sábado, 31 de agosto de 2024

Vivir como si estuvieras en una filmación (Volveréis)

La cita la hizo el propio Jonás Trueba en la presentación de su nueva película en Barcelona. Al parecer es de Jonas Mekas (uno de los directores a los que más admira) y la verdad es que se nota que las películas que rueda son consecuentes con semejante aspiración: vivir la vida como si estuvieras siendo filmado con una cámara invisible. Lo he parafraseado a mi manera e interés, porque todos sabemos que, cuando nos filman, actuamos de una manera diferente, casi calculada. Así que ese pensamiento de Mekas es más bien una recomendación para moverse por la vida de otra manera, de existir con mayor autoconciencia, imaginando que más allá hay un público que nos observa y quiere saber de nosotros. Es también una especie de sobreactuación que nos distingue de quienes no conciben esa cámara y ese público invisibles. Esos momentos «sobreactuados» se convierten entonces en el material con el que construimos nuestro relato mental de la existencia; un relato que, por definición, se hace y deshace a conveniencia cada día y en cada revuelta de la vida. No me parece una mala manera de estar en el mundo. Sin duda la pareja protagonista de Volveréis, y también bastantes secundarios de la película, exhibe esa impostación incrementada, aunque luego descubramos que la invisibilidad de la cámara es un truco --habitual-- de la casa Trueba.

El cine de Jonás Trueba se puede cartografiar fácilmente a partir de estos dos ejes: narración autorreferencial (muy próxima a la autoficción a lo Annie Ernaux) y filmes altamente autoconscientes, en lo formal y en lo técnico. Y eso que esta vez, al compartir el trabajo de guión con Itsaso Arana y Vito Sanz (al estilo de cooperativa artística, como en la trilogía Antes de...), se nota que ha dado un gran salto como cineasta al lograr el filme más redondo de su filmografía hasta ahora. Eso no significa que haya renunciado a ciertos tics característicos: el primero y más importante, la interposición de una segunda capa de ficción (que funciona casi siempre como una instancia narrativa), un recurso que --como en el caso de Volveréis-- funciona como un freno a la transcendencia o para repeler ciertos clichés sentimentales. Luego están las constantes referencias bibliográficas, tan fuera de su tiempo, tan de Rohmer, pero tan fascinantes... o detalles geniales como el tarot de Bergman, que existe y se puede comprar.

La idea que pone el marcha la película es muy potente, casi el germen de una comedia romántica de Hollywood; y quizá por eso uno espera que la historia se ajuste a ciertas normas genéricas o actualice algunas situaciones de películas clásicas. Pero como no es así, las escenas de suceden sin que realmente exista el convencimiento de que la historia de la celebración de una ruptura puede ser algo real, que dé para un guión que se atreva a encontrar un equilibrio entre lo cómico y lo doloroso sin recurrir a lo exagerado, lo extemporáneo o la experimentación narrativa (que es finalmente la opción de Trueba). Protagonistas en los que no se observa evolución alguna a medida que se concreta el asunto, escenas con diálogos que se repiten con diferentes personajes y en las que todo lo llena el humor y un distanciamiento culturetas; apenas se dedican instantes para dejar salir el lado triste, y que me parece la principal carencia de la película.


El resultado es una historia que apenas chapotea en la superficie de la idea que pretendía desarrollar, y aunque lo hace con soltura y naturalidad, al final sólo accedemos a la culminación de la historia por medio de una enunciación fragmentada que avanza y retrocede (como la que se lleva a cabo en la mesa de montaje), sin acabar de decidirse por un punto de vista o un posicionamiento como narrador. Al final uno no sabe si todo es una broma, una rareza, una tontería o una oportunidad. Sin estos andamiajes, la única manera de hacer funcionar la película es con un desarrollo argumental mucho más potente. Y bueno, si el objetivo era demostrar que hay cosas que no pueden ser reales y que sólo sirven para llenar una ficción, pues esta ha sido la aportación de Trueba, muy en línea con su tendencia a la ambigüedad.

