, ya que a su padre se le dio por muerto al no aparecer su cadáver) con recuerdos y reflexiones sobre las paradojas de la vida, culminado con una intensa y emotiva escena --coincidiendo con el clímax del concierto-- frente al monumento a los caídos en Anzio. Realmente los británicos serán muchas cosas (incluido unos depredadores imperialistas), pero saben escenificar instantes íntimos y convertirlos, con la suficiente elegancia y contundencia, en la expresión de un sentimiento universal.
Que la segunda capa del significación --el relato político compuesto a partir de acontecimientos cuidadosamente seleccionados y exhibidos en función de la ciudad en la que actuaban-- sea la que predomine y en ocasiones incurra en flagrante contradicción con la primera; o que la tercera aporte un contrapunto humano completamente veraz y perfeccione a la primera es lo de menos. Quedan la música, la calidad literaria de sus letras y, por supuesto, un espectáculo visual de primer orden.
Las dos películas son --a su manera, en su estilo y respecto a su tiempo-- experiencias prácticamente abrumadoras, con independencia de los años transcurridos. La cuestión es saber cuántos le quedan a El muro.
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