lunes, 18 de junio de 2012

La construcción del mito del amor adolescente (Moonrise Kingdom)

Wes Anderson mantiene firmes los ejes fundamentales de su estilo: humor surreal milimétricamente dosificado (casi siempre en la penúltima frase del diálogo de cada escena); personajes parcial y conscientemente amputados en sus rasgos, dejando únicamente un arquetipo deformado; aceleración expositiva (en este caso claramente anclada en planos frontales, perpendiculares a la acción). Si, además de estos rasgos, siguen vigentes las obsesiones que le acompañan a lo largo de su filmografía --la figura del comandante Cousteau y del mundo marino en general, la búsqueda sistemática de ideales inalcanzables-- pues el único elemento que nos queda para distinguir un filme de Anderson de otro es el guión. Que ese mundo tan personal se acople a una realidad y sea capaz de potenciar la comicidad sin perder de vista la inocencia sólo he visto que lo consiga en una ocasión --Viaje a Darjeeling (2007)--, ya que todos los intentos previos me parecen ensayos parciales, con la honrosa excepción de Bottle rocket (1996). Parecía que Fantastic Mr. Fox (2009) suponía un nuevo nivel en cuanto a exigencia argumental, pero no ha sido así; con Moonrise Kingdom (2012) regresamos a la narración naïf de sus comienzos.

El filme es una inmersión sin complejos en el mundo ideal de la adolescencia; pero no en la adolescencia de cualquier época, sino en los años sesenta en un archipiélago de islas sobre las que se cierne --nos lo avisa el sosias de Cousteau (un reaparecido Bob Balaban) que hace las veces de narrador-- el mayor temporal conocido hasta entonces. Todos los aspectos que tienen relevancia en la historia --personajes y situaciones-- están convenientemente exagerados hasta rozar la distorsión y la autoparodia: el policía (Bruce Willis), los padres de la chica protagonista (Bill Murray y Frances McDormand), la asistente social (Tilda Swinton), los gerifaltes scouts en sus diversos rangos (Edward Norton, Jason Schwartzman, Harvey Keitel)... Pero especialmente la pareja protagonista Suzy (Kara Hayward) y Sam (Jared Gilman) muy bien escogidos por su rostro y mejor aún en su caracterización. En este microcosmos perfectamente delimitado de nombres habituales en el cine de Anderson se desarrolla una huida que, como en cada adolescente llegado el momento, está basada en el convencimiento íntimo de que los sentimientos absolutos que experimentan sus protagonistas son definitivos, inalterables e inéditos en la historia; y que no ha habido nadie antes ni nadie después capaz de encontrar el equivalente exacto en pasión y pureza.



El argumento se despliega en forma de enredo en el que cada parte interviniente aporta un punto más de locura a la situación, permitiendo que el sentido del absurdo característico del director se sitúe en primer plano. Los que ya lo conocen comprenden que se encuentran ante un producto cien por cien Anderson; los que lo descubren por primera vez se enfrentan a la clásica disyuntiva entre decidir si les hace gracia o les provoca rechazo un humor tan sutil y unos personajes difícilmente empáticos. La ventaja (para la impresión global de la película) es que el mismo Anderson sabe que exagera y es precisamente en el exceso donde se hace más creíble la increíble historia de Sam y Suzy, una pareja de adolescentes que no encajan en sus respectivos ambientes, que se enfrentan a todos y huyen para acabar recreando, en una recóndita cala, que bautizarán con el nombre que da título a la película, el ideal del primer amor platónico (que pronto dejará de serlo).

Precisamente porque es una película de Wes Anderson y porque sabemos que trata sobre un tema especialmente sensible y universal que acepta cualquier clase de irrealidad, podemos perdonar que se tome tantas licencias --al fin y al cabo su estilo encaja bastante bien-- y darlas por buenas. Moonrise Kingdom es un filme que encantará a los fans muy fans del director, a los que simplemente somos fans y fiamos el resto al guión, nos deja más bien indiferentes. Al resto, directamente, les defraudará.




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lunes, 11 de junio de 2012

Análisis rohmeriano de la infidelidad (El arte de amar)

Puede que Emmanuel Mouret haya querido ofrecer un compendio sobre las diferentes formas de amar, pero le ha salido un tratado sobre la infidelidad, sobre cómo --por mucho que nos esforcemos en adornarla, minimizar sus consecuencias o anular sus causas-- al final todo se reduce a esto: o eres infiel o no lo eres. Si lo eres vete despidiendo de tu pareja; y si no lo eres ya puedes ir ahogando tu deseo ajeno en lágrimas, alcohol, drogas, sublimación de instintos, estrés creativo y otras toneladas de excusas... La cosa es que tendrás que aguantarte o quedarte solo.

