martes, 23 de abril de 2024

No son pueblos de paja para gente enladrillada (Un amor)

Leí Un amor (2020) de Sara Mesa el pasado septiembre y la verdad es que apenas conecté con el relato y su anécdota central: se me pasaron por alto las sutilezas de la mayoría de sus momentos clave, como tampoco empaticé con los personajes principales. Fue una lectura fácil y rápida que apenas dejó huella. Recientemente (poco antes de ver la película de Coixet) leí otro libro suyo --Cara de pan (2018)-- y aunque mi reacción fue prácticamente idéntica, no pude dejar de notar lo que ambas historias tienen en común: reunir a dos tipos humanos opuestos, a priori enfrentados por el arquetipo y la imagen social que representa cada uno, y demostrar mediante el relato --contra todo viento, marea e inverosimilitud-- que nuestra percepción está equivocada; y nuestra mirada sesgada por prejuicios heredados, categorías culturales obsoletas y/o intereses ideológicos no declarados. Ambos textos comparten un subtexto común: aunque todos los elementos, situaciones y condicionantes estén en contra, no debemos inferir nada de esta clase de relaciones excéntricas en las que todo parece conjurarlas hacia el fracaso; ya se trate de una quinceañera desnortada, un anciano solitario con pinta de pederasta, una joven autoexiliada de dolor en un pueblo y un vecino afásico rudo y modales de abusador. La propia autora, a raíz de la adaptación cinematográfica de Un amor, no se resiste a esa expectativa social que casi obliga a ofrecer una interpretación canónica a las audiencias (quizá más allá de lo que ella misma imaginaba) ampliando el alcance de su propia historia para hacerla coherente con las implicaciones que abre la película.

La novela, pero sobre todo la película, se han desmenuzado y valorado como una nueva contribución al proceso de empoderamiento femenino (mujer sola e independiente que despierta a partes iguales recelos y deseos en un entorno rural altamente masculinizado), una historia que combate la vigencia de la hostilidad hacia las mujeres independientes que amenazan el poder patriarcal. Es en este punto donde arranca el conflicto de Un amor, aunque a medida que avanza la película da la sensación de que lo que ha interesado a Coixet de la novela es el retrato de una mujer que no se deja encasillar, a pesar de sus inconsistencias y obsesiones (rozando a veces la caricatura deformante de la localcoño). En cambio, en el extremo opuesto, parece que el resto del mundo se empeña en detectar y destacar todo lo que tiene de impugnador y reivindicador. La relación entre Nat (traductora, autónoma, de fuertes inercias urbanitas y con dificultades para la comunicación social) y Andreas (afásico, tosco y superviviente en un entorno marcado por el aislamiento y la autosuficiencia) no es sólo «una proposición indecente en un pueblo», tal como la definen algunos, sino un tratado sobre la incomunicación interpersonal, los blindajes emocionales y la especulación mental, destrezas en las que ninguno de los protagonistas destaca especialmente. Ni Nat ni Andreas son capaces de formular sus sentimientos y deseos a tiempo y con las palabras debidas; el problema es que de tan excéntricos y chocantes acaban resultando cargantes y hasta pedantes. Esta es una de las líneas argumentales del libro que Coixet elige como eje de su película, para luego envolverlo con esos tics característicos de su estilo que, en esta ocasión, no acaban de servir para completar una narración y un universo cerrado, raro, duro, surreal y hasta divertido. Los paisajes, los encuadres, la cuidada fotografía, los secundarios, parecen formar parte de otra película. Su carácter y su función me recordaron poderosamente a otro título suyo con la misma disonancia entre trama y estilo: Nieva en Benidorm (2020). Quizá ese sea el déficit más visible de Un amor, arrastrando consigo a los personajes --sin excepción--, haciendo que parezcan aún más irreales, incompletos, limitados a su aportación al relato. Se me hizo muy difícil entrar en la película.


En esta estructura desequilibrada, aun así, conviven algunos personajes bien definidos y desaprovechados --el casero--, la sutil parodia de la familia tradicional (con la que se nota que Nat se niega a empatizar debido a su exceso de obligaciones y pautas: cuidados, rituales y trato social estereotipado) y unas escenas de sexo que buscan combinar la naturalidad con el morbo físico. En este batiburrillo, la proposición de Andreas y la posterior reacción de Nat resultan anecdóticas, y sin embargo es uno de los aspectos que centran las reacciones del público. Igual la cosa no va de un tipo de amor poco probable, inconveniente y a contracorriente, ni de una atracción entre dos seres humanos cualesquiera, sino de gente perdida, especialmente como Nat, con la que se hace difícil conectar. Y también sobre nuestra obsesión --signo de estos tiempos hipersaturados de pedagogía-- por encajar cualquier relato en una fábula didáctica, reivindicativa, crítica, ejemplar, positiva. Desde luego, para lo que yo no estaba preparado al enfrentarme a Un amor es con la contradicción, la ausencia de comportamientos y reacciones plausibles y, muy especialmente, su final imposible. Demasiados obstáculos para un guión tan aparentemente sobrio.

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