martes, 21 de enero de 2014

El síndrome de Woody Allen (El lobo de Wall Street)

Si te ofrecieran un cóctel cuyo sabor y deliciosa combinación de ingredientes te atrapan, ¿rehusarías tomarlo de nuevo otro día porque ya lo has probado? Está claro que sería absurdo, y sin embargo es el mismo argumento que la mayoría utiliza tras haber visto El lobo de Wall Street (2013): «¡Pero si es un calco de Uno de los nuestros (1990)!». Por supuesto, yo también lo pensé, pero luego me dije: «¡Pero si es un Scorsese en plena forma! ¿Voy a dejar de disfrutarlo porque ya le he visto una vez emplear esos mismos recursos?». Puede que Scorsese, a estas alturas, tenga pocas sorpresas reservadas al público en lo que se refiere a temas y recursos de estilo, pero está claro que los que le caracterizan los domina a la perfección y los emplea con maestría en aquellos filmes que se le ponen por delante.

La película es básicamente un encargo de Leonardo DiCaprio, desesperado por conseguir un Oscar a la mejor interpretación protagonista, y para ello necesita: a) un guión que le permita el lucimiento completo de su repertorio; b) un tema mainstream de actualidad capaz de interesar a todo tipo de público y desbordar sus expectativas y c) que la dirección esté a cargo de una figura indiscutible cuya profesionalidad y trayectoria aúpen la película a la categoría de filme nominable y con posiblidades de acaparar premios (entre ellos, por descontado, el de mejor actor). Por eso DiCaprio ha coproducido la película y ha esperado cinco años hasta conseguir llevarla a la pantalla en las mejores condiciones. Por eso no faltan escenas de lucimiento de su protagonista (monólogos, momentos dramáticos, toques de humor, retos físicos...) y en cambio cojea de todo lo demás, excepto el ritmo narrativo, que va por cuenta de Scorsese.



Encontramos la misma narración acelerada, el mismo montaje ultradinámico, el mismo narrador protagonista que habla directamente al espectador, el mismo relato subjetivo y parcial, sin ningún interés por aportar perspectiva a los sucesos de la historia (que nadie vaya a verla pensando que Scorsese ha hecho una síntesis crítica de la historia ecónómica de la última década), la misma delectación pretendidamente aséptica en toda clase de excesos sexuales y narcóticos. Aparentemente la película se limita al relato del protagonista, y debemos asumir que sus omisiones, exageraciones y mentiras son producto de su estado de ánimo y tienen por objeto hacer más amena la película, no de un deseo consciente y manipulador de ocultar hechos cruciales. No existe una lectura moral tras la exhibición de atrocidades que se presenta, ni de juzgar a los protagonistas o a sus acciones; y sin embargo ahí está la elección nada gratuita de Kyle Chandler como el agente Patrick Denham del FBI (su cara de hombre honrado y una cuidada caracterización lo dicen todo) o los treinta segundos que preceden a los créditos.

El lobo de Wall Street no es un análisis crítico ni un pliego de descargo al estilo de Wall Street 2. El dinero nunca duerme (2010) de Oliver Stone o de El capital (2012) de Costa-Gavras. Aquí se trata de un simple testimonio personal (y real) del auge y caída de un personaje polémico del mundillo financiero neoyorquino, aunque en realidad a mí me parece que DiCaprio ha contratado a un Scorsese en plena forma para beneficiarse de su contrastado estilo cinematográfico y lo ponga al servicio de su talento interpretativo. Si estuviéramos en los ochenta habría pedido a Woody Allen que le escribiera un personaje antológico para su lucimiento en algún dilema ético-sexual de corte humorístico-desencantado. No basta con el que Allen le adjudicó en Celebrity (1998); pero era otra década y ambos iban con el ciclo creativo cambiado.

Que nadie se engañe: El lobo de Wall Street es una película que no defrauda aunque sea incapaz de sorprender. Aun así, ¿de cuántos scorseses podremos disfrutar todavía? Los que admiramos su cine desde luego no estamos para remilgos...




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sábado, 18 de enero de 2014

El enfado y la pena (Los descendientes)

El tema que atraviesa de arriba abajo Los descendientes (2011) de Alexander Payne es la imperfección. A todos los niveles: la decepción íntima que produce el descubrir que tu familia se ha convertido en una colección de seres extraños o incomprensibles; el cansancio que implica el trato con parientes lejanos y amigos a los que estás obligado a agasajar como si les tuvieras confianza; la perplejidad en el trato con desconocidos que acaban influyendo en tu propia vida. Y, por descontado, el dolor que provoca una serie de verdades reveladas capaces de trastocar el mundo perfecto que creías haber construido a tu medida. La imperfección del mundo, hecha de sucesos inexplicables que hay que afrontar sí o sí, la evidencia de que, a pesar de que creemos haber hecho las cosas bien, de pronto nos despertamos en el lugar opuesto al esperado. Aquello que dejamos al azar, las personas que pensamos que no nos necesitan, accidentes sin explicación trascendental... cosas que nos obligan a pensar más allá de nosotros mismos, pero también a aceptar el reto de estar a la altura de las circunstancias.