Quizá el tono de mi crónica dé la impresión de que Volveréis es un filme aburrido o fallido; al contrario, es luminoso, directo, sencillo. Lo que pasa es que al final acaba triunfando la querencia de su director por la experimentación y las paradojas narrativas. Esta película es la que más le ha acercado a lo que tal vez sea su verdadera aspiración como cineasta, la misma fascinación que comparte con Mekas por las intrahistorias humanas. A mí me parece que este proceso tiene que ver con una pérdida de pudor a la hora de narrar; y creo que Trueba se ha dejado una buena porción en esta película...

jueves, 22 de agosto de 2024

Al cine español se le sigue resistiendo Millás (Que nadie duerma)

En apenas dos años, el cine español ha adaptado dos novelas de Juan José Millás. Y por desgracia ninguna ha conseguido dar con el tono y la apariencia de atmósfera cerrada, onírica y bipolar que exhiben, atributos que se han incrementado notablemente en los textos más recientes del autor. No mires a los ojos (2022) de Félix Viscarret partía de una historia con bastantes posibilidades, pero que se metía en un callejón sin salida por culpa de un muy improbable y nada empático giro erótico a la trama original. En cambio, la novela que sirve de estructura a Que nadie duerma (2023) resulta bastante menos fascinante como argumento; con una historia que parece un relato fabricado a medida, una emanación narrativa al embeleso que debe provocarle a Millás la famosa aria de Puccini, y cuyo título en italiano --traducido al castellano-- sirve también para denominar al filme (la versión internacional se llama Something is about to happen, lo que demuestra que esto de modificar por libre los títulos originales funciona igual de bien en el mercado interior como en el exterior. Quizá nos venga de serie).

Es verdad que las historias de Millás tienen lugar casi por completo en la mente de sus protagonistas, y que el día a día de la realidad tiene un papel secundario, como mucho desencadenante, de determinados momentos cruciales. Este es el principal reto cinematográfico de sus libros, dar con el punto de vista equivalente a una voz narrativa tan singular. Lo más probable es que si algún cineasta lo intentara, desentendiéndose de cualquier asidero narrativo convencional, y asumiera hasta las últimas consecuencias su decisión, creo que el resultado se parecería más al filme más loco de Lanthimos que a cualquier título español de los últimos sesenta años.


Antonio Méndez (formado en EE UU, donde ha rodado sus primeros largometrajes) y Clara Roquet han escrito un guión que parece sacado de una cápsula del tiempo: se nota que han procurado encajar cuantos más elementos argumentales de la novela, pero expandiéndolos o modificando ligeramente su función en la película. De paso, añaden unas pocas anécdotas secundarias que hagan más digerible el conjunto y, sobre todo, eliminan prácticamente todas las referencias ornitológicas (que son, precisamente, lo más raro e indigesto de la novela). En este artefacto lo único que destaca es la fantástica interpretación de Malena Alterio, que por fin puede lucir su talento como actriz todoterreno después de velar las armas en la inflexible y predecible industria televisiva. Pero lo que más me ha sorprendido es cómo avanza la historia, recurriendo a un formato que el cine español ha explotado hasta demostrar inequívocamente que no resulta nada atractivo ni sirve para enganchar a las audiencias (y aun así sigue usándolo). Consiste en encapsular las situaciones y diálogos más importantes, y también otros más incidentales y hasta engorrosos, en un único plano rodado con cámara fija. Estoy persuadido de que esa obsesión por el plano único y estático la valoran quienes la consideran una forma meritoria de condensación narrativa, pero en el fondo siempre me ha parecido una manera como cualquier otra de ahorrar costes. Un estilo eficaz que renuncia a la complejidad del montaje, a rodar desde varios puntos de vista, tensar el tiempo o condensarlo; en fin, una oportunidad perdida para el equipo creativo de dejar su impronta y que les luzca el andamio. No me gusta porque es, antes que nada, una dimisión creativa que, casi con toda probabilidad --a menos que el guión sea brutalmente increíble y encaje como un guante--, da como resultado una película sosa, distante y artificial.

domingo, 11 de agosto de 2024

La misma tradición natalista de siempre, ahora en versión centenial (Los días que vendrán)

Fue un invento del cine estadounidense y durante décadas la única cinematografía que lo defendió hasta popularizarlo y convertirlo en género: esa visión positiva y modificadora de la personalidad para padres y --sobre todo-- madres que supone el embarazo. Los personajes pueden ser todo lo cínicos e inclasificables que se quiera, pero cuando se materializa la perspectiva de la maternidad siempre se recibe con una alegría sin dobleces; el asunto, además, queda al margen de toda crítica e ironía, y los conflictos abiertos en suspenso. El argumento se convierte entonces en una especie de pruebas vitales para demostrar el valor, la determinación y/o la madurez de los progenitores. Y luego la crisis existencial justo antes del parto (siempre sobrevenido) todo encaja y se alinea como debe. Padres felices y sin vacilaciones, familias y amistades reencontradas. A los padres se les revela, de la manera más inesperada, una nueva convicción acerca de la continuidad de la vida (de forma muy parecida a como la descubrieron sus padres, de lo cual se enteran precisamente entonces) y un deseo --agazapado desde que comenzó su adolescencia--de encontrar su lugar en las reuniones y tradiciones familiares. En corto y claro: dejar atrás la juventud y hacerse un adulto responsable (precisamente lo que todos odiamos en esa fase de la vida). Sólo muy recientemente se ha perfeccionado y ampliado este natalismo cinematográfico --por definición conservador, ultrapositivo y sin fisuras-- gracias a la incorporación de nuevos roles: historias sobre madres que no esperan ni desean serlo, las cuales plantean, cada vez más seriamente (no como simple mención) la opción del aborto, desplazando el embarazo hacia una periferia donde es blanco fácil para una visión crítica y poco complaciente.