El arte de amar (2011) es una película original (teniendo en cuenta el tema que trata) pero descompensada. Parece que la cosa irá de película en episodios, al estilo Paris, je t'aime (2006), casi de microepisodios, pues los primeros son ciertamente breves; pero eso está bien, aporta originalidad y ritmo. Tras un prólogo bastante original (el compositor que enamora a otros con su música pero no escucha ninguna música que le enamore), resulta que los microrrelatos son en realidad escenas intercaladas de narraciones más amplias, un formato más habitual en este género. Lo más curioso es el tono rohmeriano que va adquiriendo la película, hasta reducir el catálogo inicial a tan sólo dos historias: montaje analítico, voz en off, anécdota moral, música clásica... Y por si fuera poco, unos créditos iniciales que son un calco bastante obvio (con otro tipo de letra, eso sí) de los que usa Woody Allen desde hace décadas.



La película parece no querer dejar ningún matiz del enamoramiento por desmenuzar, esforzándose por encontrar, mediante el recurso a casos extremos, la misma comunión de sentimientos que en cualquier historia romántica convencional. Pero la cosa se tuerce y deriva en dos variaciones contrapunteadas sobre la infidelidad (hacia el final, una sola): una sobre dos jóvenes enamorados que, para demostrarse a sí mismos su confianza mutua, deciden ser infieles avisando al otro, demostrando así una sinceridad ejemplar y evitando los fatídicos celos. La otra acerca de una mujer, felizmente casada, que cada vez se siente más insegura y halagada por el constante deseo que le declara su mejor amigo. Tanto insiste que al final, para satisfacerle sin rebajarse a ser infiel, diseña un alambicado ritual de encuentros del que sale algo más o menos previsible. Por el camino quedan otras historias más banales y/o menos trabajadas, con el humor como eje principal (la de François Cluzet); simple relleno en un filme donde la parte eclipsa al todo y en la que demasiados hallazgos de estilo suenan a déjà vú, aunque se agradecen. Echaba de menos un buen discípulo de Allen y Rohmer.




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viernes, 8 de junio de 2012

Terciopelo nuevo (Una historia de violencia)

David Cronenberg consiguió con Una historia de violencia (2005) superar la marca --hasta entonces imbatible-- como fábula cinematográfica definitiva sobre el bien y el mal que mantenía Terciopelo azul (1986) de David Lynch. Lo consigue gracias a dos aciertos cruciales: el primero, sustituir esa noción abstracta del bien y el mal, adecuadamente contenidos en (sub)mundos estancos pero que a veces entran en contacto en extraños instantes privilegiados (una oreja cortada), por una única amenaza, la violencia que pudre todo lo que toca, igual que la sangre en la nieve virgen; mejor aún, que el chapapote en el mar. Una vez entran en contacto es imposible separarlos, y el agua, a partir de ese momento, ya no volverá a ser la misma, por muchos años que pasen. El segundo, introducir con habilidad ese recurso que el cine explota como ningún otro arte narrativo: sembrar la duda en el espectador acerca de lo que ve y escucha, en este caso la constante negación de Tom Stall de ser el asesino que dicen que es.

Tom Stall (Viggo Mortensen) es el honrado dueño una cafetería, un miembro querido y respetado de su pequeña comunidad (rural, por supuesto) y un amante esposo y padre de dos hijos: un adolescente y una niña que es la encarnación de la pureza, el candor y la inocencia como siempre la ha representado el cine estadounidense (rubia platino, educada y siempre preguntando lo que no se puede responder), una imagen que evoca inevitablemente a la joven y angelical Laura Dern del filme de Lynch.

Tom mata, en defensa propia, a dos indeseables (les hemos visto actuar en el previsible pero magistral plano secuencia que da inicio a la película) que tratan de atracar su local y amenazan a una de sus empleadas, lo que le convierte en un momentáneo héroe nacional. A los pocos días, otros hombres de aspecto aún más peligroso se presentan en el pueblo, orgullosos de haber encontrado finalmente a Joey (Tom), un asesino con el que tienen cuentas pendientes. Tom, por descontado, lo niega todo: ante su mujer, ante sus hijos, ante el sheriff, ante sus amigos... Y todos le creen.



No hay tiempo para extrañamientos ni distanciamientos: la duda ya ha germinado (el espectador incluido) y nadie sabe si Tom es quien dice ser o un indeseable huido de un mundo cruel y violento que parecía tan lejano y ajeno... El agua ya está sucia y los acontecimientos se precipitan: ahora sabemos la verdad y la única incógnita --aun queda un tercio de película-- es saber lo que hará Tom para recuperar su apacible existencia de esposo y padre.

El estilo deliberadamente lento y la forma tan directa de hacer avanzar la historia recuerdan mucho a su predecesora, haciendo que el necesario maniqueísmo del argumento no parezca tan irreal. Otros dos aciertos en este último tercio: el incómodo polvo de Mortensen y su esposa (Maria Bello, con ese perturbador matojo intuido) sirve para justificar y superar una situación que limitaba con el absurdo; el segundo, resolver sin florituras técnicas ni dramáticas el ajuste de cuentas definitivo. La escena final es completamente previsible, pero posee la virtud de incluir una carga metafórica impecable en fondo y forma: sin una sola palabra, cada personaje expresa lo que ha sido, lo que es y lo que será después de que la violencia le haya marcado para siempre. Un filme que roza el mejor clasicismo eastwoodiano.




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