Tras haber visto la película por segunda vez, recordando algunas de las escenas y el orden en que estaban presentadas en el filme, me ha parecido que es una muy aceptable traslación --involuntaria, probablemente-- de la teoría de las tres fuentes del sufrimiento humano enunciadas por Freud, tres realidades cuya irreversibilidad son la causa de toda infelicidad humana: la supremacía de la Naturaleza (en este caso, un accidente imprevisible, absurdo e inconveniente que sirve para poner en marcha la historia), la caducidad de nuestro propio cuerpo (y, por tanto, la exigencia autoimpuesta de traspasar un legado) y una manifiesta ineptitud para regular satisfactoriamente nuestras relaciones (familia, amigos, la sociedad en conjunto). Contra un sucedáneo de estos tres frentes debe combatir simultáneamente Matt King --interpretado por un magnífico George Clooney-- para sacar adelante su propia idea de la coherencia: encontrar una forma de estar en el mundo, aprender a compartirlo y aceptar que no será para siempre.



King es un abogado especializado en derecho inmobiliario que, por azares de la lotería genética, acaba siendo el único administrador fiduciario del último paraje virgen de las islas Hawaii, un terreno inmenso heredado de unos antepasados regios que están a punto de dilapidar en una millonaria venta. Cuando la operación está a punto de culminar su esposa sufre un grave accidente que la deja reducida a un coma irreversible. El argumento es básicamente una encrucijada moral completamente artificial muy bien planteada desde el punto de vista dramático, un material que podría servir para lo peor y para lo mejor y que, por fortuna, Payne administra con maestría. Es más, me atrevería a decir que, a partir de una cierta edad, cualquiera que haya tenido hijos, se identifica instintivamente con el personaje de Clooney: su despiste a la hora de tratar con sus hijas (de las que no se ha ocupado en años), sus reacciones ante los descubrimientos que hace acerca de su esposa, sus dificualtades para expresar emociones... Los descendientes es una película repleta de itinerarios morales: el propio King, pero también (y especialmente) su hija mayor, Alex, que descubre de forma brusca que debe madurar y abandonar la adolescencia de niña rica. Basta un apunte: en su primera visita al hospital, Alex se limita a estar sentada junto a su medio novio, mientras su padre lee un libro. En la siguiente visita, en el tercio final de película, Alex también está leyendo un libro, como su padre. Adoro este tipo de detalles; revelan a un sutil narrador visual que no sólo se preocupa por poner en primer plano su estilo, sino que cede la iniciativa a los personajes. El detalle del libro es una manera muy delicada de ofrecer al espectador algunas claves fundamentales del relato sin necesidad de obviedades o diálogos artificiales. Y aunque sí lo está, la historia no transmite la sensación de haber sido preestablecida, sino de que es el resultado de las decisiones de los intérpretes. David Lean era un maestro consumado para este tipo de cosas.

El filme es un drama ingeniosamente oxigenado a base de mínimas píldoras humorísticas, especialmente adaptadas a las aptitudes de Clooney para la comedia: expresividad en el rostro, breves gags, réplicas ingeniosas... gestos y situaciones que evitan que el drama lo ocupe todo. Los descendientes es, sin lugar a dudas, una versión inteligente de La fuerza del cariño (1983). Y aunque a medida que avanza la historia se hace más fácil anticipar acontecimientos, cuando se confirman, están tratados con delicadeza y contención dramáticas (salvo algunas escenas en las que la emotividad se desborda).

Basada en la novela de la actriz y escritora debutante Kaui Hart Hemmings, Los descendientes propone una curiosa caracterización de la familia, equiparándola a un archipiélago: cada miembro es una isla independiente pero, por un azar del destino, hay islas que permanecen juntas en el tiempo; una idea que Payne acierta a plasmar en la imagen final de la película. Un filme que confirma el valor en alza --a la espera de la premiada Nebraska (2013)-- de su filmografía.




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miércoles, 8 de enero de 2014

Expediente Fassbinder: 2. Lola

1. Desesperación

Lola (1981) es la segunda película de la trilogía que Fassbinder dedicó a la República Federal Alemana (RFA); una trilogía que se inicia con El matrimonio de María Braun (1978) y finaliza con La ansiedad de Verónica Voss (1982). Fue rodada apenas un año antes de la muerte del cineasta (a pesar de lo cual fue capaz de completar dos películas más) y aunque su intención era examinar de forma crítica un período y una problemática muy concretos de la RFA (marcada por el desarrollismo capitalista, la corrupción, la doble moral y el fin del humanitarismo igualitarista), lo cierto es que el tiempo ha convertido a Lola en un filme atemporal que disecciona sin tapujos ni dramáticos adornos las contradictorias éticas con las que nos enfrentamos al capitalismo occidental.

