Para su segundo largometraje como director, Jesse Eisenberg --conocido entre las audiencias por su interpretación de Mark Zuckerberg en La red social (2010)-- ha apostado por un formato atractivo y sobradamente conocido, capaz de atraer a quienes todavía se interesan por ese cine humanista y tangencialmente crítico que aspira a premios internacionales. Un dolor real (2024) es un relato que gusta por su combinación de ironía triste, heterodoxia vital y unos cuantos amagos de momentos definitorios (que no se suelen concretar por imperativo del relato, no por incapacidad narrativa). En la película encontramos un poco de todo: la eterna pugna entre el convencionalismo y el anhelo de ser auténtico, reivindicación de la juventud y de los sueños arrinconados y un irrefrenable ansia de recapitulación, de encontrar un hilo que sirva como relato vital y, de paso, dé sentido a un presente que cada vez más se nos antoja ajeno e irreconocible.
David y Benji son primos hermanos, inseparables durante su adolescencia, hasta que la vida acabó llevándolos por caminos opuestos: David es inteligente pero poco dado a experimentar y salirse fuera del sistema, mientras que Benji es inconformista, impulsivo, tremendamente intuitivo y acaba de pasar por una etapa marcada por el desequilibrio mental (cuyos detalles nunca conoceremos). La perspectiva de reencontrarse en un viaje a la Polonia natal de su abuela es una oportunidad casi obligada de reconectar y resincronizar sus vidas, de bucear en su legado familiar en busca de indicios, curiosidades, anécdotas, instantes fundacionales, cualquier cosa a la que agarrarse como explicación o resignificación... El clásico esquema del viaje físico y el itinerario moral paralelo, un esquema narrativo y dramático tan viejo como el cine que no ha perdido nada de atractivo ni eficacia.
Y lo cierto es que Eisenberg logra un raro equilibrio entre la constante amenaza de desparrame ridículo de la historia, imprevistos brotes de sentimentalismo y fogonazos de sinceridad apenas admitida/esbozada: desde la socialización acelerada y forzosa de los protagonistas --con el pequeño grupo con el que visitan la Polonia judía-- hasta las dificultades para canalizar la emotividad sin quedar como un raro o un lunático. En esta labor Benji se revela como un auténtico maestro (y probablemente le garantice a Kieran Culkin el Oscar a mejor secundario masculino): aunque casi siempre se pase de frenada o sea imposible saber de qué está hablando, sus excentricidades acaban rompiendo el muro defensivo que llevamos de serie ante los desconocidos. David, en cambio, se avergüenza de su comportamiento, se siente obligado a disculparse y a ofrecer constantes explicaciones, pero poco a poco comprende que en su vida no ha hecho otra cosa que disculparse, hacer lo que le piden los demás y dejar en segundo plano sus proyectos personales. Y que Benji, aunque actúa a lo bestia, sin método ni medida, al menos busca desesperadamente el contacto humano, sentir que al menos lo ha intentado y que de sus fracasos podría surgir algo positivo (reconectar con su primo David, hablar sin adornos ni medias palabras sobre su pasado y sus sentimientos por primera vez en mucho tiempo...).
En esta clase de filmes, la elección de las situaciones y la dosificación de humor y drama son la clave: los momentos chuscos deben dejar paso a los trascendentales con naturalidad, de manera que al final imponga a las audiencias un estado de sentimientos muy concreto: asistir a la declaración significativa, la confesión, la reconciliación, la verdad revelada... En Un dolor real ese instante comienza durante la visita al campo de concentración de Majdanek (donde su abuela estuvo prisionera), en una escena resuelta con elegancia y en respetuoso silencio. A partir de ahí, las confidencias de madrugada entre David y Benji compartiendo un porro harán el resto. Hasta culminar en la escena frente a la casa donde vivió su abuela y se supone que todo lo visto y dicho deben desembocar en algo reconfortante y gratificante. Y Eisenberg la resuelve exactamente como a mí me gusta: interrumpiendo bruscamente la intensidad que la situación anuncia por todas partes, impidiéndoles disfrutar de algo profundo e intenso. E impidiendo también que el espectador obtenga lo que lleva deseando desde hace rato porque recibe toda clase de señales anticipatorias. Adoro las películas que hacen esto.
Un dolor real es un filme que huye de los clichés sobre la trascendencia a la que nos tiene habituados ese cine que confunde la militancia con el compromiso sentimental. No estamos ante un argumento incremental, sino ante una sucesión de días que se desparraman con resultados inciertos: a veces tristes, otros no tanto... También es una película que plantea una cuestión incómoda: no tratamos bien a quienes tropiezan en nuestras familias; lo normal es que les dejemos de lado, autoconvenciéndonos de que les estamos dando espacio para resolver sus problemas, cuando en realidad, la mayoría de las veces, necesitan exactamente lo contrario. Luego, cuando regresan a nuestras vidas, encajamos nuestro comportamiento en un relato que no nos deje demasiado mal y fingimos que todo acabó bien y por tanto no hay reproches ni rencores; hasta puede que tiremos de tópicos inspirados en alguna película. Esa película podrá ser Un dolor real.
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