sábado, 25 de enero de 2025

Una teoría doméstica del despotismo (La semilla de la higuera sagrada)

¿Por qué, en las revoluciones, siempre acaban aupándose como líderes los individuos y facciones más radicales y crueles? Podría considerarse una ley de la historia por la de veces que ha sucedido, cuando en realidad es una pauta propia de una especie gregaria como la nuestra. Cuando en una fase de decadencia o de transición en la que compiten grupos parcialmente enfrentados y aliados, siempre acaba imponiéndose el que se atrinchera tras los principios más ortodoxos y sagrados de la tradición que comparte con el resto de grupos. El temor a enfrentarse a los fundamentos acaba por descolgar o someter a los rivales en la carrera hacia el poder. Es después, una vez instalados en poder, cuando los radicalizados que vencieron gracias a su exhibición de pureza ideológica (cada vez más alejada de la realidad y sin apenas contenido práctico), comprenden que la única manera de mantener la autoridad ycontener a la oposición es pautar en extremo toda actividad cotidiana (educación, cultura, ocio, religión), incluso el ámbito familia bajo amenaza de graves sanciones, recurriendo a la violencia si es necesario. Y es que el desgaste de un poder discrecional, al servicio de la misma elite que lo ejerce, y la mala administración, acaban por poner al descubierto su nula capacidad de negociar, ceder y llegar a consensos. Es entonces cuando el miedo se convierte en la única estrategia de supervivencia, arrecian las persecusiones, los cargos y las condenas se basan cada vez más en intereses políticos y personales. La culminación de este proceso es la vigilancia incesante, las purgas, el terror, la eliminación del rival. Ha sido así desde antes de la Revolución Francesa, con Robespierre y su camarilla de jacobinos como ejemplo canónico de este tipo de etapas tan breve como convulsas y violentas. En Afganistán están ya en la fase del terror; en Nicaragua y El Salvador, a punto de llegar a ella. En Irán, como en Corea del Norte, a diferencia de los anteriores, el pánico a la disidencia, el terror y la delación se han hecho fuertes en sus instituciones. Cuando los regímenes de este último tipo consiguen perpetuarse en el poder, sólo un colapso devastador y sangriento como el que les aupó es capaz de sacarlo de ahí.

La semilla de la higuera sagrada (2024) de Mohammad Rasoulof se rodó deprisa porque su director se encontraba bajo amenaza de detención, y aunque no lo hubiera estado habría acabado igual por culpa del tema incómodo e incandescente de su película: la ola de protestas en Irán tras la tortura y muerte de la joven Mahsa Amini a manos de la Policía de la Moral por llevar el velo mal puesto. Es difícil imaginar un motivo más absurdo e injustificable. La película narra las diferentes reacciones de una familia ante la amenaza de ruptura de la tradición que suponen las protestas de las mujeres más jóvenes. El padre acaba de ser nombrado investigador judicial y acaba chocando con el posicionamiento de sus dos hijas --estudiantes en el instituto y en la universidad-- y la madre intenta mediar entre ambos bandos mientras realiza su propio itinerario moral. Y aunque la figura paterna parece inicialmente parte de la crítica del filme (se resiste a firmar sentencias de muerte sin haber estudiado cada caso), en la segunda mitad revela su auténtica naturaleza despótica, peón indispensable en un poder sustentado en el patriarcalismo y sancionado por una tradición religiosa que se utiliza descaradamente para mantener unos privilegios aderezados de doble moral.


El filme hace una crónica diaria del inicio de las revueltas y de la exagerada respuesta del poder, y la culmina con imágenes de la represión subidas a las redes sociales, sustituyendo a las escenas que Rasoulof no podía siquiera plantearse rodar (como tampoco pudo asistir a buena parte del rodaje en exteriores, para evitar ser reconocido y provocar problemas con las autoridades). Es después, en la segunda parte, con el conflicto enquistado a partir de un incidente menor no relacionado directamente con las protestas, cuando desarrolla la tesis principal del filme, aquello que considera el germen --esa semilla a la que alude el título y cuyo comportamiento en la naturaleza es idéntico a la forma de actuar de los revolucionarios-- y el sostén de un régimen que impide a las personas hacer su vida y aplasta cualquier forma de disidencia o crítica. El resultado es una sociedad que se pudre por dentro, como la familia protagonista, por culpa de la intolerancia y la negativa a aceptar otra realidad que no sea la oficial. Hay países --los mencionados más arriba-- que ya están inmersos en esa fase previa de anomia y de disolución de todo vínculo social; EE UU parece haber iniciado ese mismo camino con los tecnobros que le hacen de palmeros a Trump) y unos cuantos más parecen creer que así les irá mejor. En esta lamentable clasificación, Haití es quizá el país más involucionado del planeta.

Pero la película no acaba de culminar ni su crónica de las revueltas ni su idea sobre los verdaderos culpables del triunfo del régimen (las clases medias gazmoñas e ingenuas que todavía creen en la pureza): la historia se desparrama hasta el final demorando ese suceso secundario sin retomar el hilo inicial o tratar de ampliar el foco, ni siquiera una recapitulación esperanzadora. Su intención nunca fue retratar directamente los entresijos del poder político de la revolución iraní (rodar esa habría sido un riesgo y una dificultad extremos), pero sí un poder masculino ejercido sobre y desde todos los ámbitos que no teme volverse violento en caso necesario. La semilla de la higuera sagrada podría haber sido un intenso filme político, pero su accidentado rodaje y la represión política han determinado el resultado final. Bastante han hecho dadas las circunstancias.

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