En Lola cada personaje principal representa una clase social con su moral característica, de cuyas interacciones surge la cadena de contradicciones que da lugar a la sociedad imperfecta que conocemos: el funcionario de urbanismo von Bohm, un aristócrata chapado a la antigua que todavía cree en la integridad y en la ética del trabajo; Schuckert, el empresario rico y corrupto, convencido del ilimitado poder del dinero; el idealismo de clase media de Esslin, que trabaja para von Bohm (y toca la batería en el burdel) que conoce pero no denuncia los trapicheos de la elite económica; y finalmente Lola, el juguete sexual de Schuckert y de media ciudad de Coburg (Baviera), donde tiene lugar la acción, cuyas sinceras (y hasta ingenuas) aspiraciones de una vida mejor no pasan de meros deseos apenas expresados, porque debe sacrificarlo todo al deber de mantener a su hija. Y aunque su personaje da título a la película, en realidad el drama vital de Lola no es el centro del argumento, sino más bien el punto en el que convergen los demás personajes con sus conflictos. El resultado es un mapa de los intereses y egoísmos ocultos de una sociedad que se define a sí misma como altruista y democrática.



Lola destila la triste lucidez de un cineasta que ha visto cómo las utopías y las ideologías que las sostenían han ido corrompiéndose y transformándose hasta quedar irreconocibles: la RFA era en 1981 un país que, tras superar una traumática posguerra, se había transformado en una potencia económica. Sin embargo sus logros se hundían en el barro de una elite corrupta e hipócrita que escondía sus virtudes tras una capa de aparente filantropía. El filme se sitúa a finales de los años cincuenta del siglo XX, cuando una incipiente expansión económica basada en un nuevo urbanismo de carácter social acaba convertida en una de tantas burbujas inmobiliarias. De nada sirve oponer la moralidad de las viejas aristocracias venidas a menos, como tampoco las ideologías revolucionarias de clases medias ilustradas e inconformistas, con su impugnación a la totallidad del sistema (aunque sea temporalmente y con escaso éxito). Fassbinder viene a decir que tanto da el origen social como los objetivos políticos, porque al final todo y todos quedarán atrapados en la maraña de intereses del capitalismo; una fuerza contra la que no cabe oponer, no ya resistencia, sino la simple disidencia, capaz de arrasar con toda coherencia, ética y/o intención reformadora.

Lola es una fábula de estilo clásico en la que cada personaje representa un arquetipo social, un conjunto claramente relacionado que describe la nueva sociedad alemana surgida de la posguerra. Ya no se trata sólo de digerir la pesadilla nazi, sino de aceptar las exigencias de un sistema económico que antepone el enriquecimiento personal y que acaba diluyendo todo atisbo de idealismo bienintencionado. Entre ambas fuerzas, una doble moral judeocristiana que exige un comportamiento ejemplar en la comunidad, pero tolera (al menos a los hombres) la infidelidad y la satisfacción de los caprichos sexuales en la clandestinidad. Todo ello narrado mediante una cuidada y elocuente iluminación de Xaver Schwarzenberger: los colores que inundan a cada personaje en diversas escenas están plenamiente motivados por el decorado y la situación, pero sirven también para revelar eficazmente determinados vaivenes internos. El pulso narrativo de Fassbinder, su capacidad para diseccionar la condición humana a través de lo cotidiano, sin renunciar a su estilo vodevilesco y teatral, brilla aquí como nunca fruto de la madurez y, muy probablemente también, del desencanto.

La película expresa que no es posible acabar con el capitalismo y sustituirlo por otras ideologías alternativistas (semiclandestinas en el tiempo de la película, con una reputación todavía intacta en 1981) surgidas del marxismo y de la Revolución rusa de 1917: en primer lugar porque la estructura de intereses cruzados es demasiado compleja para ser sustituida de forma ordenada y sin violencia por otra completamente nueva; en segundo lugar porque, a pesar de que sus conquistas sociales son tan escasas, el capitalismo ofrece la posibilidad de mejorar nuestro nivel de vida, y precisamente por eso renunciar --como hace Lola, como hace von Bohm, como hace Esslin-- a toda coherencia y/o aspiración de reforma integral, transigir con una mejora mínima y parcial porque permite transmitir el bienestar recién adquirido a nuestros sucesores. Fassbinder retrata con tanta precisión como pesimismo un entramado universal de fuerzas que, a pesar de sus innumerables defectos, permite alcanzar una especie de sucedáneo de felicidad y de progreso general. Esa es la gran paradoja, el impulso que mantiene vivo al capitalismo y lo convierte en un fenómeno prácticamente irrenunciable.




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