Hoy el natalismo --en cualquiera de sus variantes por nivel de positivismo, ñoñería y desacato-- está presente en la mayoría de las cinematografías, aportando inclusividad y polémica a este tema universal: Ninjababy (2021), El acontecimiento (2021); incluso en títulos tan a la contra como La camarera (2007), Lío embarazoso (2007) o Juno (2007). El cine español tampoco ha sido una excepción, sobre todo desde que las directoras han consolidado su acceso a la industria: Cinco lobitos (2022) o Mamífera (2024). Incluso la televisión y las series han hecho suyo el esquema más comercial del natalismo sin apenas variaciones. Hay donde escoger. Pero hay novedades: la generación centenial ha alcanzado la edad fértil y empezamos a ver películas que incorporan su punto de vista, inevitablemente anclado a sus filias y fobias sobre la vida y el amor también. Empezando por su resbaladiza relación con la maternidad, producto de una tormenta sociopolítica y demográfica perfecta. Sin embargo, después de ver con bastante retraso Los días que vendrán (2019) de Carlos Marqués-Marcet, me da la sensación de que, con su aportación, no nos vamos a alejar demasiado de la comedia agridulce; si acaso veremos un aumento importante de las dosis de drama y de reivindicación social; en lo demás, pocos cambios.


Los días que vendrán es básicamente un encadenamiento de situaciones ya conocidas en otras películas, telefilmes y/o series sobre el proceso de gestación; en este caso formando una crónica vivamente generacional de la procreación en general y la maternidad en particular, en versión centenial. Claramente decantado hacia el punto de vista de la madre, el filme narra el itinerario sentimental y sociológico de Vir (Maria Rodríguez Soto) y Lluís (David Verdaguer) --una joven pareja con empleos cualificados y precarios-- cuando de pronto un embarazo no deseado ni esperado se cruza en sus vidas. Incluye todos los tics, obsesiones, manías, lugares comunes, mitos y aportaciones inéditas de los centenials, sin dejar prácticamente ninguno: mitificación del tiempo que les tocó vivir a sus padres (una época feliz porque la idealizan y a la que aspiran sabiendo que nunca llegará, probablemente la piedra angular de su inestabilidad interior); el convencimiento íntimo y unánime de que van a vivir peor que sus padres; el mantra de que las cosas se tienen que hablar en pareja, algo siempre exigido a toro pasado, pero nunca declarado por anticipado; los desajustes sobre la crianza que cada cual considera apropiada (arrimándose como nunca antes a su mochila familiar); la reivindicación del derecho a abortar (una alusión para dejar claro que parir no es una obligación, y nunca llevada a término. Al fin y al cabo es una de las premisas del cine natalista); la exaltación de la maternidad, materializada --como siempre se ha hecho, esto no es nada nuevo-- en el acto de amamantar en soledad, en el vínculo inefable entre madre e hija que se establece, mostrado como si ese instante compensara todo lo demás y justificara cualquier sacrificio (segunda premisa del cine natalista). Rodada cronológicamente --los protagonistas eran pareja en la vida real y esperaban un bebé-- con un ritmo rápido, sin apenas mostrar nada más allá de las conversaciones entre la pareja protagonista. Al anteponer tantos elementos de la realidad, el paso de los días y los hitos del proceso se imponen, casi como un orden del día a tratar en las diversas escenas, dejando escaso margen para una ficción más elaborada.

Como miembro de la Generación X, me resulta inevitable detectar, en algunos diálogos, en la planificación de determinadas escenas, las señas una identidad centenial que busca emerger como discurso dominante, propio del grupo humano que ya ha comenzado el tránsito que la convertirá en el eje político y económico de la sociedad. Sí, está claro que estos jóvenes saben lo que quieren, excepto cuándo es el momento de tener descendencia; pero eso es algo que ninguna generación ha sabido nunca, la diferencia es que ellos creen que son los primeros en planteárselo tan crudamente. Todos lo hicimos. Todos los harán. La cosa es que Los días que vendrán parece que ha sido rodada más como manifiesto generacional que como ficción con posibilidades de drama y comedia...