Parece mentira que después de dirigir y escribir una película tan deslavazada e insustancial como Snowpiercer: Rompenieves (2013), en la que el argumento flojea y --lo que es aún peor-- también lo hacen ciertos usos básicos de recursos como el suspense, la misma persona sea capaz de firmar una película tan sólida, compleja e increíble como Parásitos (2019). En el primer caso estamos hablando de un guión basado en una novela gráfica, en el segundo de una historia escrita junto con un guionista debutante que sólo había trabajado --literalmente-- como director de segunda unidad y asistente de director: Jin Won Han. La cosa es que entre ambos se han parido una fábula del mundo globalizado en el que estamos a punto de convertirnos que da para muchos y buenos debates.
Corea del Sur, con su combinación puntera de desarrollo económico y tecnológico por un lado, y de lastre tradicionalista y conservador por otro (y también su cine más arriesgado, por supuesto), se ha convertido en un laboratorio de la sociedad ultrapolarizada hacia la que parece que nos encaminamos. No me refiero a la ficción anticipatoria sobre del futuro hecha de increíbles aciertos parciales y repleta de inmensas exageraciones al estilo Blade Runner (1982), sino a las perplejidades miserables y probables que provocarán el egoísmo y la desesperación humanas (ricos y pobres, conectados y descontectados, ingenuos y espabilados... cada grupo exhibe, respectivamente, el primero y el segundo atributo de cada alternativa). En Europa y EE UU ya atisbamos los estragos de determinadas políticas y la reiteración en errores fundamentales (austeridad obsesiva, racismo distractivo, explotación de la ignorancia ajena). No es sólo que la tecnología nos convierta en gilipollas, es que la desigualdad que inocula la tecnología en el sistema capitalista deriva a veces en situaciones y actitudes como las que presenta el filme de Bong Joon Ho.
Parásitos es una auténtica fábula --alegoría, metáfora, parábola-- sobre las consecuencias de aplicar el principio de extrema supervivencia en sociedades globalizadas donde los ricos lo tienen todo y los pobres apenas nada. Todo vale para procurarse ingresos. Pero ojo, no estamos ante un filme moralizante ni aleccionador, el típico cuento de explotadores y explotados, sino ante una disección repleta de matices sobre las miserias que guían nuestros actos. Por eso, a mitad de película, cuando parece que la historia se quedará atascada en la típica comedia gamberra protagonizada por pillos y ultrapillos, se produce una vuelta de tuerca al más puro estilo clásico que devuelve la historia al relato dislocante donde cada personaje se muestra imperfecta y demoledoramente humano. Y es que siempre habrá alguien que sufra más que tú, algo que te obligará a encarar tu egoísmo, tus contradicciones y tu ética (esa que, estás convencido, te redime de todos tus delitos). Este es el auténtico centro de gravedad de Parásitos, una tremenda herida abierta por Bong Joon Ho con un guión de hierro forjado.
Es más, el último tercio de película no afloja e intenta llevar todas las líneas de acción hasta el límite; tan al límite que el clímax se parece muy mucho a un filme del primer Tarantino. Aunque luego el final elabora un engaño tan increíble que más de uno nos lo tragamos sin rechistar; para que el último plano nos devuelva a la tristísima realidad que el argumento ha evitado abandonar durante todo el tiempo. Me está bien empleado, pero admito que es el broche magistral a una historia con un poso amago difícilmente impugnable. Parásitos es una película que huye de perplejidades pedantes, tiempos muertos o experimentos narrativos; sólo cine directo y desorientador del bueno.
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